XIII
Secuestro frustrado

Tornó al anfiteatro donde iba a verificarse el drama, marchando a paso ligero, como aquél que tiene aún algo que hacer, y tomó asiento en el centro del semicírculo compuesto por sus íntimos.

Al alcance de su mano estaban sus artilleros.

—Traed a los dos hombres que pretenden engrosar nuestras filas —ordenó.

Hubo una conmoción en la selva vecina y de ella salieron dos forasteros.

Uno de ellos era semejante a un gorila. Parecía bastante duro y corpulento para vencer a su contrario en un combate de boxeo. Su rostro vulgar ostentaba crecido número de cicatrices.

Su epidermis estaba erizada de gruesas cerdas rojas; el otro era tan grande, que parecía una montaña dotada de movimiento. Su semblante era largo, sombrío. Sus labios simulaban una mueca de desdén.

Pero lo más notable del gigante eran sus manos, cada una de las cuales equivalía a un galón de nudillos férreos.

—¡Eran Monk y Renny en persona!

Sin que lo pareciera, los dos tomaron nota del número de ametralladoras que tenían a la vista.

—Ésta es la primera vez que veo al Araña Gris —observó Renny mientras avanzaban—. Y no me atrevo a lanzarme sobre él a causa de esas malditas ametralladoras.

—Pues yo no estoy seguro de lo que voy a hacer —replicó Monk con acento de amenaza.

Monk era inquieto, incansable. Cuanto más peligroso es el momento, mayor es la razón que nos mueve a luchar, opinaba. Y él amaba el fragor de la lucha.

Durante la guerra mundial y en varias ocasiones, había tenido encuentros con el enemigo y, por los resultados obtenidos, se sospechaba que habría salido vencedor, finalmente, de no haberse retirado el ejército contrario, desde el Canal a Suiza, vasto campo en que podía escabullirse fácilmente.

—¡Tú déjame hacer, calamidad! —gruñó Renny—. Soy el más inteligente de los dos y urdiré alguna cosa buena.

Esto no era exacto. Monk era considerado en su esfera como uno de los químicos más notables del Globo.

Al hallarse frente al Araña Gris los dos trataron de penetrar con la mirada la máscara que le velaba las facciones y de vislumbrar su figura bajo la bata bordada que llevaba, mas no lo consiguieron.

De soslayo, observaron la hilera de ametralladoras que les rodeaba y se dieron cuenta de que les sería fatal el menor movimiento sospechoso.

Pretender atacar en aquellos momentos al Araña Gris equivalía a un suicidio.

—Mis hombres me han hablado de vosotros —comenzó a decir el Araña, desilusionando a nuestros dos amigos que contaban con reconocer su voz.

Mas, la que acababa de sonar en sus oídos era fingida, poseía un tono poco natural, ello era evidente.

Ni uno ni otro replicaron al jefe de los hombres-mono, pues juzgaron que no era necesario.

—Uno de vosotros es un químico notable —prosiguió el Araña con voz cavernosa— especializado en la composición de gases asfixiantes. Éste ha huido de su país para evitar el castigo a que le hace acreedor su traición. El otro es un comisionado especial del Gobierno, que según tengo entendido, no le hace ascos al soborno, con tal de tener unos cuantos dólares en el bolsillo.

Sucedió a esta explicación una pausa impresionante tras de la cual inquirió el Araña:

—¿Os conocíais de antes de ser presentados uno a otro por mis ayudantes?

—Nopi. Jamás nos hemos visto hasta ahora —cloqueó Monk cerrando las peludas zarpas—. Pero somos… como somos al natural. ¡Éste derriba a golpes a sus enemigos y yo les destrozo los pulmones!

Monk no era mal actor. Su actitud era fiera y parecía sediento de sangre, sin mencionar su aspecto.

—Tengo entendido que desea formar parte de mi Sociedad —dijo el Araña Gris.

Monk contempló un momento la repugnante tarántula que se paseaba por la mano de su interlocutor, y sintió el impulso de aplastarla bajo sus pies.

—Así es —replicó, conteniéndose a duras penas.

En la espera que sucedió, Monk y Renny repararon en un incidente que ocurría en la parte alta del anfiteatro.

En su borde había aparecido un saurio gigante, a la vista del cual una voz había gritado:

«¡Pegadle un tiro a ese bicho!».

—Es el de Sill Boontown —objetó alguien—. Ningún caimán salvaje llegaría hasta aquí con tanta frescura.

—¡Pues entonces tiradle un palo a la cabeza! —suplicó la voz—. Y así no se va haced fuego sobre él. ¡Sacré! ¡Qué bicho más pesado!

Un palo fue a caer ruidosamente sobre el escamoso cuerpo del saurio, que se apresuró a refugiarse en la selva oscura empleando para ello una inteligencia casi humana.

El Araña Gris continuó diciendo:

—Pues bien: me decido a aceptaros. Voy a daros quehacer al instante y esta misma noche os daré diez mil dólares (cinco mil a cada uno) por vuestro trabajo.

—Eso es mucho dinero —gruñó Renny—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Tú que eres batidor de bosques debes conocer, aun cuando sea solamente de vista, al famoso presidente de la compañía maderera Danielsen y Haas. Tal vez conozcas también a su hija…

Renny dio la única respuesta posible.

—Sí, les conozco.

—¡Bueno, pues deseo que llevéis a cabo su secuestro! —manifestó el Araña.

Renny disimuló su sorpresa con un resoplido.

—¡Diantre, pues no pide usted poco que digamos! —dijo.

—¿Qué esperas hacer por diez mil dólares?

—Sí…claro —admitió Renny—. Pero ¿cómo les secuestraremos?

—¿Para qué vas a recibir diez mil dólares? —repitió el Araña—. Elabora tú un plan. Hallarás a Danielsen y su hija en su casa, provistos de armas y de máscaras contra los gases asfixiantes. Además, el jardín está iluminado a giorno; una vez que les tengas en tu poder…

—Que será cosa fácil por lo que veo… —interrumpió Monk con acento de sarcasmo.

—Me los entregarás —concluyó el Araña Gris, imperturbable.

Y a continuación le dio una dirección de la Avenida Clairborne en Nueva Orleans.

—Allí me encontraréis. Estaré en casa todo lo que resta de noche, o por lo menos desde el momento de mi llegada a la ciudad. Saldré de ésta inmediatamente después que vosotros… si es que aceptáis mi proposición.

Monk y Renny cambiaron una mirada. Veían la ocasión de atrapar al Araña Gris cuando no estuviera resguardado por la hilera de ametralladoras.

Hablarían a Doc, le dirían dónde les aguardaba el Araña y se apoderarían de él fuese como fuese.

Así razonaban sin saber, naturalmente, el espantoso accidente acaecido junto al río ni que Ham y Long Tom habían visto abrirse las fauces de un cocodrilo que llevaba entre los dientes un brazo de Doc.

Tampoco soñaban siquiera que Johnny y Long Tom estuvieran presos en aquel mismo poblado y que les separara de ellos un cuarto de legua escaso.

—Aceptamos —dijo Renny.

—Probaremos… querrás decir —objetó Monk, representando su papel.

Un grupo de hombres-mono armados hasta los dientes les escoltó hasta el brazo del río en cuya margen vieron atracada una lancha motora.

Ésta les condujo velozmente junto a la asfaltada carretera. Allí les aguardaba un soberbio autocar El punto donde alcanzaron el coche estaba bastante más allá del lugar donde se había verificado la explosión. Por ello no se enteraron de lo sucedido e ignoraron que Doc no se encontraba en la ciudad.

Hacía rato que habían dado las doce cuando llegaron a Nueva Orleans. El motor del autocar despedía oleadas de vaho calmoso; el radiador hervía.

Renny, al volante, había cerrado el escape y así estaba. El coche había vuelto más de un recodo a 60 por hora.

—Antes de volver a viajar contigo en coche —dijo con acento de queja Monk— me aseguraré la vida. Jamás he visto una manera de guiar tan disparatada.

—Pero, estamos aquí, ¿no?

—¡Sí, a pesar de tus locuras! —Monk hizo un ademán con el pulgar—. Ahí está el boulevard que conduce a la morada de los Danielsen. ¡Tómale! Probablemente hallaremos en ella a Doc.

—O. K. —Renny maniobró de tal suerte, que estuvo en un tris que no despidiera a Monk fuera del coche.

—¡Cuándo se acabe esta carrera delirante —amenazó Monk— te retorceré el pescuezo!

Pocos minutos después se detenían ante la mansión de Eric el Gordo.

La planta baja y el jardín resplandecían de luz, como les había manifestado el Araña Gris. Las macizas puertas de hierro de la entrada tenían echada la llave.

Monk saltó atrevidamente a la acera, se aproximó a la verja y le dio una vigorosa sacudida.

¡Pin! Una bala dejó la huella de su paso en el complicado trabajo artístico de la puerta, a pocos centímetros de la cabeza de Monk. Había sido disparada desde la casa.

Monk no pestañeó. Esto era una prueba de que su gran terror de poco antes había sido simulado, de que era un pretexto para discutir un rato, sin enfadarse, en realidad.

Jamás estaba satisfecho si no echaba puntadas sobre algo, fuese lo que fuera, o en último casi, si no se las echaba a él.

Por regla general era el avispado Ham quien le insultaba o le prometía ensartarlo en su estoque. Pero Ham y Monk habían corrido juntos esta aventura.

—¡Eh! —La voz de Monk indicaba su enojo—. ¿Es éste el modo de recibir a un caballero, Doc?

Desde la casa rodó en alas del viento el vozarrón de Eric.

—¿Quién eres tú? —preguntaba—. ¡Acércate un poquito más y verás cómo se te llena la cabeza de humo!

Monk se quedó estupefacto. Aquélla no era la voz de Doc, sino por las trazas la de Eric Danielsen a quien aún no le habían presentado.

—¿Dónde está Doc Savage? —preguntó ansioso.

—¿Te importa mucho? —replicó Eric el Gordo.

Monk descubrió entonces su identidad, pero a Eric no se le convencía fácilmente y se negó a creer en sus palabras aun estando apoyado por Renny, el del melancólico semblante.

—Vamos: ¡díganos dónde está Doc! —dijo al cabo Monk, impacientándose—. No podemos permanecer aquí toda la noche. Tenemos que verle.

—Pues Doc partió con Ham y Long Tom. Pretendían coger al Araña en la marisma —explicó a regañadientes el amigo Eric.

—¿Qué? —Sin aguardar una respuesta, Monk pegó un brinco y se encaramó a la verja con la agilidad de un verdadero simio.

Una vez que hubo saltado al otro lado, la abrió y Renny penetró en el jardín con el autocar.

Gruñendo de cólera se echó Eric el Gordo una de las ametralladoras a la cara, pero no llegó a disparar. Al aproximársele Monk y Renny concluyó que, en efecto, eran amigos de Doc.

La hermosa Edna acabó de disipar sus celos con sus palabras:

—Estos hombres son Monk y Renny —declaró con firmeza—. Ambos responden a la descripción que de ellos hizo mister Savage, ¿la recuerdas, papá?

De momento su soberbia belleza hizo enmudecer a los dos, pero sobre todo a Monk, porque a pesar de su ordinariez superficial, era un experto connoisseur de la pulcra fémina donde quiera que la veía.

La secretaria que llevaba su correspondencia en el laboratorio instalado cerca de Wall Street, en Nueva York, pasaba por ser la mujer más bonita de la ciudad, pero aún así, no servía para descalzar a Edna.

—¿Cómo dice que Doc ha ido a sorprender al Araña —observó Renny, dirigiéndose al dueño de la casa— si acabamos de abandonar la marisma ahora mismo, como quien dice?

—¿A qué hora era eso? —inquirió Eric el Gordo.

—Poco antes de la medianoche…

El rostro rollizo de Eric se contrajo ostensiblemente.

—¡Hum! No me gusta eso —murmuró—. Doc pensaba apoderarse del Araña a las diez en punto, conque, ¡su plan ha debido fracasar!

Una expresión de disgusto apareció en el semblante de los dos amigos. Se miraron y Renny preguntó a Monk:

—¿Qué te parece?

—No sé qué pensar —gruñó Monk—. Nuestro deber es, sin embargo, ver de hacer caer en la trampa al Araña Gris.

—¿Llamaremos a la policía? —propuso Eric.

—¡No! —repuso Monk—. Perderíamos un tiempo precioso en dar explicaciones.

—Y además correríamos el riesgo de que te tomaran por un mono escapado del zoo —concluyó Renny, que jamás desperdiciaba la ocasión para zaherir a su amigo.

Monk se sonrió complacido. Cualquier alusión hecha a su físico le producía una agradable emoción, por singular que esto pueda parecer.

Era un individuo extraordinario y por ello estaba orgulloso de su fealdad que, según Renny, era capaz de parar un reloj.

—¡Renny y yo nos cuidaremos del Araña! —declaró.

—Renny, usted y yo —replicó Eric corrigiendo la frase—. Porque yo tomo parte en la aventura, ¿se enteran ustedes? De camino pasaremos por la Delegación y allí dejaremos a Edna.

—¡No me dejaréis, porque seré yo el que vaya al volante! —exclamó mister Danielsen.

—¡Bendito sea Dios, qué alegría me proporcional, señorita! —sonrió Monk—. No sabe lo que temía que volviera a conducir este demonio. —E hizo a Renny una mueca burlona.

Eric el Gordo desapareció en el interior de la casa, permaneció en él unos momentos y volvió, llenándose los bolsillos de granadas de mano con la misma sencillez que si se tratara de manzanas.

De un salto se encaramó al autocar y después éste dio una vuelta, realizada con admirable precisión, por la mano competente de Edna Danielsen.

Eric declaró agitando un brazo musculoso, como la pata de una mula:

—¡Me muero de ganas de entrar en acción!

Su deseo iba a verse realizado antes de lo que él mismo sospechaba.

El auto torció la esquina. Instantáneamente se le aproximaron dos coches procedentes de direcciones opuestas.

Eran grandes vehículos, pero viejos y estropeados, que venían materialmente atestados de hombres-mono: casi una docena en cada coche.

Los dos se precipitaron sobre el autocar ocupado por Eric, Monk, Edna y Renny, cogiéndole en medio; como si hubieran sido despedidos por el choque los malditos habitantes de la marisma se le echaron encima.

Con un grito semejante al mugido de un toro, Renny se alzó del asiento y realizó la increíble hazaña de coger a un hombre por la cintura con cada mano. Sólo a la fuerza de sus puños debía poder hacer esto.

Después les lanzó sobre el compacto grupo enemigo.

Monk estrechaba en sus brazos a un manojo de hombres-mono y con ellos cayó del coche a la calle, procurando que quedaran encima sus ochenta kilos de grasa. Un aullido de agonía lanzado como por un solo hombre entreabrió los labios de sus contrarios.

Una de las ametralladoras inventadas por Doc tronaba en manos de Eric el Gordo. Sus tiros hacían desaparecer a todo aquél que se le ponía por delante.

Un segundo después mató a un hombre.

Entonces alguien blandió un cric o gato de automóvil. Eric cayó desplomado. Ya en el suelo, agitó las piernas débilmente tratando de incorporarse.

Un puño férreo, diminuto, le golpeó la sien hasta que cesaron sus chillidos.

Monk emitía una serie incalculable de mugidos, gruñidos y siseos… como siempre que peleaba. Los hombres-mono caían sobre él como una nube par huir de sus puños como ante las aspas de un molino en movimiento.

De súbito asió a un individuo de piel amarillo-terrosa y, sin esfuerzo aparente, le arrojó a veinte pasos de distancia.

Su cuerpo chocó por el camino y derribó a un compañero que iba a apuñalar a Renny por la espalda.

Tres asaltantes intentaban sujetar, entre tanto, a Edna Danielsen y ésta se defendía valerosamente a patadas y mordiscos. Renny dio un traspiés.

Acababa de tropezar con el cuerpo inerte de un hombre-mono al que había recibido a puñetazos. Una docena de enemigos se le echó encima.

El hombre del «gato» se aproximó corriendo y le asestó un golpe en la cabeza. Renny cayó para incorporarse casi inmediatamente soñoliento, al parecer.

Monk corrió a su lado. Sus brazos musculosos describieron un molinete que apartó a sus asaltantes y los dos gigantes lucharon después juntos.

Sonaron uno o dos tiros sin dar afortunadamente en el blanco.

Además, en la oscuridad es casi inevitable confundir a un amigo con un enemigo.

A distancia sonó el silbato de la policía. Los tiros habían sido oídos y alguien daba la voz de alarma.

—Bueno. ¡Hemos vencido! —exclamó resoplando Monk. Y se apoderó del gato con un tirón tal, que por poco arranca de cuajo el brazo de aquel hombre que lo sostenía.

Pero entonces la hermosa Edna Danielsen exhaló un grito penetrante.

Monk y Renny se volvieron a mirarla.

Un hombre-mono de semblante diabólico le apuntaba a la cabeza con un revólver.

—¡Rendíos, condenaos! —ordenó a los dos amigos—. ¿Queréis que mate a la muchacha?

El hombre sabía lo que se hacía. Los dos gigantes vacilaron y su vacilación les fue fatal. Pronto fueron derribados y sujetos. Gruesas cuerdas les ligaron las muñecas y los tobillos.

Un gran camión se aproximó al lugar de la pelea. Monk recordó que Doc había mencionado el hecho de que el Araña Gris utilizaba tales medios de transporte para poner a sus hombres en Nueva Orleans.

Por lo menos, un camión igual había estado aguardando a la puerta del Antílope, con Lefty al volante, cuando los hombres-mono habían depositado la bomba en la habitación que suponían ocupada por los hombres de Doc.

Un camión no podía llamar la atención de los transeúntes a tales horas de la noche, pues muchas tahonas en la ciudad comenzaban a repartir el pan de madrugada.

Así, todos, asaltados y asaltantes, penetraron en él y el vehículo arrancó acuciado por la llamada de la policía, cada vez más cercana.

El que llevaba la voz cantante entre los hombres-mono se encaró con Monk.

—¡Veo que no eres tan listo como creía! —le dijo en su media lengua.

—¿De veras? —repuso sarcásticamente Monk, a quien le dolía su derrota.

—El Araña te sometió a una prueba —siguió diciendo el hombre— al ordenarte que secuestraras a Eric el Gordo. Deseaba saber si era amigo tuyo. Tú se lo has demostrado… bueno. ¡Esto prueba que trabajas para el hombre de bronce!

Monk pestañeó varias veces. Después, pausadamente, se levantó lo que le había quedado de los faldones de la levita y ordenó al hombre:

—¡Pégame un puntapié! ¡Duro!

Comprendía entonces el engaño de que habían sido víctimas él y Renny.

Mas ¿cómo las órdenes del Araña se habían recibido en Nueva Orleans con tan asombrosa rapidez?

Que él supiera no había nadie en el mundo que pudiera competir con Renny en velocidad.

—¿El Araña os ofreció, por radio, una recompensa, quizás, si os hacíais caer en la trampa? —inquirió súbitamente inspirado.

OUI, lo adivinaste —dijo el hombre-mono.

—Monk miró a Renny. Decaían sus ánimos. No cabía duda de que sus asaltantes formaban parte de la fuerza permanente que mantenía el Araña en la ciudad para el cumplimiento de sus órdenes.

¿Cómo no había pensado antes en un hecho tan sencillo? De este modo, nada era tan fácil para el jefe de los vuduistas como preparar la celada en que iban a caer.

—¡Nos estamos convirtiendo en un par de idiotas! —gruñó.

Mas, lo peor no era esto. Era haber sido causa de que cayeran Edna y Eric el Gordo en mano de su enemigo.

Y momentos después debía ensombrecerse considerablemente la ya tenebrosa perspectiva.

Pues con un gozo insultante, el hombre-mono que capitaneaba la banda les contó la captura de Long Tom, Ham y Johnny.

Con todo detalle narró cómo habían presenciado sus compañeros, en la marisma, que un saurio gigantesco devoraba el cuerpo atlético de Doc Savage. Evidentemente, había recibido la noticia por radio.

El anuncio de la muerte de Doc produjo un efecto espantoso en la hermosa Edna. Hasta entonces se había portado espléndidamente dada la situación, demostrando escasa nerviosidad.

Mas el relato del hombre-mono la hizo exhalar un solo grito ahogado, y se desmayó.

Todavía no había recobrado el conocimiento cuando la levantaron del suelo del camión en las afueras de la ciudad. Eric el Gordo tuvo que salir tras ella a la fuerza.

Al reanudar su marcha el vehículo que los transportaba, Monk vislumbró un aeroplano parado en un campo próximo al lugar en que habían dejado a los Danielsen. Era evidente que iban a llevarles por fía férrea a algún punto distante.

—¡Al Castillo del Mocasín! —se dijo Monk.

Y se sumió en honda meditación. ¡El Castillo del Mocasín! ¿Dónde estaría enclavado aquel misterioso rendez-vous del cual nada se sabía? ¿Cómo sería?

El camión desarrollaba una fuerza prodigiosa. Poseía por lo visto potente motor y se dirigió a la marisma a ochenta por hora si no erraba Monk en sus cálculos.

La misma velocidad de su marcha movía a avanzar, pausadamente, el tiempo.