V
El libertador

La figura gigante de Doc se aproximó a la ventana. Sus ojos escudriñaron el jardín. (No vio en él a Lefty ni a Bugs porque éstos se habían perdido ya de vista). Allí estaban los hombres-mono, atontados todavía a causa de su reciente viaje por el aire.

Doc franqueó de un ligero salto el alféizar y cayó sobre la yerba del arríate.

Despojó de sus armas a los hombres-mono y les arrastró en pos de sí.

Ambos cayeron dentro de la habitación y tal había sido el impulso con que fueron lanzados, que se doblaron sus cuerpos por la cintura de modo que se tocaban los extremos.

Doc no se molestó en atarles. Cuando uno de ellos trataba de huir recibía un puñetazo que volvía a tumbarle antes de que hubiera movido un pie. Tenían a su favor tantas probabilidades de fugo como un ratón atrapado por gato.

—¿Dónde están los dueños de la casa? ¿Dónde está mi amigo? —preguntoles Doc Savage con voz de trueno.

—No sabe de qué hable —murmuró uno de los habitantes de las ciénagas.

—¿Tenéis idea de lo que puede sucederos si calláis? —siguió interrogando Doc.

La pareja estaba amedrentada, mas no era el suyo un sentimiento de cobarde pavor. Estaban resueltos a no proferir ni una palabra en contra de su banda.

—¡No cederemos ni ante una amenaza! —exclamaron al unísono.

Esto era cierto. Doc lo sabía. Conocía a los hombres y especialmente a aquellos habitantes de los pantanos. Aun cuando se les sometiera al tormento y a la muerte seguirían guardando silencio.

Poniéndose en pie, Doc se aproximó en dos saltos al cuerpo sin vida del piloto. Su mirada se posó en un anillo que llevaba en la mano.

De aquel anillo parecía haberse utilizado el engaste levantado para trazar sobre la enyesada pared del gabinete:

«W. W. A. 3».

Los ojos de Doc recorrieron la espaciada inscripción y examinaron el anillo. El engaste tenía aún huellas de yeso…

No cabía dudar de que había servido para trazar aquellas letras sobre la pared.

Doc estuvo parado, mirándolas, un minuto, quizás. Después hizo un leve ademán de asentimiento.

Acababa de resolver el enigma. En la habitación contigua había un aparato telefónico.

En aquella misma habitación se hallaban sus enemigos con la cabeza junto a los pies, hechos un ovillo, doloridos, atontados. Era poco agradable el tratamiento que se les había aplicado. En pie, vigilando con un ojo a uno de ellos, con otro al que quedaba, tomó Doc el receptor y pidió comunicación con la redacción de uno de los periódicos más importantes de la ciudad.

—Desearía saber dónde se halla el aserradero número 3 de la Compañía maderera «Worldwide» —dijo.

Éste, había decidido, era el significado de las iniciales W. W. A. 3 dibujadas en la pared del gabinete.

En un momento, el informe deseado corrió por el alambre telefónico a su encuentro.

—Gracias. —Doc colgó el auricular.

Los dos ratas gimieron creyendo llegada su última hora. Su capturador parecía tener con ellos la consideración del león por un chacal y les manejaba del mismo modo.

Pero Doc se limitó a exclamar:

—¡Vamos, vamos! Salgamos de aquí.

Media hora después dormían los dos en un hotel. Producía su sueño una droga cuyos efectos no se disiparían en varias semanas. Nadie les molestaría.

Transcurridas veinticuatro horas llegaría al hotel un forastero misterioso que trasladaría a los dos hombres a una Institución sorprendente, enclavada en la parte Norte del Estado de Nueva York.

Dicho establecimiento estaba dirigido por un gran psicólogo, sumamente entendido en criminología. Verdadero mago, operaba cambios milagrosos en las almas de los seres sujetos a tendencias criminales lo mismo si deseaban curarse de ellas como sino.

¡Ninguna persona salida de su establecimiento había tornado a su antigua vida tenebrosa!

Este establecimiento notable se mantenía gracias a la fabulosa fortuna de Doc Savage. Éste jamás enviaba a presidio a un malhechor que le hiciera frente. Jamás le entregaba a la policía.

Le enviaba a la institución benéfica que había fundado y de ella salía transformado en un digno ciudadano.

En esta ocasión telegrafió, pues, al director, ordenándole que enviara a buscar a los dos hombres-mono y después escogió un pequeño garaje, poco frecuentado y compró de segunda mano un buen coche de camino.

En él abandonó seguidamente la ciudad. Se dirigía al depósito número 3 de la Compañía maderera «Worldwide».

El airecillo nocturno azotaba su rostro y despeinaba sus cabellos bronceados sin producirle más efecto que si fuera un hombre de metal. Los neumáticos gemían sobre el asfalto.

El velocímetro flirteaba con los setenta kilómetros.

El alba estaba próxima cuando el coche de camino aminoró la marcha cerca del aserradero número 3 enclavado en una región llena de cipreses.

A la derecha, algo separado del camino, cabrilleaba bajo los plateados rayos de la luna la superficie de un brazo de río.

Un pez furtivo, quizás un rezagado, saltaba en sus aguas y sus saltos originaban pequeñas hondas, círculos concéntricos que iban a morir a la orilla.

En ella había un aserradero flotante. Consistía en una gran estiba, en la que había, como único equipo, varias hachas y sierras para usos distintos y un cepillo de carpintero.

Aún estaba cerrado, pero ya ascendía por su chimenea una columna de humo. Un fogonero trajinaba allí preparándose para el trabajo del nuevo día.

Doc apagó los faros cuya luz atenuara poco antes, pues el parabrisas aparecía salpicado de mariposas nocturnas, y sus ojos vagaron en todas direcciones. Había que estar sobre aviso. Sólo le faltaban por recorrer unas millas, muy pocas.

Grandes ramas colgaban sobre su cabeza. Musgosas guirnaldas pendían de árbol a árbol. Tan bajas estaban que, en ocasiones, le azotaban el rostro.

Aquélla era una región siniestra, sombría.

Doc desembragó, situó la palanca de transmisión en el punto muerto y paró el motor. Un silencio profundo reinó entonces a su alrededor y percibió el canto melodioso del ruiseñor.

A setenta kilómetros por hora como iba, en aquellos momentos, el coche rodaría todavía una milla arrastrado por su propio impulso.

Antes de que se detuviera del todo, Doc le hizo dar media vuelta, lo introdujo por un camino lleno de maleza y lo detuvo en un bosquecillo de arces.

En el río sonaba estentórea la sirena de un remolcador. Doc alcanzó a divisarle por entre los árboles.

Escoltaba un rosario de troncos de una media milla de extensión.

Evidentemente era impulsado río abajo con objeto de que llegaran cuanto antes al punto de su destino.

¡Sólo que éste no era el aserradero número 3! No. La instalación estaba cerrada.

Doc la examinó; contempló aquel mudo testigo de días pasados y prósperos enclavado en mitad de la maleza del camino.

Era muy hermoso y destinado a contener, dada su capacidad, unos cien mil pies de madera en tablas. Mas, a juzgar por su aspecto, debía hacer un mes que permanecía inactivo.

En sus cobertizos para la leña seca cabían cómodamente veinte millones de pies de dicho material.

Mas, en aquellos momentos estaban casi vacíos. ¡Esto lo explicaba todo!

Los hombres del Araña Gris vendían la madera almacenada en ellos.

Una alambrada de una altura sorprendente, erizada de púas, rodeaba el aserradero. Sus postes de acero se alzaban veinte pies sobre el terreno circundante.

Doc se encaramó a la cerca con una agilidad sorprendente, pero a medio camino le inmovilizó una idea y saltó a tierra.

—Iba a cometer una imprudencia —se dijo.

Buscó una ramita tierna y la lanzó al aire de modo que rozara, al caer, el borde de la cerca. Al entrar en contacto con sus púas chisporreó con una luz verde y llegó, humeando, a los pies de Doc Savage.

¡La cerca estaba defendida de posibles escaladores por una corriente eléctrica de alta tensión!

Sus alambres corrían a través de aisladores fijos a los postes de acero. La vista penetrante de Doc acababa de librarle de morir electrocutado.

Rodeó la cerca. Descubrió entonces un árbol. Una de sus ramas se extendía sobre el aserradero.

De un salto formidable ascendió unos pies en el aire y se abrazó a su tronco, por el que subió con la misma facilidad de una ardilla. Al llegar junto a la rama la recorrió haciendo equilibrios.

Se encontraba en aquellos momentos a unos treinta pies del suelo.

Sin embargo, sus músculos flexibles atenuaron la conmoción ocasionada por el salto de forma tal, que fue lo mismo que si lo hubiera dado desde una silla.

Sus pupilas doradas vigilaban. Sabía que aquél era el momento más peligroso de su entrada en el aserradero. Y si éste se hallaba vigilado, lo más probable sería que le vieran en seguida.

No se había equivocado. De detrás de un horno apagado surgió un ojo de fuego, despidió un brillo infernal y desapareció.

Sobre la cabeza de Doc pasó una lluvia de balas con un ruido semejante al de un clavo que chocara con una botella de cristal. Después tronó la voz de una ametralladora.

Con la asombrosa rapidez de movimientos que le caracterizaba se tiró Doc al suelo y se adhirió a él de manera que su traje oscuro y su piel bronceada confundían sus colores con el de la tierra.

Entonces cesó el fuego. La persona que disparaba la había perdido de vista.

Avanzó unos pasos y quedó expuesto a la luz de la luna.

En la mano llevaba el arma que acababa de utilizar.

No era ésta muy potente, uno de esos cañones «Thompson» que disparan cartuchos del calibre 45 sino una ametralladora de reglamento de las que utiliza una escuadrilla aérea en tiempo de guerra.

Mas, así y todo, podía disparar grandes cargas. Iba aparejado a un ancho cinto de cuero sujeto a la cintura del guarda de modo que pudiera dominar su retroceso.

—¡Es un hombre de bronce! —chilló desaforadamente—. ¡Está a este lado de la cerca!

—¡Non, non! —le replicó un miembro invisible de la liga del Mocasín, probablemente hombre-mono también—. No es posible que haya descubierto este lugar.

—Quizás no… de todos modos estaba aquí hará cosa de un instante.

El invisible adorador del Mocasín se le acercó corriendo. Saltó una hilera de vagonetas y pasó junto a una casilla usada como almacén de la madera aserrada que se trasladaba a los hornos.

Un poderoso brazo surgió inesperadamente del lado de la casilla sumergida en la sombra y le derribó. Un grito penetrante se escapó de sus labios.

Al oír el grito, y no viendo lo que sucedía, porque en el momento en que sonó estaba mirando a otra parte, el guarda se acercó a la casilla y buscó a su compañero.

Al llegar al lado opuesto bajó la vista y se tornó tan pálido como si se le hubiera paralizado el corazón.

Allí estaba su compañero tendido en el suelo. De las comisuras de sus labios entreabiertos manaba un hilillo de sangre. Sólo estaba desmayado.

Mas, dando por sentado que estaba muerto, el guarda dejó escapar un aullido que rivalizaba en potencia con aquél que acababa de oír.

Veloz como el viento huyó de su lado y fue a meterse en uno de los cobertizos que contenían todavía madera seca.

Le parecía imposible que un mísero ser de carne y hueso se trasladara de debajo del árbol junto a la casilla sin ser visto ni oído.

No. ¡Decididamente no se podía luchar con un fantasma!

El interior del cobertizo estaba oscurísimo. La madera hacinada en montones de dieciséis pies de altura formaba un laberinto por el que se internó el guarda sin la menor vacilación.

De pronto, giró sobre sus talones y preparó el arma que llevaba. Le parecía oír un ruido sospechoso a sus espaldas, pero no vio nada alarmante.

—¿Qué te sucede? —inquirió una voz ronca.

El guarda exhaló un suspiro de alivio. Aquella voz pertenecía a uno de sus compañeros.

—¡Es un demonio! —explicó incoherente—. Un demonio de bronce. ¡Se mueve con la celeridad de una nube atada al rabo de un conejo!

—¿Un demonio? —la voz de su compañero expresó incredulidad.

—¡Juraría que lo era! —El guarda se estremeció.

Estaba más oscuro allí dentro, en el cobertizo, que en el interior de una tumba.

—Mi no haber oído nada —dijo la voz.

El guarda se humedeció los labios.

—¿De veras no oíste a ese demonio? Entonces, ¿qué haces aquí? —interrogó.

—El amo ha ordenado que esté todo el mundo escondido, excepto los guardas.

—Yo salía para echar un trago —explicó el otro en tono seco—. ¡Pero que me ahorquen si veo por dónde ando!

—¡Ah! ¿Te has desorientado?

OUI. No sé por dónde ando.

El guarda lanzó un resoplido desdeñoso.

—El camino está aquí, en mitad de esta pira —dijo.

—¿La misma en que estás apoyado?

OUI, justamente.

La propia pira de madera cayó, al parecer, en aquel mismo instante sobre el guarda, solo que era de bronce y asestaba puñetazos paralizadores, con unos puños vigorosos.

Poco antes de caer al suelo sin sentido se dio cuenta el guarda de lo que sucedía.

No hablaba con ninguno de sus compañeros. ¡Había entablado conversación con el mismo demonio de bronce!

Doc había imitado el bárbaro lenguaje de los hombres-mono para saber dónde tenían éstos secuestrados a sus amigos. El lugar estaba por lo visto entre las grandes piras de madera.

Doc hizo entonces una cosa sorprendente: oprimió el espeque del cañoncito sujeto al cinto del guarda y el arma vomitó por la boca fuego, humo, y pequeñas balas de «cupro-níquel».

En el estrecho espacio dejado por las piras de madera sonaron sus detonaciones como el estallido del trueno.

Doc soltó el espeque.

—¡Ya lo tengo! —gritó imitando el acento peculiar a los hombres de la marisma.

De un salto se encaramó sobre la pira y se colgó de una de sus tablas que sobresalía poco más de un par de centímetros.

A sus pies se abrió, hacia fuera, el costado aparentemente unido de la pira.

Se dio cuenta de ello por el sonido, pues el cobertizo estaba oscuro como boca de lobo.

—¿Quién es él? ¿A quién has atrapado? —interrogó una voz. La persona que hablaba debía asomar la cabeza por la puerta, debajo mismo de él.

Pero valía la pena de comprobarlo.

Una de las grandes manos de Doc palpó en el vacío, tocó una cabeza, la asió por los cabellos…

La víctima exhaló un quejido apagado. Su cabeza chocó con la piedra y perdiendo el sentido, colgó inerte de la mano de su enemigo.

Éste le dejó caer y se escurrió por la puerta abierta en el interior de la pira.

Un estrecho rayo de luz le salió al encuentro y dio de lleno en su rostro. Doc ladeó el cuerpo prontamente. Sonó un disparo, luego una maldición. El hombre que sostenía la luz no había dado en el blanco.

Dentro de la pira había una pieza muy vasta al parecer. Sus paredes habían sido edificadas como las de una nevera: instalando entre el tablaje interior y exterior una cámara de aire.

No cabía duda de que ella amortiguaba los sonidos.

En su interior sonó un alarido de ésos que hielan la sangre en las venas. Se agitó un cuerpo. Se oyó una detonación. Luego nada. Silencio.

¡El hombre de la linterna había sentido la mano poderosa de Doc Savage y yacía sin sentido en el suelo!

El interior de la pira de tablas semejaba por lo silencioso al de una antigua tumba egipcia. Pero en el fondo de aquel oscuro abismo se oía el rápido y acompasado tic tac de un reloj.

Un reloj de pulsera femenino, sin duda.

—¡Doc! —llamó muy quedo la voz de Ham—. A nuestro cuidado pusieron los de la banda cuatro hombres, solamente.

—¡La costa está libre de enemigos, entonces! —rió Doc. Encendió un fósforo.

¡Eric el Gordo, Edna y Ham! Los tres estaban sanos y salvos, aunque tendidos en el suelo. Tenían algo rojos los brazos a causa de las ligaduras que les oprimían, pero tales bagatelas se olvidan pronto.

—Ya me estaba contando entre los difuntos —murmuró Eric—. Esos salvajes pensaban enviarnos a su escondrijo principal, aquél al que llaman, si mal no recuerdo, el Castillo del Mocasín. Una vez en él, Araña Gris habría tratado de obligarnos a firmar un papel declarando que estamos decididos a tomarnos unos días, quizás meses de descanso, y después… nos hubieran asesinado, según colijo.

—¡El Castillo del Mocasín! —repitió secamente Doc—. Lo mejor será que probemos a convencer a nuestros prisioneros para que nos digan dónde está. ¡Quizás atrapemos dentro de él el Araña Gris!

—Me molesta tener que decepcionarte, Doc —dijo Ham—, pero no estás de suerte.

—¿Eh?

—Ninguno de esos salvajes sabe dónde se halla el castillo. De su conversación deduzco que es una especie de lugar sagrado, un templo dedicado al culto de vudú, que sólo visitan los altos «muck-amuks». Así les llaman en su bárbaro idioma.

—¿Por qué estás tan seguro, Ham?

—Porque sorprendí una conversación entablada por ellos no hace mucho —repuso el brigadier—. Como no creían que pudiéramos escapar, me parece que no tenían por qué engañarnos.

—Entonces tendremos que proceder conforme a mi plan primero —dijo Doc con firmeza.

Partió para cerrar el interruptor de la mortífera corriente y trasladar junto a la cerca su Roadster.

Marchaba a buen paso. Sentía vivos deseos de llegar cuanto antes a Nueva Orleans con los cuatro nuevos prisioneros.

Sumados éstos a los dos narcotizados que se hospedaban en el hotel serían seis los que llevaría al sorprendente Reformatorio del Estado de Nueva York.

Es decir: eso creía él. En realidad, serían muchos más los que descansarían en la habitación del hotel antes de que quedara solucionado el affaire de los aserraderos, pues apenas había comenzado, en aquellos momentos, la lucha entablada con el Araña Gris.