Capítulo XI
El valle de los desaparecidos

Cuando despuntaba el día, Doc y sus hombres estaban dispuestos a partir.

Hizo sus dos horas de ejercicio habituales mientras sus compañeros dormían.

Después despertó a sus hombres. Enseguida cogieron brochas y pintura y transformaron el aeroplano.

¡El avión era azul ahora, el color sagrado de los mayas!

—Si los habitantes de ese misterioso Valle de los Desaparecidos creen que cabalgamos en una carroza sagrada —comentó Doc—, quizá nos permitan estar tiempo suficiente para hacernos amigos.

Ham, llevando su bastón inevitable, pues poseía varios, dijo, en tono jocoso:

—Si creen en la evolución, podemos despertar su interés pasando a Monk por el eslabón perdido.

—¿Ah, sí? —Sonrió Monk—. Algún día te encontrarás en unas parrillas pasando por un bistec y no sabrás quién lo hizo, como tampoco supiste quién preparó la acusación del robo de jamones.

Ham agitó el bastón y enmudeció.

Tomaron suficiente gasolina para un vuelo de veinte horas.

Breves instantes después, el gigantesco aeroplano despegaba rumbo a la región inexplorada del interior de la República de Hidalgo.

Doc tenía la idea, confirmada por el intenso estudio de Johnny de la topografía del país, de utilizar flotadores en vez de ruedas de aterrizaje.

Debido a la tupida jungla y a la naturaleza volcánica de la región, era muy probable que no hallaran un espacio lo bastante amplio para aterrizar.

Por otra parte, Hidalgo estaba situado en la región de las grandes lluvias tropicales. Los ríos eran pequeños y en la montaña había un lago pequeño.

De aquí que se llevara los flotadores del aeroplano.

Mientras Doc se remontaba a unos diez mil pies de altura para encontrar una corriente favorable de aire, y así ahorrar el consumo de la gasolina, sus cinco amigos escudriñaban la región con unos potentes prismáticos.

Esperaban hallar rastro de su enemigo, el monoplano azul. Pero no vieron ningún hangar en la alfombra de la jungla.

Debía de estar escondido, pensaron, muy cerca de la capital.

Distinguían de vez en cuando un campo de maíz creciendo en unas calvas de los bosques. Vieron a unos nativos llevando cargas en unas bolsas de red, suspendidas por correas en torno a la frente.

Luego empezó una selva ilimitada sin señal de vida. Se alejaban de la civilización. Transcurrieron unas horas.

Unos grandes barrancos empezaron a hendir el terreno. La tierra parecía haber caído retorcida y amontonada de manera inconcebible.

Las montañas se elevaban gigantescas, negras y amenazadoras.

Desde arriba, distinguieron unos cañones tan profundos, que solo se veía un espacio negro.

—No hay ni un sitio lo bastante llano para pegar un sello —comentó Renny, impresionado.

Johnny se echó a reír.

—Dije a Monk que el viaje de Colón era una broma, comparado con esto.

Monk lanzó un resoplido.

—Estás loco. Estamos sentados cómodamente en este aeroplano y dices que es duro. No veo nada peligroso.

—Naturalmente que no puedas verlo —respondió Ham, con sequedad—. Si nos viéramos obligados a aterrizar, treparías a los árboles. Nosotros tendríamos que andar. Y en este país, media milla diaria sería un esfuerzo tremendo.

Renny, que iba al lado de Doc, gritó:

—¡Atención, novatos! ¡Nos acercamos!

Renny dirigió el vuelo, haciendo cálculos. Se acercaban al terreno heredado, cuya posesión le disputaba una fuerza desconocida.

Y delante se elevaba una cordillera de montañas más imponentes que las que vieron hasta entonces.

En las faldas de las montañas se veían trozos de vegetación, luchando por la existencia.

A pesar de la pericia de Doc, el aeroplano gigante capotó con violencia al encontrar las corrientes de aire producidas por la configuración del terreno.

Un piloto corriente hubiese sucumbido a la violencia de las ráfagas traidoras o prudente habría vuelto atrás.

Parecía que volaban dentro del corazón tumultuoso de un vasto ciclón.

Monk, cogido con firmeza a un asiento de mimbre, que a su vez estaba atado con una correa metálica a la armadura del aeroplano, mostraba un rostro verdoso bajo su cutis rubio.

Cambió de parecer respecto a la comodidad de su método de exploración.

No estaba asustado, pero el mareo había hecho presa de su estómago y lo pasaba bastante mal.

—Estas diabólicas corrientes de aire explican el motivo de que no se haya hecho un mapa por medio de un aeroplano —observó Doc.

Cuatro o cinco minutos más tarde, levantó un brazo:

—¡Mirad! —señaló—. ¡Aquel cañón debe conducir al centro de las tierras que buscamos!

Los compañeros miraron en la dirección apuntada.

Contemplaron una hendidura estrecha que parecía hundirse en las profundidades de una enorme montaña de roca.

El corte era de roca desnuda, tan inclinado y duro, que no permitía crecer siquiera ni el más humilde arbusto.

El aeroplano se acercó más. Renny, escudriñando con los anteojos, advirtió:

—Se desliza un torrente por el fondo del cañón.

Doc, sin el menor miedo, penetró en el desfiladero. Otro piloto habría huido aterrado de aquellas corrientes de aire traidoras.

Pero conocía la resistencia de su aparato, y aunque el viento lo lanzaba de un lado a otro, tenía confianza en su aguante, mientras su mano llevara la dirección.

El aeroplano penetró en el monstruoso corte. Los paredones devolvían en ondas el estruendo de los motores.

De pronto, el aire, enfriado por el torrente que fluía en el fondo del corte, contrayéndose y formando una corriente descendente, pareció arrastrar al avión como si lo succionara hacia las profundidades.

Torciendo, cabeceando y bandeándose, el veloz aeroplano avanzaba por entre las sombras.

Los tres motores gemían y los tubos de escape arrojaban una llama azul.

El avance del aparato por el cañón era una serie de saltos y caídas, como si estuvieran en una montaña rusa.

—Pasará mucho tiempo antes que otros exploradores blancos penetren en este lugar —profetizó Renny.

El brazo de Doc señaló, de repente, un punto en la lejanía, que se acercaba con rapidez.

—¡El Valle de los Desaparecidos! —gritó.

El Valle de los Desaparecidos surgió de repente ante su vista.

Lo formaba un ensanchamiento del diabólico desfiladero. El valle era de forma ovalada y su suelo tan ondulante, que sería imposible aterrizar allí.

Solo había un diminuto espacio llano que Doc y sus cinco hombres enfocaron al instante.

Luego se miraron, incrédulos.

—¡Cielos! —exclamó Johnny, el geólogo.

En el terreno llano distinguieron una pirámide de tipo egipcio, aunque con ligeras diferencias.

Los lados eran lisos como el cristal en toda su superficie. Delante había una serie de escalones. La especie de escalera semejaba una cinta sobre el costado liso y reluciente de la pirámide.

La parte superior era plana; y edificada encima había una vasta construcción, un techo plano de piedra soportado por columnas cuadradas, talladas de una manera maravillosa.

Exceptuando las columnas, el templo estaba abierto por los costados, permitiendo ver unos ídolos de piedra fantásticos.

Lo más extraño quizá de la pirámide era su color. Era de piedra gris y sin embargo, brillaba con extraña y metálica luz amarilla.

—¡Maravilloso! —murmuró Johnny.

—En efecto —gruñó Renny, el ingeniero.

—Hablo desde un punto de vista histórico —corrigió Johnny.

—Yo hablo desde el punto de vista de un ambicioso minero —resopló Renny—. Jamás vi un cuarzo tan rico en oro. Apuesto a que la piedra de que está hecha esa pirámide, produciría mil dólares de oro por tonelada.

—¡Olvida el oro! —replicó Johnny—. ¿No comprendes que estás contemplando una muestra rara de arquitectura maya? ¿Algo que haría las delicias de un arqueólogo?

A medida que el aeroplano se aproximaba, observaron otra particularidad de la pirámide: un volumen regular de agua que descendía por el costado, penetrando en una especie de laguna profunda, incrustada cerca de los escalones.

El agua salía de la cima de la pirámide merced a algún efecto artesiano y se vaciaba en la corriente que descendía por el cañón que Doc y sus compañeros acababan de cruzar en su aeroplano.

A ambos lados del dilatado y boscoso valle, no lejos de la pirámide, veíanse unas hileras de imponentes casas de piedra.

Estaban talladas con profusión y eran de una arquitectura extraña. Tan sorprendente visión les dio la sensación de haber retrocedido a los tiempos primitivos.

Había mucha gente, vestida de una manera rarísima.

El aeroplano se posó en la superficie del lago. Los seis compañeros contemplaban pasmados desde el aparato el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Los nativos del Valle de los Desaparecidos descendían, corriendo, loma abajo, saliendo a su encuentro.

Era difícil predecir si el recibimiento sería hostil o no.

—Quizá será mejor que preparemos una ametralladora —sugirió Renny—. No me gusta la cara de esa gente que se congrega ante nosotros.

Doc Savage movió la cabeza en señal negativa.

—No —dijo—. Al fin y al cabo, no tenemos ningún derecho moral aquí. Preferiría marcharme a tener que hacer una carnicería entre ellos.

—Pero toda esta tierra es tuya.

—A los ojos de la Civilización es probable que sí —asintió Doc—. Pero existe la conciencia de cada uno. Es en verdad un acto de traición el que un gobierno arrebate la tierra de algunos pobres salvajes para cederla a un blanco, quien no tardará en explotar hasta a los mismos moradores. Sabéis que nuestro propio gobierno trató de esa manera a los indios norteamericanos. Por más que esa gente no tiene aspecto de ser tan inculta y salvaje como los pieles rojas primitivos.

—En mi opinión —declaró Renny—, poseen un tipo de civilización bastante elevado. Es el pueblo más limpio que he visto en mi vida.

Los compañeros se pusieron a observar a los nativos, que perdiendo el miedo se iban acercando, cautelosos.

—¡Son mayas puros! —declaró Johnny—. ¡No se han mezclado con ninguna raza extraña!

Los hombres que se aproximaban maniobraban de una manera extraña.

La mayor parte de los habitantes se apartaba para permitir el paso a un grupo de hombres, vestidos iguales, que marchaban delante.

Estos hombres eran algo más altos, de aspecto más brutal, de pecho y hombros robustos, mostrando unos músculos poderosos.

Llevaban un manto corto, echado sobre los hombros, una especie de red de cuero con puntas salientes como unas charreteras modernas.

Ostentaban, también, anchos cinturones de un azul oscuro, cuyas puntas formaban delantales por detrás y delante.

Cubrían sus piernas una especie de polainas de cuero, y calzaban sandalias de forma especial.

Llevaban lanzas y cortas porras de madera, en las que había incrustadas unas finas aristas de piedra, a guisa de dientes de sierra, tan cortantes como cuchillos.

Además, cada uno poseía un cuchillo de hoja obsidiana y un mango de cuero arrollado. Todos los hombres tenían las puntas de los dedos teñidas de rojo unos dos centímetros y medio.

Aquella extraña particularidad solo se notaba en estos individuos; los demás no ostentaban ninguna señal.

De repente, el jefe del grupo se detuvo y, volviéndose, levantó las manos por encima de su cabeza y arengó a sus secuaces, en voz tonante y emocionada. Su tipo era más achaparrado que los otros.

Poseía las proporciones antropoides de Monk, sin su corpulencia gigantesca.

Su rostro era oscuro y maligno.

Doc escuchó con interés el dialecto maya que el orador empleaba.

—¡Ese individuo se llama Kayab, y la pandilla a quien habla forman la secta de los guerreros, sus secuaces!

—¿Qué les está diciendo? —murmuró Monk.

Los ojos bronceados de Doc chispearon furiosos:

—Les está diciendo que el aeroplano azul es un pájaro sagrado.

—¡Así hace nuestro juego! —exclamó Renny—. En consecuencia, la situación es favorable…

—No tanto como te figuras —interrumpió Doc—. Kayab está diciendo a sus guerreros que somos un sacrificio humano que el pájaro sagrado les ha traído para ser inmolados.

—Quieres decir… ¡Nos matarán, si Kayab logra convencerles!