III
Muerte en el aire

—Este hombre es un afiliado al culto del Mocasín —explicó al entrar, de nuevo, en el despacho, tras desvestir al prisionero.

Eric sugirió:

—Si esa droga suya ha obrado de modo tal sobre su inteligencia, que le ha privado de la facultad de razonar, interróguele y responderá sinceramente a sus preguntas. ¡Mentiras creo yo que no urdirá!

—La droga no es, precisamente, un suero preventivo —observó Doc Savage meneando la cabeza—. De todos modos, si no es capaz de discurrir, tampoco obtendremos de él una respuesta.

—¡Bien contestado, joven! —exclamó el millonario en un súbito arranque de entusiasmo—. ¡Cuánto me alegro que me ayude en la lucha entablada contra el Araña Gris!

Doc Savage no replicó en el acto. Después de un momento de silencio dijo con indiferencia:

—Yo no he dicho que fuera a ayudarle…

Eric el Gordo perdió el color.

—¿Por qué… no? —tartamudeó.

—Pero lo haré —siguió diciendo Doc, con apagado acento—, si llegamos a un acuerdo respecto a la cantidad que voy a señalar por mis servicios.

—¡U-um! —Eric el Gordo tragó saliva—. ¿A cuánto ascenderá esa cantidad?

—¿Usted tiene una fortuna considerable, no es eso?

—Hombre… no sé… quizás… —replicó el millonario, con cautela.

—Pues bien; exijo un millón de dólares —concluyó Doc Savage con la calma del obrero que pide; exijo un salario de tres dólares diarios por su trabajo.

—¡Eh! —a Eric el Gordo se le congestionó el semblante. La indignación le hizo enmudecer. Por fin repitió—: ¡Un millón!… ¡Pero esto es una socaliña! ¿Y usted es el que derrama el bien a manos llenas, el bienhechor de la humanidad? Me parece que trata usted de…

Aquí sorprendió una mirada de Ham y apresuradamente se tragó el resto de sus palabras. Examinó el semblante de Doc Savage.

Era tan inescrutable como el bronce a que se asemejaba.

De pronto se le ocurrió que era inútil que discutiera. No conseguiría convencer a Doc y como era muy astuto tampoco le pareció bien prestarse a adelantar una suma tan crecida sin saber si la cosa valía la pena.

El propio Savage le sacó de dudas, diciendo:

—Entregará usted dicha cantidad y se destinará por entero a proveer de alimentos, de ropa y de educación a los niños pobres de Luisiana.

—¡Oh! —exclamó Eric profundamente avergonzado de su anterior arranque—. Lo haré, desde luego —y tendió su mano al hombre de bronce.

Éste se la estrechó.

Eric había creído siempre que tenía la mano dura y buenos puños, pero en la férrea diestra de Savage pareciole blanda como la de un niño.

Involuntariamente exhaló un hondo suspiro. Le aterraba la fuerza de aquel hombre extraordinario, increíble aún después de haber visto los tendones prodigiosos de sus brazos y manos.

—¿Dónde están Monk, Renny, Long Tom y Johnny? —interrogó Doc a Ham.

Dichos nombres pertenecían a otros cuatro miembros del grupo compuesto por sus cinco amigos y colaboradores.

—Llegarán dentro de una hora —replicó el brigadier.

Doc Savage se aproximó a la ventana. De uno de sus bolsillos extrajo un objeto que no pudieron distinguir los presentes y su mano atezada hizo unos movimientos rápidos sobre el cristal.

Ni Edna ni Eric el Gordo comprendieron lo que estaba haciendo. Ham lo sabía.

Su amigo escribía valiéndose de una substancia transparente, totalmente invisible. Mas, cuando sobre el cristal proyectaba una lámpara la luz de sus rayos ultravioleta, surgirían deslumbrantes, fantásticas, las palabras escritas.

El mensaje decía sencillamente:

«Id a Nueva Orleans al instante; poneos en contacto conmigo por medio de la Compañía maderera Danielsen y Haas».

Doc no lo firmaba. No era necesario. Ninguna otra persona habría redactado una nota tan correcta, tan precisa y característica.

Monk, Renny, Long Tom y Johnny, sus camaradas, proyectarían la luz de la lámpara sobre el cristal de la ventana y leerían el mensaje, de ello estaba seguro.

Se echó el prisionero a la espalda con la misma facilidad que si fuera un costal de paja y ordenó:

—¡A Nueva Orleans! ¡Andando! Más tarde se mantuvo a pie en el estribo del taxi que les alejaba del inmaculado rascacielos. Su presencia allí produjo mágico efecto sobre los policemen reguladores del tráfico. Casi todos le abrían paso en el acto.

El vehículo terminó su carrera ante un aeródromo enclavado en las afueras de la ciudad.

Sus empleados colmaron de atenciones a Doc Savage. Un ejército de mecánicos se puso a sus órdenes.

Transcurrido un instante se abrió la puerta de un hangar y por ella asomó la nariz de un aeroplano.

—¡Cáspita! —exclamó Eric el Gordo cuando le vio a plena luz.

Tenía motivo de sobras para asombrarse. La nave aérea era un sueño; un ave metálica de alas bajas, perfilada de líneas, conforme a la última palabra de la ingeniería aeronáutica.

Su equipo o tren de aterrizaje era retráctil; una vez en el aire se doblaba bajo las alas de modo que no ofreciera resistencia al viento. Sus tres grandes motores de tipo radial iban provistos de capós de último modelo.

—He aquí el nuevo aparato de Doc —explicó Ham a los Danielsen—, poseía otro semejante pero fue destruido durante nuestro viaje a los mares del Sur. El que tenemos a la vista ha sido construido durante su ausencia. Hoy le ve por vez primera.

A una palabra de Doc Savage se aproximó él, maquinalmente, el idiotizado prisionero. Doc le ordenó que subiera al aeroplano, pero el hombre no poseía la facultad de pensar, por consiguiente no comprendió que debía encaramarse por la pequeña escala pendiente, en aquel momento, de uno de los costados de la nave.

Doc le alzó en sus brazos vigorosos y le depositó sobre el asiento como a una criatura.

—¿No sería conveniente y más rápido —inquirió Ham— llevar con nosotros a Monk, Renny, Long Tom y Johnny?

—Desde luego —repuso Clark Savage—, pero forma parte de mis planes que no les vean, al llegar a Nueva Orleans, en nuestra compañía.

Eric cazó estas palabras al vuelo y le sorprendieron en extremo.

¿Conque el hombre de bronce había elaborado ya un plan de operaciones? ¡Realmente no perdía el tiempo!

Cada minuto que pasaba junto a él contribuía a acrecentar el respeto que le inspiraba.

Doc se instaló ante el juego del volante. Los motores se pusieron en movimiento en rápida sucesión.

El personal del aeródromo le rodeó. Sus bocas abiertas llamaron la atención de Eric el Gordo. ¿Qué excitaría su interés? Lo comprendió al instante.

¡Los motores acababan de ser reducidos al silencio! Sólo se percibía el sonido sibilante de las hélices. Al abrir Doc las válvulas de escape convirtiose el sonido en rugido atronador semejante al de una galerna.

Tras de una breve carrera por el suelo del aeródromo el aeroplano despegó.

Plegose el carro de aterrizaje bajo sus alas y se lanzó, raudo como una centella, hacia el Oeste.

Eric alargó el pescuezo y dirigió una ojeada al aparato indicador de la velocidad. Las pupilas quisieron salírsele de las órbitas.

¡Santo cielo! ¡Iban a doscientas cincuenta millas por hora! Sin embargo, los motores no parecían realizar ningún esfuerzo.

—A Doc no le agrada llegar tarde a ninguna parte —observó Ham, sonriendo.

Pero él mismo se hubiera sorprendido de saber que Doc acababa de realizar un vuelo fantástico y emocionante de miles de millas para trasladarse a Nueva York desde su fortaleza en el ártico.

La atractiva Edna Danielsen guardaba obstinado silencio hacía ya una media hora, pero su mirada seguía todos los movimientos de Doc.

La sola contemplación de aquel hombre extraordinario despertaba en su alma una gama de emociones.

Entre tanto, el gigantesco trimotor avanzaba velozmente en las tinieblas.

Un gemido apagado, persistente, recordaba a los pasajeros que iban a bordo de un aeroplano, de otro modo lo hubiera olvidado en el recogimiento de la acolchada cabina.

El prisionero se había retrepado en su asiento. Dormía. Su boca, desmesuradamente abierta, revelaba el tatuado paladar donde campeaba la singular insignia de los adoradores del mocasín.

Cinco horas después volaba el aeroplano sobre las riberas del bajo Missisippi. Delante de él, cercana ya, aparecía Nueva Orleans.

Ni una sola nube alteraba la monotonía del espacio. La luna proyectaba sus plateados rayos sobre la metálica armadura de la nave.

Así y todo, Doc había permanecido en constante contacto con varias estaciones de aeródromo y obtenido de ellas informes respecto al estado del tiempo, mediante el radioteléfono.

A la luz indulgente de la luna descubrió, de súbito, otro aeroplano que volaba delante de él, a unas millas de distancia. Probablemente marchaba a una velocidad de ciento cincuenta millas por hora.

Pero el veloz trimotor de Doc le dejó atrás, lo mismo que si hubiera permanecido inmóvil.

Cambió ligeramente de rumbo y el otro aeroplano le imitó.

—¿Qué dices a esto? —gruñó Ham—. ¿Supones que el Araña Gris haya enviado ese avión para darnos caza?

—Pronto lo veremos —replicó Doc—. En realidad no me he preocupado de guardar secreto a nuestro viaje. No es, así, imposible que el Araña haya capturado mis comunicaciones a través de la radio. Es posible que posea una emisora clandestina y con ella ha conseguido localizarnos, sin duda alguna.

La nave de Doc prosiguió su vuelo sin interrupción. La otra se le aproximó más y más. Se trataba de un monoplano con el fuselaje tubular. Iba deprisa, como un mal negocio.

De pronto ascendió a una capa más elevada de la atmósfera como para dejar pasar a Doc.

—¡Bah! Sin duda realiza un vuelo nocturno. Es un…

Ham no pudo completar la frase.

Con una zambullida inesperada se situó rápidamente el monoplano frente al potente trimotor de Doc, y vomitó sobre él una nube de verdoso vapor que se extendió con velocidad sorprendente en torno.

—¡Gas!… ¡Gas venenoso! —gritó Ham, el sagaz pensador.

Mas el trimotor no había virado a tiempo y se hallaba envuelto por la mortífera nube lanzada casi a quemarropa sobre sus tres hélices potentes.

Edna Danielsen palideció y se cubrió la cara con las manos. Su padre, ágil pensador como Ham, llenó de aire sus pulmones con una profunda aspiración en previsión de lo que pudiera ocurrir.

El prisionero continuaba sentado tranquilamente y tan indiferente como si la cosa no fuera con él. No podía comprender el peligro que corría, naturalmente.

Atravesó el trimotor la nube de humo… salió de ella. Transcurrió un minuto… dos…

La nube de gas quedaba detrás de ellos, a cinco millas de distancia.

Nada sucedió.

Doc obligó a dar media vuelta a su aparato y lo lanzó en pos del monoplano enemigo.

—¡Eh! —exclamó Eric, incapaz de contener por más tiempo la respiración—. Ese gas… ¿cree usted que…?

—Tranquilícese —explicole Doc—. La cabina es impenetrable al aire. ¿No ha reparado que durante el vuelo no le costaba trabajo respirar, a pesar de que volamos con frecuencia a una altura de veinte mil pies sobre la superficie de la Tierra? Pues ello se debe a las condiciones especiales de la cabina… provista de una cantidad renovada, a cada instante, de oxígeno, que se halla contenido en un tanque ad hoc.

El monoplano enemigo luchaba frenético por alcanzar una altura superior siempre a la del trimotor a la manera de un aparato de combate.

Mas, en vano. Era como un pobre buharro perseguido por un despiadado halcón. Al cabo consiguió colocarse a su lado el veloz trimotor y Doc se dio cuenta de que el piloto contrario llevaba puestos unos auriculares.

Su voz poderosa resonó en el transmisor del aparato de radio:

«Vivo. ¡Aterrice!».

La excitación del piloto le demostró que había captado igual longitud de onda y por consiguiente que había localizado el trimotor.

Mas, en lugar de aterrizar viró rápidamente. Resguardada por la hélice una ametralladora invisible vomitó rojas llamaradas sobre la nave de Doc.

Mas, apenas iniciado cesó en seco el tableteo, pues con hábil maniobra Doc habíase apartado de la línea de ataque.

Después, el borde delantero de alas de su aparato apareció delineado con algo semejante a rojizas bombillas eléctricas.

¡En ellas se habían instalado nada menos que diez ametralladoras Browning! Una vibración espantosa recorrió el aparato de extremo a extremo.

Incapaz de volar con igual velocidad y dotado únicamente de una sola arma defensiva, el monoplano quedaba desarmado, indefenso, ante aquel ultramoderno señor de los espacios.

Su piloto viose obligado por lo tanto a reconocer la supremacía del trimotor.

Desde éste se le oyó chillar y taparse los oídos al caer las balas en torno suyo con estruendo, silbidos y desgarros del material.

Entonces cesó la lluvia de fuego.

El piloto alzó la cabeza y echó en torno una mirada de temor. Una voz perentoria que vibraba en sus oídos le hizo pegar un brinco.

—¡Aterrice! —repetía.

Y tan imperiosa era, a pesar de estar desfigurada por los diafragmas metálicos de los auriculares, que el malvado piloto hincó hacia abajo el pico de su aparato como si su vida dependiera de un rápido aterrizaje.

Tan nervioso estaba, que lo destrozó al aterrizar con tal precipitación.

Al choque se le desprendió el tren de aterrizaje, se le dobló la hélice y se le ladearon las alas. Por milagro no pereció en la colisión. Saltó a tierra y miró hacia arriba.

El trimotor planeaba sobre su cabeza como gigantesco murciélago.

Entonces corrió en línea recta. El bosque comenzaba a unos metros de aquel lugar.

Pero antes de que consiguiente alcanzarlo, se le adelantó un gigante de bronce. Unos brazos resistentes como el acero se ciñeron a su cuerpo con tal fuerza, que le cortaron la respiración y creyó que había soñado su última hora. Por fortuna no fue así. Se le transportó junto al trimotor. Trató de luchar. Las manos de acero aumentaron su presión de tal modo, que le arrancaron un grito lacerante.

Cesó de debatirse en cuanto se le pinchó en el brazo con una aguja hipodérmica. ¡Era la segunda persona que se sometía aquel día a la acción del suero inventado por Doc Savage!

—¡Ahora, entra en el aeroplano! —se le ordenó.

El piloto obedeció. Carecía ya de voluntad.

Doc Savage penetró tras él en el trimotor y el aparato despegó en un segundo.

Poco después describía amplios círculos sobre un aeródromo de Nueva Orleans. En el reverso de las alas se descorrieron ocultos obturadores descubriendo las lentes de unos faros. Éstos se iluminaron, y aterrizó la nave.

Eric el Gordo consultó la hora en su reloj.

—¡Cáspita! —ésta era su expresión favorita—. ¡Si no son más que las doce!… —exclamó.

De pronto abrió desmesuradamente los ojos. Acababa de llegar a sus oídos la trepidación suave e ininterrumpida de un motor.

¡Toma! ¡Tenía delante una elegante «limousine» pintada de negro!… Su conductor abrió la portezuela.

—Aquí tienen el coche, señores —dijo.

—Lo pedí desde el aeroplano por radioteléfono —explicó Doc Savage al asombrado millonario.

—Doc hace bien las cosas —sonrió Ham, balanceando el indispensable estoque.

Eric el Gordo era un hombre activo; el trabajo se multiplicaba en sus manos.

De otro modo no hubiera llegado a multimillonario. Pero, le aturdía la rapidez con que Doc lo hacía todo.

Ir en su compañía era como situarse en el centro de un torbellino.

¡Cuántas cosas les habían sucedido en menos de veinticuatro horas! En un solo día se había atentado, dos veces, contra sus vidas y se había capturado a dos hombres.

Después se había franqueado, de un salto, como quien dice la inmensa distancia que separa Nueva York de Nueva Orleans. ¡Era prodigioso!

La «limousine» les condujo a la residencia señorial de los Danielsen, situada en un barrio elegante.

Doc se encargó de llevar adentro a los dos prisioneros.

—¡Sentaos!

Ambos tomaron asiento dócilmente. Impresionaba ver cómo le obedecían aquellos demonios, pasivos como autómatas en aquellos momentos.

—Ahora voy a salir, pero vuelvo en seguida —dijo a sus amigos.

Deseaba escribir con aquella tinta visible solamente a la luz de los rayos ultravioleta, un mensaje que situaría sobre la puerta de las oficinas de la compañía maderera, pues sabía que antes de que finalizara la noche llegarían a Nueva Orleans sus otros cuatro hombres: Monk, Renny, Long Tom y Johnny.

Cuando había que ir deprisa sabían portarse tan bien como el primero.

Pero, guardó silencio respecto a sus intenciones por una razón muy sencilla: aunque incapaces de pensar los dos prisioneros recordarían todo lo que les había sucedido al salir de su estado singular de inercia y por ello no quería que se enteraran de la forma en que redactaba sus mensajes.

Partió en la «limousine» provocando la extrañeza de su chofer con su hábito de ir en pie sobre el estribo en lugar de tomar asiento dentro del coche.

Hacía esto siempre que corría algún peligro, pues entonces le agradaba ver cuanto sucedía en torno suyo.

Eric el Gordo le vio marchar desde la puerta.

—¡Es un hombre notable! —observó cuando hubo desaparecido—. ¡A su lado me siento tan seguro, que se me figura que no tengo ya nada que temer del Araña Gris!

Mas, apenas habían salido de sus labios tales palabras cuando pegó un respingo. Sus ojos expresaron aturdimiento y se llevó ambas manos al pecho.

Luego cayó con sordo golpe al suelo. Su cuerpo quedó inerte.

La hermosa Edna exhaló un chillido. De un salto se colocó junto a su padre. Entonces tuvo un sobresalto. Pareció azorarse y sufrió un colapso.

Ham había sacado de la vaina el famoso estoque y se puso en guardia, más ¿contra quién?, Allí no había nadie.

Entonces trató de escapar. Corrió como un loco hacia la puerta. De súbito se le contrajo el semblante. Fue cosa de una fracción de segundo.

Luego cayó inmóvil junto a los Danielsen.

Eric el Gordo había concebido engañosas esperanzas. ¡En su propia mansión hería a los tres la mano implacable del Araña Gris!