IX
Encuentro en la marisma

Monk partió para transformarse en un ser fuera de la ley, en el químico que huía de los espías de una nación extranjera; Renny para recibir de manos de un gobernador de la Luisiana el nombramiento de batidor de bosque en comisión especial; Long Tom convertida su cabeza en un hervidero de ideas respecto a la campaña que pensaban emprender y que jamás sería igualada por ningún otro mortal.
Entre tanto, Johnny y Doc agregaban al detective a la colección de durmientes alojados en la habitación del hotel.
Tan numerosa era aquélla, que hubo que alquilar otro dormitorio y después Doc se aseguró de que cada uno de ellos continuaba sometido a la influencia del narcótico que les libraba de todo mal y al propio tiempo les inutilizaba.
—Doce, trece, ¡catorce! —contó Johnny—. Si esto continúa así tendrán que pedir un tren especial. ¡Menudo gasto y no pocas molestias van a ocasionarle!
—Olvidas que saldrán del Reformatorio convertidos en dignísimos ciudadanos y por ello vale la pena de atenderlos —replicó Doc.
—Todavía no comprendo cómo se lleva a cabo su reforma —observó riendo el arqueólogo—. Me sorprende que estos pillos varíen hasta el punto de ser hombres honrados… quieran o no quieran.
—La explicación de este hecho es muy compleja para que entremos en detalles —le dijo Doc—. Basta saber que se emplean varios métodos para conseguir la regeneración de un malvado. En general se procura borrar en su mente el recuerdo del pasado mediante intrincadas operaciones del cerebro y después se les proporciona un medio de vida que les capacita para ser dignos ciudadanos.
«Dicho de otro modo: se hace le vacío en su inteligencia y se les enseña la moral de que carecen. Una vez en libertad no se les ocurre volver a ser criminales sencillamente porque han olvidado que lo fueron alguna vez».
Así hablando los dos amigos salieron del hotel y se dirigieron al aeródromo donde había dejado Doc su aeroplano.
De él sacó una caja de metal parecida a las que usaban nuestros abuelos para guardar los telescopios, se retiró a una residencia particular y allí alquiló una habitación.
—¡Desnúdate! —ordenó una vez dentro de ella a Johnny.
Éste obedeció. Doc abrió la caja que era un estuche de aseo completo y con los ingredientes que sacó de él tiñó la piel de su amigo, de pies a cabeza, de un color amarillo terroso.
Hecho esto aplicó un tinte negro a sus ralos cabellos y les sometió a un rizo permanente.
—Ni la pintura ni el rizo se van con el agua —le advirtió.
—¡Humo sagrado! —exclamó Johnny—. ¿Quieres decir que tendré que andar así por la calle mientras no se me caiga la pintura?
—Eso es —cloqueó Doc—. Esto será de aquí unos seis meses, sobre poco más o menos.
Una vez hubo concluido de arreglar a Johnny se apartó de él unos pasos.
—¡Ya te tengo, cara negra! —dijo en broma.
En el lugar ocupado antes por Johnny había un hombre sentado con las piernas abiertas, flaco y huesoso, de gruesos labios y nariz aplastada.
Varias cicatrices daban carácter a sus ojos.
—¡Bien! —dijo, imitando el dialecto conglomerado de los habitantes de la marisma—. Acabaste, «¿non?».
—Sí. ¡Estás estupendo! —repuso Doc—. ¿Cómo te llamas, hombre de los pantanos?
—Nombre mío es: Pete. ¿Qué?
—Bueno. Lo malo es tu estatura. Lo menos aventajas a los hombres-mono era un palmo. ¡Quiera Dios que no reparen en ello!
Los dos hombres se separaron.
Doc volvió al edificio de la Danielsen y Haas para custodiar a Eric el Gordo y su hija y aguardar en él noticias de sus hombres.
Johnny penetró en el barrio de los franceses. Doc le había provisto de un collar de amuletos y jugueteaba con él cuando reparaba que le observaba algún transeúnte que por su aspecto le parecía pertenecer al culto del Mocasín.
El resultado de esto fue perder toda una tarde inútilmente. Por el aspecto de las cosas de Nueva Orleans jamás había oído hablar del vudú y muchísimo menos del culto del Mocasín a cuya cabeza figuraba el malvado Araña Gris.
—Pues, señor: tendré que ir a la marisma —murmuró. Dándose cuenta entonces de que hablaba en su lengua normal, añadió—: Mi no siente una gran predilección por ella. ¡Whew! ¡Tengo incluso que pensar en este lenguaje infernal para estar seguro!
Se metió en un teléfono público y llamó a Doc Savage.
—No he hecho nada bueno, te lo participo. Me parece que ya no volveré a comunicar contigo en algún tiempo —dijo.
—Antes ve junto al lago Pouchartrain, cerca del antiguo fuerte español —ordenó Doc.
—¿Eh? —hizo sorprendido Johnny.
—Estaré allí poco después del anochecer.
—¡Ah! ¡O. K! —sonrió Johnny—. No faltes.
Con el advenimiento de las tinieblas ascendió de la ciudad y sus alrededores un vaho pegajoso. Transparente, caliginosa, aquella tiniebla atenuaba el fulgor de la luna, era agitada por la brisa del Golfo de modo tal, que la atmósfera aparecía cubierta de finísimas partículas semejantes a cenizas; la cárdena luz de los relámpagos surcaba el horizonte en todas direcciones.
Convertido en un caballero de color, de aspecto un tanto siniestro cruzó Johnny el City Park anejo al antiguo fuerte español.
En aquel punto el San Juan, largo, estrecho brazo de río, vertía sus aguas en el plácido lago Pouchartrain.
Johnny se instaló tras de un aromático magnolio y prestó oído. Los automóviles hacían sonar sus claxons allá, en la distante Gentil Road y más cerca en las avenidas del parque.
Detrás de él, hacia el Sur, las luces de la parte comercial de la ciudad se reflejaban con nebuloso fulgor en las nubes.
De pronto percibió Johnny una serie de sonidos broncos. Era como si alguien próximo a él tuviera en la mano una abeja y la dejara agitar sus alas con intervalos de un minuto. Al aumentar en intensidad los identificó el geólogo.
—¡Es un hidroplano! —exclamó en voz alta—, y va a amarar en el lago.
Entonces el motor dejó de zumbar. Sus sonidos broncos se convirtieron en sibilantes. Su escape era ahogado.
—¡Es la nave de Doc! —concluyó Johnny—. No conozco ninguna otra que esté dotada de amortiguadores.
Se sonrió. ¡Doc iba a conducirle a la marisma en avión! Esto lo simplificaba todo.
Durante la tarde debió substituir por flotadores el tren de aterrizaje de que estaba dotada la nave y debió hacerlo muy de prisa porque aquéllos no faltaban en su equipo.
Atrevidamente avanzó hasta la orilla del lago.
No temía la asechanza de un peligro, pues sabía positivamente que nadie le había seguido hasta allí, de modo que no se molestó en ahogar el ruido de sus pasos ni en ocultarse en la sombra.
Esto fue una equivocación.
—¡Psi-i-i!
Algo salió de la sombra proyectada por un árbol cercano, se enroscó al cuello de Johnny, tiró de él, le obligó a tambalearse.
Johnny le echó la zarpa. Era un lazo de metal semejante a la cuerda de un piano.
De un nuevo tirón se lo introdujeron en la carne de la garganta y después le asaltaron tres hombres-mono que salieron del cono de sombra proyectado por el árbol. Uno de ellos blandió un cuchillo afilado como hoja de afeitar.
Un compañero detuvo su mano.
—¡Non! —le grito—. El Araña Gris quiere hablarle.
Johnny le asestó un puntapié y tal energía puso en el ataque, que el tacón de su bota empujó el estómago del enemigo y tropezó en una de sus costillas. El agredido cayó pesadamente de espaldas.
Pero entonces Johnny recibió un bastonazo en la cabeza. Luces multicolores brillaron súbitamente ante sus ojos mezclándose con ellas vivas llamaradas.
Esto y el lazo de alambre, que cada vez ceñía el cuello con más fuerza, debilitaron su energía. Decayeron sus fuerzas, sus movimientos se tornaron más pausados. Era como un reloj al que se le acaba la cuerda.
—Bien —comentó uno de los hombres-mono—. Esto se acaba.
Y se acaba, realmente, mas no como el hombre esperaba.
Súbitamente sonó en el lugar de la lucha una nota escalofriante por lo inesperada. Era y no era un silbido.
Más bien un sonido bajo y suave que triunfaba como el canto de alguna ave rara de la selva o la melodiosa nota inarmónica de la brisa filtrándose a través de los tubos de un órgano.
Provenía, al parecer, de todos los puntos cardinales.
Johnny la oyó aún cuando comenzaba a sumirse en un estado inconsciente.
¡Era el silbido de Doc Savage!
Aquel sonido produjo un efecto notable en Johnny. Renovada energía afluyó a sus músculos temblorosos. Ferozmente golpeó y sacudió a sus contrarios.
De la oscuridad surgió veloz como un rayo un vigoroso cuerpo bronceado.
El ataque de un león no hubiera sido más desastroso para los dos hombres del Araña.
Bastaron dos golpes asestados de modo tan simultáneo que sonaron como si dos hombres batieran palmas a un tiempo, y la pareja cayó rodando por la hierba.
No se puede afirmar que vieron qué era lo que producía su caída. El tercer enemigo inutilizado por Johnny gemía y se retorcía cerca de ellos.
Doc libertó al geólogo del lazo que le apretaba la garganta.
—La verdad, Doc, que eres muy oportuno —comentó Johnny con una risa temblona. Reparó en el «hidro» que amarraba en el lago cerca de la orilla y agregó—: ¡Hombre! Yo creí que ibas en ese aparato.
—Lo conduce Ham —explicó Doc—. Después de haberme llamado tú por teléfono se me ocurrió que quizás el Araña captara también las líneas telefónicas de la ciudad, en cuyo caso sabría que estábamos citados. Por ello he venido receloso… y ¡aquí estamos!
—Sí, gracias a ti —dijo Johnny, llevándose la mano al dolorido pescuezo—. En medio de todo fui discreto, pues no dije palabra en nuestra conversación que pudiera descubrir al Araña Gris mi identidad y propósitos.
—En efecto —convino Doc—, hubiera sido un mal irreparable. Total, que hemos agregado tres prisioneros más a nuestra menagerie. Todo tiende a un mismo fin.
El «hidro» se aproximó a tierra firme y el nervioso, esbelto Ham se echó al agua y ganó la orilla del lago. Sobre su cabeza sostenía el estoque y dijo cosas poco galantes del fondo fangoso que pisaba.
—Llevarás el «hidro» a la marisma. Cuida bien de dejarle donde puedan hallarle fácilmente. Long Tom ha instalado en él una emisora; utilízala para comunicarte conmigo. Si me hablas en lengua maya nadie nos entenderá, ¿comprendes?
—Perfectamente —dijo Johnny.
—La nave va provista de todo lo necesario —agregó Doc.
—Bueno —replicó el geólogo—. Adiós.
Vadeó el lago, se encaramó al hidroplano, para lo cual le sirvió de escalón uno de los flotadores metálicos y penetró, de un salto, en la cabina.
Desde ella puso en movimiento los motores, sin despojarles del amortiguador de sonidos. Las hélices batieron el aire. El aparato cruzó el lago dejando tras de sí una estela espumosa y se elevó bruscamente.
Johnny puso la proa en dirección de la región pantanosa. Era un piloto consumado, pues Doc Savage poseía el don de hacer participar de sus vastos conocimientos a las personas a quienes servía de maestro y gracias a habilidad tan especial había convertido en aviadores de primera calidad a sus cinco camaradas, a quienes únicamente aventajaba el propio hombre de bronce en pericia y osadía.
Johnny dejó pronto atrás el área invadida por la niebla —que era la inmediata a la ciudad— cerró la cabina, abrió la espita del aparato del oxígeno y voló muy alto. Para observar el terreno que se extendía debajo, empleó un potente anteojo.
A través de la aterciopelada selva verde serpenteaba, como ancha cinta de plata, un bayou o brazo de río. En él divisó el geólogo varios remolcadores que escoltaban un rosario de troncos, largo y flexible.
Cual mancha oscura salpicada de puntos luminosos se ofreció seguidamente a sus miradas una villa maderera. Se diferencian éstas de las comunes en que sus casas se hallan desperdigadas siempre en torno a un núcleo formado por las fábricas, los almacenes, cobertizos, patios, secaderos, etc. del aserradero.
De allí a poco comenzaron a escasear. Los bayous, único medio de transporte en la marisma, cesaron también de cabrillear a la luz de la luna.
Los árboles madereros eran cada vez más raros…
Johnny volaba, en aquellos momentos, por la región más agreste de la marisma y así lo comprendió. Entonces abrió las llaves del contacto de los tres motores y tiró de una palanca.
Esta maniobra varió las características de las alas de su aparato dando a la notable embarcación aérea un ángulo menos pronunciado de deslizamiento y menguando su velocidad para el futuro amaraje.
La nave planeó con las alas extendidas e inmóviles, cual gigantesco murciélago, sobre un bayou diminuto escogido por el geólogo.
Diríase que un dedo colosal había escarbado, en torno, la tierra, arrancando las capas ponzoñosas de la vegetación para descubrir un espejo que era, naturalmente, la superficie del bayou.
Suavemente posó el aparato sus flotadores en el agua y se deslizó hacia adelante. La estela que dejaba a su paso se extendía en forma de abanico, agitando el bayou con estremecimientos convulsivos.
—¡Con tal que no choque muy fuerte al llegar a la orilla! —murmuró Johnny.
Pero no chocó. Tras de deslizarse por entre altas cañas y pasar bajo pesadas ramas inclinadas, tocó tierra con una leve sacudida.
Johnny se encaramó a una de las alas, y, de pie sobre ella, fue arrancando ramitas y musgo de las grandes ramas y troncos de los árboles vecinos.
El musgo pertenecía al tipo conocido por los naturales de la marisma como «Barbas de viejo». Johnny lo utilizó para cubrir las alas y fuselaje del «hidro» de modo que se confundiera con la vegetación de la ribera.
Al acabar su tarea extrajo del aparato una gran valija de cuero. Era ésta la que contenía los objetos indispensables, mencionados por Doc Savage.
Johnny cloqueó después de examinarla de una ojeada.
—¡Doc es muy previsor! —exclamó guardándose en el pecho un revólver poco corriente. En realidad era una ametralladora en miniatura, arma inventada por Doc, y que es de las más pequeñas, pero más eficaces que se conocen. Se fabricaban secretamente para él y sólo sus cinco ayudantes y camaradas hacían uso de ellas.
Se echó al hombro la valija y dejó el hidroplano.
La marisma era una maraña indescriptible. Plantas trepadoras y enredaderas componían una masa más impenetrable que las alambradas que Johnny había hallado a su paso durante la gran guerra. En ocasiones, el musgo gris y escamoso era tan espeso, que Johnny se veía materialmente envuelto por él.
En el espacio de una hora recorrió menos de una milla.
—Ahora comprendo —se dijo— por qué un criminal se encuentra al abrigo de persecuciones en esta región. ¡Cualquiera penetra en ella para cogerle!
Claro que debía haber senderos conocidos únicamente por la ignorante colonia de hombres-mono descendiente de criminales refugiados en la marisma y Johnny no ignoraba este hecho, mas sólo el que conociera, palmo a palmo, la región podía dar con ellos.
La oscuridad formaba en torno suyo un muro impenetrable pues aún cuando la luna iluminaba la cima de los árboles que se extendía a modo de verde alfombra bajo su disco, no penetraban sus rayos la masa traicionera de agua estancada, fango, raíces y plantas trepadoras que formaban el suelo de la selva.
Johnny llegó a un terreno menos bajo y se paró a escuchar. Los mochuelos metían una gran barahúnda. Un chillido singular sonó cerca de él. Sabía quién lo lanzaba: ¡un caimán!
Se humedeció los labios. Los caimanes suelen agarrar a un hombre por la pierna y le dan vueltas y más vueltas hasta que la arrancan del todo del muslo o de la rodilla.
De pronto pegó un salto. Acababa de percibir un sonido desconcertante: el lloriqueo de una criatura.
Aguzó el oído. ¡Sí, sí; no se había engañado!
Sorprendido, se aproximó adoptando sus precauciones al lugar donde partía el llanto. El terreno ascendía sin cesar. Recorrió unos metros y llegó a un pequeño claro entre la espesura.
Acurrucado en su centro como para percibir mejor la claridad de la luna había un niñito. Estaba asustadísimo. Por su aspecto parecía tener cuatro años, a lo sumo.
Una lechuza emitió un chillido estentóreo al borde del claro y el pequeño lanzó una serie alaridos aterradores. No hubiera chillado más de ser devorado vivo.
Por lo visto estaba solo. Johnny avanzó, el pequeño le vio y cesó de llorar.
Después corrió a su encuentro. Sus piernecillas vigorosas agitaban las hierbas lozanas que se oponían a su paso.
—¡Me he perdido! —explicó, en voz baja y temblorosa.
—Eso es duro amiguito —cloqueó el geólogo—. Cuéntame cómo ha sido. ¿Tal vez ibas de caza… y te extraviaste al correr tras de la liebre?
—¿Cómo lo sabes? —inquirió, sorprendido, el pequeño.
Johnny sonrió.
—Lo supongo —repuso—. De ese modo se pierden muchas criaturas.
En su interior maldecía el encuentro, que podía complicar su situación, pero desde luego, decidió acompañar a su casa al chiquillo.
Precisamente recordaba haber visto, al amarar, poco antes, la luz de una casa distante del claro un par de millas, sobre poco más o menos; allí llevaría a su hallazgo. Le colocó a caballo sobre sus hombros y reanudó su marcha.
Cuando los acontecimientos tomaron un giro sorprendente llevada recorrida una milla.
La luz de una lámpara de bolsillo iluminó los semblantes del hombre y el niño y una voz áspera exclamó al propio tiempo:
—¡Aquí está! —¿No os lo decía yo? Me lo secuestraba un sucio habitante de la marisma, un vuduista. ¡Hemos tenido suerte en encontrarlo, de otro modo se hubiera escapado con el pequeño!
—¡Papá! —llamó el niño al de la áspera voz.
—¡Pon a ese niño en tierra! —ordenó la voz a Johnny.
Éste obedeció. El chiquillo corrió en dirección de la luz.
Johnny intentó explicar lo sucedido, pero no le dieron tiempo.
—¡Enseñadle a no robar criaturas! —exclamó la voz—. ¡Matadle! ¡Saltadle la tapa de los sesos!
Y el cañón de una escopeta vomitó un terrible chorro de llamas casi en la propia faz de Johnny.