XI
Un antiguo conocido

Al levantar la nube de pájaros divisada por Johnny, el desconocido había proferido un juramento. Mas su maldición no indicaba mal humor.

Por el contrario, parecía hallarse altamente satisfecho de sí mismo y del mundo en que vivía.

—¡Este jefe vuduista es un tonto! —cloqueó—. Creer que voy a traerle su dinero… veinte mil dólares como quien no dice nada. Ya, ¡tiene gracia!

Tiró un puñado de tierra a un lagarto que corría por el tronco de una palmera, y añadió:

—Ese dinero irá a parar a mi bolsillo. ¡Pues no faltaba más!

En el transcurso de un par de horas llegó junto a un bayou. Anclada en la orilla había una lancha motora. Ésta le llevó río adelante, devorando un número determinado de millas, y, finalmente le depositó cerca de la carretera.

Un lujoso coupé le llevó a escape a Nueva Orleans.

—Ahora, ¡por el dinero! —se dijo, sonriendo.

No hay qué decir que se había tragado el anzuelo preparado por Johnny, con caña inclusive.

Anochecía, Canal Street hervía de empleados y oficinistas que tornaban a sus hogares. Los vendedores de periódicos se precipitaban a lo largo de las calles señoriales arrojando su doblada mercancía en los porches de las casas.

Un vendedor de palomitas de maíz hacía su agosto, gracias a los pequeños escolares.

El enmascarado detuvo el coche un poco más debajo de la casa indicada por Johnny, saltó a la acera y echó una ojeada en torno.

Frente a la casa, un hombre abría una zanja. No se veía a nadie más en toda la calle.

El enmascarado echó a andar, y, al pasar junto a la excavación, el hombre que trabajaba en ella sacudió la tierra pegada a su pala, con un golpe asestado sobre el pavimento.

El enmascarado reparó en este hecho, mas, como no tenía nada de extraordinario, siguió su camino, atravesó el porche de la casa y llamó al timbre.

Una voz cascada, temblona, como la de un viejo octogenario, por lo menos, le invitó a entrar.

—¡Adelante!

—Si no hay nadie en la casa más que este vejestorio será sencillísimo despojarle del dinero —pensó el visitante.

Abrió la puerta y penetró atrevidamente en la casa sin molestarse siquiera en echar la mano del revólver que llevaba en el bolsillo.

De pronto se le abrió la boca en palmo. Sus manos buscaron, azoradas, el revólver, pero no llegaron a tocarle. Antes fueron asidas por unas garras aceradas, de bronce.

El rayo descendió sobre su mandíbula y se desmayó.

Su cuerpo inerte fue enderezado y descansó bajo el brazo poderoso de Doc.

El hombre de bronce salió a la calle con su carga.

En aquellos momentos saltaba el trabajador de la zanja blandiendo un bastón (inofensivo en apariencia, aunque en realidad fuera un estoque) que acababa de encontrar removiendo el montón de blanda tierra extraída.

Era Ham.

Ham posó la mirada en la carga que Doc llevaba al brazo y se quedó estupefacto.

—¡Pues sí que tiene gracia la cosa! —exclamó—. ¿Es eso lo que ha caído en la trampa tan cuidadosamente preparada por nosotros?

—Sí, esto. Veo que identificas en él a un antiguo conocido —observó Doc con ironía.

Ham imprimió un movimiento giratorio a su bastón y contempló al prisionero con el ceño fruncido.

¡Era Lefty, el desaparecido detective de la compañía maderera Danielsen y Haas!

—Johnny no tiene la culpa de que hayamos atrapado al Araña Gris —explicó Doc a Ham, un poco después, mientras el coche les conducía a la parte baja de la ciudad—. No conoce Lefty a además cuando ése habló con él iba enmascarado.

—¿Correrá algún peligro si se nota la desaparición de este hombre? —inquirió meditabundo Ham.

—No es probable. Lefty vino indudablemente por el dinero, para quedarse con él; por consiguiente, no creo que haya hablado de su existencia al Araña Gris. El jefe ignorará siempre que haya caído en una trampa.

Agregaron a Lefty a la colección de durmientes que, en el hotel, aguardaban su traslado al estado de Nueva York y al salir de allí propuso Doc a Ham hacer una visita a Long Tom.

Hallaron al pálido, blondo, mago de la electricidad, en la habitación larga y estrecha de un edificio, destinado exclusivamente a oficinas, que había en Canal Street.

Adosadas a ambas paredes de la pieza había una hilera de mesitas, ante las cuales se sentaban muchachas de aspecto competente.

Todas ellas ceñían a sus cabezas el casco de telefonista; sus dedos manejaban el lápiz y ante ellas, en los tableros de las mesas, tenían abierto el libro de notas taquigráficas.

En un ángulo de la oficina, Ham divisó una estación-telefónica transmisora y receptora.

Aquellas señoritas eran taquígrafas de experiencia y se ocupaban en anotar toda conversación sostenida de extremo a extremo, por las líneas telefónicas pertenecientes a las compañías madereras del Sur.

Si se considera el poco tiempo transcurrido, Long Tom había hecho milagros para llegar a obtener tan magnífico resultado.

—¿Qué? ¿Sabes algo nuevo? —le interrogó Doc.

—De importancia una sola cosa: que de un momento a otro captaremos el diálogo sostenido por uno de los lugartenientes del Araña con el encargado que maneja la «Worldwide» —replicó Long Tom.

—¿Sospechas de qué va a tratarse? —siguió preguntando Savage.

—No. Sé solamente que el encargado recibirá un anillo de manos del lugarteniente del Araña. Cuando se celebre el conciliábulo lo amplificará el altavoz que ves ahí —añadió, señalando un aparato instalado en el fondo de la oficina—, de modo que le oiremos todos.

—¡Magnífico! —aprobó Doc, sonriendo.

Y guardó silencio. Aguardaba, sin darse cuenta al parecer, de los estragos que ocasionaba en los corazones del batallón de taquígrafas que le rodeaban.

Al contratar a sus empleados Long Tom había tenido en cuenta, ello era evidente, no sólo sus conocimientos sino también su pulcritud. Había elegido preciosas muchachas y las miradas que todas ellas lanzaban a Doc hubieran animado a una piedra.

En el hombre de bronce no producían efecto, sin embargo. Ellas no lo sabían, pero Doc Savage era indiferente a los encantos femeninos.

—Tendré que echarle de aquí —se dijo Long Tom— para que trabajen estas chicas.

Apenas acababa de pronunciar in mente estas palabras cuando le llamó, con una seña, una de las taquígrafas.

—Acaba de sonar la llamada que esperaba, mister Roberts —anunció.

Long Tom se situó, de un salto, junto a un cuadro, tiró de unas clavijas y del altavoz surgió un susurro amplificado.

El sonido duró unos segundos y a continuación:

—¡Oiga! —dijo una voz áspera—. ¿Hablo con el encargado de la «Worldwide»?

—Sí, diga —replicó otra voz gruñona.

—¿Cuánto tienes a mano?

—Un cuarto de millón. Precisamente hoy hemos vendido la instalación número 3.

Doc vio claramente lo que estaba pasando. El encargado de la «Worldwide» acababa de disponer de otra propiedad de la compañía.

Proseguía su venta por lotes. Y el último vendido era, precisamente, aquel donde habían estado los secuestrados Edna, Eric el Gordo, y Ham.

—El AR… —Bueno, ya sabes de quién hablo— dice que desea recibir de tus manos el dinero. Él aguarda a las diez de esta noche.

—¿Dónde?

—¿Conoces la marisma?

—Sí.

—Puedes dirigirte al poblado que habita Buck Boontown y allí verás al jefe. ¡Sé puntual!

—¡Hum! De aquí a la marisma hay muchas leguas, ¿por quién me ha tomado?

—Lo ignoro, amigo. Yo me limito, solamente a transmitirle sus órdenes.

—Bueno. Allí estaré —prometió el encargado de la «Worldwide».

—¡Harás muy bien!

La conversación concluyó con este consejo significativo y dos «clics» perceptibles indicaron que acababan de colgarse los auriculares en ambos extremos de la línea.

Doc, Long Tom y Ham cambiaron una mirada.

—Ese hombre va a encontrarse con el Araña en el poblado de Buck Boontown y llevará en el bolsillo un cuarto de millón de dólares —observó Ham. Simuló una finta con el estoque y agregó—: Presumo que iremos allá ¿no?

—Con banderas desplegadas —prometió Doc.

—¿Y yo? —profirió vivamente Long Tom—. ¿Vais a dejarme aquí? ¡No lo consentiré!

—¿Podrá acompañarte la instalación que aquí tienes? —preguntó Doc Savage.

—¡Ya lo creo!

—Pues entonces ¡ven con nosotros!

Salieron apresuradamente a la calle.

Una vez en ella Doc detuvo un taxi y ordenó al chofer que les dejara delante del rascacielos ocupado por las oficinas de la compañía Danielsen.

—¿Quién hay en él? —deseó saber Long Tom.

—Eric y Edna Danielsen —replicó Savage—. Deseo participarles que nos vamos y asegurarme de que están sanos y salvos.

El taxi que les conducía se abrió paso por entre la circulación incesante de las calles principales.

Los comercios encendían las luces de sus escaparates como prueba de que se avecinaba la noche.

—¿Sabes algo de Renny o de Monk? —preguntó Long Tom a Doc.

—Ni una palabra —confesó el interpelado—. Monk finge ser un químico extranjero, que trata de rehuir la venganza de la patria, a la que ha traicionado; Renny asume el papel de batidor de bosques poco escrupuloso en el desempeño de una comisión especial y ambos esperan ponerse en contacto con la banda del Araña, mas como carecen de aparato radiotelefónico no pueden comunicarse conmigo y por ello ignoro su paradero.

Al llegar con el coche frente al edificio de la compañía Danielsen, Doc ordenó al chofer que aguardara un instante y penetró con sus amigos en las oficinas.

En el hall tropezaron con la preciosa Edna. Estaba sola y parecía preocupada.

Doc le dijo gravemente:

—Es una imprudencia la que comete andando sola por los pasillos, sin que nadie…

—¡Un momento! —exclamó ella, interrumpiéndole—. Temo que haya sucedido algo espantoso.

—¿Eh? —profirió vivamente Doc.

—Horacio Haas ha desaparecido —explicó Edna— y también el pobre Silas Bunnywell. Es más. Acabo de hacer un triste descubrimiento en el despacho de nuestro tenedor de libros.

—¿En qué consiste?

—Venga y lo verá.

Un ascensor les condujo al último piso y allí Edna Danielsen les condujo al cubil del viejo Silas.

—¡Mire! —ordenó a Doc con voz temblorosa; y le señaló un punto con el dedo.

La mesa de Silas había sido invertida, lo mismo que la papelera, y, entre ambas había un charco de tinta negra y roja. Por las trazas, el cubil había sido teatro de una lucha violenta.

En un rincón yacía un tintero, enorme, macizo, de cristal, cuyo contenido había salpicado de rojo la pared, casi a la altura del techo.

—Con él han asestado, evidentemente, un golpe en la cabeza de alguien —murmuró Doc. Recogió el tintero del suelo y sus doradas pupilas lo examinaron con atención.

Adheridos a su fondo vio varios cabellos negros.

—¡Pobre Silas Bunnywell! —murmuró con voz ahogada la hermosa Edna.

—Silas tenía el cabello blanco —corrigió reflexivamente Doc— y éstos son oscuros. Si no me equivoco pertenecen a la cabeza de Horacio Haas. ¿Estás segura de que han desaparecido él y Silas?

—¡Segurísima! —declaró la atractiva muchacha—. Papá les ha buscado por todas partes.

—¿Dónde está ahora?

—En su despacho.

—Doc, Ham y Long Tom pasaron al despacho. Eric el Gordo daba vueltas en torno a un mismo punto de la alfombra que cubría el piso del sanctum y la atmósfera estaba saturada del humo despedido sin cesar por su pipa.

—Silas y Horacio han desaparecido al mismo tiempo. ¿Qué le parece? —inquirió, dirigiéndose a Doc.

—No sé qué pensar —admitió éste—. Estoy perplejo a no poder más.

Eric el Gordo se estremeció. No contribuía a aumentar su alegría, ciertamente, oír confesar que estaba perplejo al hombre de bronce.

—¿Qué piensa hacer ahora? —inquirió.

—De momento, nada. Tenemos el tiempo justo de dar el golpe atrevido —repuso Doc—. Uno de los hombres del Araña, encargado de la venta, por lotes, de los almacenes, fábricas, instalaciones, etc. de la «Worldwide», debe entrevistarse, esta noche, con su jefe, en el poblado de la marisma fundado por un tal Buck Boontown, para entregarle personalmente la parte de un millón de dólares. La intención de Long Tom, así como la de Ham y mía, es llegarnos a ese poblado y tratar de coger al Araña Gris. Mas, como la marisma está lejos de Nueva Orleans, supongo que debemos partir al instante.

—¡Me gustaría acompañarles! —declaró Eric el Gordo.

—No. Vale más que permanezca aquí velando por su hija —le aconsejó Doc—. Ahora vamos a escoltarles hasta su casa y les dejaremos en ella bien provistos de ametralladoras y granadas de mano, así como de máscaras contra los gases asfixiantes, para que puedan defenderse en caso de que les ataquen los hombres del Araña Gris. ¡En marcha!

Dejaron el despacho y, casi a la carrera, se aproximaron a los ascensores que les transportaron al hall de la planta baja.

Quizás cuarenta segundos después de haberse oído el choque con que se cerraba la cancela de hierro se levantó, poco a poco, una esquina de la alfombra en el despacho de Eric, se dobló hacia atrás y descubrió una trampa hábilmente disimulada de ordinario.

Debajo había una cavidad oblonga de unos centímetros de profundidad.

¡La ocupaba un hombre que había estado escuchando cuanto se decía en el despacho!

Al levantarse, dentro de la trampa, el hombre expuso el rostro a la luz. Iba tapado por una máscara de vivos colores muy parecida a un pañuelo de seda.

En cuanto a su aspecto era un tanto visible, pues a pesar del calor reinante en aquella tarde de verano, envolvía su persona en un abrigo de lana.

Esta precaución era prudente desde su punto de vista. Además la prenda carecía de botones que pudieran arañar los costados o puertas de la trampa, traicionándole, e incluso se había colocado unos grandes calcetines de lana sobre los zapatos, para que su cuero no rozara la madera.

El siniestro personaje se acercó al teléfono, pidió un número, lo obtuvo y escuchó atentamente la voz que hablaba. Reconociéndole, dijo con áspero acento de firmeza.

—¡Soy el Araña Gris! Reunid a los hombres que os inspiren más confianza del clan del Mocasín.

—Así se hará —replicó muy quedo una voz aterrorizada.

—¡Esta noche acabaremos con ese demonio de bronce! ¡No puede escapársenos de entre las manos!

El Araña colgó el auricular y se rió de un modo muy feo. Salió al corredor (no se había quitado la máscara ni el abrigo ni los grandes calcetines de encima de los zapatos) descubrió una ventana y, alargando el cuello, consiguió ver la calle.

El espectáculo que contemplaron sus ojos le hizo lanzar una exclamación desdeñosa.

Doc Savage instalaba a Eric, Edna, Long Tom y Ham en el taxi, pero él se quedó, como de costumbre, de pie sobre el guardabarros. El taxi se apartó de la acera.

Los dorados ojos de Doc escudriñaron los cuatro puntos cardinales: no se les escapaba nada.

Después, casualmente, se clavaron en las ventanas del edificio, pero en una de ellas ya no estaba el semblante cubierto por el pañuelo.

Dejó a Eric y Edna en la mansión suntuosa que habitaban, entregándoles antes de partir un par de maravillosas ametralladoras en miniatura, sumamente rápidas, que él mismo había inventado, máscaras contra el gas y explosivas granadas de mano.

Había hecho un registro, breve pero minucioso, de la morada de los Danielsen y al concluir estaba seguro de que no estaba escondida en ella ninguno de los hombres del Araña.

—¿Tienen ustedes reflectores con qué alumbrar el jardín? —interrogó a Eric el Gordo.

—Eso creo.

—Pues enciéndalos esta noche. Que uno de sus criados los vigile. Nosotros volveremos, tal vez, por la mañana, pero no puedo afirmarlo.

—No se preocupe de nosotros —respondió Eric el Gordo.

—¡Y tenga mucho cuidado con lo que hace! —le dijo Edna con voz ahogada por una emoción singular, cuyo significado se le escapó a Doc.

Ham y Long Tom se miraron. Al salir dijo Ham sonriendo a su compañero:

—La reina ha caído…

—Todas las mujeres se vuelven locas por Doc —replicó riendo Long Tom.

De casa del millonario maderero volvieron a la central telefónica de Long Tom y allí Doc hizo un esfuerzo para comunicar con Johnny, su llamada no obtuvo respuesta del hidroplano oculto en la marisma.

—No hay manera de hacerle saber nuestra ida al poblado —decidió, finalmente, Doc Savage—. Dejaremos abierto el aparato y si llama que una de las señoritas taquígrafas le participe nuestra marcha.

Una vez más penetraron en un automóvil, sólo que esta vez no fue en uno de alquiler sino en el Roadster de Doc.

El asiento supletorio y el compartimiento reservado al equipaje contenían ya el bagaje indispensable, a juicio de Doc, para la excursión.

Doc se apoderó del volante y metió el Roadster en mitad del tráfico. Dio un golpe seco en el resorte instalado recientemente sobre el volante e instantáneamente sonó bajo el capo una sirena como las de la policía.

La aguja del cuentakilómetros ascendió a cuarenta, cincuenta, sesenta, por hora, con saltos intermedios de dieciocho kilómetros.

Ham y Long Tom se agachaban en los asientos y se cogían los sombreros por medio a que se los llevara la terrible corriente de aire desplazada por el coche.

Doc iba con la cabeza descubierta; de usual nada protegía sus ojos, fuera del parabrisas que en aquellos momentos estaba bajado. Sin embargo, el viento respetaba el orden pulcro de su persona y atavío.

—Creo que sería conveniente alquilar un bote —sugirió Ham de pronto.

—Lo llevamos.

—¿Eh?

—Sí, bajo el asiento supletorio: es una embarcación plegable, de seda, que se diría puede meterse dentro de un bolsillo. Junto a ella he colocado el motor, cuyo peso es algo mayor que el de una máquina, pequeña, de escribir, además de otros efectos indispensables.

Ham cerró y mantuvo fuertemente apretados los párpados, para defender sus pupilas del viento impetuoso que le azotaba el semblante, para él era fuente inagotable de sorpresa la manera providencial que tenía su jefe de resolver todos los problemas, y de, por decirlo así, salirles al paso.

Llevaba en la cabeza la máquina pensante más rápida del grupo —si se exceptúa la de Doc— y era capaz de prevenir contingencias futuras, pero el maravilloso hombre de bronce prevenía peligros con que él, Ham, ni soñaba siquiera, y hallaba siempre el modo de precaverse contra ellos.

El jadeante Roadster devoraba los kilómetros. Había cerrado la noche.

Espléndida brillaba la luna, allá, en el firmamento.

La carretera se hundía en la marisma. Sobre ella cipreses corpulentos simulaban una nube de verdor. A sus dos lados, sólo que en terreno más elevado, los pinos erguían sus troncos rígidos, esbeltos, cual centinelas en formación.

—¡Qué región más poblada de árboles! —observó Ham, rompiendo el silencio que reinaba dentro del coche.

—¡Cómo que, en madera, es ésta la región que mayor rendimiento produce, después del Estado de Washington! —replicó Doc.

Long Tom observó, riendo:

—¡Toma! Yo que creía que en el Sur se daban solamente algodón y caña de azúcar…

A su izquierda la chimenea de un enorme y magnífico aserradero vomitaba humo y chispas. Dentro de ella mordía la sierra un tronco con un ruido semejante al que produce una seda al rasgarse.

El aserradero resplandecía de luz. Más bombillas eléctricas pendían del cable utilizado, de ordinario, para izar y depositar los troncos aserrados en las vagonetas mediante grapas y cadenas.

El Roadster de Doc prosiguió, aceleradamente, su carrera y pronto quedó atrás el aserradero. La carretera bajaba gradualmente de nivel, se convertía en sendero tortuoso, en alfombra esponjosa de la marisma que ilumina, en raras ocasiones, nuestro satélite.

La luz de los faros del Roadster danzaba sin cesar dibujando sobre el camino bastoncillos semejantes por el color y la forma a trozos de tiza con los cuales hicieran juegos malabares los trazos imaginarios del coche.

—¿Es éste el único camino que conduce a la parte de la marisma habitada por Buck Boontown? —interrogó Ham.

—El único —le aseguró Doc.

Pronto se interrumpió la monotonía del viaje. El camino se estrechó, de súbito, de forma que en él cabía un solo vehículo. Más adelante ascendió en pronunciada pendiente. Cruzaba un profundo bayou.

A sus dos lados cabrilleaban, bajo los rayos lunares, las aguas del brazo del río. El Roadster emprendió la ascensión de la pendiente y, al llegar a su centro, demostró Doc, una vez más, su presencia extraordinaria.

Allí donde sus camaradas permanecían indiferentes al peligro, sus doradas pupilas distinguieron un obstáculo inquietante: una varilla clavada verticalmente en mitad del camino.

Más pequeña que un lápiz corriente debió ser colocada, poco antes, en el lugar donde estaba a juzgar por lo removido que aparecía aquel trozo de la carretera.

Doc aplicó los frenos. Distaba sólo unos metros del palito sospechoso y ¡el Roadster iba a sesenta por hora! El coche caminó de través, se bandeó.

Sus cuatro ruedas, inmovilizadas por los frenos, chillaron, como cerdos hambrientos.

Mas la varilla aumentaba, sin cesar, de tamaño. Doc adivinó que el coche no se detendría a tiempo y la carretera era muy estrecha para poder esquivar el obstáculo.

De pronto surgieron varios hombres al otro extremo de la pendiente y se le aproximaron corriendo. Estaban muy flacos y parecían grandes simios sin rabo.

Cada uno de ellos iba armado de una ametralladora tipo de las usadas por la aviación militar, que sujetaban a la cintura, mediante una correa de cuero.

Doc miró en todas direcciones. Detrás del coche aparecían más hombres-mono.

—¡Hemos caído en una trampa! —exclamó Ham al darse cuenta.

Apenas salió de sus labios esta exclamación, cuando le asieron por la cintura y le arrojaron fuera del coche. Su cuerpo describió una curva ascendente y fue a parar al agua.

No obstante lo impensado del ataque, su mano empuñaba aún el estoque.

Mientras presenciaba cómo Ham era lanzado por los aires, Long Tom surcó a su vez el espacio y, en tanto giraba, distinguió la hercúlea figura de Doc, que caía en pos de él.

Lo mismo uno que otro de sus subordinados experimentaron la sensación de que habían sido arrojados al vacío por una catapulta de carne y hueso y el lance les dejó tan aturdidos como si acabara de pasar por sus cuerpos una corriente eléctrica.

Doc no fue más suave con ellos, porque no había tiempo que perder.

Así, les había lanzado al agua en una fracción de segundo, tan precisa como podía haberse obtenido con el más riguroso cronómetro.

El Roadster no había chocado todavía con la varilla.

Al tropezar con ella se ladeó un instante, después sonó un espantoso estallido y una lengua de fuego, surgida como por arte de magia bajo las ruedas delanteras del Roadster, levantó el suelo de la carretera en pendiente.

Astillas de madera, tierra, humo y chispas, ascendían por el aire.

De haber ido un poco más deprisa el Roadster hubiera sido aniquilado totalmente. A la velocidad a que marchaba, sólo su parte delantera quedó destrozada.