XIV
La gran sorpresa

No alboreaba aún cuando Renny y Monk arrastrados a presencia de Long Tom, Ham y Johnny, quienes yacían atados de pies y manos en el fondo del cobertizo perdido en la inmensidad de la marisma.
Long Tom exhaló un gemido al verles.
—¡Buenas noches, muchachos! ¡Vosotros erais mi última esperanza! —comentó.
La mirada de Monk tropezó con Ham. Una expresión maliciosa apenas perceptible se reflejó en sus pupilas.
Muy apesadumbrado estaba por la pérdida de Doc, de lo contrario, hubiera prorrumpido en sonoras carcajadas.
Cualquier forma de desgracia que afligiera a Ham tenía la virtud de conmover alegremente a Monk… aunque arriesgara inmediatamente su vida por salvarle si era necesario.
Los dos hombres eran decididos adversarios desde la última guerra, a pesar del bondadoso natural de ambos.
Durante la guerra fue precisamente Monk quien formuló contra Ham la acusación de que se dedicaba a robar jamones (hams) dando así origen al apodo con que se le distinguía.
Y el caso es que no obstante su reconocido talento de abogado, Ham no había podido probar jamás lo contrario, hecho que todavía enconaba la herida abierta en su espíritu.
A su aguda lengua oponía Monk algún dicharacho de los suyos. Un sistema infalible de reducirle al silencio era hacer alusión al hurto de Ham, para lo cual bastaba con mencionar la carne, patas o incluso el chillido mismo de un cerdo. Su sola mención sacaba a Ham de quicio.
Mas, en aquella ocasión, ni uno ni otro tenían ganas de reír o de pelearse.
No era el peligro que corrían el que así frenaba sus lenguas, sino el dolor que abrumaba sus almas ante la pérdida de Doc Savage, su amigo y bienhechor.
El siniestro redoble del «tam-tam» ejercía aún su influencia sobre la extensa marisma. Su cadencia era en aquellos momentos más viva, sin embargo, y les atacaba los nervios.
Parecía afectar incluso al acompasado palpitar de sus corazones, chocaba, en invisibles oleadas, contra sus cerebros.
—¡Ese ruido infernal acabará por enloquecernos! —murmuró Johnny.
—Sin contar con el reptil gigante que se arrastra, hace rato, frente a la puerta —gimió Long Tom—. Los centinelas le han echado, una o dos veces, pero ahora como ven que nos conmueve su presencia, le dejan en paz. Nos recuerda…la…el…
Un escalofrío cortó la palabra a Johnny y no pudo concluir la frase. La idea del desgraciado fin de Doc le emocionaba en grado sumo.
Una vez más permanecieron silenciosos, escuchando los ruidos de la ceremonia que se celebraba en el anfiteatro de la colina. De vez en cuando sonaba todavía alaridos semejantes al maullido del gato, más penetrantes, más fanáticos, cada vez.
—¡Se trabaja en el lugar del sacrificio! —dijo Johnny con sordo acento—. He estudiado sus ceremonias infernales, por ello lo sé.
—¡Emplea tu inteligencia en materia más útil! —gimoteó Monk—. Por ejemplo: en hallar la manera de sacarnos de aquí.
Long Tom, súbitamente, manifestó su horror con una exclamación entrecortada tras de la cual cerró los ojos.
Los otros volvieron a mirar qué era lo que así le afectaba.
El caimán gigante había vuelto y avanzaba lentamente a la luz de la luna que penetraba en haz de rayos por la puerta del cobertizo. Parecía escapado de las profundidades del averno.
Los centinelas celebraron con risotadas su entrada en el cobertizo. Parecía divertirles el horror que causaba a los prisioneros y chillaron para animarle:
—¡Anda con ellos! —así como otras chanzas de mal gusto.
Uno partió. Se oyó el cacareo de un ave y el hombre volvió con un pollo en la mano. Utilizándolo como cebo, guió al saurio hasta el lugar que ocupaban los amigos. El reptil le siguió como un perro. Jugando, el centinela trató de convencerle de que mordiera una pierna de Monk, pero no tuvo éxito.
Disgustado, le pegó un puntapié en un costado.
El enorme saurio se quedó en un estado de inmovilidad perfecta, como si hubiera oído algo.
¿Oído? ¡Pues ya lo creo!
El sonido que mejor podían acoger los cinco hombres sentados en el suelo sucio de la cabaña y sentenciados a muerte.
¡El canto de guerra de Doc!
Más que nunca se notaba su ventrilocuismo en la maravillosa nota exhalada, suave, tierna, pastosa, que vibraba procedente, al parecer, de los cuatro puntos del cobertizo.
Ella se filtró a través del acompasado golpear de los tambores y débil, diminuta como era, reducía el ritmo salvaje a algo poco importante que ya no constituía un peligro.
El valor afluyó de nuevo a los corazones de los cinco hombres. Una alegría extraordinaria inundó sus cuerpos como baño caliente, exquisito.
¡Doc estaba vivo!
No sabían dónde, mas era indudable que estaba allí, junto a ellos.
Furtivamente, trataron de localizarle… sin resultado. Su canto vibrante parecía emanar de las mismas moléculas del aire.
Por su parte, los centinelas estaban perplejos y no poco asustados.
—¡Sacre! ¿Qué significa esto?
El centinela que le había pegado al saurio retrocedió un paso. El reptil pegó entonces un salto inesperado, el centinela cayó de espaldas y el arma se le escapó de las manos.
El reptil hizo, en aquel preciso instante, lo que no haría jamás un individuo de su especie: se levantó sobre las patas traseras. Su repulsivo estómago quedó al descubierto. Estaba cerrado… ¿a qué no adivináis con qué?
¡Con un cierre de cremallera! Se abrió de pronto con un, ¡ras!, Apenas perceptible y surgió el musculoso cuerpo bronceado de Doc Savage.
De momento, los supersticiosos centinelas debieron creer que el monstruoso reptil se había convertido en el bronceado gigante a quien suponían devorado por uno de sus congéneres, y el asombro les dejó paralizados.
Doc les echó encima su traje de máscara, la piel hábilmente montada de un caimán. Su peso era considerable. Derribó a un centinela.
Otro emitió un aullido de alarma. Su ametralladora comenzó a funcionar. El retroceso del arma sacudió la correa a que iba unida, amenazando destrozarla.
Los cartuchos vacíos se derramaron, uno tras otro, en el suelo del cobertizo.
En su precipitación, el hombre se olvidó del arte de mantener la ametralladora en debida forma, y se la arrancaron.
Una serie de balas fue a clavarse en las planchas de madera que constituían las paredes del cobertizo.
El hombre vio avanzar al gigante y buscó una retirada. Un golpe terrible le derribó.
La pálida luz de la luna se reflejó, entonces, en la hoja de un cuchillo y éste brilló sobre sus cuerpos inmóviles de los prisioneros. Con la precisión de una máquina segó sus ligaduras y cayeron al suelo.
—¡Bravo! —mugió Monk. Y, resoplando, se levantó del suelo.
Un hombre-mono se encaramaba por la pared exterior del cobertizo aneja a una cabaña. Su escuálida figura se divisaba a través de las ranuras dejadas entre plancha y plancha de madera.
Monk avanzó dos pasos. Sus ochenta kilos de peso se elevaron y, con los pies, golpeó la pared. Las planchas cedieron, se rasgaron, se vinieron abajo, y Monk atravesó la pared con la velocidad de una bala.
El hombre-mono halló la muerte en el hundimiento del tabique.
Ahora bien; los habitantes de la marisma poseían un valor animal.
Allí donde seres más inteligentes habrían huido, ellos se quedaban y luchaban… motivo por el cual hallaron rápidamente su Waterloo.
El vigoroso puño de Renny tocó a uno en mitad del cuerpo. Su entereza le abandonó al instante, y cayó hecho un guiñapo sobre el puño que le había aporreado.
Doc actuaba como siempre, con la velocidad del rayo. El solo valía tanto como sus cinco camaradas.
Ham había hallado su estoque. Lo llevaba uno de los centinelas. Después de recuperarlo lo sacó de la vaina y su mano blandía la flexible hoja como si fuera un tenedor gigante.
—¡Bravo! —chillaba Monk—. ¡Ya voy entrando en calor!
—Pues aguarda, que vas a tener demasiado —replicó Ham—. Tenemos que luchar todavía con unos cientos de hombres.
Le sobraba razón. La colina, el poblado, se había animado por momentos.
Las hogueras que ardían en el fondo del anfiteatro proyectaban verdosos fulgores sobre la selva circundante.
En conjunto, hubieran podido compararse a las faces tumefactas de un dragón legendario.
Pues bien; sobre el fondo luminoso color de esmeralda, se destacaban las feísimas siluetas. Eran formas bárbaras, salvajes… si se exceptúan las ametralladoras que llevaban muchas de ellas. Habían oído el derrumbamiento de la pared del cobertizo y dedujeron que se escapaban los prisioneros. Como aguas de un río desbordado se derramaron colina abajo.
—¡Venid! —Doc emitió la palabra en voz baja, con acento sereno, pero produjo el efecto de un explosivo en el oído de sus camaradas.
Se hundió en las tinieblas, y sus compañeros le siguieron.
Sospechaban que Doc debía tener algún plan, por más que no se les alcanzaba cuál sería. ¡Eran tan pocos! De penetrar en la marisma, sólo él tenía una probabilidad de escapar.
Pues conocedores como eran, sus habitantes, de las partes intrincadas o peligrosas de la vasta región pantanosa, alcanzarían a todo aquél que fuera menos hábil, físicamente.
Doc jamás abandonaría a sus hombres. De aquí que ellos comprendieran que debía tener algún plan con que eludir el peligro mencionado.
Las ametralladoras barrían la vegetación entre sibilante granizada de plomo.
Cada descarga se llevaba consigo las ramas y hojas de los árboles. Su sonido rodaba como el trueno por la atmósfera, despertando ecos dormidos en la parte baja de la colina.
Entre tanto sonido discordante, podían hablar Doc y sus hombres, sin temor a que oyeran sus palabras.
—¿Qué sucedió, Doc? —inquirió Ham—. Me refiero al instante en que el coche que conducías cayó en las aguas del bayou… Yo hubiera jurado que habías servido de cena a un caimán.
—Lo que presenciasteis —explicó Doc— fue meramente una artimaña de que me valí para hacer creer a nuestros enemigos que acababa de parecer ante sus propios ojos. Para ello introduje un brazo en la mandíbula de un saurio disecado, saqué la cabeza del agua y la agité violentamente. Esto produjo, claro está la impresión de que me tenía asido uno de los caimanes que pululan por el río.
—Pero yo quisiera saber de dónde sacaste la piel del animalucho ése —dijo interrumpiéndole, Long Tom.
—Vamos a ver: ¿qué disfraz hubieras tú escogido de antemano para pasar inadvertido en una marisma? —inquirió Doc, antes de responder a la pregunta.
—Ahora que lo sé —dijo Long Tom—, ¡procuraría hacerme pasar por un cocodrilo!
—Precisamente —dijo Doc—; pues eso es lo que yo pretendía. Bajo el asiento supletorio del Roadster llevaba uno disecado, por si se daba la ocasión de adoptar un disfraz, y una vez que la mitad trasera del coche cayó al agua, me zambullí y lo saqué de ella. A pesar de su gran tamaño ocupaba, relativamente, poco espacio, y, como estaba bastante bien hecho, engañó a los hombres-mono. A la luz del día quizá se hubieran dado cuenta de que no era de carne y hueso.
—Es posible —replicó Long Tom—. Mas, como era de noche… nos engañó a todos.
La voz expresiva y sonora de Doc expresó sentimiento, al responder:
—Lamento haber tenido que haceros víctima de un engaño, pero ¡no me quedaba otro remedio! Tampoco pude evitar que cayerais en manos del Araña Gris. Ya comprendéis que no era posible haceros desaparecer bajo el agua si no era ahogándoos.
Así hablando, Doc y sus cinco hombres rodeaban la colina.
—¿Adónde vamos? —interrogó Monk.
—Moja uno de tus dedos y sostenlo en alto —le ordenó Doc.
Monk lo hizo así.
—¡Ah! ¿Quieres decir que en este momento damos la espalda al viento?
—Precisamente. Ya habréis reparado que llevé a cabo una pequeña exploración en el transcurso de la noche. Os aseguro, pues, hermanos, que no queda metro cuadrado en esta colina que no haya recorrido Doc Savage, alias el Saurio. Y, entre otras cosas, hice un descubrimiento que, o mucho me engaño, o será nuestra salvación.
Ham se detuvo a pensar.
—Oye: por aquí andaba un saurio auténtico —dijo—. El que yo vi jugar con ese muchacho imbécil.
—En efecto —convino Doc—. Tengo a los dos atados en la selva. Sin saberlo nos han hecho un gran favor, pues de no estar los hombres de la marisma habituados a ver al caimán domesticado no hubiera podido acercarme a vosotros con tan poco trabajo.
Súbitos aullidos demostraron a los seis amigos que los habitantes del poblado habían hallado y seguían su rastro.
Antorchas resinosas llameaban por doquier, proyectando sombras caprichosas que se reflejaban en el suelo o en los árboles. A ellos se mezclaban vivos haces de luz blanca, procedentes de modernos reflectores.
Las ametralladoras hacían fuego sin cesar. Pero no tocaron ni una vez a Doc ni a sus hombres. Únicamente hacían llover sobre sus cabezas profusión de ramitas, hojas y corteza de los árboles.
—¡Cómo me recuerda nuestra situación los apuros que pasé una vez en Francia! —La voz suave con que Monk había hecho esta observación contrastaba más que nunca con su aspecto. Parecía imposible, realmente, que los bramidos, los mugidos o las fanfarronadas que salían de sus labios provinieran de la misma fuente que la soñolienta, dulcísima voz, conque expresaba en aquellos instantes su pensamiento.
—Bueno. Ya tenemos el viento a nuestra espalda —anunció Renny—. Y ahora ¿qué?
—Ahora ¡mira! —repuso Doc, señalándole un punto.
Ante ellos se alzaba nebuloso, vago, como un fantasma, el tronco de un árbol herido por el rayo, sabe Dios cuántos años antes.
Se le había caído la corteza y abierto grietas en la pálida madera salpicada, de trecho en trecho, de hongos verdosos.
Doc le arrancó, de un tirón, un pedazo y apareció una cavidad ante las sorprendidas miradas de sus amigos. El tronco estaba hueco.
El escondrijo contenía un número indeterminado de cajas cerradas a excepción de una sola.
—Dos de estas cajas encierran granadas de mano corrientes; las demás, granadas llenas de un gas venenoso semejante al que el Araña Gris ha empleada ya en nosotros. Lancémoslas sobre nuestros enemigos y el viento se encargará de llevar hasta ellos sus gases.
—¡Aquí veo también máscaras contra los gases! —exclamó entusiasmado Monk.
Se sacaron inmediatamente de sus cajas y se les pusieron Monk, Renny, Long Tom, Ham y Johnny. Doc se quedó con ella en la mano.
—Emplead el gas como último recurso —dispuso—. Después de todo, si los habitantes del poblado son malos se lo deben a un hombre: el Araña Gris. Y si conseguimos atrapar con éste a lo que él llama el círculo de sus íntimos, los jefes de la secta del Mocasín, no será necesario hacer una matanza general. Los habitantes de la marisma se reformarán en cuanto estén libres de la influencia siniestra de su jefe.
Así diciendo, Doc avanzó unos pasos. En la mano llevaba una granada corriente. Le sacó la aguja de persecución y tiró el huevo de metal en la marisma.
Estalló en la mitad de ella con estampido ensordecedor.
La explosión originó un silencio momentáneo en la parte baja de la colina.
Era evidente que sus pobladores estaban inquietos, desasosegados.
La voz de Doc vibró en la atmósfera súbitamente aquietada. Entonces más que nunca se sorprendía en ella aquella cualidad sorprendente de claridad sonora y penetrante que parecía inherente al carácter complejo de Doc, pues sin que la elevara gran cosa, se filtraba en los oídos de cuantos le escuchaban, de cerca y a distancia, en todos los puntos de la colina.
—Nos hemos apoderado de vuestros explosivos y máscaras contra los gases asfixiantes —manifestó a los adoradores del Mocasín—. ¡Atacad y moriréis! El viento transportará el gas hasta vosotros.
Ante tan amenazadora declaración se intensificó todavía más el silencio reinante. Un desasosiego angustioso pareció descender sobre la colina como una mortaja.
De pronto circuló una orden por las filas enemigas.
—¡All right! Retiraros a la marisma… Si tratan de alejarse esos hombres de la colina, volverán a caer en nuestras manos.
Era el Araña quien usaba aquel tono imperativo.
Los hombres de Doc cambiaron una mirada de sorpresa.
—¡Alabado sea Dios! —murmuró Monk—. ¿Habéis oído?
Para dar aquella orden a sus hombres el Araña se había visto precisado a levantar la voz y se había olvidado o no había podido disfrazarla.
—El timbre de esa voz no me es desconocido —dijo Renny—. Yo la he oído antes de ahora.
—Yo también —repuso Monk, con su más dulce acento—. Pero, no sé cuándo ni cómo.
—Doc nos lo dirá —observó Renny.
¡Doc había desaparecido!
Renny pegó un respingo al comprobarlo. ¿Cómo había podido ser aquello, si no se había oído ruido alguno ni siquiera se había agitado el follaje iluminado por el astro nocturno?
Y, sin embargo, el cuerpo bronceado de su amigo ya no estaba entre ellos.
Había desaparecido como un fuego fatuo.
—¡Se ha ido, él solo, en pos del Araña! —exclamó Ham.
Lo había adivinado. En el preciso momento en que manifestaba su opinión Doc se encontraba a unos cuarenta metros de distancia.
El color metálico de su piel, el oscuro color de sus vestidos, le hacían casi invisible, aun cuando cruzara trozos iluminados de bosque.
Al pie de la colina se levantaba como un muro la maraña intrincada de la vegetación propia del clima.
El hombre de bronce dio un salto hacia arriba. Sus dedos ágiles tropezaron con una rama y ésta se encorvó, bajo su peso, pero no se rompió.
Un hombre-mono que andaba por allí cerca vio moverse el ramaje del árbol y vislumbró una forma oscura parecida a un enorme murciélago metálico, mas no oyó ruido alguno.
Pestañeó: quizá tenía ante los ojos una mariposa nocturna… Cuando tornó a abrir los ojos, había desaparecido la extraña visión.
Entonces corrió a refugiarse en su cabaña, murmurando de los malos espíritus y de las maldiciones de los hombres. No podía comprender qué era lo que había visto.
Ni tampoco hubiera dado crédito a sus ojos, de haber podido observar la velocidad fantástica con que el hombre de bronce atravesaba los caminos aéreos formados por las entrelazadas lianas y las ramas de los árboles.
Ni ardilla ni antropoide alguno, morador de la marisma, hubiera demostrado mayor habilidad o destreza. A veces se partían bajo su peso las trepadoras que tapizaban las copas de los árboles, mas jamás sin que antes hallaran sus dedos un nuevo asidero. Ni parecían alterar su serenidad las imprevistas caídas.
Entre tanto el asustado hombre-mono se había detenido a cobrar aliento, en lo más profundo del bosque.
De la oscuridad, a su lado mismo, salió súbitamente una voz.
—¡Sacré! ¿Dónde está el Araña Gris? —decía—. Tengo que confiarle un mensaje importante y no consigo dar con él.
El hombre-mono creyó que le hablaba uno de sus compañeros.
—Ignoro dónde se halla —repuso—. Se ha ido… sin decir a dónde.
Sucedió a sus palabras un silencio sepulcral. El hombre-mono sintió repentina curiosidad. Requisó el bosque a su alrededor. No halló ni rastro del hombre que acababa de conversar con él.
Otros hombres-mono tuvieron idénticos encuentros. Ninguno de ellos descubrió quien les hablaba en su jerga endiablada. Ninguno de ellos sospechó tampoco que pudiera ser el hombre de bronce.
Pues Doc Savage iba en busca del Araña; le buscaba poniendo en juego sus energías físicas, su inteligencia prodigiosa, sin lograr encontrarle.