Capítulo XVI
Maldición de los dioses

Aquella noche, en el Valle de los Desaparecidos reinaba una oscuridad intensa, producida por una masa de nubes impenetrables amontonadas sobre el corte gigantesco.

El aire era bochornoso. Hasta un pronosticador novato predeciría una serie de chaparrones tropicales comunes en Hidalgo.

Doc y sus amigos tomaron la precaución de alternar la vigilancia y tener una luz encendida, pero no les sucedió nada anormal.

Dos mayas vigilaban la casa de piedra donde Kayab estaba encarcelado.

El prisionero les insultaba de vez en cuando, amenazándoles con la ira de los dioses si no lo libertaban en el acto.

Pero los centinelas fueron amenazados con la furia de Doc Savage si dejaban escapar al prisionero y le temían más. Para ellos la noche tampoco trajo ningún portento.

No obstante, en un lugar del Valle de los Desaparecidos se preparaban una serie de acontecimientos diabólicos.

Ese lugar estaba cerca del extremo inferior del valle, donde el riachuelo atravesaba el gran corte. En una especie de agujero situado entre peñascos hallábase congregada la mayoría de los guerreros de los dedos rojos.

Encendieron una hoguera y entonaron unos cánticos en honor de Quetzalcoatl, el dios celeste; y a Kukulcan, la Serpiente Emplumada.

Parecían aguardar la llegada de alguien y entretenían el tiempo con cánticos calculados para redimir su caída de posición. Después practicaron unos ritos dedicados al Monstruo de la Tierra, otro dios pagano.

Un leve ruido por entre el follaje que rodeaba el lugar de reunión de los guerreros, interrumpió el ritual. Surgió una figura asombrosa, que se reunió con ellos.

Era un hombre, pero iba vestido de una manera extraordinaria. El cuerpo de la prenda consistía en una enorme piel de serpiente, el pellejo de una boa gigantesca.

La cabeza del reptil fue desollada con cuidado y quizá agrandada por algún método de estiraje, hasta formar un capuchón y careta fantásticos.

Los brazos y piernas del hombre, que no iban cubiertos por el extraño disfraz, estaban pintados de azul, el color sagrado de los mayas.

Partiendo de la cabeza y descendiendo por la columna vertebral, llegando casi al extremo colgante de cola de la serpiente, había plumas.

Semejaban los tocados de plumas de los indios americanos.

El recién llegado estaba, evidentemente, disfrazado en algún parecido fantástico con Kukulcan, el dios de los mayas, la Serpiente Emplumada.

El cónclave de los guerreros se impresionó en gran manera. Se arrodillaron al instante, inclinando la cabeza ante la diosa aparición vestida de serpiente y plumas.

Sin duda sabían que había un hombre dentro de aquella vestimenta, pero sus almas supersticiosas no dejaron de sentir el temor de lo desconocido.

El hombre-serpiente empezó a hablar en maya, balbuceando con la mayor dificultad. Muchas de sus palabras no eran comprendidas por su auditorio.

En tales ocasiones un aire de incomprensión se dibujaba en el rostro de los guerreros, obligándolo a repetir.

Era evidente que el hombre-serpiente no pertenecía a la misma raza.

Pero los guerreros estaban bajo su absoluto dominio.

—Soy el hijo de Kukulcan, sangre de su sangre, carne de su carne —declaró el hombre-serpiente, atemorizando a su auditorio—. ¿Apresasteis a algunos invasores blancos y luego los arrojasteis al pozo de los sacrificios? ¿Cambiasteis el color del aeroplano azul de los demonios blancos, pintando luego encima las señales de la Muerte Roja? Yo os lo ordené. ¿Cumplisteis mis órdenes?

—Sí —murmuró un guerrero.

El hombre de la careta de serpiente presintió ocurría alguna cosa anormal.

La horrible cabeza se movió, escudriñando a los mayas congregados.

—¿Dónde está vuestro jefe, Kayab? —preguntó.

—Está prisionero —informó, vacilante, uno.

La figura enmascarada se estremeció de furia.

—¿Entonces, Savage y sus hombres aún gozan de las simpatías de vuestro pueblo?

El hombre-serpiente extrajo, poco a poco, la historia de lo sucedido a los guerreros humillados.

La información pareció aturdirle, y permaneció sentado, meditando en silencio.

Un guerrero, más osado que el resto, inquirió:

—¿Qué se hizo, señor, de los dos de la secta que enviamos con vos al mundo de los blancos para asesinar a ese Savage y a su padre?

Estas palabras descubrieron la identidad del hombre-serpiente.

Era el asesino del padre de Doc Savage. El dueño de la Muerte Roja. El instigador del movimiento revolucionario de Hidalgo.

El hombre diabólico respondió, con lentitud. Su cerebro le advertía que no era conveniente que aquellos hombres conociesen que sus dos compañeros sucumbieron a manos de Doc Savage, el supremo aventurero.

Quizá la noticia destruiría la fe que depositaban en el impostor que pretendía ser el hijo de la sagrada Serpiente Emplumada.

Necesitaba todo su poder ahora. Doc Savage destruyó a su piloto y a su aeroplano. Era un golpe grave.

Abrigaba el propósito de utilizar aquel aeroplano equipado con aquella ametralladora en su revolución contra el presidente Carlos Avispa.

Y si Savage y sus amigos se quedaban en el Valle de los Desaparecidos, pronto desaparecería toda posibilidad de obtener el dinero necesario para financiar la revolución.

—¿Ha visitado Savage el lugar del oro? —preguntó.

—No —replicó un maya bien informado—. Solo conoce que la pirámide contiene todo el metal amarillo del Valle de los Desamparados. El rey Chaac no le ha descubierto la verdad todavía.

Ninguno de los guerreros oyó las palabras que el hombre-serpiente murmuró:

—¡Menos mal!

Los hombres congregados empezaron a rebullir, nerviosos… Aquel hijo de la Serpiente Emplumada se mostró más egoísta e imperioso en otras ocasiones.

Ahora guardaba silencio. Y no había explicado lo sucedido a sus dos camaradas. Un maya repitió la pregunta.

—Están vivos y gozan de perfecta salud —declaró el hombre serpiente—. ¡Escuchad! Oídme bien, hijos míos, pues estas son mis palabras de sabiduría.

Los guerreros escucharon atentos.

—¡La Muerte Roja herirá de muerte muy pronto! —murmuró la voz tras la máscara de la serpiente.

Los mayas quedaron aterrados. Se estremecieron, arrimándose los unos a los otros, buscando protección, mientras un imponente silencio dominaba a la asamblea.

—¡La Muerte Roja herirá pronto de muerte! —repitió el hombre-serpiente—. Así lo ordena Kukulcan, la Serpiente Emplumada, mi padre, para demostrar que no quiere ver a esos hombres blancos entre sus elegidos. Habéis pecado gravemente al permitirles quedarse. Fuisteis advertidos de que debíais destruirlos. Yo, la voz de mi padre, la Serpiente Emplumada, os avisé.

Un guerrero empezó:

—Intentamos…

—Nada de excusas —ordenó el enmascarado—. Solo ejecutando dos cosas podéis evitar la Muerte Roja o detener su progreso cuando haya descendido sobre vosotros. En primer lugar, destruiréis, como sea, a Savage y a sus hombres. En segundo lugar, debéis entregarme a mí, al hijo de la Serpiente Emplumada, el oro que puedan acarrear diez hombres. Yo me cuidaré de que la ofrenda llegue a poder de la Serpiente Emplumada.

Los mayas murmuraron y se estremecieron.

—Destruid a Savage y traedme todo el oro que os he pedido —repitió el hombre que les infundía terror—. Solo eso conseguirá que la Serpiente Emplumada retire a la Muerte Roja. He hablado. Partid.

Los guerreros se dispersaron con celeridad, aterrados de las profecías.

Permanecerían en sus casas hablando de ello el resto de la noche. Y cuanto más lo comentaran más dispuestos estarían a obedecer las órdenes.

Pues es un hecho extraño que una multitud de hombres son menos valerosos ante una amenaza que un individuo solo.

El hombre-serpiente se marchó en seguida, caminando de una manera furtiva, estremeciéndose cuando las rocas agudas le lastimaban los pies.

Al llegar a un matorral, sacó de allí dos frascos de vidrio de a cuatro litros.

Uno de ellos estaba lleno de un líquido rojo y viscoso. El otro contenía un líquido mucho más fluido y más pálido.

Sobre un frasco había escrito: «Cultivo de gérmenes que producen la Muerte Roja».

En el otro se leía: «Cura de la Muerte Roja».

El hombre enmascarado se los llevó con cuidado al dirigirse con sigilo hacia la pirámide dorada.

Sin ser observado, al llegar cerca de la imponente masa de metal amarillo de fabulosa riqueza, no pudo reprimir una exclamación; pero el ruido del agua descendiendo por el costado de la pirámide eliminó toda posibilidad de ser oído.

Ascendió los escalones, tanteando el camino en la intensa oscuridad.

El agua descendía por su lado. Llegó a la parte plana de la estructura.

Tanteando a oscuras halló lo que buscaba: un charco pequeño, semejante a un depósito.

Este caudal alimentaba al arroyuelo que descendía por el lado de la pirámide. Encendió, furtivo, una cerilla.

Luego vació en el agua el contenido del frasco etiquetado Cultivo de gérmenes que producen la Muerte Roja.

El hombre-serpiente conocía por experiencia que los gérmenes mortíferos durarían dos días en el agua que se deslizaba a lo largo de la pirámide. ¡Y los mayas obtenían su agua potable de aquella corriente!

Pasados dos días todas las personas del valle caerían víctimas de la espeluznante Muerte Roja. Tan solo una cosa podía salvarles: un tratamiento con el preparado del otro frasco.

Anteriormente, pues recibió muchos tributos de oro del valle, el hombre-serpiente administró la cura como hizo con la enfermedad, vaciando el contenido del otro frasco en el suministro de aguas.

Llevando en las manos los dos frascos, el vacío y el lleno, el hombre descendió de la pirámide, dirigiéndose a un extremo remoto del valle donde tenía su escondite.

Allí se ocultaba desde que su piloto aviador lo dejó caer en un paracaídas al valle, la noche anterior.

Se detuvo en el camino para romper el frasco vacío.

El ruido del cristal rompiéndose le inspiró un pensamiento maligno.

—Jamás conocerán el origen del tesoro del viejo Chaac —gruñó—. Y nadie más conoce el secreto. Entonces, ¿por qué he de molestarme en curarlos cuando enfermen?

Rechinó los dientes.

—Si todos los habitantes del valle perecieran, podría buscar el oro con toda tranquilidad. Y solo esa pirámide contiene ya una fabulosa fortuna.

Por los labios del hombre-serpiente cruzó una maligna sonrisa.

—¡Entregarán muchos tributos antes que averigüen mi pensamiento!

Llegó a una conclusión que demostraba su ferocidad y crueldad.

Rompió el frasco que contenía el remedio de la Muerte Roja contra una roca.

Tenía el propósito de dejar perecer a los mayas.