XII
Sacrificio humano

Raudos como flechas, hendieron el agua Ham y Long Tom. Sus cuerpos chocaron en el fondo del río y juntos ascendieron, de un vigoroso empujón, a la superficie.

Todavía no se divisaba sobre ella la testa bronceada de Doc.

En torno de sus cabezas llovían los restos de la pasada explosión: esquirlas de acera, terrones grandes como barriles, astillas y con ella la parte trasera del Roadster, que se hundió bajo las aguas, con pronunciado «glú-glú».

Ham y Long Tom se sumergieron apresuradamente por temor de que les hiciera el improvisado diluvio.

Comenzaban a darse cuenta de lo sucedido. El Roadster había entrado en contacto con la enhiesta varilla y una corriente eléctrica había producido una explosión.

Nadando entre dos aguas, alcanzaron el cañaveral que se extendía por el margen del río, bajo la carretera en pendiente.

—¿Dónde estará Doc? —gimió Ham—. No se le ve en parte alguna.

—Quizás… —insinuó Long Tom; mas un estremecimiento le cortó la palabra.

Quizás un fragmento, un proyectil improvisado, procedente de la explosión habría atravesado su cuerpo vigoroso. ¡No era un imposible!

Unos pies desnudos corrían por el suelo de la pendiente. Se escucharon órdenes imperiosas, dadas en la jerga empleada por los hombres-mono y, a continuación, una ametralladora vomitó una serie de disparos…

Long Tom y Ham se sumergieron a escape, al tocar el agua, en torno a sus cabezas, las balas de cuproníquel y sólo emergieron bastante adentro del cañaveral, allí donde eran más densas las tinieblas.

Debajo mismo del lugar de la catástrofe gorgoteaba el agua. Incesantes burbujas ascendían a la superficie.

Las producía el sumergido Roadster de Doc.

Una bañera. —¿Por qué no saldrá Doc?

—Long Tom lanzó una exclamación ahogada.

—Por si es poco lo que nos está sucediendo ¡mira! —exclamó.

A la distancia de unos dieciséis metros Ham vio dos protuberancias nudosas sobre la superficie del agua, semejantes a dos negros puños unidos.

—¡Un caimán! —susurró—. ¿También se alimentan de noche esos bichos del demonio?

Los ojos del caimán desaparecieron de pronto.

—¡Salid! —gritó desde la carretera uno de los hombres-mono.

No obtuvo respuesta. Ham y Long Tom empuñaron las armas.

Una nube de postas cayó súbitamente sobre el cañaveral procedente de las ametralladoras que llevaban los hombres del Araña Gris, causando un verdadero estrago.

Filas interminables de cañas fueron segadas, mordidas, astilladas, como por las fauces de un monstruo invisible devorador de vegetales.

Ham y Long Tom comprendieron que llevaban las de perder y no dispararon. Nada más lejos de su ánimo que entablar una batalla final.

—¡Si salís de ahí respetaremos vuestras vidas! —prometió la voz del hombre-mono—. El Araña desea hablaros.

Luego lanzó un juramento que redujo al silencio a los que disparaban las ametralladoras y aguardó una respuesta.

—¡Doc! ¿Dónde estará Doc? —clamó Ham—. Aún no se ha mostrado.

—¡Tenemos que hacer algo! —siseó Long Tom. Desesperado, llamó a los hombres del Araña.

—Nos rendiremos —prometió— si nos permitís bucear un instante. Buscamos a nuestro jefe.

—¡Bucead! —le respondieron prontamente.

—¿No tiraréis sobre nosotros? —interrogó Long Tom.

—¡Buck Boontown sólo tiene una palabra!

¡Buck Boontown! ¿Conque era él quien capitaneaba la banda de sus enemigos?

Ham y Long Tom nadaron y se sumergieron, varias veces, bajo la superficie del río. En vano palparon su fondo buscando el cuerpo gigante de Doc Savage. No hallaron rastro de él y el terror oprimió sus corazones.

Sólo plantas y fango encontraron en el lecho del bayou que distaba poco más de tres metros de la superficie.

Un incesante gorgoteo denunciaba todavía la presencia del Roadster hundido en el bayou. Era como si el coche fuera un ser vivo, del que huía la vida poco a poco.

Long Tom y Ham requisaron sus cercanías varias veces. Desanimados ascendieron, por fin, a la superficie.

—Quizás se haya alejado a nado —murmuró Tom, esperanzado—. Puede permanecer varios minutos bajo el agua.

—Así lo espero —replicó Ham.

Pero un horrible espectáculo que iban a presenciar debía matar en ellos toda esperanza, incluso aquélla tan débil que experimentaban en tal instante.

—¡Arriba! —les ordenó Buck.

No sabiendo qué hacer, los dos amigos obedecieron y ascendieron la empinada pendiente hacia la carretera. Los hombres-mono se apoderaron de ellos y les despojaron de sus armas.

A la vista de su pequeñez y perfección más de una exclamación de sorpresa se escapó de labios de los asaltantes. Uno de ellos se apropió del estoque de Ham.

—Me pregunto por qué no hemos luchado —murmuró el brigadier entre dientes.

—¿Para qué, si al final nos hubieran cogido igualmente? —respondió Long Tom—. Fíjate en que estos demonios poseen lo menos veinte ametralladoras. Apostaría cualquier cosa a que pueden sostenerlas fijas en un blanco gracias a la banda de cuero reforzado de metal que llevan en la cintura.

—¡Sacré! ¡Mirad! —exclamó en aquel momento un hombre-mono.

Y entonces se produjo el incidente macabro que iban a presenciar y que era el más impresionante de los que sus ojos habían contemplado hasta aquel día.

El espectáculo les heló la sangre en las venas, les trastornó, les restó energías.

Todas las miradas convergieron, instantáneamente, en un punto del bayou donde hervía el agua.

Una forma oscura, colosal, se agitaba dentro, a unos centímetros de la superficie. Una cola escamosa, agresiva, se mostró, una vez, por encima del agua.

—¡Un caimán! —observó Tom—. El condenado animal intenta apoderarse de algo.

Bruscamente aparecieron sus mandíbulas. La luz de la luna brillaba en los repulsivos dientes color de arena.

¡A ellos iba adherido un poderoso brazo humano! Al animal parecía inquietarle el cuerpo inerte a que iba unido el brazo y tornó a sumergirse, desapareciendo de la superficie del río. La agitación de sus aguas indicaba el lugar por donde había asomado.

Ham chilló desaforadamente y se agarró a una ametralladora. Le volvía loco el espectáculo que acababa de presenciar, y quería el arma para matar al saurio.

Mas no pudo apoderarse de ella. Uno de los hombres-mono quiso disparar sobre él a quemarropa. Por fortuna le salvó la vida un rugido de Buck Boontown.

Long Tom luchaba desesperadamente por su parte, hasta que le asestaron un golpe en la cabeza con el cañón de una ametralladora, y, entonces, quedó aturdido.

Al recobrarse del porrazo, tenía ligadas las muñecas.

También Ham estaba maniatado.

—¡En marcha! —ordenó Buck Boontown.

Y la cabalgata bajó por la carretera. De allí a poco penetró en la marisma.

A sus espaldas se cerraba un laberinto de palmeras, arces gomeros, cañas, plantas trepadoras, enredaderas y el consabido musgo gris que crecía sobre los troncos de los árboles por encima de sus cabezas.

A veces se hundían sus cuerpos hasta la cintura en el cieno de olor nauseabundo. Otras pisaban troncos podridos, sobre los cuales había abismos insondables, al parecer, de légamo.

En un momento dado, recorrieron un pasaje aéreo de ramas y lianas que cubría unas cuantas leguas.

Los hombres-mono mostraban una agilidad sorprendente al atravesar lo que parecía ser una barrera infranqueable de verdor.

Pero, a intervalos también parecían contrariados por las emanaciones deletéreas y la vegetación lujuriante que caracterizaban aquellas tierras pantanosas.

Ni Long Tom ni Ham prestaban atención al tiempo que pasaba. Ni siquiera se tomaban la molestia de evitar las lianas traicioneras o de rodear los pozos de lodo que encontraban a su paso, por lo cual recibían más de un puntapié.

Mas, apenas experimentaban dolor. Ninguno podía ser mayor que el originado por la pérdida de su amigo, del hombre a quien debían sus vidas, de Doc Savage, en fin.

Ni uno ni otro esperaban volver a verle en este mundo y el «jo-jo, joroin» de las lechuzas de la marisma componía una especie de canto fúnebre que acompañaba su dolor.

Pero, a medida que se hundían más y más en la vasta extensión de bosque otro sonido menos lúgubre se unía al macabro de las aves nocturnas.

—¡Escucha! —murmuró Ham.

Débilmente llegaba a sus oídos la nota monótona de un tambor. Iba en crescendo y después disminuía, se apagaba, para renacer con más brío.

Había momentos en que parecía rodar, sincopada, como un trueno por la vasta, fétida marisma; otros en que se convertía en apagado murmullo, algo así como si unos dedos golpearan, suavemente, una esponja.

Producía la ilusión de que el bosque jadeaba como bestia acosada.

Periódicamente se elevaba sobre él un penetrante maullido semejante al de un gato cuando le pisan el rabo. Alaridos roncos, ladridos violentos, se mezclaban al conjunto de sonidos.

La barahúnda era extremadamente desagradable.

—Adivino lo que es —balbuceó Long Tom.

—Yo también —replicó Ham con acento apagado—. Una ceremonia del vudú.

—¡Repara cómo afecta a nuestros captores! —dijo Long Tom.

Una excitación sutil se apoderaba de los feos hombres-mono. Ellos se hablaban en un lenguaje tan degenerado, que Ham y Long Tom apenas podían comprenderlo. Más tarde, al salir en un claro iluminado, Long Tom y Ham observaron que sus captores iniciaban una danza, una especie de rotación de los músculos del cuerpo que seguía el compás de la música.

Era como si los golpes acompasados del «tam-tam» originaran convulsiones musculares en sus cuerpos.

Incluso Ham y Long Tom quedaron afectados de modo desagradable por la bárbara cadencia. El segundo prorrumpió en un terrible juramento; cosa que hacía rara vez al sorprender que sacudían los hombres. La bárbara tonada influía también en los blancos.

—He oído decir que la música produce un efecto enloquecedor en estas ceremonias —tartamudeó Ham—. Lo creo después de escuchar ésta. Es lo más extraordinario que he oído en mi vida.

Long Tom se estremeció.

—¡Cualquiera diría que estamos en un país civilizado! —observó—. ¡Uf!

Así hablando, llegaron a una colina circular que se alzaba medio metro solamente sobre el suelo de la marisma y en cuyo centro había un anfiteatro natural.

Al detenerse en uno de sus bordes, Long Tom y Ham presenciaron un cuadro tan impregnado de barbarie, como ni uno ni otro habían soñado ver en los confines de los Estados Unidos.

Una serie de hogueras pequeñas ardía en el redondel. Sus llamas eran verdosas y, a juzgar por el nauseabundo olor que exhalaban, parecía evidente que estaban hechas con maderas impregnadas de sulfuro.

Su forma ondulante indicaba que se había tratado de representar con ellas una serpiente, pues las deidades de este género totémico ocupan un lugar destacado en el culto vuduista.

Cerca del fuego había numerosas figuras. Algunas de éstas se agitaban y brincaban como derviches repugnantes; otras permanecían sentadas y sacudían el cuerpo al compás de los «tam-tams».

Todas iban enmascaradas.

Los músicos estaban sentados algo detrás. No llevaban máscara y de vez en cuando emitían un largo aullido.

Fue sobre las máscaras de los hombres situados en el centro del redondel donde posaron la mirada Long Tom y Ham. Eran sedosas, de vistosos colores.

—¿Te acuerdas del flamante pañuelo que llevaba Horacio Haas en el bolsillo? —inquirió Ham.

—Sí, ¿por qué lo preguntas? —replicó Long Tom.

—Por nada —a Ham no le agradaba dar explicaciones.

En torno al margen del redondel se apiñaban en nutrida fila los feísimos habitantes de la marisma. Long Tom y Ham se aturdieron al ver tantos. Su número debía ascender a ciento, doscientos, trescientos, tal vez.

Por su aspecto juzgaron que la ceremonia iba a durar varias horas, quizás días; cántaras llenas de verde licor que se llenaban en una gran vasija formada por el tocón, hueco, de un árbol, pasaban de mano en mano, con frecuencia, en torno de la asamblea.

—¡Ese debe ser un brebaje compuesto por el Araña Gris; apostaría cualquier cosa! —declaró Ham—. Así se granjea la voluntad de estos simios.

—No os paréis aquí: ¡adelante! —dijo a su espalda Buck Boontown.

Era el único de sus enemigos a quien no parecía seducir gran cosa la ceremonia. Una o dos veces sacudió los hombros como simpatizando con el odioso ritmo de los «tam-tams», mas lo mismo, aunque involuntariamente, los habían movido Ham y Long Tom.

Se les condujo al centro del anfiteatro natural y allí se les colocó delante del grupo de individuos enmascarados, junto a las verdes hogueras.

A Ham se le ocurrió pensar que aquellos hombres debían ser los íntimos del Araña Gris y que componían el grupo de iniciados en los misterios del culto vuduista.

Uno de ellos llevaba, además del brillante pañuelo de seda, una larga bata bordada con serpientes innumerables que representaban, probablemente, la mortífera mocasín de agua.

Le tapaba de pies a cabeza, con lo cual no podía decirse cómo era, con excepción de que parecía hombre blanco.

—Soy el Araña Gris —informó a los dos amigos con voz sepulcral, fingida, evidentemente.

Y puso delante de sus ojos una mano semejante a una garra. Las venas de su dorso eran tan repulsivas como purpúreos gusanos.

Lenta, dramáticamente, se abrió, y, en la repulsiva mano, apareció, vivo, un arácnido repulsivo, gris: ¡una tarántula! Su color había sido transformado sabe Dios porqué medios y eliminado su veneno.

Esto último fue deducido por Ham en vista de que no trataba de morder la mano que la tenía presa.

Aquella «mise en scéne» era altamente impresionante, pero no fue la Araña sino la mano que la sostenía, la que atrajo la mirada de los dos amigos. ¡Su piel repulsiva ostentaba rojas manchas de tinta!

Ham y Long Tom recordaron a un tiempo el líquido derramado en el despacho de Silas y el tintero, que en opinión de Doc, había servido para asestar un golpe en la cabeza de alguien cuando desapareció el cajero y Horacio Haas con él.

Sin ponerse previamente, de acuerdo, se lanzaron sobre el jefe enmascarado.

Esperaban coger de sorpresa a los guardianes, mas no lo consiguieron.

Buck estaba alerta. Rápido como el pensamiento, sacó una pistola y, a culatazos, les obligó a retroceder. Y fueron apresados de nuevo.

Boontown refirió a continuación a su jefe la aventura de su emboscada en el puente, y, al ser informado de que sus hombres habían visto con sus propios ojos cómo era devorado Doc Savage por un caimán, una risita feroz de placer sonó tras la sedosa máscara.

—Lleva a tus prisioneros al sitio acostumbrado —le ordenó después—. Ya te he dicho lo que has de hacer con ellos. ¿Lo has entendido bien? Importa mucho que tenga éxito mi pequeño experimento.

—Sí, jefe —murmuró Buck Boontown.

Del anfiteatro, Ham y Long Tom fueron llevados, a empujones, al lado opuesto de la colina. Inesperadamente, apareció ante sus ojos el poblado.

Se les hizo entrar en un cobertizo y allí les ataron los tobillos y de nuevo las muñecas. Cerca de ellos se colocaron centinelas de vista bien armados.

Los dos prisioneros estaban absolutamente indefensos. A través del estrecho agujero constituido por el hueco de la puerta del cobertizo, vieron a un hombre-mono alto y descarnado, un muchacho que contaría apenas dieciocho años.

Como único vestido llevaba un saco agujereado por el que sacaba las piernas.

Era Sill Boontown, el hijo de Buck Boontown, que estaba medio loco desde que recibiera, tiempo atrás, un golpe en la cabeza.

Ham y Long Tom asintieron una mezcla de horror y pesar al ver que llevaba un paseo a un saurio gigantesco del cual tiraba mediante una cuerda anudada al cuello de la bestia.

El muchacho jugaba con el domesticado reptil como si fuera un perro.

Éste no era otro que aquél que tanto había alarmado a Johnny al sentar el pie en la colina.

Pero su vista despertó tristes recuerdos en los espíritus de Ham y Long Tom; el espectáculo del monstruoso reptil con un brazo humano entre los dientes.

El sentimiento de la propia conservación se apagó en ellos, cediendo paso al gran dolor que les producía la pérdida de su jefe, pues no solo habían perdido con él a un amigo y bienhechor a quien admiraban sobre todas las cosas de este mundo, sino que, además, la Sociedad perdía con él uno de sus mejores puntales, la fuente fecunda de humanitarios sentimientos.

Por esto, cuando Sill y el caimán desaparecieron en la selva iluminada por los rayos lunares, los dos amigos respiraron con más desahogo.

Transcurrió un cuarto de hora sin que sucediera nada digno de mención y después penetró inopinadamente en el cobertizo un ser larguirucho, desgarbado, de piel amarillo-terrosa, gruesos labios y nariz aplastada como si le hubieran extirpado el hueso.

Varias cicatrices situadas en torno de los ojos daban a su semblante un aspecto singular.

El recién llegado se inclinó sobre ellos, murmurando palabras incomprensibles, acompañadas de pases mágicos.

—¡Hum! ¿Quién será este mochuelo? —dijo Tom con sorna.

—¡Vaya un pájaro de mal agüero! —observó a su vez Ham.

—¿Habrá venido a degollarnos?

—Debería hacerlo para castigar vuestro exceso de confianza —dijo riendo el desconocido.

Ham y Long Tom pegaron un brinco.

—¡Johnny! —exclamó, al cabo, Ham, reconociéndole a pesar de su disfraz.

—¡Chist! No chilles… —recomendó el geólogo.

—Pero ¿cómo…?

—Vine aquí —explicó Johnny— para descubrir la identidad del Araña Gris, pero todavía no le he visto. El hombre que envié a Nueva Orleans no era él, sino uno de sus subordinados, un ser insignificante a quien agrada hacerse pasar por alguien.

—Era uno de los dos exdetectives de la compañía maderera, Johnny —explicó Ham— y le hemos cogido. Se llama Lefty.

—Bueno, ¿y cómo saldremos de aquí? —interrogó Long Tom.

Johnny dirigió una mirada a los centinelas. Éstos tenían la cabeza vuelta.

Sacó un cuchillo.

—Sólo puedo proporcionaros esto —susurró al oído de sus amigos—. Me invitaron a pronunciar un conjuro sobre vosotros y la cosa me sorprendió, francamente. Busqué el revólver, pero había desaparecido. Todavía no me explico cómo ha podido ser. En fin: hago lo que puedo.

—No te apures: de aquí saldremos de un modo u otro —dijo Ham.

—¡O. K.! Si puedo me apoderaré del fusil de uno de los centinelas. ¿Vamos?

Johnny avanzó en dirección a la puerta.

Mas al instante, uno de los guardianes emitió un prolongado chillido y, en respuesta a la señal, se vertieron en el cobertizo, procedentes de la selva, centenares de hombres-mono que atacaron a los lugartenientes de Doc.

Johnny sucumbió al número, y cayó luchando con fiereza, bajo una verdadera avalancha de enemigos. Entonces fue sujeto mediante ligaduras en pies y manos.

El cuchillo que había entregado a Ham no le sirvió a éste de gran cosa.

Cortó con él sus ligaduras… para volver instantáneamente a ser atado.

Cuando quedaron bien sujetos, se les aproximó un hombre metido en una larga bata de seda brillante con innumerables serpientes bordadas.

Una repulsiva Araña Gris corría sobre una de sus manos.

El Araña continuaba ocultando el semblante tras del pañuelo.

—Me hiciste concebir sospechas —dijo Johnny— y quise asegurarme de que no eran infundadas. Por ello te consentí que hablaras con estos hombres. Se te ha vigilado estrechamente y se ha visto cómo les alargabas un cuchillo.

Johnny no replicó.

—Eres un auxiliar del hombre de bronce —siguió diciendo el Araña— pero ¡ya no existe!… y vosotros vais a morir también. Mis hombres os ofrecerán en holocausto a sus dioses y yo contemplaré cómo se consuma el sacrificio.

Profundo silencio siguió a esta declaración del enmascarado. El ritmo inquietante de los «tam-tams» vibraba, palpitaba fuera del cobertizo originando con su bárbara cadencia simpáticas vibraciones en las celdillas del cerebro de sus oyentes.

—¡Dentro de breves horas estará todo dispuesto! —manifestó el Araña Gris.

Y giró sobre sus talones.