Capítulo XX
Los subterráneos de oro

Doc Savage se llevó a Johnny y a Monk al fondo de la pirámide de oro.
Le sorprendió ver los escalones tan desgastados. En sitios la piedra perdió su estructura. Aquello podía ser obra de millares de pies.
El soberano de los mayas, el rey Chaac, afirmó ser el único conocedor del lugar, lo cual significaba que no se usó mucho durante generaciones.
Una vez llegados al fondo, penetraron en una sala inmensa.
Observó una tubería de piedra construida de una manera ingeniosa que conducía el agua que alimentaba el depósito situado en la cima de la pirámide.
Cruzando la sala penetraron en otra de más vastas proporciones.
Era tan baja de techo y estrecha, que semejaba un túnel gigantesco extendiéndose centenares de metros para luego perderse en una ligera inclinación.
Hallaron aguardando en la galería subterránea al rey Chaac y a la encantadora princesa Atacopa, con sus súbditos.
La deliciosa princesita, que se mantuvo serena durante el ataque, estaba algo pálida, pero no sentía ningún temor.
El rey Chaac conservaba toda su dignidad de soberano.
Doc llevó aparte al anciano rey.
—¿Querríais guiarnos a Monk y a mí, a las profundidades de esta caverna? —le preguntó.
El anciano maya vaciló.
—Lo haría con mucho gusto —respondió—. Pero mis súbditos podrían creer que les abandonaba en el peligro.
Doc asintió con la cabeza.
—Mi hija —continuó el soberano—, conoce esta galería subterránea tan bien como yo. Ella puede guiaros.
Partieron al instante.
—Esto parece haberse construido y usado hace siglos —observó Doc.
La princesa movió la cabeza en señal afirmativa.
—En efecto —respondió—. Cuando la raza maya estaba en el apogeo de toda su gloria, y regían toda la gran región, construyeron este túnel y la pirámide exterior. Cien mil hombres trabajaron continuamente durante varias generaciones, según la historia transmitida a mi padre y a mí.
Johnny murmuró algunas palabras de asombro. Tomaba nota de las costumbres e historia de los mayas, con la intención de escribir un libro.
Pero era probable que no se escribiese nunca.
La princesa continuó:
—Esto se ha guardado secreto durante siglos. Fue transmitiéndose a todos los reyes de los mayas del Valle de los Desaparecidos. ¡Solo a los monarcas! Hasta hace algunos minutos, cuando sobrevino el ataque traidor, solo mi padre y yo conocíamos el secreto.
—Pero ¿por qué todo este secreto? —inquirió Johnny.
—Porque el mundo exterior debe ignorar su existencia.
—¿Eh? —murmuró el geólogo, perplejo.
La princesa maya sonrió.
—Aguarden un momento —indicó—. Les mostraré el mal que haría si se conociese este secreto.
Después de recorrer algunos centenares de metros, penetraron bajo los paredones del corte que conducía al Valle de los Desaparecidos.
La princesa Atacopa se detuvo de repente, señalando y hablando en voz baja y emocionada:
—Ese es el motivo, señor Savage. Ahí tiene el oro que usted recibirá; el codiciado metal que gastará esparciendo el bien por todo el mundo.
Johnny y Monk miraban con ojos desorbitados. Se encontraban tan aturdidos, que ni siquiera podían manifestar su asombro.
El mismo Doc Savage, a pesar de su dominio sobre sí mismo, sintió que la cabeza se le enturbiaba.
La galería se ensanchaba ante ellos convirtiéndose en una habitación inmensa.
Las paredes, el suelo y el techo eran de cuarzo aurífero.
Era la misma clase de cuarzo de que estaba construida la pirámide.
Pero no fue esto lo que les paralizó de asombro, sino la serie de nichos profundos, abiertos en las paredes.
¡Había miles de huecos a lo largo del vasto espacio!
En cada uno de los huecos se veían amontonados infinitos amuletos, vasos, jarrones, placas y otros objetos de oro. Magníficos ejemplares de todo cuanto los mayas antiguos hicieron con el metal precioso.
—Este es el almacén —murmuró la princesa, en voz baja—. La leyenda dice que cuarenta mil artífices trabajaron continuamente, labrando los objetos almacenados aquí.
Doc, Monk y Johnny apenas oían a la princesa. La visión de aquellas fabulosas riquezas había paralizado sus sentidos.
¡Pues los nichos contenían tan solo una fracción del tesoro acumulado!
Yacía en montones, esparcido por el suelo.
Y la caverna del tesoro se extendía más allá de los límites que les permitía ver la luz.
Doc Savage cerró los ojos. Sus labios de bronce temblaban. Experimentaba una de las mayores emociones de su vida.
Había allí una riqueza como jamás soñara la fantasía humana.
Era el legado de su padre, su gran herencia. Debía usarlo en la causa a la cual dedicó su vida: a ir de un extremo del mundo a otro, buscando emociones y aventuras, auxiliando a los necesitados, castigando a quien lo mereciese.
¿A qué uso más noble dedicaría aquella fortuna?
La princesa Atacopa, en cuya vida el oro no significaba nada, habló:
—El metal fue extraído del fondo de la montaña. Queda mucho todavía. Mucho más de lo que se ve aquí.
Los tres aventureros salieron poco a poco del asombro en que les sumió la visión de las riquezas fabulosas.
Ante ellos se extendía la tubería de piedra que alimentaba de agua el depósito de la pirámide.
Monk empezó a contar los pasos, avanzando por la caverna del tesoro.
Contó trescientos y luego perdió la cuenta, aturdido al contemplar tanto oro, cuyos montones parecían acrecentarse por momentos.
El camino se estrechó de repente. El suelo de la galería subterránea ascendía de una manera muy pronunciada. Unos doscientos pasos más adelante tuvieron que avanzar arrastrándose.
Llegaron entonces a un lago diminuto, donde terminaba la tubería. El lago estaba situado en una cavidad pequeña, cuyas paredes fueron hendidas en parte por manos de hombre.
El agua excavó bastante; la corriente fluía al nivel del suelo.
La caverna se extendía ante ellos, pareciendo prolongarse de una manera ilimitada.
Doc comprendió que la caverna era, en parte, obra del río subterráneo.
Sin duda se extendía unas cuantas millas más. Los mayas encontraron oro en la boca del río. Penetraron en la caverna y hallaron la mina fabulosa.
La princesa Atacopa formuló una pregunta:
—¿Desea continuar?
—Desde luego —replicó Doc—. Buscamos una salida, algún medio para que los mayas puedan escapar al hambre y evitar su rendición.
Siguieron avanzando en las profundidades de la caverna. El aire era frío.
Distinguieron un sendero hecho por mano del hombre.
Unas estalactitas de tamaño considerable mostraban con claridad que desde hacía muchos años nadie había puesto los pies allí.
Encontraban con frecuencia grandes rocas cerrando el paso. Sin duda se desprendieron del techo.
Veían por todas partes mineral de oro de riqueza fantástica.
Doc y sus amigos perdieron interés por el mineral. Después de contemplar las enormes riquezas acumuladas en la caverna del tesoro, nada podía excitarles mucho.
El río subterráneo torcía ascendiendo.
Al cabo de dos horas de marcha salieron de la zona aurífera. No se veía allí ningún sendero ni el más remoto vestigio del codiciado mineral.
El camino se tornaba más tortuoso. Las paredes rocosas cambiaron de aspecto.
Johnny se detenía con frecuencia para examinar las formaciones. Monk escudriñaba todos los huecos que veía, con la esperanza de hallar una salida.
—Hay alguna salida por aquí —declaró Doc—. Y no muy lejos.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió la princesa Atacopa.
Doc señaló la llama de su antorcha, que mostraba con claridad la existencia de una corriente de aire.
Johnny se quedó rezagado, aunque sin perderles de vista. Pensó que en la oscuridad quizá descubriría más pronto alguna salida.
Monk se adelantó por la misma razón. El velludo antropoide confiaba en su habilidad para avanzar sobre terreno desconocido.
Doc también se interesaba por la formación de la roca por donde pasaban.
Le llamó la atención una tierra de un color gris amarillento. Rascando un poco de ello, lo quemó a la llama de la antorcha. Era un depósito de sulfuro.
—Sulfuro —explicó en voz alta.
Pero esto no presentaba ninguna solución al apuro en que se encontraban.
Llegaron pronto a una caverna lateral. La formación era casi de cal pura.
Mientras esperaban, Johnny penetró en la caverna a explorarla.
Transcurrieron diez minutos.
Johnny regresó, al fin, moviendo la cabeza.
—No tenemos suerte —exclamó, encogiéndose de hombros.
Llevaba en la mano una sustancia blanca y cristalina.
Doc la miró.
—Déjame examinarla, Johnny —dijo.
Su compañero se la entregó.
Doc la tocó con la punta de la lengua. Tenía un gusto salino.
—Salitre —anunció—. Bastante puro.
—No comprendo —murmuró Johnny.
Doc recitó una fórmula.
—¡Salitre, carbón vegetal y sulfuro! —exclamó—. Ya observé hace rato el sulfuro. Podemos quemar leña y conseguir carbón. ¿Qué se obtiene de todo ello?
Johnny replicó:
—¡Pólvora!
En el momento de proferir la exclamación, tuvieron otro motivo de alegría.
Monk exploraba delante, y le oyeron gritar:
—¡Veo un agujero!
La abertura encontrada por Monk resultó ser una grieta en la roca sólida, de regular tamaño.
La luz del sol penetraba en el interior.
Doc, la princesa, Johnny y Monk, se acercaron. Vieron unos escalones toscos, prueba de que los antiguos mayas conocían aquella salida.
Surgieron al exterior con gran cautela.
Se hallaban en un saliente. Arriba, a ambos lados, y abajo, vieron un paredón vertical de roca.
Pero tras un detenido examen distinguieron una serie de escalones conduciendo hacia la parte inferior del paredón.
Doc se dirigió a sus compañeros.
—Monk —dijo—, vuelve al interior y empieza a trabajar en aquel depósito de sulfuro. Sácalo tan pronto como puedas. Escoge el más puro.
Volviéndose hacia el geólogo, continuó:
—Johnny, ¿cogiste algo de salitre? ¡Había mucho!
—Un poco —respondió este.
—Extráelo. Creo que será bastante puro para nuestro propósito. Quizá podamos refinarlo.
Luego, dirigiéndose vacilante hacia la princesa, dijo:
—Atacopa, es usted una muchacha maravillosa.
La princesa sonrió:
—Haré cualquier cosa por usted.
—Regrese al lado de los suyos —indicó Doc—. Seleccione a los más fuertes y activos, y mándelos aquí, junto con mis compañeros.
—Comprendo —murmuró la princesa.
—Otra cosa: mande también una cantidad de aquellos jarrones de oro. Escoja los más gruesos y pesados. Unos cincuenta. Diga a mis amigos que deseo fabricar bombas con esos jarrones. Ellos sabrán cuáles serán más apropiados para el caso.
—¡Bombas de oro! —exclamó Monk.
—No disponemos de otra cosa —señaló Doc—. Y cuando los hombres lleguen, cargarlos de salitre y sulfuro.
Antes de partir, Johnny hizo una pregunta:
—¿Sabes dónde estamos?
Doc sonrió, señalando.
Había enfrente de ellos, a unos centenares de metros, otro paredón de roca.
A mil metros de profundidad se deslizaba un río.
—Estamos en el corte —respondió—. El Valle de los Desaparecidos está algo más arriba, no muy lejos.
—Se entra al valle por el corte, ¿no es verdad?
—Sí. A menos de tomar en cuenta la nueva entrada que acabamos de descubrir.
Johnny, impaciente, replicó:
—Vamos, princesa. Vamos, Monk. No hay tiempo que perder.
Al quedarse solo, Doc descendió un trecho por los escalones de piedra.
Halló una extensión de jungla. Reuniendo la leña necesaria, escogió un lugar para carbonear, donde el humo no sería visible.
Formó un horno con unas piedras. No hallando dos piedras a propósito para encender el fuego, lo hizo con una tira de cuero de su manto y un palo curvado.
Tras unos instantes de enérgica frotación, la llama surgió.
Tenía ya las pilas amontonadas cuando sus amigos llegaron acompañados de más de un centenar de fornidos mayas.
Trabajaron toda la tarde y la noche mezclando el salitre y el sulfuro, fabricando pólvora.
—Lo haremos con calma —explicó Doc—. Esta vez hemos de suprimir de una manera definitiva la amenaza de los guerreros de los dedos rojos.
Tras una pausa, agregó en tono sombrío:
—Y en grado especial al hombre de la piel de serpiente.
De vez en cuando mandaban mensajeros a través de la caverna para averiguar lo que sucedía y regresaban anunciando que los defensores seguían resistiendo con éxito.
—Rechazaron varios ataques —informó un mensajero—. Una de aquellas serpientes que escupen fuego lastimó a nuestro soberano el rey Chaac.
—¿Está herido de gravedad? —preguntó Doc, con interés.
—En la pierna solamente. Pero no puede andar.
—¿Quién se encargó de la defensa?
—La princesa Atacopa —repuso el mensajero.
Monk exclamó, sonriendo:
—¡Valiente chiquilla!
Terminaron con rapidez la fabricación de las bombas. Dentro de los jarrones de oro colocaron unos trozos muy agudos de obsidiana.
Las mechas presentaban un problema.
Doc lo solucionó cogiendo tiras de unos viñedos tropicales que tenían el interior blando. Usando unas ramitas largas y duras, vació el interior, dejando una especie de tubo hueco. Luego en cada bomba puso una de las improvisadas mechas.
Fabricó una variedad de pólvora que ardía sin llama.
Llenó de esta pólvora los tubos improvisados.
Al despuntar el día salió a la cabeza del grupo atacante.
Algunos de los mayas conocían el sendero que conducía al Valle de los Desaparecidos.
Al parecer, varios de aquellos hombres habían salido algunas veces para establecer relaciones amistosas con las tribus vecinas, que a pesar de no ser mayas puros, eran del mismo origen.
El pelotón avanzó por la traidora entrada del valle. No se veía ningún centinela en la entrada al corte, cosa que sucedía por primera vez durante siglos, murmuró un maya.
Dado que los centinelas eran generalmente guerreros rojos, Doc comprendió cómo el hombre enmascarado pudo entrar y salir sin ser visto.
Sin mostrarse a los sitiadores de la pirámide, atacaron con ímpetu.
Los mayas aprendieron a encender las bombas. Para ello llevaban trozos de madera ardiendo.
A una señal de Doc, lanzaron una docena de bombas sobre los guerreros de los dedos rojos.