Capítulo III
El enemigo

Doc Savage fue el último de los seis en penetrar en la habitación contigua.
Pero lo hizo en menos de diez segundos. Aquellos hombres se movían con velocidad asombrosa.
Cruzó aceleradamente la biblioteca. La rapidez con que atravesó la oscuridad, sin tropezar con ningún mueble, demostraba el maravilloso desarrollo de sus sentidos.
Ningún animal de la selva andaría de caza con mayor seguridad y sigilo.
Unos prismáticos de gran aumento estaban guardados en el cajón de la mesa, y un potente rifle de caza, en el armario situado en el rincón.
En fracción de segundos, los cogió y se acercó a la ventana.
Vigiló y esperó.
No siguieron más disparos a los dos primeros.
Miró a través de la noche cuatro o cinco minutos con los anteojos.
Escudriñó las ventanas de todas las oficinas al alcance de su visión, y había centenares. Fijó su atención en la armazón laberíntica de la torre de observación situada en la cima del rascacielos en construcción.
La oscuridad envolvía al laberinto de viguetas y no logró descubrir el menor rastro del tirador.
—¡Se marchó! —concluyó en voz alta.
No siguió a sus palabras ningún ruido de movimientos. El toldo de la ventana descendió con ruido en la habitación adonde les tirotearon.
Los hombres se tornaron rígidos; luego, a una llamada de Doc, perdieron su rigidez. Avanzó en silencio hacia el toldo y lo alzó.
Estaba junto a la caja de caudales, con las luces encendidas, cuando entraron.
El cristal de la ventana quedó arrancado por completo de su marco. Yacía en trozos relucientes sobre la lujosa alfombra.
El mensaje reluciente que fue escrito allí, parecía estar destruido para siempre.
—Alguien estuvo acechándome —dijo, en tono impasible—. Evidentemente no pudieron conseguir la puntería deseada. Cuando apagamos la luz para mirar el escrito de la ventana, creyeron que abandonábamos el edificio. En consecuencia, dispararon dos tiros al azar.
—La próxima vez, ¿qué te parece si ponemos cristal irrompible en estas ventanas? —sugirió Renny; el humorismo de su voz contradecía su aspecto serio.
—Seguramente —respondió Doc—. ¡La próxima vez! ¡Estamos en el piso ochenta y seis y es muy corriente que le tiroteen a uno aquí!
Ham interpuso su resoplido sarcástico. Moviéndose rápido y nervioso, logró introducir su brazo delgado por el agujero que la bala hizo en la pared de ladrillo.
—¡Aunque pusieses ventanas a prueba de balas, deberías tener mucho cuidado al situarte delante de ellas! —dijo con sequedad.
Doc estudiaba el agujero de la puerta de la caja de caudales, observando especialmente el ángulo por donde entró la poderosa bala.
La bala, casi intacta, permanecía incrustada en la pared posterior de la caja.
Los músculos de su brazo en tensión rasgaron de repente la manga de su chaqueta.
Contemplando con tristeza la manga rota, sacó el brazo de la caja de caudales. La bala yacía en la palma de su mano.
Renny no pudo parecer más asombrado que si un diablo con rabo hubiese surgido del interior de la caja. La expresión de su rostro era ridícula.
Doc pesó la bala en la palma de su mano. Tenía los párpados entornados.
Parecía dar a su maravilloso cerebro toda la posibilidad de trabajar y en efecto lo hacía.
Calculaba el peso de la bala casi con tanta exactitud como si la pesara en una balanza de precisión.
—Trescientos gramos —declaró—. Eso indica que se trata de un rifle Nitro-Express del calibre 577. Probablemente el arma que disparó aquel tiro era de dos cañones.
—¿Cómo haces ese cálculo? —preguntó Ham, con toda probabilidad el más astuto de los cinco amigos, aunque el cerebro de Doc le superaba.
—No hubo más que dos disparos —aclaró Doc—. Además, los cartuchos de este enorme tamaño se disparan generalmente con rifles gigantes, de dos cañones.
—¿Qué hacemos aquí parados? —exclamó Monk—. ¡El tirador quizás escape mientras perdemos el tiempo charlando!
—Probablemente ya huyó, puesto que no logré localizarlo con los anteojos —replicó Doc—. ¡Pero, desde luego, vamos a movernos y pronto!
Con cuatro frases lacónicas dirigidas a Renny, Long Tom, Johnny y Monk, respectivamente, Doc dio todas las órdenes necesarias.
No explicó con detalle lo que debían hacer. Era innecesario. Simplemente les daba una idea de lo que deseaba y ellos se ponían manos a la obra y lo realizaban en breve tiempo.
Los amigos de Doc eran hombres inteligentes.
Renny, el ingeniero, cogió una regla del cajón de la mesa, un compás, papel y un trozo de cordel.
Buscó matemáticamente el ángulo por donde atravesó la bala la puerta interior de la caja de caudales, calculando de manera experta la ligera desviación producida por la ventana.
En menos de un minuto alineó el cordel desde la caja a un lugar en medio de la ventana, siguiendo la trayectoria de la bala.
—¡Date prisa, Long Tom! —exclamó, impaciente.
—¡Aguarda un momento! —se quejó el interpelado. Trabajaba con tanta rapidez como el ingeniero.
Long Tom penetró veloz en la biblioteca y en el laboratorio, recogiendo diversos artículos de material eléctrico.
Con un par de potentes bombillas, un pedazo de hojalata y un espejo de bolsillo que pidió prestado a Monk, montó un aparato para proyectar un destello de luz fino, pero muy potente. Añadió el cristal de aumento de Johnny antes de conseguir el efecto deseado.
Apuntando su destello da luz por el cordel de Renny, localizó de esta manera en la masa oscura del rascacielos el lugar de donde partieron los tiros.
Entre tanto, Johnny, con manos y ojo expertos a fuerza de años de reunir trozos de alfarería de ruinas antiguas y los huesos de monstruos prehistóricos, lograba componer el cristal de la ventana roto en mil pedazos.
Una operación que habría tomado a un profano horas. Johnny la realizó en escasos minutos.
Enfocó el aparato de la luz negra sobre el cristal. El mensaje surgió en un azul reluciente. ¡Intacto!
Monk regresó del laboratorio. En las manazas velludas que colgaban por debajo de las rodillas, llevaba varias botellas herméticamente cerradas.
Contenían un líquido de un color vago.
De la riqueza de fórmulas químicas guardadas en su cerebro, Monk compuso un gas para combatir a sus enemigos, y lograr acorralar al que disparó aquellos tiros.
Era un gas que paralizaría al instante al que lo inhalara, pero de efectos temporales y nada nocivos.
Se congregaron en torno a la mesa sobre la cual Johnny reunió los fragmentos de cristal.
Todos, menos Renny, que seguía calculando los ángulos. Y cuando Doc enfocó la luz sobre el cristal, leyeron el mensaje escrito:
«Papeles importantes detrás del ladrillo rojo».
Antes de que comprendiesen el mensaje, Renny gritó su descubrimiento.
—Tiraron desde la torre de observación del rascacielos en construcción —gritó— y el tirador debe estar allí arriba, todavía.
—¡Vamos! —ordenó Doc.
Los hombres salieron al macizo y reluciente pasillo del edificio, en dirección a los ascensores.
Si observaron que Doc quedaba rezagado unos segundos, ninguno de ellos lo comentó. Doc hacía siempre cosas semejantes, que a veces resultaban tener consecuencias asombrosas más tarde.
Penetraron en el ascensor abierto con tal rapidez, que sobresaltó al empleado, que dormitaba sentado en un rincón.
El ascensor descendió con un chirrido estridente. Silenciosos y ceñudos, Doc y sus amigos formaban una colección extraordinaria de hombres.
Su porte impresionó de tal manera al empleado, que, contemplándolos, habría conducido el ascensor al sótano, en lugar de detenerse en la planta baja, si Doc, siempre atento, con una ligera presión en su brazo no le volviera a la realidad.
Salieron corriendo, cruzando el vestíbulo y saltaron a un taxi que permanecía parado junto a la acera, con el chofer dormido sobre el volante.
Cuatro de los seis amigos penetraron en el interior del vehículo; Doc y Renny se quedaron en los estribos.
—¡A aquel rascacielos! —ordenó Doc, al sobresaltado chofer. El taxi salió disparado.
La lluvia azotaba con mayor intensidad el fuerte y curtido rostro de Doc, resbalando por su cabello broncíneo.
Su piel y cabellos poseían la extraña cualidad de parecer impermeables al agua; casi podía decirse que no se mojaba; el agua se deslizaba sobre ellos como encima de plumas.
Las calles estaban desiertas en aquella parte de Nueva York, dedicada casi exclusivamente al comercio y a oficinas.
Los frenos chirriaron y el taxi se detuvo, patinando sobre el asfaltado, junto a la acera.
Doc y Renny se precipitaron hacia la entrada del nuevo edificio, cuyos pisos inferiores estaban ya alquilados.
Los cuatro pasajeros salieron por la portezuela con violencia, como lanzados por una catapulta.
—¡Págueme! —aulló el chofer.
—¡Aguarde aquí! —le gritó Doc, sin dejar de correr.
Al llegar a la entrada del edificio, llamó al vigilante nocturno, sin recibir la menor respuesta.
Le intrigó aquel silencio inusitado, pues no se concebía dejasen abandonado un edificio de tal categoría.
Penetrando en el ascensor, subieron al último piso, sin encontrar el menor rastro del vigilante. Ascendieron por una escalera hasta la azotea, donde se elevaba la armazón de acero.
Allí, atado y amordazado, encontraron al vigilante. Era un irlandés corpulento de gruesas y rojas mejillas, que parecía sofocado por la fuerte presión de la mordaza.
Se disponía a expresar con júbilo la acción de Doc al libertarle, pero se calló, estupefacto, pues Doc, sin molestarse en deshacer los nudos o cortar las cuerdas, simplemente liberó al irlandés rompiéndolas con la misma facilidad que si fueran hilos.
—¡Cielos! —murmuró el vigilante—. ¡Esa fuerza parece arte de brujería!
—¿Quién le ató? —interrogó Doc, en tono imperioso—. ¿Qué aspecto tenía el hombre?
—Lo ignoro —declaró el hijo de la Verde Erin—. Solo logré distinguir una cosa sorprendente, los dedos del hombre tenían las puntas rojas. ¡Como si las hubiese sumergido en sangre!
Los seis amigos subieron a la torre, dejando al irlandés frotando sus miembros doloridos y murmurando acerca de los misterios de la gran ciudad.
—Esta es, aproximadamente, la altura —dijo el delgado Johnny, corriendo tras Doc—. Disparó desde aquí.
Johnny apenas jadeaba. A pesar de su aparente delgadez, excedía en resistencia a todos los otros, excepto a Doc.
Se sabía que resistía tres días y tres noches con una rebanada de pan y una cantimplora de agua.
Doc, virando a la derecha, sacó una lámpara de bolsillo.
No era como otras lámparas. No utilizaba ninguna pila. Un generador diminuto y potente, colocado en el mango e impulsado por un fuerte muelle, suministraba la corriente.
Una torsión del mango de la lámpara giraba el muelle y proporcionaba luz durante unos minutos. Un receptáculo especial contenía bombillas de recambio. No era muy probable que aquella luz sufriese avería o se apagase.
La linterna arrojaba un destello que parecía una varilla blanca. Enfocó una plataforma de pesados tablones.
—¡El disparo partió de ahí! —afirmó Doc.
Una viga de acero, de varios centímetros de espesor, resbaladiza por la humedad, ofrecía un camino más corto para llegar a la plataforma.
Corrió por encima, tan seguro de pies como una araña en su tela.
Sus cinco hombres, conociendo que flirteaba con la muerte entre las viguetas de acero a cientos de metros de profundidad, decidieron dar la vuelta cuidadosamente.
Doc había recogido dos cartuchos vacíos de la plataforma y los examinaba, cuando sus cinco amigos pusieron los pies en los tablones.
—¡Un cañón! —exclamó Monk, después de mirar el enorme tamaño de los cartuchos.
—No del todo —replicó Doc—. Son cartuchos para el rifle gigantesco del que os hablé. Y sin duda el tirador usó uno de dos cañones.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Renny.
Doc señaló le superficie de la plataforma. Se veían apenas dos señales diminutas, juntas.
Al llamarles la atención, comprendieron fueron hechas por un rifle de dos cañones, al apoyarlo un instante en los tablones.
—Era un hombre bajo —añadió—. Más bajo aún que Long Tom. Y mucho más ancho.
—¿Eh? —Hasta Ham, cuya sagacidad era de todos conocida, ¡no acertaba a comprenderlo! Al parecer, sin darse cuenta de su gran altura, donde la menor vacilación significaba la muerte, Doc dio media vuelta, señalando una viga que a causa de la protección de otra superior no se había mojado con la lluvia. Pero se veía una mancha húmeda sobre el acero seco.
—El tirador lo rozó con el hombro al pasar —explicó—. Eso demuestra su estatura, al mismo tiempo que nos indica su corpulencia, pues solo un hombre ancho de espaldas rozaría la viga. Ahora…
Enmudeció de repente. Permaneció rígido, fija la mirada en un punto lejano.
Semejaba una magnífica estatua; solo sus ojos dorados y chispeantes parecían relumbrar en la oscuridad.
—¿Qué sucede, Doc? —preguntó Renny.
—¡Alguien encendió una cerilla en nuestra oficina! —Se interrumpió con un sonido explosivo—. ¡Ahora enciende otra!
Sacó al instante los prismáticos del bolsillo, enfocándolos hacia la ventana.
Divisó solamente un destello; la cerilla se apagaba. Solo se veían con claridad las puntas de los dedos del merodeador.
—¡Sus dedos… tienen las puntas rojas!