Capítulo XIV
Doc resucita a los muertos

Tal fue el asombro de Monk, que por poco cayó de cabeza en el agujero.

Se apartó con rapidez.

Surgió del agujero una silueta: «¡Chitón!» —avisando silencio.

Luego apareció Johnny, empujado por detrás. Estaba algo magullado y pálido, pero nada más.

Se ocultó tras los arbustos que rodeaban el lugar de los sacrificios.

Long Tom surgió después. Luego Ham. Todos ilesos. Finalmente, Renny.

Por último apareció Doc.

—Aguardad aquí —cuchicheó—. Voy al aeroplano en busca de algún material que necesito.

Desapareció como un fantasma de bronce al pálido resplandor de la luna.

—¿Qué os sucedió? —preguntó Monk.

—Los granujas nos apresaron, uno tras otro, y después de atarnos y amordazarnos nos arrojaron al pozo —explicó Long Tom.

—¡Ah! Quiero decir, ¿quién os salvó?

—Doc.

—De la manera más fantástica que puedes imaginarte —murmuró Long Tom, en tono de admiración—. Doc y Renny andaban rondando y presenciaron cómo los guerreros me cazaron. Entonces Doc corrió al aeroplano y cogió una cuerda… mejor dicho, dos —señalando—: ¡miradlas!

Las dos cuerdas, delgadas, pero muy fuertes, estaban atadas a un par de troncos cercanos al círculo pavimentado.

Las puntas de las cuerdas colgaban oscilando en el pozo. Los mayas tampoco las vieron.

—Doc y Renny descendieron al fondo del pozo antes de que los guerreros regresaran —continuó Long Tom—. Renny cogió una roca y ató la cuerda alrededor de su cintura para sostenerlo —Rio aunque no con muchas ganas—. Cuando los guerreros me tiraron al fondo, Renny lanzó la roca para que sonara, como si yo hubiese caído al fondo. Y…

—Y Doc, simplemente, los cogió uno a uno, cuando fueron arrojados a las serpientes —terció Renny—. Luego se agarraron a las paredes del pozo. No fue muy difícil, porque los costados no son muy lisos, y algunas rocas sobresalen lo suficiente para sentarse con comodidad.

—Parecía que llorabas cuando asomaste la carota por el borde del pozo —observó Renny, en tono de burla, a Monk—. ¿En verdad sentías tanto mi muerte?

—Calla —sonrió Monk.

En aquel momento reapareció Doc, silencioso como una aparición.

—¿Por qué no atacasteis tú y Renny a los guerreros al verlos atrapar a Long Tom? —preguntó el químico, despierta de nuevo su curiosidad.

—Porque —respondió Doc— me imaginé que lo arrojarían vivo al pozo. Esa es la costumbre de los tributos en los sacrificios a los dioses. Y deseaba que esos demonios pensasen que los compañeros estaban muertos. Tengo un plan.

—¿Qué?

—Los guerreros representan nuestro mayor peligro —explicó Doc—. Si logramos convencerles de que realmente somos seres sobrenaturales, tendremos ganada la mitad de la batalla. Luego concentraremos nuestros esfuerzos en tender un lazo al instigador del plan revolucionario de Hidalgo.

—Muy bien —asintió Monk—. Pero lo difícil es convencerlos —Se frotó sus gruesos nudillos—. Yo soy partidario de atacar a su feo jefe y a sus secuaces y lincharlos. Eso solucionaría el asunto.

—Y que el resto de los mayas se nos eche encima —señaló Doc—. No. Convenceré a esos luchadores supersticiosos de que soy un ser extraordinario. Realizaré ante ellos un milagro tan fantástico, que no se atreverán a escuchar a Kayab si les dice que somos hombres vulgares.

Tras una pausa dramática, reveló su plan.

—Resucitaré —dijo— a Long Tom y a Johnny y a Ham, en presencia de la secta de guerreros.

Monk reflexionó un instante.

—¿Cómo? —interrogó.

—Obsérvanos —indicó Doc— y comprenderás.

Trabajando con rapidez, levantó una serie de piedras alineadas junto a la parte más tupida de la jungla circundante.

En la tierra blanda cavó una trinchera estrecha.

Trajo consigo del aeroplano un grueso rollo de alambre, y después de tenderlo en la trinchera, volvió a colocar las piedras, cuidando de no dejar señales de su trabajo.

Introdujo la punta del alambre en el pozo de los sacrificios, atravesándolo de un lado a otro.

Después ató el extremo a una roca, al otro lado del pozo, levantando otras piedras y volviéndolas después a colocar de igual manera, quedando por completo disimulada su manipulación.

En el interior, a cierta distancia de la boca del pozo, colocó una especie de silla de alambre.

—¿Comprendes? —preguntó.

Monk asintió con la cabeza.

—Perfectamente —respondió—. Yo me escondo en la maleza y doy un tirón al alambre cuando tú avises. Long Tom, Johnny y Ham se turnan en esa silla y cuando yo ponga tenso el alambre se verán despedidos al exterior como una flecha disparada por un arco.

—Fíjate ahora en otro pequeño detalle.

Cortó el alambre dentro del pozo, atando el extremo en forma de lazo.

Ató la otra punta de manera que tirando de un cordel corriente que Doc ajustó al último hombre lanzado por la ingeniosa catapulta, separaría el alambre.

—Y tú tirarás, al final, silla y todo —indicó a Monk—. Eso hará desaparecer las pruebas del truco, en caso de que alguien sospechara la farsa, y mirara en el pozo.

Johnny, Long Tom y Ham penetraron dentro, dispuestos a pasar el resto de la noche sentados en los salientes de las enormes rocas que formaban la pared.

—¡No os mareéis y caigáis al fondo! —advirtió Monk, en son de burla.

—Descuida —dijo Long Tom, estremeciéndose—. Procuraré no soltar el alambre mientras esté en la silla.

Monk contempló, burlón, a su compañero Ham, eterna víctima de sus chanzas.

—¡Ahora se me ocurre una idea! —amenazó en broma—. Tengo la carota más fea del mundo, ¿no es verdad?

El abogado, riendo exclamó, con ademanes de cómico terror:

—¡Eres una belleza exquisita, hasta que yo salga de esa silla, Monk!

Apareció una pálida tonalidad de luz del día antes de poder verse el sol desde el Valle de los Desaparecidos, a causa de la enorme profundidad del mismo.

Al aparecer el primer rayo del día, Doc conferenciaba con el anciano rey Chaac, benigno soberano de la perdida tribu maya.

El anciano rey se enfureció al conocer que Kayab y sus guerreros arrojaron a los tres amigos de Doc al pozo de los sacrificios durante la noche.

Doc no mencionó que sus tres hombres vivían.

—Ha llegado la hora de obrar con firmeza —declaró el jefe maya—. En el pasado, nuestro pueblo puso a la secta guerrera en su lugar cuando sus desmanes se hicieron insoportables. Kayab está, desde hace mucho tiempo, socavando mi autoridad. No satisfecho de ser jefe de los guerreros, lo cual, en realidad, es un cargo honorable, desea reinar. Tampoco es un secreto su ambición de casarse con mi hija. Reuniré a mis hombres y les ordenaré lo prendan a él y a sus subordinados. ¡Seguirán a sus hombres al pozo de los sacrificios!

Doc reflexionó que el rey Chaac había esperado demasiado tiempo para imponerse a Kayab y a sus guerreros.

—Su gente está bajo el encanto de la elocuencia de Kayab —señaló—. Si decreta su detención, provocará un alzamiento, cuyas consecuencias son difíciles de prever.

El maya se estremeció al comprender que su poder declinaba.

Asintió de mala gana.

—He concedido a Kayab demasiada autoridad, solo por evitar la violencia —reconoció—. Debería haber tenido más cuidado. Nuestros guerreros no fueron nunca considerados miembros de una profesión honorable —continuó—. Nosotros, los mayas, somos por naturaleza gente pacífica. Entre nosotros, la guerra es una cosa indigna y despreciable.

Hizo una pausa, luego, encogiéndose de hombros, agregó:

—En nuestra raza, los hombres inclinados a la violencia ingresan en la secta guerrera. Muchos holgazanes se hacen guerreros para no trabajar. Además, los malhechores son condenados a ingresar en el grupo guerrero, que forma una clase aparte. Ningún maya decente pensaría en admitir a uno de ellos en su casa.

—Pero, al parecer, gozan de más influencia ahora —sonrió Doc.

—En efecto —reconoció el rey Chaac—. Los guerreros de los dedos rojos rechazan a los invasores del Valle de los Desaparecidos. De lo contrario, esa secta habría sido abolida hace siglos.

Doc abordó el objeto de su visita.

—Tengo un plan —declaró—, que destruirá por completo la influencia de esa secta.

El rey Chaac contempló al Apolo de bronce.

—¿Cuál es su plan? —interrogó.

—Resucitaré a mis tres amigos arrojados al pozo de los sacrificios.

En el rostro del anciano rey se dibujó una expresión de escepticismo.

—Su padre —replicó— pasó algunos meses en este valle. Me enseñó muchas cosas, entre ellas, la falsa creencia en los demonios y en los dioses paganos. Y también me enseñó que lo que usted se propone es imposible. Si sus hombres fueron arrojados al pozo de los sacrificios, están muertos hasta el día del Juicio.

Por los bronceados labios de Doc Savage jugueteó una ligera sonrisa.

Explicó su idea al rey, que la aprobó al instante.

En toda comunidad hay ciertos individuos más aficionados a hablar que otros, que tan pronto como oyen una noticia la comunican a toda persona a quien encuentran.

El rey Chaac escogió una cincuentena de estos periódicos ambulantes para presenciar la resurrección de Johnny, Long Tom y Ham.

Les habló de la muerte de los tres amigos durante la noche. Desde luego, les dio la impresión de que perecieron entre las rocas agudas y las serpientes venenosas del fondo del pozo.

Finalmente anunció que el jefe de los blancos realizaría un acto milagroso.

La figura de Doc presentaba un aspecto impresionante avanzando con paso majestuoso hacia la boca del pozo de los sacrificios.

Dirigió una mirada a los guerreros. La secta entera permanecía apartada, con variadas expresiones en sus rostros, desde la franca incredulidad hasta el temor.

Sentían curiosidad. Y Kayab fulminaba odio implacable.

Doc extendió con rigidez los bronceados brazos. Tenía los puños cerrados de una manera dramática.

En la mano izquierda guardaba una cantidad de magnesio. En la derecha ocultaba un encendedor.

Después de una serie de encantamientos y unas palabras misteriosas, se inclinó sobre el pretil del pozo.

Echó sin ser visto un poco de dichos polvos y aplicó el encendedor.

Surgió una chispa y una gran cantidad de humo blanco. Y al disiparse el humo, los guerreros lanzaron un fuerte aullido de sorpresa.

¡Long Tom apareció, como por arte mágico, en el borde del pozo!

Realizando la misma operación, sacó a Ham de la terrible sima, imperio de las más venenosas serpientes.

Kayab intentó avanzar para mirar en el pozo.

Doc, con voz de trueno, le informó de que en el brocal había congregados unos poderosos espíritus invisibles, enemigos suyos.

El jefe de los guerreros retrocedió asustado.

Johnny fue resucitado a continuación.

Cuando Doc se volvió después de la última resurrección, contempló satisfecho el efecto producido sobre los hombres de los dedos rojos.

Todos los guerreros permanecían arrodillados, con los brazos en cruz. Solo Kayab, sostenido por su orgullo, estaba en pie.

Y tras una mirada imperiosa e hipnótica de Doc, se arrodilló de mala gana como el resto.

Fue una victoria completa. Los hombres de la tribu quedaron tan impresionados como los guerreros.

La noticia se extendió como si la emitieran por radio. Doc gozaría de un poder infinitamente superior al que Kayab ejerciera hasta entonces.

Doc, sus cinco hombres, el rey Chaac y la encantadora princesa Atacopa se alejaron del lugar.

Pero su alegría no duró mucho.

El jefe de los guerreros se incorporó, lanzando un aullido penetrante.

Ordenó incorporarse a sus satélites y hasta dio unos puntapiés a los más reacios.

Gritando de nuevo, de manera dramática, señaló en dirección a la playa del lago. Todas las miradas siguieron la dirección del brazo.

El aparato de Doc apareció a la vista en una punta rocosa. Lo empujaban varios guerreros que no asistieron a la sesión celebrada en el pozo de los sacrificios.

¡El aeroplano ya no era azul!

Estaba repintado de varios colores pálidos y grises. Y sobre los costados veíanse unas manchas grandes y rojas.

—¡La Muerte Roja!

Las palabras brotaron en un gemido de los labios de los mayas.

Kayab aprovechó al instante la ocasión.

—¡Nuestros dioses están enojados! —gritó—. ¡Han fulminado la Muerte Roja sobre el pájaro azul que trajo a estos demonios de piel blanca!

Renny abrió y cerró sus puños de acero.

—Ese pillo es muy listo —observó—. Pintó de nuevo nuestro aeroplano anoche.

Doc habló en voz baja:

—No creo que Kayab tuviera la inteligencia de hacer eso. Alguien le indica el camino a seguir. Y ese alguien solo puede ser el asesino de mi padre, el demonio que planea la revolución de Hidalgo.

—¿Pero cómo es posible que ese misterioso enemigo se pusiera en contacto tan pronto con Kayab?

—Olvidas el aeroplano azul —indicó Doc—. Quizás aterrizó con un paracaídas en el Valle de los Desaparecidos.

Cesaron de hablar para escuchar la arenga del jefe de los guerreros a sus vacilantes secuaces.

—¡Los dioses están irritados por haber permitido la estancia de estos herejes blancos en medio de nuestro pueblo! —clamaba—. ¡Debemos exterminarlos!

Sus palabras destruían, con inusitada rapidez, la obra de Doc.

El rey Chaac se dirigió al joven con voz resuelta:

—Jamás mandé ejecutar a ninguno de mis súbditos durante mi reinado, pero voy a hacer una excepción en la persona del jefe.

Pero antes que la situación siguiese su curso, surgió una interrupción nueva y sobresaliente.