Capítulo XII
El legado

Monk se volvió al instante en dirección al aeroplano.
—¡Les saldré al encuentro con una ametralladora en cada mano! —exclamó.
La voz suave de Doc le contuvo.
—Aguarda —sugirió—. Los guerreros de Kayab no se han decidido todavía. Probaré una idea que tengo.
Avanzó solo al encuentro de la secta guerrera de la tribu perdida de los mayas.
Eran en conjunto unos cincuenta guerreros de dedos rojos, armados hasta los dientes.
Poseídos del fervor insano propio de los adictos de religiones exóticas, serían realmente peligrosos en una batalla.
Pero Doc siguió avanzando con la misma calma que si se dirigiera a una reunión de amigos.
Kayab cesó de gritar a sus secuaces para observar su sereno avance. Las facciones del jefe de los guerreros eran menos atractivas aún de cerca.
Llevaba el rostro tatuado con dibujos de colores que lo hacían repulsivo.
Sus ojillos brillaban como los de un cerdo.
Doc Savage introdujo la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Allí guardaba el cuchillo de obsidiana que arrebató al maya suicida.
Sabía, por lo que oyó en la habitación del hotel Blanco Grande, que daban gran importancia a aquellos cuchillos.
Elevó, majestuoso, ambas manos bronceadas por encima de su cabeza.
Al hacerlo ocultaba el cuchillo sagrado. Lo guardaba en la palma de la mano, como un prestidigitador.
—¡Saludos, hijos míos! —saludó en lengua maya.
Luego, con una veloz torsión de la muñeca, hizo aparecer el cuchillo.
Realizó el acto de prestidigitación de manera tan experta, que a los mayas pareció surgir del aire.
El efecto fue notable. Las manos de dedos rojos se movieron inciertas.
Los pies calzados en sandalias vacilaron nerviosos.
Se elevó un suave murmullo.
Aprovechando la oportunidad, la poderosa voz de Doc, vibró:
—Yo y mis amigos venimos a hablar con el rey Chaac, vuestro soberano —anunció.
A Kayab no le gustaron estas palabras. En su horrible rostro se dibujaron diversas emociones.
Observando al jefe de los guerreros, Doc clasificó con exactitud el carácter del hombre. Kayab tenía sed de poder y de gloria.
Quería ser supremo entre su pueblo. Y por esta razón odiaba al monarca. El ensombrecimiento de su rostro al mencionarse al rey del Valle de los Desaparecidos puso de manifiesto a Doc la situación.
—¡Dime qué te trae aquí! —ordenó Kayab, dando a su voz un timbre autoritario.
Doc, sabiendo que si mostraba debilidad tenía su causa perdida, respondió en tono más arrogante todavía:
—¡Lo que aquí me trae no interesa a subordinados, sino al mismo rey Chaac!
La respuesta produjo su efecto. Kayab enrojeció de humillación y rabia; los otros guerreros se impresionaron.
Doc vio que estaban dispuestos a aplazar el sacrificio y llevar a los extranjeros blancos a presencia de su rey.
Con todo, lleno de dignidad e imperio, exclamó:
—¡No os retraséis más!
El acto de prestidigitación del cuchillo, su conocimiento de la lengua maya y su porte autoritario, colaboraron a su triunfo.
La falange de hombres de dedos rojos abrió paso, formando un grupo en círculo para escoltar a Doc y a sus hombres, a presencia del rey Chaac.
—¡Eres un as! —Sonrió Monk, con admiración.
—Debes recordar una cosa —le dijo Doc—. Todo lo que tenga sabor a magia impresiona a estos guerreros. Gracias a su credulidad pudimos evitar una serie de disgustos.
Dejaron el aeroplano en la arenosa playa, confiando en el temor supersticioso para que los mayas no se acercasen.
La tribu de piel dorada no se atrevía a tocar el pájaro azul sagrado.
A juzgar por su aspecto físico, los otros mayas eran gente sociable. No les contemplaban con hostilidad, especialmente las mujeres.
Sus ropas mostraban un tejido y un teñido experto y en algunas piezas veíase entretejido un hilillo de oro que producía un efecto suntuoso y agradable.
—No creo haber visto jamás una raza de piel más limpia y transparente —declaró Ham.
Las jóvenes y también algunos muchachos adornaban sus cabellos con flores tropicales hermosísimas.
Monk comentó la uniforme belleza de los mayas, con excepción de los guerreros de dedos rojos.
—Parece ser que escogen a los más feos y los convierten en guerreros —rio.
Más tarde comprobaron que esto era verdad. Para llegar a ser guerrero, un maya debía alcanzar cierto grado de fealdad física y mental.
Los mayas no tenían prisiones. Cuando uno de la tribu cometía un crimen de leve importancia lo condenaban, no al exilio ni a la cárcel, sino a convertirse en un guerrero protector de la tribu.
Estos guerreros de los dedos rojos rechazaban a los invasores y mantenían el Valle de los Desaparecidos en un estado de soledad e independencia.
De esa manera muchos perecían luchando, lo cual era una forma de castigarlos.
Eran los más ignorantes y supersticiosos de todo el país.
La cabalgata cruzó las calles de la pequeña ciudad maya.
Johnny, con la excitación de un arqueólogo innato descubriendo nuevos detalles de magnífico interés, apenas podía mantenerse en línea.
—¡Estos edificios! —exclamaba—. Están construidos exactamente como los de la gran ciudad en ruinas de Chichén Itzá. ¡Mirad, no utilizan el arco en la construcción de los techos ni de los portales!
Había otra peculiaridad que chocó a los otros, quienes, a excepción de Doc, no sabían gran cosa acerca de la arquitectura maya.
Los edificios estaban repletos de relieves de animales, de pájaros y grotescas figuras humanas.
No había ni una pulgada que no estuviese esculpida de alguna manera. Al parecer, a los mayas no les gustaba dejar un espacio del edificio sin adornar.
Llegaron, por fin, a una casa de piedra, mayor que las demás.
Entraron en ella y fueron conducidos a presencia del rey Chaac.
El monarca les causó una impresión agradable.
Era un hombre alto y fuerte, algo encorvado por los años. Tenía el cabello blanco como la nieve y sus facciones eran tan perfectas como las del propio Doc. Vestido de etiqueta, el rey Chaac habría hecho honor en cualquier banquete de Nueva York. Llevaba un cinturón ancho y rojo, con las puntas formando un delantal delante y detrás.
Estaba de pie en medio de un gran salón.
A su lado había una joven. Era, en verdad, la más atractiva de las muchachas mayas que vieron.
La perfección de sus facciones mostró al instante se trataba de la hija del rey Chaac. Era casi tan alta como su padre. Su exquisita belleza parecía la obra de un artífice.
—¡Hermosísima! —exclamó Monk, estupefacto.
—No está mal —concedió Renny, sonriendo, con lo cual su rostro perdió algo de su aspecto puritano.
Doc, en voz baja, que solo sus amigos pudieron oír, advirtió con brusquedad:
—¡Callaos, gorilas! ¿No veis que entiende el inglés?
Monk y Renny miraron al instante a la muchacha y se ruborizaron, pues era evidente que la bella joven maya no solo oyó lo que dijeron, sino que lo comprendió perfectamente.
Tenía el rostro encendido y sonreía burlona.
Doc empezó a saludar al rey Chaac en maya.
—Puede hablar en su lengua —indicó el rey, hablando un inglés correcto.
Doc se sorprendió. Tardó unos veinte segundos en salir de su sorpresa.
Luego agitó un brazo lentamente, murmurando:
—No acabo de comprender todo esto. Son ustedes, evidentemente, los descendientes de una civilización milenaria. Habitan un valle prácticamente inexpugnable para los extranjeros. El resto del mundo ni siquiera sueña con su apacible y solitaria existencia. Viven ustedes como sus antepasados de hace centenares de años. Sin embargo, me saludan en un inglés excelente.
El rey Chaac hizo una reverencia.
—Satisfaré su curiosidad, señor Clark Savage júnior.
Doc recibió la mayor sorpresa de su vida.
¡Era conocido allí!
El anciano monarca sonrió.
—Su estimado padre me enseñó la lengua inglesa. Lo reconozco a usted por su hijo. Se le parece.
Doc asintió lentamente. Debió adivinar la influencia de su padre en las maneras corteses y agradables del rey.
Pues Savage «padre» siempre eligió sus amigos entre las gentes dignas de serlo.
A continuación se efectuaron las presentaciones. La exquisita joven maya se llamaba Atacopa.
Era, como supusieron, una princesa: la hija del rey Chaac.
El monarca ordenó retirarse a Kayab, el jefe feroz y achaparrado de los guerreros de los dedos rojos.
Se marchó reacio y, antes de llegar a la puerta, dirigió una última mirada ávida a la princesa Atacopa.
Esa mirada fue una revelación para Doc. El jefe de los guerreros estaba enamorado de Atacopa, y a juzgar por su porte desdeñoso e indiferente, la joven no sentía gran simpatía por él.
—No la censuro —cuchicheó Ham el abogado—. Imagínate la tragedia de contemplar tal adefesio a la hora del desayuno, todas las mañanas.
Ham miró a Monk… y soltó una carcajada. El rostro de Monk rivalizaba con Kayab, aunque era más simpático.
Doc Savage formuló la pregunta que más le interesaba:
—¿Cómo es que su pueblo no ha evolucionado viviendo igual que hace centenares de años?
El rey Chaac sonrió benigno:
—Porque estamos satisfechos de nuestra manera de vivir. Llevamos una vida ideal aquí. Cierto es que debemos luchar para rechazar a los invasores. Pero las tribus guerreras que rodean estas montañas realizan la mayor parte de esa tarea. Son amigos nuestros. Solo cada dos o tres años nuestros guerreros de dedos rojos deben ahuyentar a algún invasor demasiado persistente. Gracias a la naturaleza inexpugnable de este valle no resulta difícil.
—¿Cuánto tiempo hace que viven aquí? —preguntó Doc.
—Hace siglos, desde el tiempo de los conquistadores españoles —explicó el anciano maya—. Mis antepasados que se establecieron en este valle pertenecían a una familia superior de los mayas, a la realeza. Huyeron de los soldados españoles, y fundaron su hogar en este apartado rincón. Estamos aquí desde entonces, satisfechos, como dije, de existir aislados del resto del mundo.
Doc, reflexionando sobre la historia de las guerras y otras plagas que azotaron al mundo desde aquellos tiempos, convino en que aquella gente acertó.
El rey Chane habló inesperadamente:
—Conozco el motivo de su venida.
—¿Eh?
—Viene para recoger la herencia legada por su padre. Convinimos en que pasados veinte años, usted vendría a mí, y yo sería juez de si debía o no darle acceso al oro que no nos sirve de nada a nosotros los del Valle de los Desaparecidos.
Doc empezó a comprender. ¡De manera que aquel fue el texto del final de aquella carta quemada en parte dentro de la caja de caudales de su padre!
Ahora lo comprendía todo. Su padre descubrió aquel valle perdido con sus extraños habitantes y sus riquezas fabulosas de oro, y decidió dejarlo como herencia a su hijo.
Obtuvo posesión de la tierra que incluía al Valle de los Desaparecidos. Y por lo visto hizo un convenio con el rey Chaac.
¡Solo faltaba averiguar qué convenio establecieron!
Formuló la pregunta:
—¿Qué clase de acuerdo concertó mi padre con usted?
—¿No se lo dijo? —preguntó el anciano maya, sorprendido.
Doc bajó la cabeza. Explicó, emocionado, que su padre falleció de una manera misteriosa y repentina.
El anciano maya mantuvo un silencio reverente después de oír las tristes noticias. Luego bosquejó el convenio del oro.
—Deberá usted dar cierta parte al gobierno de Hidalgo —explicó.
Doc movió la cabeza en señal afirmativa.
—El acuerdo —dijo— consiste en ceder una quinta parte al gobierno de Hidalgo.
—Es justo. El presidente de Hidalgo, Carlos Avispa, es un anciano y noble caballero —repuso Doc.
—Un tercera parte del oro extraído será depositado en un Banco a nombre de mi pueblo —explicó el rey Chaac—. Ingresará usted ese fondo y se cuidará de nombrar unos administradores honrados. Las otras dos terceras partes las tendrá usted, no para crearse una fortuna personal, sino para gastarlas en continuar la obra de su padre, en auxiliar a los oprimidos, en beneficiar al género humano en todo cuanto sea posible.
—Una tercera parte para su pueblo, no me parece un porcentaje muy elevado —sugirió Doc.
El rey Chaac sonrió.
—Se sorprenderá cuando sepa la cantidad a que ascenderá, y quizá no la necesitemos nunca. Este Valle de los Desaparecidos permanecerá tal como está, desconocido del resto del mundo. Y el origen del oro también será ignorado de todos.
Johnny, jugueteando con sus gafas, que tenían la lente de aumento en el lado izquierdo, escuchaba con interés y, de pronto, preguntó:
—Observé la naturaleza de la roca de estos alrededores. Y aunque la pirámide está hecha de cuarzo aurífero, no hay señales de existir grandes cantidades de mineral por estos contornos. Si tiene el propósito de entregarnos la pirámide, ¿lo permitiría su pueblo?
—¡La pirámide es sagrada y nadie puede profanarla! —replicó el anciano maya con digna entonación—. ¡Es nuestro templo! ¡Lo será, eternamente!
—Entonces, ¿dónde está el oro?
—Le enseñarán el lugar dentro de treinta días o antes, si juzgo llegada la hora, pero hasta entonces, no sabrá usted más —repuso el rey Chaac.
—¿Por qué esa condición? —inquirió Doc.
—No deseo revelarlo por el momento —respondió el rey Chaac.
Atacopa estuvo de pie a su lado durante la conversación. Y casi todo el rato no apartó sus ojos de Doc, contemplándole con extraña expresión.
—¡Ojalá me mirase a mí de esa manera! —cuchicheó Monk a Ham.
La declaración del rey Chaac fijando un plazo de treinta días respecto a toda clase de información ulterior, concluyó la entrevista.
Dio órdenes de tratar con la mayor cordialidad a Doc y a sus hombres.
Los seis amigos pasaron el resto del día trabando amistad con los mayas.
Realizaron diversos trucos de prestidigitación que encantaron a aquella gente sencilla. Long Tom, con un aparato eléctrico y Monk con varios trucos químicos, fueron los favoritos.
Kayab y sus guerreros se mantuvieron distantes. Se les veía hablar en grupos, con rostro enojado.
—Nos darán un disgusto —declaró Renny.
Doc asintió.
—Son más ignorantes que los otros —dijo—. Y ese demonio instigador de la revolución de Hidalgo es un jefe prestigioso de la secta de los guerreros. Dentro de poco fulminará la Muerte Roja sobre la tribu.
—¿No podemos impedirlo? Me refiero a esa Muerte Roja infernal.
—Lo probaremos. Aunque dudo de la eficacia de nuestra intervención hasta que ocurra.
—Ni siquiera conocemos la manera cómo se extiende, mucho menos su cura.
—Quizá si les entregamos una parte de oro para sobornarles no inflingirían la Muerte Roja…
—¡Eso significaría el éxito de la revolución de Hidalgo y perecerían centenares de personas, Renny!
—Tienes razón.
Para dormir les asignaron una casa de muchas habitaciones, a corta distancia de la reluciente pirámide dorada.
Se acostaron temprano. La noche no parecía tan fría como era de esperar en aquellas altas montañas.