XV
Muerte que zumba

Al amanecer.

Pequeñas lluvias periódicas barrían la colina de la gran marisma en que estaba enclavado el poblado. Mas, no procedían de las nubes.

Era de plomo: originadas por las ametralladoras de los hombres-mono, cuyas fuerzas formaban un cordón en torno a la eminencia que habitaban.

Los árboles les prestaban cobijo; su follaje les ocultaba a las miradas del enemigo. Un ejército de cuarenta mil hombres hubiera tenido trabajo para desalojarles de sus posiciones. Y cuando el peligro amenazaba a un grupo determinado huía y se diseminaba por la caliginosa, fétida, marisma.

Doc y sus hombres estaban situados en la cima de la colina. Habían arrancado de las paredes de las chozas varias planchas de madera y las utilizaban para abrir en la tierra hoyos en los que instalaban las ametralladoras cogidas a sus centinelas.

Empleando las mismas tablas habían abierto sólidas, resistentes, excavaciones; precaución que dio excelentes resultados.

—¡Escuchad! ¡Viene un aeroplano! —exclamó súbitamente Monk.

El aparato apareció casi instantáneamente sobre sus cabezas, pasó rozando la cumbre de la colina y sobre ella cayeron granadas de mano y bombas a granel, que, al estallar, levantaron grandes surtidores de fango y de vegetación. Pero, gracias a las excavaciones, ni Doc ni sus amigos sufrieron detrimento.

—¡Abajo con él! —ordenó Doc—. Si no volverá a atacarnos.

Las ametralladoras funcionaron a un tiempo. En las alas del aeroplano aparecieron grandes agujeros.

¡Huyó! Se perdió de vista, volando muy bajo. No parecía estar deteriorado seriamente, mas al poco rato cesó de funcionar el motor. Hubo un instante de silencio; después sonó un silbido espantoso.

Era el viento que pasaba por entre los tensores… un estallido resonante le dio fin.

—¡Hizo explosión el motor! —dijo Monk con un guiño malicioso—. Y a juzgar por la explosión no creo que el que llevaba el volante haya salido con vida.

—Sí; hemos tocado con nuestros disparos el depósito de gasolina —explicó Doc. Sólo sus penetrantes pupilas habían podido distinguir que goteaba la esencia por el agujero abierto en el tanque.

—¡Vaya una guerra! —cloqueó Monk.

—Así me estaría un año peleando.

—¿Y sin comer? —dijo Ham con acento de ironía.

—¿Eh?

—¿Acaso no has notado que carecemos de alimentos?

—Sí… sabía que echaba algo de menos —repuso Monk, sonriendo— sin caer en la cuenta de lo que era. ¡Ah, de que buena gana engulliría en este instante las seis lonchas de jamón que me como cada día para almorzar!

Ham frunció el ceño y dirigió una mirada de amenaza al imprudente Monk.

Toda alusión que éste hiciera a la carne de puerco daba instantáneamente en el blanco, tratándose de Ham.

Éste se devanó los sesos para hallar digna respuesta a la salida de su antagonista, pero no pudo hallarla y optó por callar.

Doc Savage se entregaba, entre tanto, a sus ejercicios diarios, de gimnasia que, por regla general duraban dos horas. Era ésta una ceremonia que hacía todos los días sin falta.

Desde la infancia si una sola vez había dejado de emplear ciento veinte minutos en perfeccionar las energías físicas de su ser y la inteligencia prodigiosa que le caracterizaba.

La rutina consistía en toda clase de ejercicios musculares. Además poseía Doc un aparato emisor de ondas sonoras más o menos perceptibles gracias al cual y tras una práctica constante se le había agudizado el oído de tal modo, que percibía infinidad de rumores imperceptibles para una persona normal.

A continuación identificó por el olfato los vagos olores contenidos en un sin número de pequeños frascos cerciorándose de que no se había equivocado en sus cálculos mediante la lectura de sus rótulos.

Y finalmente se propuso a sí mismo intrincados problemas que resolvía mentalmente con maravillosa prontitud.

Los aparatos que contenían estos ejercicios iban de una caja pequeña de metal que Doc llevaba siempre consigo.

Doc los realizaba a una velocidad fantástica, haciendo varias operaciones a la vez.

Diez minutos de tan ardua tarea hubieran dejado exhausto y sudoroso a cualquier nacido, siempre y cuando se diera la casualidad de que alcanzara el enorme grado de concentración que era indispensable para realizarla a paso de cargo, lo mismo que Doc.

Presenciando esta rutina no cabía dudar de dónde sacaba Doc su invencible fuerza física y mental. Monk, Renny, Ham, Long Tom y Johnny, que estaban muy por encima, física y mentalmente, de la mayoría de los mortales, estaban seguros de que jamás hubieran podido resistir desde la niñez ejercicios tan fatigosos sin agotarse.

Para llevarlos a cabo era preciso ser de hierro.

Una vez cumplido su deber cotidiano se dirigió Doc a las excavaciones donde permanecía agazapado Sill Boontown.

—Con nosotros estará más seguro que si vaga por la colina y se expone a que le peguen un tiro —había explicado a sus compañeros. Y era éste el motivo de que permaneciera entre ellos.

Doc cambió muchas palabras con él y le sometió a un examen, deteniéndose particularmente en la parte de la cabeza donde había sido herido años atrás.

Después se reunió a sus amigos.

—Voy a dejaros un instante —les comunicó. Ellos se sorprendieron visiblemente. No comprendían cómo iba a escapar de la fortaleza que ellos mismos habían erigido en la cima de la colina.

Doc encendió prestamente una hoguera valiéndose de la leña utilizada para la ceremonia vuduista por los hombres-mono.

Estaba impregnada de sulfuro de modo que, al arder, hizo el aire irrespirable dentro de la excavación.

Sin embargo, ascendió la llama y, en torno a ella, Doc amontonó hierba verde y ramas en cantidad.

Entonces se produjo gran cantidad de humo. Éste se esparció por la pendiente de la colina en que estaba el poblado, y penetró en el bosque.

—Cuando comprendáis que vuelvo, encended otra hoguera como ésta —ordenó Doc a sus hombres.

Y como borrosa mancha dorada corrió por entre el humo, y penetró bajo los árboles. El humo le ocultó, en parte, a sus enemigos.

Uno de ellos le vio. Una ametralladora vomitó fuego. Mas la mancha dorada desapareció. La vegetación lujuriante se tragó a Doc.

A tan atrevida huída sucedió un gran movimiento en el campo enemigo. Multitud de hombres-mono se lanzaron en su busca, se desbordaron por la selva.

Mas, cuando ellos comenzaron la persecución Doc había puesto ya entre él y sus seguidores media legua de distancia y atravesando a saltos increíbles profundos pozos de cieno, corriendo a cuatro pies por encima de lianas gigantes, balanceándose de una a otra rama, recorrió una extensión considerable de bosque.

Su desatinada carrera le llevó finalmente al lugar donde Johnny tenía escondido el potente el potente trimotor de ala baja.

Sus dedos vigorosos separaron el musgo que caía en torno de él como una cortina, y Doc penetró en la cabina.

Menos de cinco minutos empleó en buscar lo que deseaba. Cuando reapareció llevaba un fardo atado a la espalda con una cuerda resistente y así se dispuso a volver junto a sus compañeros. Dando un rodeo marchó contra el viento, hacia la colina, de la que se mantuvo, no obstante, separado unos metros.

Su canto de guerra salió, poco después, de su garganta y, aunque bajo, se filtró por entre la maleza del bosque y llegó a oídos de los suyos.

—Bueno; ese grito significa que debemos encender la hoguera —gruñó Monk.

Y así se hizo. Las llamas ascendieron muy algo. Musgo y ramas se amontonaron sobre ellas y comenzó a salir humo… un humo denso.

Los hombres-mono sabían que el gigante de bronce había huido mediante esta estratagema; igual y lógicamente pensaron que volvería a la colina a través del humo. Por consiguiente, dispararon todas sus armas sobre él.

Pronto el humo fue de color de plomo, tan espesa era la granizada de balas que caía sobre él. Y las bombas removieron el terreno de tal modo, que parecía que acabaran de mullirlo para sembrarlo.

Esto simplificó la situación, de manera que Doc pudo volver sin contratiempo a la colina. No había atravesado el humo de la hoguera; venía, en dirección opuesta, corriendo como el viento y en silencio.

Una sola pistola vació su cámara en dirección del hombre de bronce, mas, a juzgar por los resultados que obtuvo el que la empuñaba hubiera dado lo mismo que hubiera tomado por blanco las nubes majestuosas que pasaban por encima de su cabeza.

De un salto penetró Doc en una de las excavaciones y allí abrió el fardo que llevaba a cuestas. De él salieron varias latas de conservas y fiambres y un paquete para Long Tom.

—¿Qué es esto? —inquirió el mago de la electricidad.

—Aquí tienes todo lo necesario para construir un aparato microfónico auditivo ultrasensible —explicó Doc Savage—. Colócalo en el centro de nuestra fortaleza. Cuando llegue la noche tratarán los hombres-mono, no cabe duda, de arrastrarse hasta aquí para tirar bombas de mano en nuestras excavaciones y entonces les oiremos venir con nuestro aparato.

Long Tom hizo un gesto de asentimiento y examinó el material de que podía disponer. Se alegró en extremo.

Con él podía construir un auditivo y un amplificador de sonidos que captaría incluso el zumbido de una mosca a la distancia de media legua. Pocas probabilidades iban a tener sus adversarios desde aquel momento en adelante, de poder sorprenderles.

Doc Savage se ocupó del pobre Sill. Del aeroplano se había traído un estuche completo de cirugía que contenía incuso agujas hipodérmicas para administrar un anestésico local que afectaba únicamente la parte del cuerpo que se trataba de operar.

—Me parece que va a someter al muchacho a una operación quirúrgica —gruñó Monk, dirigiéndose a sus compañeros.

—Apostaría un dólar a que en cuanto haya concluido quedará ese chiquillo en un estado tan normal como el tuyo o el mío —replicó Ham.

—Es lo más probable —dijo Monk.

Ambos conocían de sobra la pericia demostrada por Doc en las artes quirúrgicas, pues era en esta carrera donde más sobresalía.

La cirugía había sido la primera carrera que había aprendido y en la que más intensamente había trabajado.

Su capacidad para las ciencias era prodigiosa; sin embargo, más maravillosos eran sus aciertos en cirugía y medicina.

Por ello la operación que proyectaba despertó el interés de sus amigos, quienes le rodearon mientras la llevaba a cabo.

Ágiles a la par que firmes, sus dedos de bronce levantaron el pericráneo y abrieron en el cráneo una pequeña abertura.

Como Doc había supuesto, un fragmento de éste hacía presión sobre el cerebro, paralizando alguna de sus funciones.

La causa del daño era el golpe recibido por Sill Boontown en la cabeza dos años antes.

Doc le quitó el fragmento óseo, operación que realizó con la mayor delicadeza y sangre fría y le cosió el pericráneo con cuerda de guitarra, que se la quitaría en cuanto tuviera cicatrizada la herida.

Pasaron los efectos del anestésico.

—¿Cómo estás, hijo? —interrogó Doc al operado.

—Me duele un poco la cabeza —replicó el muchacho.

¡El tono con que expresó tales palabras demostraba que estaba curado!

¡Aquello era milagroso! Monk, Ham, Renny, Long Tom y Johnny cambiaron una mirada de extrañeza.

Acostumbrados como estaban a los prodigios operados por Doc y aún a sabiendas de que operaciones como aquélla se llevan hoy día a cabo con gran éxito, estaban asombrados.

Fuera del mundo exterior, perdidos, sitiados en lo profundo del bosque pantanoso, y recibiendo con intervalos de un minuto verdaderas rociadas de plomo, el hecho les parecía sobrenatural.

Reconocieron la trinchera y cada uno de ellos se fue colocando ante la ametralladora respectiva.

El tiempo transcurría pausadamente. Long Tom terminó de montar el auditivo micrófono. Este aparato era muy parecido, sólo que más perfeccionado, al usado por los defensores de Londres durante la gran guerra para escuchar el sonido de zeppelines o aeroplanos cuando éstos efectuaban un raid sobre la ciudad.

Serían poco más de las doce del mediodía, cuando distinguió Doc a Buck Boontown, que dirigía la masa de los sitiadores.

Doc le hizo señas. Su intención era informarle de que en breve se le reuniría su hijo. En realidad ya no era necesario que permaneciera junto a ellos por más tiempo.

Siendo ya una persona normal, no corría peligro aunque anduviera por la marisma, ni de haber pretendido ayudarles hubiera consentido Doc que el muchacho se convirtiera en adversario de su padre.

Buck era desconfiado. Creyó que le tendían un lazo y respondió a tiros. Tan certeros eran éstos, que Doc se retiró, vivamente, al interior de la trinchera.

Buck Boontown celebró con una risita sardónica los resultados de su buena puntería.

—¡Bien! ¡Por poco le doy! —exclamó satisfecho.

Contempló la trinchera y los pequeños bordes de fango levantados para su defensa por los sitiados de la colina y pidió a su odiosa deidad que le diera nueva ocasión de demostrar que era un excelente tirador, mas no fue complacido.

Uno de los hombres-mono le abordó con las siguientes palabras:

—Te llama el Araña Gris. Espera que vayas a reunirte con él al castillo del Mocasín.

—Voy en seguida, OUI —repuso Buck, halagado por el mensaje.

Era mucho más inteligente que el clan de seres inferiores que le rodeaba y a los que la existencia de varias generaciones en la marisma convertía en casi salvajes, pero así y todo no poseía un espíritu refinado, por lo cual se hinchó como un pavo ante la atención del Araña.

¡Sacré! ¡Aquello sí que era un jefe! Tampoco era flojo sueldo el que daba a sus servidores. Tal era la opinión de Buck.

Un pistolero de la ciudad se hubiera burlado de la tacañería del Araña: para aquellos pobres parias, cualquier suma pequeña era una fortuna.

Mientras penetraba más y más en la espesura Buck iba haciendo las cuentas de la lechera. Él tenía sus ahorros, que aguardaba en la marisma dentro de un cesto de fruta.

Ahorraría más. Quizá llegara a tener el dinero suficiente para trasladarse a Nueva Orleans y pasar allí el resto de sus días.

Había oído hablar de las maravillas que encerraba la metrópoli, pero nunca había estado en ella. Jamás había salido de la región pantanosa donde había nacido.

¡Y la marisma distaba solamente unas horas de la populosa capital de la Luisiana!

Legua tras legua devoró Buck en su marcha, manteniéndose constantemente en línea recta y desviándose únicamente cuando no podía franquear un pozo de fango.

En aquellos momentos penetraba en la parte más remota de la región, que visitaban en raras ocasiones los mismos habitantes de la marisma.

Su acceso estaba prohibido para todos, excepto para los íntimos del Araña, pues en ella estaba el cuartel general del jefe, el famoso Castillo del Mocasín, cubil de la fiera.

Buck se encaramó a un ciprés para cerciorarse de que no había errado el camino.

No lo había errado. ¡A menos de una legua de distancia erguíase el Castillo su mole!

No cabía dudar de que le habían visto cien veces los pilotos de los aeroplanos que volaban sobre la vasta extensión pantanosa y los alrededores del bayou.

Ellos habían reparado en la eminencia cubierta de árboles y arbustos, que sobresalía del resto del territorio, mas, probablemente la habían tomado por un soto de altos árboles.

De haber volado más bajo, hubieran visto que los árboles crecían en una prominencia cubierta de lianas que tampoco era lo que parecía, sino un gran edificio de piedra, cuyo techo, puertas y ventanas permanecían ocultas bajo la exuberante vegetación propia del clima.

Pues bien: a la tan bien simulada construcción de piedra se aproximó Buck Boontown.

Un guarda armado hasta los dientes le salió al reencuentro y no le franqueó el paso hasta que no le hubo explicado el objeto de su visita al Castillo.

Más adelante, tropezó con un segundo guarda tan bien pertrechado como el primero.

El castillo era absolutamente impenetrable para el viandante. Años se había tardado en edificarle y sólo los íntimos del Araña conocían sus secretos.

El plan de campaña del jefe no había sido elaborado en un momento ni tampoco había sido cosa de un instante, preparar la venta de las grandes compañías madereras del Sur.

En concebir y preparar uno y otro proyecto se habían empleado varios años.

Buck fue admitido en el castillo por la puerta secreta.

El pasadizo en el que penetró tenía de piedra las paredes. Bombillas eléctricas iluminaban el camino.

La atmósfera era limpia y pura formando marcado contraste con el mal oliente vaho que despedía la marisma.

Naturalmente, Buck desconocía lo que es una máquina purificadora del aire y por ello atribuyó a una causa sobrenatural, a la presencia del Araña Gris, el puro ambiente que se respiraba en el interior del castillo.

Al extremo del corredor había una extensa habitación en la que penetró.

Un genio de la pintura futurista debió decorarla, sin duda, pues ornaban sus paredes una serie de rayas, puntos y manchas verdes, rojas, azules, amarillas, blancas, doradas y plateadas, sin orden ni concierto… ni sentido de la estética.

Ocultas luces de colores que se encendían o apagaban de vez en cuando, daban el último toque fantástico a la escena.

Ésta había sido deliberadamente preparada para impresionar la primitiva inteligencia de los moradores de la marisma que adoraban a las paganas deidades del vudú.

En mitad de la estancia y sobre un trono de oro… en apariencia, pero en realidad de madera pintada de purpurina, estaba sentado el Araña Gris.

Aquel trono producía la sensación de una riqueza ilimitada en la mente de Buck.

El Araña llevaba puesta la máscara de seda y la bata pintada. La repulsiva tarántula gris corría sin parar sobre una de sus manos.

—¿Qué deseas de mí? —preguntó Buck a su jefe con voz temblorosa.

Antes de responder emitió el Araña unos cuantos monosílabos incomprensibles. Hacia esto para contribuir al ambiente sobrenatural que creaba en torno suyo la bien preparada escena.

—Buck Boontown: te considero uno de mis servidores más fieles y dignos de confianza —dijo al cabo el Araña.

OUI, ¡gracias! —replicó altamente complacido el hombre-mono.

—Y voy a encomendarte una tarea delicadísima —siguió diciendo el Araña.

—¿Oui? Pues la haré al instante. —Tan impresionado estaba el pobre Buck con lo que veía, que a una sola palabra del jefe le hubiera entregado la vida.

El Araña le mostró una bolsa de piel semejante a la que usan ciertas casas de comercio para llevar sus ingresos al Banco.

Estaba llena de monedas de plata cuyo valor ascendía a unos cien dólares.

Buck se apoderó ansiosamente de ella. Como la mayoría de los seres primitivos le emocionaba más, muchísimo más, la vista del dinero en moneda contante y sonante que los billetes de Banco.

—Ésta es tu recompensa —le dijo el Araña—. Tú paga por lo que vas a hacer. Más tarde, si me sirves bien, te daré otro quehacer… y otra suma como ésta.

Buck Boontown sólo pudo balbucear unas palabras de gratitud.

El Araña alzó la diestra y, en respuesta a la señal, entraron dos hombres-mono en la estancia llevando entre ambos una caja del tamaño de un baúl mundo pequeño.

—¿Sabes lo que es esto? —preguntó el jefe.

Buck se quedó mirando, embobado, el contenido de la caja. Parecía hallarse perplejo… y decepcionado.

—¡Moscas! —murmuró—. Moscardones de los que vuelan por la marisma.

La decepción del hombre-mono pareció producir un gran placer a su jefe, que soltó una carcajada sonora tras de los sédenos pliegues de la máscara.

—Parecen inofensivas, ¿eh?

OUI. Les gusta morder al hombre, pero su mordedura no tiene consecuencias —repuso Buck Boontown.

El Araña dejó oír una nueva carcajada.

—Te equivocas, hombre de la marisma —manifestó—. Estos insectos no son moscardones corrientes. Si uno de ellos te mordiera morirías al momento.

Buck Boontown le miró con incrédula expresión.

—Parecen moscardones corrientes —explicó el Araña— porque en efecto lo eran antes de cogerles yo. Después les he rociado con un veneno muy activo que han absorbido sus cuerpos sin afectarlos en lo más mínimo. Pero sus mordiscos son venenosos. Ocasionan la muerte instantánea de un hombre.

—¡Sacré! —exclamó impresionado Boontown.

El Araña Gris se sonrió.

—El veneno que contienen está hecho por mí y su fórmula es un secreto. Tú no sabes lo que me costó llegar a encontrar sus componentes y que éstos produjeran el efecto deseado. Pero ¡lo he conseguido al fin!

»Además, esas moscas están muertas de hambre. Se alimentan de sangre. Ya puedes figurarte cómo se posarán sobre todo ser vivo que encuentren cuando salgan de su caja. ¡Y aquél a quien muerdan, morirá!

»Te la doy para que la dejes ir allí donde se encuentren Doc y sus hombres».

Buck Boontown arrugó la frente.

OUI, más ¿no me morderán y matarán también a mí?

—Para abrir la tapa, usa de un aparato de relojería que voy a entregarte —dijo el jefe—. Tu tarea se reduce, simplemente, a llevar la caja cerca de las trincheras y excavaciones de la colina y poner el aparato de modo que se abra al amanecer. Haz que tus compañeros abandonen antes las cercanías del poblado, y las moscas aniquilarán al enemigo. ¿Has comprendido?

—¡OUI! —replicó Buck Boontown. Recibió instrucciones detalladas respecto al modo de hacer funcionar y colocar en la caja el aparato de relojería y partió del Castillo del Mocasín con la caja de las moscas a la espalda.

La distancia que debía recorrer en su viaje de vuelta al lugar en que estaban sitiados Doc y sus hombres era larga y, por consiguiente, llegó a las inmediaciones de la colina después de media noche.

Delante de ella cambió unas palabras con sus hombres, ordenándoles que la abandonaran al momento.

—Tu hijo Sill ha regresado —le comunicó uno de ellos—. Está con tu mujer.

A Buck le alegró extraordinariamente la noticia.

Dejó la caja en el suelo y preparó el aparato convenientemente. Al amanecer se abriría la caja y ¡volarían las moscas por la marisma!

Ni Doc Savage ni sus hombres sospecharían de tan inofensivos insectos que les morderían causándoles la muerte.

Buck corrió a reunirse con su mujer. Ansiaba ver a su hijo, a su Sill, a quien amaba entrañablemente.

¡Pobre, infortunado, Sill! Quizás algún día, cuando fueran a vivir en la ciudad de Nueva Orleans, le llevaría a un gran doctor que le curara.

Buck ignoraba que acababa de sentenciar a muerte al hombre que con su extraordinaria habilidad había hecho de Sill un ser normal.