Capítulo VII
Camino peligroso

La lluvia cesó.

Un amanecer gris, cubierto de niebla, con un viento helado, surgía por la costa Norte de Long Island.

Los inmensos hangares del aeródromo de North Beach, casi en los límites de la ciudad de Nueva York, semejaban grandes cajas grises difuminadas por la neblina.

Las luces eléctricas se esforzaban inútilmente en disipar la densa oscuridad.

A un lado del aeródromo, había un gigantesco trimotor metálico, dispuesto a emprender el vuelo. En la armadura, detrás del motor central, se destacaban en gruesas letras negras las siguientes palabras:

«Clark Savage, Junior».

Unos empleados del aeródromo, con sucios uniformes manchados por el barro, la grasa y la humedad, trasladaban presurosos unas cajas de un camión al interior del gigantesco aparato. Las cajas eran de construcción ligera, pero sólida, y en cada una de ellas se veían marcadas, según costumbre en esta clase de expediciones, las palabras:

«Clark Savage, junior. Expedición Hidalgo».

—¿Qué es Hidalgo? —preguntó, curioso, un mecánico, mientras limpiaba sus manos de grasa.

—Yo qué sé; dicen que se trata de un país —le informó un compañero.

La conversación demostraba cuán poco conocido era el país de Hidalgo, a pesar de que la república centro americana se extendía centenares de kilómetros.

Colocaron por fin la última caja en el aparato, cerrando todas las puertas.

A causa del amanecer neblinoso y la humedad que rezumaban las ventanillas, era imposible distinguir el piloto sentado en la delantera, frente a los aparatos de mando.

A la voz de «¡Contacto!» las enormes hélices empezaron a zumbar, y los mil caballos de fuerza que representaban los motores hicieron trepidar al gigantesco aeroplano.

No se trataba de uno de los aparatos más modernos, sino de un aeroplano que prestaba servicio desde hacía cinco años.

Quizás alguno de los mecánicos, de más fino oído, pudo oír el zumbido de otro aparato volando encima del campo, y si levantó la cabeza a través de la espesa cortina de niebla vio la sombra fugitiva en forma de murciélago desaparecer en el horizonte.

El trimotor estaba listo para el despegue. Avanzó unos metros sobre la cinta asfaltada, tomando velocidad y de pronto se elevó en el aire.

Sin la menor inclinación, con una seguridad perfecta, el avión metálico voló quizás una milla a escasa altura.

Sucedió entonces una cosa asombrosa.

El aeroplano trimotor se convirtió de una manera instantánea en una gigantesca antorcha llameante, dejando tras sí una monstruosa columna de humo negro.

Luego los fragmentos del aparato y su contenido cayeron sobre las azoteas de Jackson Heights, un suburbio de la ciudad de Nueva York.

Tan terrible fue la explosión, que se rompieron los cristales de muchas ventanas.

Del gigantesco aeroplano no quedó ningún fragmento mayor de dos metros.

En realidad, las autoridades no hubieran podido identificarlo, de no ocurrir en el mismo aeródromo, donde los empleados contemplaron el accidente.

No pudo sobrevivir ninguna vida humana a bordo de aquel trimotor.

Doc Savage simplemente parpadeó una vez después de la chispa que inició el pavoroso incendio que aniquilara al trimotor.

—Eso es lo que temía —dijo con sequedad.

La ráfaga de aire producida por la explosión hizo tambalear su aeroplano.

Doc y sus hombres no estaban a bordo del trimotor, se hallaban en otro avión que voló por encima del aeródromo un momento antes que el trimotor despegara.

En verdad, Doc mismo maniobró el despegue utilizando un control por radio.

El aparato de control por radio de Doc era del mismo tipo usado por el ejército y la marina en sus experimentos, empleando frecuencias y relevadores muy sensitivos.

Doc no ignoraba cómo su enemigo misterioso logró hacer estallar el trimotor.

Pero gracias a su previsión, sus hombres escaparon del incendio diabólico.

Utilizó el aeroplano como señuelo, para lo cual empleó uno de sus aviones viejos, ya casi retirados del servicio activo.

—Debieron colocar algún explosivo poderoso en una de nuestras cajas —concluyó en voz alta—. Es lástima perder algunos instrumentos y accesorios con el aeroplano destruido. Pero podemos prescindir de ellos.

—Lo que me intriga —murmuró Renny—, es cómo colocaron la bomba para que estallara en pleno vuelo y no cuando el aparato estaba aún en el suelo.

Doc enfiló su aeroplano rumbo a la ciudad de Washington, utilizando no solo la brújula de que el avión estaba provisto, sino aprovechando de manera experta la dirección del viento.

—Cómo hicieron estallar la bomba en el aire es cosa fácil de explicar —respondió a Renny, al fin—. Con seguridad pusieron un altímetro o un barómetro en la bomba, lo primero probablemente. Solo debían ajustar un contacto eléctrico que se cerrara a una altura determinada y… ¡bang!

—¡Bang! Es la palabra acertada —sonrió Monk.

El aeroplano pasó como un relámpago por encima de la estatua de la Libertad, entonando la canción de la velocidad por encima de los pantanos de Jersey.

Distinto al aparato destruido, este era del tipo más moderno. Era además un trimotor, pero los grandes motores estaban colocados en unas concavidades especiales construidas en las alas.

Era lo que los pilotos llaman un pájaro de ala baja, con las alas bien bajas en la armadura, en vez de en lo alto.

El equipo de aterrizaje era retráctil; una vez en el aire, se doblaba bajo las alas, de forma que no ofreciera ninguna resistencia al viento.

Este superavión era la última palabra de la ingeniería y su velocidad normal era de trescientos treinta kilómetros por hora.

Un hecho de no pequeña importancia era que la cabina estaba acolchada, permitiendo a Doc y a sus amigos conversar en tono corriente.

Lo verdaderamente esencial de su equipo se cargaba en la parte trasera de la cabina.

Embalados de una manera compacta en recipientes metálicos, de un metal más ligero que la madera, cada caja estaba provista de una correa, permitiendo su fácil transporte.

En un tiempo sorprendentemente corto, divisaron los apiñados edificios de Filadelfia. Poco después volaban sobre un aeródromo, a las afueras de Washington.

Doc Savage efectuó el aterrizaje felizmente, dando prueba de su asombroso dominio de los mandos.

Tomó un taxi para ir a las oficinas del pequeño aeródromo.

Buscó en vano su autogiro. Ham debió dejarlo allí, de haber llegado ya.

Pero el aparato no se veía por ninguna parte.

Un empleado corrió al encuentro de los viajeros.

—¿No llegó Ham aquí? —preguntó Monk al hombre.

—¿Quién?

—El brigadier general Theodore Marley Brooks —explicó Monk.

El empleado quedó boquiabierto. Abrió la boca para hablar, pero su excitación le hacía tartamudear.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Doc, en tono suave, pero imperioso, obligando a una respuesta instantánea.

—El jefe del aeródromo ha detenido a un hombre que tienen encerrado en la oficina, que dice llamarse el brigadier Theodore Marley Brooks —explicó el empleado.

—¿Detenido? ¿Por qué?

—El jefe es al mismo tiempo ayudante del sheriff. Nos telefonearon que este individuo robó un autogiro a un tal Clark Savage. En consecuencia, lo detuvimos a su llegada, hasta aclarar el asunto.

Doc asintió con la cabeza, distraído. El enemigo desconocido era astuto.

Demoró a Ham mediante una hábil estratagema.

—¿Dónde está el autogiro?

—Pues ese Clark Savage que telefoneó que le robaron el aparato, nos pidió que fuera a buscarle uno de nuestros pilotos para traerlo aquí e identificar al ladrón.

Monk emitió un fuerte resoplido.

—¡Idiota! —exclamó—. Está hablando con Clark Savage.

El empleado tornó a balbucear:

—No comprendo…

—Alguien se burló de ustedes —dijo Doc—. El piloto que condujo ese aeroplano para traer al falso Clark Savage puede correr peligro. ¿Conoce adónde fue?

—El jefe lo sabe.

Entraron en el edificio de la administración. Encontraron en un terrible acceso de furia a Ham, que de ordinario lograba salir de cualquier situación apurada si conseguía un tiempo razonable.

Pero su oratoria persuasiva no hizo la menor impresión en el obtuso director del aeródromo.

—Telefonea al campo de aviación militar más cercano, Ham —dijo Doc—. Procura conseguir un avión de caza provisto de ametralladoras.

—Va contra el reglamento…

—¡Al diablo con el reglamento! —exclamó Ham, y cogió el receptor.

El director del aeródromo informó a Doc adónde se dirigió el autogiro a encontrarse con el hombre que telefoneó. El lugar estaba en Nueva Jersey.

Doc lo localizó en el mapa. Estaba situado en la parte montañosa de dicho estado.

Ham colgó el receptor.

—Están preparando el avión de caza, Doc —dijo.

Doc Savage tardó menos de diez minutos en llegar al campo de aviación militar, subir al aparato y despegar.

Poseía ahora un aeroplano de guerra.

Volando hacia el Sur, comprendió el propósito del enemigo al apoderarse del autogiro. El lugar estaba situado a corta distancia de Nueva York, y por consiguiente el individuo probablemente estaría allí.

Con seguridad procuraría destruir el autogiro y crear toda clase de dificultades a los audaces compañeros.

—Sea quien fuere, parece que está dispuesto a impedir nuestra llegada al lugar de mi herencia —concluyó Savage.

Al pasar sobre el río Delaware, zambulló el aparato y probó la ametralladora disparando contra su sombra reflejada en el agua.

De pronto aparecieron unas risueñas colinas. Cogiendo unos anteojos escudriñó el terreno.

Entre el verde follaje de los árboles se veían innumerables y pintorescas granjas. Por último, en un prado, no lejos de la carretera, descubrió su autogiro.

Junto al aparato había un automóvil y dos hombres; uno de ellos encañonaba con un revólver al otro.

El hombre de la pistola, asustado por la persecución de que era objeto, al divisar al potente avión, solo pensó en huir.

Abandonando al inocente piloto del autogiro, el enmascarado corrió en dirección del aparato. Su pistola disparó un tiro en el depósito del combustible.

La gasolina empezó a salir en dos hilillos. El desconocido encendió una cerilla y la tiró al líquido. El autogiro quedó al instante envuelto en llamas.

Doc Savage observó un detalle significativo de su enemigo: los dedos del individuo tenían la punta rojo escarlata.

El hombre era también achaparrado. Corrió hacia el automóvil y subió.

El coche, a una velocidad suicida, avanzó por el prado en dirección al camino.

Las ametralladoras del avión de caza dispararon una descarga que levantó nubes de polvo tras el automóvil. El coche patinó y luego viró hacia el Norte.

Las ametralladoras volvieron a entonar su canto de muerte. Cada quinta bala estallaba, produciendo una llama roja tras el auto.

De una manera lenta e inexorable los disparos se acercaban al auto, que saltó de repente de la carretera.

Cayó en un foso, quedando por milagro en posición vertical y, tras un peligroso patinaje, se detuvo entre otros arbustos que lo ocultaban a la vista de su perseguidor.

Doc vio con claridad cómo el pasajero abandonaba el auto y corría a ocultarse en el bosque, cuya espesa sombra protegería con eficacia su rápida huida.

Comprendiendo su intención, Doc descendió casi hasta el nivel de las copas de los árboles, disparando mil doscientos tiros por minuto, aunque sabía que era muy difícil acertar al fugitivo; sin embargo, el pánico de este debió de ser terrible.

Aterrizó en un lugar apropiado, emprendiendo la caza del hombre, pero era demasiado tarde.

El piloto que condujo el autogiro no pudo dar el menor detalle, pues la súbita sorpresa de encontrarse amenazado con un revólver, donde esperaba encontrar un pasajero, paralizó casi por completo su cerebro.

Doc telefoneó a la Policía como medida preventiva, pero el hombre era demasiado astuto y difícilmente caería en la trampa.

Se llevó al piloto en el avión de caza de regreso a Washington.

Ham y los otros amigos esperaban cuando Doc llegó, después de devolver el avión de caza al campo de aviación militar.

—¿Tuviste alguna dificultad en arreglar nuestra documentación? —preguntó a Ham.

Este respondió:

—En efecto, tuve alguna. Es muy extraño. El cónsul de Hidalgo parecía reacio a visar nuestros pasaportes. Al principio declaró de una manera rotunda que no podía hacerlo. Tuve que hacer que el ministro de Estado interviniera de una manera enérgica, antes que consintiera en visarlos.

—¿Qué opinas de eso, Ham? —preguntó Doc—. ¿Está dicho cónsul interesado personalmente en que no vayamos a Hidalgo o alguien lo sobornó para que nos pusiera obstáculos?

—Lo sobornaron —sonrió el abogado—. Se descubrió él mismo cuando le acusé de aceptar dinero para negarnos el visado de nuestros pasaportes. Pero no logré descubrir quién le pagó.

—Alguien —murmuró Renny, poniendo cara larga—. Existe quien se molesta demasiado para que no entremos en Hidalgo. ¿Por qué será?

—Tengo un presentimiento —declaró Ham—. La misteriosa herencia de tu padre debe ser de valor fabuloso. No se mata a los hombres ni se soborna a un cónsul sin motivos poderosos. Esa concesión de varios centenares de millas cuadradas de terreno montañoso en Hidalgo debe de ser la explicación. ¡Alguien trata de apartarte de esa herencia!

—¿Conoce alguien lo que sacan de aquellos bosques? —inquirió Monk.

Long Tom se aventuró a emitir su modesta opinión:

—Plátanos, cacao y goma para hacer chicle…

—No hay ninguna plantación en la región que, al parecer, posee Doc —observó Johnny, el geólogo, con brusquedad—. Averigüé cuanto pude de esa región. ¡Y te sorprenderías si supieses cuán poco ha sido!

—¿Quieres decir que no es muy conocida esa región? —inquirió Ham.

—Exacto. La región entera está inexplorada. ¡Inexplorada!

—El distrito está enclavado en las montañas en la mayoría de los mapas, pero eso es todo —explicó Johnny—. En los mapas verdaderamente exactos, la verdad sale a la superficie. Existe una extensión considerable de territorio donde el hombre blanco jamás ha penetrado. Y la extraña herencia de Doc está situada precisamente en el centro de esa región.

—¡Entonces emularemos la epopeya de Colón! —resopló Monk.

—Opinarás que el viaje del insigne navegante cruzando el Atlántico fue una cosa de niños, cuando veas el país de Hidalgo —le informó Johnny—. Esa región está inexplorada por una sola razón: porque los hombres blancos no han podido penetrar en ella.

Doc permaneció en silencio durante esta conversación. Pero ahora su voz lenta y poderosa reclamó atención a sus palabras.

—¿Hay algún motivo más que demore nuestra marcha? —preguntó con sequedad.

Se dirigieron sin pérdida de tiempo al veloz avión.

Antes de partir conferenció con Miami, Florida, encargando unos flotadores para el aparato, después de averiguar qué compañía tenía existencias.

Hicieron el recorrido de novecientas millas a Miami en unas cinco horas, gracias a la enorme velocidad del superaeroplano de Doc.

Trabajando con rapidez, con grúas, herramientas y mecánicos facilitados por la compañía de aviación, instalaron los flotadores antes que la oscuridad envolviera con su paño el extremo inferior de Florida.

Doc Savage voló un rato sobre la bahía de Biscayne, para asegurarse de que los flotadores eran de confianza.

Tomó combustible en una estación instalada sobre una barcaza.

El vuelo de trescientas millas a Cuba lo efectuaron en corto tiempo. Volaban sobre La Habana horas después de anochecer.

Aterrizaron de nuevo para aprovisionarse de combustible y luego reanudaron su vuelo.

Doc conducía. Era infatigable.

Renny, enorme como un elefante, pero sin igual cuando se trataba de mapas y navegación, orientó el vuelo. Dormía a ratos.

Long Tom, Johnny, Monk y Ham dormían profundamente entre las cajas de provisiones, como si estuvieran en las camas suntuosas de un hotel. En los rostros de los durmientes se dibujaba una leve sonrisa. Aquello era vivir:

¡Acción! ¡Aventuras! ¡Emociones!

De Cuba a Belice, cruzando el mar Caribe, había una distancia de más de quinientas millas. Se dirigieron a la colonia inglesa, cruzando el océano de un solo salto.

Para evitar un viento contrario, durante casi una hora, voló cerca del mar, lo suficientemente bajo para distinguir una manada de tiburones y otros peces monstruosos.

Distinguieron una isla o dos de playas blancas a la luz de una luna tropical que parecía un enorme disco de platino.

Tan bello era el mar del Sur, que despertó a los otros para que observasen el fuego fosforescente y cómo las olas, blanqueadas por la luz de la luna, semejaban joyas brillantes.

Cruzaron Ámbar Gris Cay a mil pies de altura y breves instantes después volaban sobre las calles planas y estrechas de Belice.