I
El enemigo ataca

Un cometa cruzó con ímpetu el nubloso cielo de estío. Pero un cometa de acero, obra del hombre, el correo aéreo entre Nueva Orleans y Nueva York.

De sus tres motores, fuente de energía, surgía y difundíase por el espacio un zumbido ronco, ininterrumpido, potente.

En su cámara de popa distraían sus ocios doce pasajeros. De entre ellos, unos hojeaban diarios o revistas; otros jugaban al bridge.

No habrían estado más a sus anchas leyendo a la luz de la lámpara de sus respectivos hogares.

No parecían, sin embargo, tan tranquilos, dos de ellos, que se mantenían aparte. Sus rostros reflejaban la tensión de sus nervios. Sus ojos expresaban el temor.

Mas estaba claro que no motivaba, exclusivamente, su miedo al viaje en aeroplano.

Sus miradas escudriñaban, infatigables, el mar de nubes en que navegaba, como si aguardaran ver surgir, de súbito, entre ellas, una garra, una muerte espantosa e implacable como el Destino.

—Tranquilízate, Edna —murmuró uno de ellos—. Aquí estamos seguros.

Era un hombre cuya figura voluminosa se destacaba, prominente, el asiento de mimbre que ocupaba.

Sus manos eran toscas, nudosas; su cabello, rubio y áspero, canoso en las sienes y alborotado, en aquellos momentos, por el frotamiento incesante a que le sometían los dedos impacientes de su dueño, cuya preocupación era manifiesta.

Un artista de viva imaginación podía haberle tomado de modelo para un retrato del vikingo Eric el Rojo, famoso por sus buenos puños.

Y ved qué casualidad, su nombre era también Eric: Eric el Gordo, como le llamaban sus íntimos, presidente de la Compañía Maderera Danielsen y Haas, célebre en todo el sur de los Estados Unidos.

Todos los que intervenían en esta rama de la industria habían oído hablar de mister Danielsen —o Eric el Gordo— que, de simple trabajador de un aserradero, había subido al poder de la presidencia y adquirido un capital de unos cuantos millones.

—¡Oh, es todo un caballero! ¡Un aristócrata del dinero! —se decía de él—. Con todo, no tiene enemigos.

De haber contemplado entonces el rígido semblante y los músculos en tensión del millonario maderero, hubiera el vulgo variado de opinión.

Su aspecto era el de aquél que aguarda ser herido de un momento a otro, por una mano traidora.

—Procura dormir un poco, papá —sugirió la muchacha, a quien Eric había llamado Edna—. Te has pasado toda la noche en vela, revólver en mano. ¡Oh, no digas que no, porque te he visto!

Era notable la semejanza existente entre padre e hija. Esta poseía la misma expresión enérgica de mister Danielsen, sus celestes pupilas y rubios cabellos.

También había heredado de él una estatura aventajada. Pero era una belleza.

Una casa importante de películas le ofreció, en cierta ocasión, una pequeña fortuna si se dejaba filmar. Edna mató en flor sus ilusiones.

Su salario como vicepresidenta de la Compañía Maderera —repuso— excedía a aquél que se le ofrecía. El talento y la belleza no suelen ir unidos, mas Edna constituía una excepción a la regla.

Que era atractiva en extremo, lo demostraba el hecho de que, con la sola excepción de aquéllos que iban con sus esposas, todos los pasajeros del aeroplano se habían colocado de manera que pudieran dirigirle furtivas miradas de vez en cuando.

Sólo un pasajero parecía indiferente a sus encantos y éste, ¡cosa singular!, pertenecía a ese tipo aniñado y empalagoso que importuna, con frecuencia, a las mujeres bonitas con su atención impertinente.

Llevaba el cabello peinado hacia atrás, tan pegado y brillante, que su cabeza parecía la concha engrasada de una tortuga negra. La expresión de su rostro era poco agradable.

Un momento antes, el insípido desconocido había visitado el lavabo, situado en la parte posterior de la cámara, y, al pasar por delante de Eric y de su hija, había vuelto la cara.

—¡Hay algo extraño en la actitud de ese hombre! —había murmurado Eric el Gordo.

—Yo estaba pensando lo mismo, papá —replicó la hermosa Edna.

La cámara del aeroplano, sólo aislaba en parte los sonidos procedentes de su interior. De modo que, desde su asiento, oían hablar los pasajeros en el departamento del piloto, al ayudante de éste, que comunicaba por la radiotelefonía con la nave-aviso más próxima.

Le indicaba el estado general de la atmósfera en la región que atravesaban y se informaba, al propio tiempo, de los partes referentes al estado de aquélla que iban a recorrer.

—Voy a verle la cara a ese gigoló del pelo planchado —gruñó de pronto mister Danielsen, sin quitar los ojos de encima al individuo en cuestión, que iba sentado delante de ellos.

Sacó del bolsillo posterior del pantalón un revólver descomunal y lo trasladó a uno de los bolsillos de la americana, con objeto de tenerlo más a mano, por si era necesario.

—No cometas ninguna imprudencia, papá —le aconsejó Edna.

Eric el Gordo trató de reír. Pero era tan grande la tensión de sus nervios, que su risa sonó a hueco.

—Tranquilízate —dijo—; no soy impulsivo hasta el extremo de disparar a quemarropa sobre la persona que me parezca sospechosa, aun cuando ésta fuera, en realidad, el Araña Gris o uno de sus hombres.

El nombre debía tener un terrible significado, porque su sola mención alteró la plácida expresión del semblante de Edna.

—¿Crees —inquirió, titubeando—, que nos servirá de algo nuestro viaje a Nueva York?

Eric el Gordo apretó los dientes.

—¡Estoy seguro de ello! —replicó en tono firme.

—Todavía ignoro el nombre del caballero a quien vamos a visitar —murmuró su hija.

—Al brigadier Teodoro Marley Brooks —la contraída faz de Eric perdió parte de su expresión atormentada, al añadir soñadoramente—: le conocí en Harvard, cuando cursaba mis estudios. Yo era entonces un haragán; Ham tenía una inteligencia viva y despierta. Mas no por ello me despreció.

—¿Ham es un apodo?

—Sí. Es muy posible que le bautizaran así durante la guerra. Siempre tuvo delirio por las aventuras. Incluso en sus tiempos de estudiante llevaba un bastón, inofensivo en apariencia, de caña negra, que, en realidad, era un estoque. Él le sacó de apuros en más de una ocasión. Siempre entablaba pendencias. Así y todo, no ha salido de la Universidad de Harvard un abogado tan excelente como él. En la campaña del 17 le concedieron el grado de brigadier, se dice que como recompensa de las muchas vidas que salvó… miles de vidas de nuestros soldados.

Edna Danielsen parecía dudar.

—¿Podrá ayudarnos por más buen abogado y pensador que sea? —insinuó—. El Araña Gris ha formado una vasta organización; sus hombres se cuentan por cientos, por millares. ¿Cómo puede luchar solo, un brigadier, contra todo un ejército? Es imposible. Ni aún cuando fuera un superhombre, conseguiría derrotarlo.

Una sonrisa burlona entreabrió los firmes labios de Eric el Gordo.

—Ham conoce a cierta persona extraordinaria. Por eso voy a verle —replicó.

Edna le miró con perpleja expresión.

—No comprendo…

—¡Doc Savage! —Un sentimiento de respeto hizo temblar la voz del maderero.

Mencionaba aquel nombre como el de Mussolini un italiano; como el nombre de Alá un religioso mahometano, o como el de Dios un sacerdote cristiano.

A juzgar por el acento empleado entonces por Danielsen era obvio que Doc Savage era un ser sobrenatural.

—¡Ham conoce a Doc Savage —dijo con orgullo—, por consiguiente, le pediremos que nos ayude a defendernos del Araña Gris!

Eric el Gordo creía, por lo visto, haber resuelto el problema con esta idea genial.

La hechicera Edna alzó las arqueadas cejas.

—Hablas de ese Doc como si fuera un personaje notable —murmuró—, y, sin embargo, jamás oí hablar de él.

—¿Jamás oíste hablar de Clark Savage, júnior?

—¡Ah! Pero ¿es ese tu Doc? —exclamó Edna—. ¿El mismo que ha perfeccionado la nueva especie de un árbol que se desarrolla rápidamente? Con un crecimiento tan rápido jamás desaparecerán los bosques de la superficie de la tierra. Pero ¿qué utilidad nos reportará semejante descubrimiento? ¡Nosotros no necesitamos bosques!

—No —dijo, sonriendo, Danielsen—. Mas Doc Savage es grande. Sus conocimientos se extienden más allá del campo de la Botánica; abarcan la Medicina, la Ingeniería, la Geología… Y, ¡qué sé yo cuántas ciencias más!

—Sus conocimientos de nada nos servirán —dijo Edna, cuya sola preocupación del momento era el origen de sus males—. Ni tú ni Doc, ni tu Ham pueden competir en astucia o maldad con el Araña Gris.

La exasperación demostrada por la muchacha divirtió a Eric el Gordo.

—Es muy posible, en efecto —siguió diciendo—, pero yo espero mucho de ellos… especialmente si se les unen sus amigos.

»Cinco hombres, cinco sabios, secundan a Doc Savage, su jefe natural. Ellos le deben mucho, muchísimo —incluso la vida— y por él harán gustosos cualquier sacrificio. Además, sus conocimientos son tan profundos en todas las ramas del saber humano, que únicamente reconocen como superior a Clark Savage.

»Cuento con su ayuda, porque sé que se han impuesto el deber de amparar al débil; Sus vidas están dedicadas a aplastar a aquéllos que obran mal, a los declarados enemigos de la Sociedad. Les agrada la excitación; tienen sed de aventuras; viven de emociones. Son hombres, en toda la noble extensión del vocablo… ¡Sólo seres así son capaces de vencer al Araña Gris!».

Calló mister Danielsen, y su hija guardó silencio. La discusión de un personaje tan extraordinario había levantado sus ánimos.

Ambos dirigieron, maquinalmente, la mirada hacia la proa del aeroplano.

¡Allí estaba Nueva York!

Y allí, en la metrópoli, confiaban hallar la salvación, encarnada en Doc Savage.

El piloto ayudante tornaba a hablar por radiotelefonía.

—Todo va bien —decía, confiado—. El viaje se realiza en las mejores condiciones.

Se equivocaba.

Una súbita, aterradora explosión le cortó la palabra. La puerta del lavabo se desprendió, inesperadamente de sus goznes y voló, recorriendo la cámara en toda su extensión.

En pos de ella, como persiguiéndola, iba una lengua de fuego abrasador.

Un humo acre invadió el interior de la nave. La explosión había rasgado, en la parte posterior del fuselaje, las delgadas láminas de metal que constituían la cubierta; la cola había sido arrancada en parte; los frenos, rotos.

Por milagro, nadie pereció a bordo; pero la nave comenzó a dar tumbos inquietantes. Quedaba desamparada, como ave con un ala rota.

La sorpresa había inmovilizado al piloto, y su ayudante estaba tan asombrado como él. El aeroplano no llevaba materia combustible en sus tanques. Ninguna parte del equipo regular podía haber originado la explosión.

—¡Papá! —exclamó Edna—. El desconocido del pelo planchado penetró hace un instante en el lavabo. ¿Lo recuerdas?

—Sí, hija mía —replicó mister Danielsen—. ¡El muy canalla!… No me extrañaría que hubiese dejado él una bomba con la mecha encendida.

De súbito, aumentaron los tumbos, y la nave se inclinó de costado.

¿Caería en tierra el mutilado correo? En el departamento del piloto marcaba el altímetro diez mil pies de elevación.

Era una fortuna que la nave hubiese volado tan alto hasta aquellos momentos, pues, gracias a tan feliz coincidencia, disponían los pasajeros de diez minutos, preciosos, dadas las circunstancias, para escapar a la muerte…

Mas ¿podrían conseguirlo? Indudablemente. El avión iba provisto de paracaídas suministrados por la Compañía a sus pasajeros, a razón de uno por cabeza.

Un paracaídas consta de una sombrilla y de las correas que lo aseguran al cuerpo del «parachutista». Pues bien: correas y sombrillas iban dentro de unos cestillos fijos sobre los asientos de la cámara.

En aquella ocasión, Eric el Gordo, demostró la madera de que estaba formado y que le había sacado de la nada para ascender a la cima del poder.

Y asumió el mando, pues el estupor continuaba paralizando la acción del piloto y su ayudante.

—¡En los cestillos situados sobre sus cabezas hallarán los paracaídas, señores! —anunció con voz tonante a los pasajeros—. Pónganselos y después láncense al espacio uno tras otro. ¡Vivo, que no hay tiempo que perder!

La orden hizo gemir a una señora obesa.

—No tema —dijo Eric el Gordo, con acento consolador—. No hay peligro alguno.

Pero un terror sin límites se apoderó repentinamente del pasaje. Un salto dado en el vacío no tenía importancia para Eric el Gordo ni tampoco para la rubia Edna, que se mantenía serena a su lado.

Para los pasajeros equivalía a un suicidio. Otra señora comenzó a dar chillidos. En su miedo, los hombres cambiaban entre sí palabras sin sentido.

Y en aquel crítico instante descubrió Eric el Gordo al individuo del pelo planchado, que había permanecido, hasta entonces, oculto tras un asiento.

Al divisar a Eric, abrió la puerta de la nave y se lanzó al espacio. Era indudable que se había provisto de un paracaídas antes de la explosión.

Ello demostraba que era él quien había puesto la bomba, ¡qué era uno de los hombres de la Araña Gris!

Eric se situó en mitad de la cámara y se valió de sus brazos musculosos y de su voz potente para aplacar la excitación de sus compañeros de viaje.

Sabía cómo manejar a las multitudes presas de pánico. Lo había aprendido durante más de un desastre en el aserradero.

—¡Basta de palabrerías!, y ¡al espacio! —ordenó imperiosamente—. ¡Cuándo saltéis tirad de la cuerda de vuestro aparato! ¡Que no se os olvide!

Su cerebro trabajaba con celeridad febril. ¿Por qué, si realmente pertenecía aquel hombre a la banda del Araña, había puesto una bomba en la nave?

¿Cuál sería su intención? ¿Atentar contra su vida y la de su hija? Tal vez.

Mas, también estaban en peligro las vidas de sus compañeros de viaje…

El desgarrado avión caía con redoblada celeridad. El aire rugía al atravesar el rasgado fuselaje, y la tierra subía a su encuentro, aumentada de volumen, como la verde panza tumefacta de un monstruo fabuloso.

En interrumpida sucesión comenzaron los pasajeros a arrojarse al vacío. La magnitud del salto hacía palidecer sus rostros de terror.

Unos permanecían impasibles en apariencia; otros, por el contrario, lloraban, murmurando una plegaria al abandonar la nave.

Al cabo quedaron en ella solamente el piloto y su ayudante, recobrados, al fin, de su inercia, Eric el Gordo y Edna.

—¡Saltad! —les gritó el primero—. Nosotros os seguiremos.

Eric comprendió. El piloto y su ayudante se sentían humillados, no cabía dudarlo, y, realmente, no habían sabido colocarse a la altura de las circunstancias.

Por ello había que obedecerles, ahora, para que pudieran cumplir con su deber, abandonando, los últimos, la nave.

Rápidamente se dirigió a la puerta. El resto del pasaje había tocado tierra sin novedad.

Mas Edna pegó un brinco y se le puso delante. La aterradora expresión de sus pupilas detuvo en seco al maderero.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó.

—¡Se ha atentado contra nuestras vidas, papá! —balbuceó la muchacha—. ¿Estarán intactos nuestros paracaídas?

El poderoso pecho de Eric el Gordo se dilató y sus labios exhalaron un rugido. Despojándose del aparato deslió el fardo formado por la sombrilla y examinó sus pliegues de seda.

Sobre ellos se había derramado, evidentemente, un ácido destructor, pues la seda se abría por todas partes.

Examinó rápidamente el paracaídas de Edna. Estaba en iguales condiciones.

Eric el Gordo ahogó un juramento. La rápida intuición de su hija había salvado a los dos de una muerte espantosa.

El piloto y su ayudante se ofrecieron entonces a ayudarles, con una generosidad que redimía su falta anterior.

—Nuestros aparatos son resistentes —dijeron—. ¡Lancémonos al espacio de dos en dos!

El destrozado correo se había detenido un instante en su descenso —en aquellos momentos distaban unos cuatro mil pies de tierra firme— como para buscar, girando sobre sí mismo la perdida cola.

Mas esto duró un segundo. Después tornó a darse a la banda y se zambulló en el aire, cayendo en barrena, con una celeridad espantosa.

Rápido como el pensamiento, metió el piloto de Edna en los propios arreos y los dos se lanzaron valientemente al espacio.

No había tiempo que perder. Sin pararse a mirar lo que había sido de su hija, asió Eric al ayudante y abandonó con él la nave. Confiaba en la fuerza muscular de sus brazos, ceñidos estrechamente al cuerpo de su acompañante para resistir la sacudida del aparato cuando se abriera su sombrilla gigantesca.

Y, en efecto: una vez que se hallaron a una distancia regular de la nave, el ayudante del piloto tiró de la cuerda sujeta al paracaídas y se desplegó la sombrilla con un chirrido significativo.

Sucedió al acto una sacudida tal, que tiró con fuerza irresistible de los brazos de Eric, como si pretendiera arrancárselos de cuajo. Pero un segundo después, él y su acompañante, flotaban en el aire.

Miró Eric en torno y lanzó un grito de rabia.

El desconocido del pelo planchado había tocado tierra y, libre de sus arreos del paracaídas, habíase aproximado, corriendo, a la carretera y allí, revólver en mano, detenía a un motorista.

Asiéndose firmemente al ayudante con un brazo. Eric separó el otro de su cuerpo, sacó del bolsillo de la americana el revólver y vomitó un ensordecedor ¡pam, pam, pam!, sobre el desconocido.

Pero la distancia que le separaba de él era demasiado grande. Sus balas cayeron lejos del blanco, levantando una nube de polvo y dejó de disparar por miedo de herir al inocente motorista.

El aparato cayó en un campo de maíz con poderosa sacudida, y Eric el Gordo corrió como un loco por entre las hileras de mazorcas, en dirección al lugar donde aterrizara Edna antes que él.

Halló a la muchacha despidiéndose del piloto, con una sonrisa tan deliciosa y expresiva, que no era posible que su acompañante la olvidara en mucho tiempo.

—¡Ven conmigo! —le gritó—. ¡El bribón del pelo planchado se nos escapa!

Corrió a la carretera. Mas, ya era tarde. El desconocido que había provocado la caída de la nave se perdía de vista en aquellos momentos, en la motocicleta.

Eric el Gordo miró a Edna y observó, con acento sombrío.

—Ese hombre es un instrumento de Araña Gris; lo juraría.

Apresuradamente se dirigieron a una granja y desde allí dio Eric la voz de alarma. Mas en vano. El presunto asesino había desaparecido sin dejar rastro.

En la ciudad más próxima al lugar de la catástrofe, tomaron el tren que debía conducirles a Nueva York.

—Me parece que no respiraré a mis anchas hasta que me ponga en manos de Doc Savage —observó, inquieto, mister Danielsen, al arrancar el vehículo y escuchar el acompasado ruido soñoliento de sus ruedas.