Capítulo I
El hombre siniestro

Cerníase la muerte en la densa oscuridad.
Avanzaba furtiva por una viga de hierro, mientras a centenares de metros de profundidad se abrían esas grietas con paredes de cristal y ladrillos que son las calles de Nueva York.
Sobre el asfaltado, los trabajadores de los últimos turnos regresaban presurosos a sus hogares.
La fina y persistente lluvia les obligaba a guarecerse bajo los paraguas, y no perdían el tiempo escudriñando las alturas.
Aunque de hacerlo es probable que no hubiesen observado nada. La noche era oscura como boca de lobo.
Del cielo, cubierto de negros nubarrones, se desprendía una niebla que flotaba opresiva de las azoteas alrededor de los imponentes edificios.
Un rascacielos en construcción, edificado hasta el piso ochenta, se destacaba sobre el fondo oscuro del firmamento.
Por encima del último piso, una torre metálica ornamental, aún sin el menor vestimiento de mampostería, se elevaba unos setenta metros más.
Las viguetas formaban un gigantesco esqueleto de acero. Los hierros, desnudos y traicioneros, aparentaban la siniestra impasibilidad de lo inerme.
Sin embargo, entre ellos rondaba la Muerte.
Una Muerte en forma de hombre.
Parecía poseer la agilidad de un felino, saltando y escalando sin el menor tropiezo en la impenetrable oscuridad.
La lluvia mojaba su rostro, pero el hombre seguía avanzando, empujado por un propósito terrible y siniestro.
De vez en cuando, el desconocido pronunciaba palabras extrañas e ininteligibles.
¡Una jerigonza de odio implacable!
Cualquier aficionado a idiomas hubiera fracasado en su intento de clasificar el que el hombre hablaba. Solo un catedrático estudioso y versado en profundos conocimientos habría podido, quizás, identificar el dialecto.
No obstante, resultaría difícil dar crédito a su afirmación, pues las palabras pertenecían a una raza muerta; era el lenguaje de una civilización desaparecida hacía mucho tiempo.
—¡Debe morir! —murmuraba el hombre roncamente, en su lengua extraña—. ¡Lo ha decretado el Hijo de la Serpiente Emplumada! ¡Esta noche! ¡Esta noche la muerte asestará su golpe!
Cada vez que el hombre musitaba su especie de cántico ritual, apretaba contra su pecho un objeto que llevaba.
Se trataba de una caja negra de cuero de poco más de un metro de larga y de unos diez centímetros de profundidad.
—¡Aquí llevo el mensajero de la muerte! —cloqueó el hombre, acariciando la caja negra.
La lluvia le empapaba. Las terribles fauces de acero se abrían a sus pies; y un resbalón significaría la muerte. Escalaba metro tras metro.
La mayoría de las inmensas colmenas que Nueva York destina para oficinas quedaron vacías de sus empleados cotidianos.
Solo a intervalos unos pálidos resplandores surgían como puntos luminosos a través de los amplios ventanales.
El laberinto metálico desorientó de momento al escalador misterioso.
Enfocó la luz de su lámpara de bolsillo escudriñando en la oscuridad.
El resplandor duró solo un instante, pero reveló una cosa extraordinaria en las manos del hombre.
Las puntas de los dedos tenían un color rojo brillante. Parecía como si las hubiera metido en un tinte escarlata.
El hombre de los dedos rojos subió a una plataforma situada cerca de la parte exterior de aquella soledad de acero. Las vigas eran gruesas y ofrecían seguridad.
El hombre depositó en el suelo su caja negra. Su bolsillo interior reveló la existencia de unos gemelos de gran potencia.
El hombre de los dedos rojos enfocó sus lentes sobre el piso inferior de un rascacielos, a varias manzanas de distancia.
Empezó a contar los pisos superiores.
Se trataba de uno de los edificios más altos de la ciudad. Al llegar al piso ochenta y seis, el hombre siniestro interrumpió sus cálculos.
Sus lentes se movieron a derecha e izquierda hasta hallar una ventana iluminada. Se encontraba situada en la parte oeste del edificio.
Aunque ligeramente velado por la lluvia, los potentes prismáticos revelaron al detalle lo que había en la habitación.
Se destacaba con claridad la parte superior de una mesa de despacho maciza, ancha y pulida, situada delante mismo de la ventana.
¡Al otro lado había una figura de bronce!
Representaba la cabeza y hombros de un hombre esculpido en metal amarillento rojizo. Aquel busto era un espectáculo sorprendente.
Las líneas de las facciones; la frente, extraordinariamente alta; la boca, móvil y musculosa, aunque no demasiado llena; las mejillas, delgadas; todo denotaba una fuerza de carácter rara vez alcanzada por un ser humano.
El bronce del cabello era algo más oscuro que el de las facciones. Peinado liso, aplanado y apretado, lanzaba metálicos reflejos a la luz.
Solo un genio de la escultura pudo dar aquella sensación de vida a un metal inanimado.
Lo más maravilloso eran los ojos. Brillaban como reflejos de oro puro cuando las lucecitas de la lámpara jugueteaban sobre ellos.
Aun desde aquella distancia, parecían ejercer una influencia hipnótica a través de los potentes lentes, una cualidad que hacía vacilar hasta al hombre más temerario.
El hombre de los dedos rojos se estremeció.
—¡La muerte! —murmuró como si pretendiera dominar la cualidad enervante de aquellos extraños ojos dorados—. El Hijo de la Serpiente Emplumada lo ordenó.
Abrió la negra caja. Al reunir las partes contenidas en su interior se oyeron unos leves chirridos metálicos.
Luego pasó los dedos cariñosamente sobre el objeto.
—¡El instrumento del Hijo de la Serpiente Emplumada! —rio—. Comunicará la muerte.
Una vez más se llevó los prismáticos a los ojos, enfocándolos sobre la asombrosa estatua de bronce.
La obra maestra abrió la boca, bostezó… ¡pues no era ninguna estatua, sino un ser viviente!
El hombre de bronce mostró al bostezar unos dientes anchos y fuertes.
Sentado ante la enorme mesa, no parecía ser un hombre de tal corpulencia; un observador dudaría que tuviera dos metros de estatura… y se habría asombrado al saber que pesaba doscientas libras.
El corpulento hombre de bronce tenía tan justas proporciones, que daba la impresión, no de tamaño, sino de poder.
Su gigantesco cuerpo quedaba olvidado en la suave simetría de una constitución increíblemente poderosa.
Este hombre era Clark Savage, júnior.
¡Doc Savage! ¡El hombre cuyo nombre era un símbolo en los rincones más extraños y apartados del mundo! Al parecer, no se oyó ningún ruido en la habitación, pero el hombre de bronce se levantó de su asiento, dirigiéndose hacia la puerta. La mano con que la abrió era flexible y de largos dedos. Sin embargo, sus enormes tendones eran semejantes a cables bajo una delgada película de laca broncínea.
La agudeza de oído de Doc Savage quedó confirmada. Cinco hombres salían del ascensor, que acababa de ascender en silencio.
Los cinco hombres se dirigieron hacia Doc. Sus maneras delataban una alegría sincera, pero por algún motivo no se saludaron con efusión.
Era como si Doc Savage sufriera una gran pesadumbre, y todos compartiesen su dolor, aunque sin saber cómo expresarlo.
El primero de los visitantes era un gigante que medía cerca de dos metros y pesaba sus buenos ochenta kilos.
Su rostro tenía expresión de severidad y la boca, delgada y firme, estaba contraída por una mueca de disgusto.
Este era «Renny», el coronel John Renwich. Sus largos brazos terminaban en unos puños huesudos que hacían las delicias de su poseedor, quien sentía una verdadera debilidad en usarlos con frecuencia.
Era conocido en todo el mundo por sus proezas en ingeniería.
Tras Renny iba William Harper Littlejohn, muy alto y excesivamente flaco.
Johnny usaba lentes con un cristal de mayor potencia sobre el ojo izquierdo.
Daba la sensación de un hombre de ciencia, estudioso y medio muerto de hambre.
Era probablemente uno de los más grandes expertos en geología y arqueología, dos ciencias que lo apasionaban.
Seguía el comandante Thomas J. Roberts, apodado «Long Tom».
Este era el alfeñique físico del grupo de aventureros: delgado, no muy alto y de aspecto enfermizo. Se le conocía como un verdadero mago de la electricidad.
«Ham» iba tras Long Tom. Brigadier general Theodoro Marley Brooks, se le llamaba en las ocasiones solemnes.
Delgado, nervioso, rápido en el andar y en el obrar. Parecía lo que era realmente: un pensador sagaz y posiblemente el abogado más astuto que jamás saliera de la Universidad de Harvard.
Se apoyaba en un bastón negro y sencillo, que además le prestaba otros servicios. Era un estoque.
Por último llegaba el personaje más extraordinario de todos. Con una estatura que sobrepasaba algo el metro y medio, pesaba más de cien kilos.
Tenía las proporciones de un gorila y, también, su fuerza poderosa. Sus ojos, menudos y chispeantes, parecían hundidos en las profundidades de las cuencas, no obstante brillaban comprensivos y leales. Sonreía con una boca tan grande, que parecía resultado de un accidente.
—¡Monk! —le llamó alguien.
Era el teniente coronel Andrew Blodgett Mayfair, pero oía su verdadero nombre tan pocas veces, que hasta había olvidado cómo sonaba.
Los hombres entraron en la sala de recepción de las oficinas, suntuosamente amueblada.
Tras los primeros saludos, permanecieron silenciosos, embarazados. No sabían qué decir, ni cómo empezar la conversación.
El padre de Doc Savage había muerto de una dolencia extraña, desde la última vez que se reunieron, como lo hacían periódicamente.
El padre era conocido del mundo entero por su porte dominador y por la fantástica empresa que pretendía llevar a buen fin.
Siendo joven amasó una enorme fortuna, que destinó a un fin único.
Ese propósito consistía en trasladarse de un extremo a otro del mundo, en busca de emoción y aventuras, socorriendo al menesteroso, ayudando al desvalido y castigando con justicia a quien lo merecía.
Con tales procedimientos, su fortuna menguó hasta reducirse a casi nada.
Pero al disminuir en proporción, su influencia y renombre aumentaron.
Eran increíblemente amplios —una reputación en consonancia con el hombre— y siempre correspondió dignamente a ellos.
Pero mayor aún fue la herencia legada a su hijo. No en dinero, sino en cultura y educación, que le capacitaban para hacer frente a la vida de aventuras a que estaba destinado por suprema voluntad de su padre.
Clark Savage júnior fue educado desde la cuna para llegar a ser el aventurero supremo.
Apenas empezó Doc a dar sus primeros pasos vacilantes, cuando su padre ya le inició en una disciplina rígida, que llegó a ser en el muchacho una costumbre.
Ejercitaba intensamente durante dos horas diarias sus músculos, sus sentidos y su cerebro.
El maravilloso resultado del método paterno se tradujo en un sentido de la fuerza y el valor llevados a un límite inconcebible.
Su cultura intelectual se inició con la medicina y la cirugía, extendiéndose a todas las artes y ciencias. Así como le era fácil vencer y dominar a Monk, a pesar de su enorme fuerza, también era cierto que le ganaba en sus profundos conocimientos de química.
Lo mismo era aplicable a Renny, el ingeniero, a Long Tom, el mago de la electricidad, a Johnny, el geólogo y arqueólogo de tanto renombre, y a Ham, el abogado.
Doc recibió una educación completa y destinada a llevar a cabo su obra.
Los cinco amigos estaban apesadumbrados. Savage «padre» fue un buen amigo, un leal consejero y todos correspondían a su cariño.
—La muerte de tu padre ocurrió hace tres semanas —dijo Renny, al fin.
Doc movió la cabeza con apesadumbrada lentitud.
—Así me enteré por los periódicos, cuando regresé hoy.
Renny, haciéndose portavoz del sentir de los amigos, dijo finalmente:
—Intentamos comunicarnos contigo. Todas las pesquisas resultaron inútiles; parecía como si te hubieses escondido bajo tierra… y así fue imposible.
Doc miró hacia la ventana, procurando ocultar la profunda pena que empañaba sus dorados ojos.