CAPÍTULO XV

 

—Hermano José, yo soy un buen cristiano —dijo el sargento Torres.

Su interlocutor era el superior de la misión de Santa Isabel, un hombre de unos cincuenta años, larga barba negra, de aspecto venerable.

—Es bueno que en esta época haya personas que se sientan cristianas —contestó—. Nuestro pueblo necesita de mucho amor, pero no sólo con amor se solucionan los problemas. El pueblo también necesita compresión, pan, dinero, trabajo... Son muchas cosas y le faltan casi tedas.

—Me hago cargo, hermano José... Justamente me encuentro aquí para impedir que se cometa algo feo contra el pueblo.

—¿A qué se refiere, sargento?

—Usted nombró el dinero... Es lo que yo he venido a buscar en su misión.

El hermano José sonrió.

—¿Aquí, en esta misión? Somos muy pobres. Apenas tenemos lo suficiente para atender nuestras necesidades, y ese poco casi siempre lo compartimos con personas que llaman a nuestra puerta, personas que se encuentran en una situación tan angustiosa, que debemos socorrerlas.

El sargento carraspeó. Le resultaba difícil hablar con un hombre como el hermano José. Hubiese preferido, en su lugar, a un bandolero. Habría terminado antes.

—Mire, hermano José. Ya comprendo que la vida es un folletín.

—¿Cómo dice?

—Que tal como están establecidas las cosas, en el mundo siempre unos tendrán mucho y otros poco.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted, sargento. Existe una solución y toda ella está comprendida en el verbo más generoso que existe. Compartir.

—Estupendo, hermano José. Quiero que usted y yo compartamos algo.

—¿El qué?

—Su secreto.

—No le entiendo. ¿Qué secreto?

—El de Peter Burton y no me diga que no le conoce.

—Conozco al señor Burton. Fue muy amable y generoso.

—¿Como cuánto de generoso?

—Nos entregó un donativo para que lo empleásemos en las familias pobres de la comarca.

—¿Cuánto, hermano José? —insistió el sargento.

El franciscano enarcó las cejas.

—¿Es una pregunta oficial, sargento?

—Lo es, hermano José.

—Entonces,, contestaré. —Hizo una pausa—, Peter Burton nos entregó quinientos dólares.

—¿Nada más?

—¿Le parece poco, sargento? Es el mayor donativo que hemos recibido en los últimos años.

—¿Y el resto?

—No sé a qué se refiere.

Torres exhaló el aire de sus pulmones.

—Hermano José, quiero tener mucha paciencia con usted, pero debe colaborar conmigo.

—Es que no alcanzo a comprender todavía a qué debo colaborar con usted.

—Yo lo ayudaré. Peter Burton llegó a esta misión con cien mil dólares oro.

—¡Oh, no!

El sargento pegó un puñetazo en la mesa. La entrevista tenía lugar en una pequeña habitación que el hermano José utilizaba como despacho.

—Hermano José, ¿dónde están los cien mil dólares oro que Peter Burton trajo a la misión?

El franciscano parpadeó una y otra vez, desconcertado.

—Peter Burton no me habló una palabra de ese dinero.

—Y yo no le creo a usted, hermano José. Ese dinero está aquí, en su misión, y yo, en nombre del Gobierno mexicano, tengo que hacerme cargo de él. ¿O es que no me reconoce como representante del Gobierno?

—Su uniforme dice a las claras que representa al Gobierno mexicano, pero yo no puedo ayudarle, sargento Torres. Le repito que no sé una palabra del asunto que me habla.

—Eso es muy malo para usted... Significa rebelión.

—No me rebelo contra nadie, sargento. Soy sólo un pobre ser humano, que se hace cargo de los problemas de sus semejantes.

—Quítese la máscara, hermano José.

—¿Qué dice?

—Que esa manera de hablar suya le irá bien con los desgraciados que llegan a su misión en busca de un trozo de pan, pero no le vale conmigo. No conteste todavía. .Seré benévolo con usted. Estoy dispuesto a hacer mi donativo y seré mucho más generoso que Peter Burton. Cuente con mil dólares.

—Pero yo no sé qué puedo darle a cambio de su donativo, sargento.

—¿De qué estamos hablando? ¿De mujeres? ¿De te quila? No, hermano José, estamos hablando de dinero, de un botín de cien mil dólares, y lo quiero yo. Si se ha hecho ilusiones con respecto a que usted iba a hacer suyo el botín, se equivocó de medio a medio.

—Lo sienta, sargento, pero creo que usted y yo no nos entenderemos.

—Claro que nos entenderemos —dijo Torres, y sacó el revólver.

—¿Qué hace, sargento?

—Esto es un “Colt”, hermano José. Un arma que mata y hiere. No me obligue a hacer una barbaridad. Le aseguro que soy capaz de cometerla.

—No tengo dudas, sargento.

—Ya hemos adelantado algo. Ahora dígame dónde están los cien mil dólares.

—No lo sé.

Torres le pegó con el cañón del revólver en el cuello.

El hermano José no emitió un solo grito de dolor. Se echó hacia atrás, por la violencia del golpe, pero luego volvió a recuperar su posición en la silla de alto respaldo. En su cuello apareció una mancha amoratada.

—Ya ve que no gasto bromas, hermano José —dijo Torres, con rabia.

—Puede seguir empleando la violencia.

—¿Me desafía?

—No, no le desafío. Lo que quiero decir es que puede seguir hiriéndome y hasta matarme, porque no le puedo decir lo que yo ignoro.

—¿Quiere pegármela, hermano José? Piensa que yo me voy a marchar, aceptando sus palabras.

—Ya sé que no las aceptará.

—Voy a suponer, por un momento, que Peter Surten escondió el dinero en su misión, sin que usted lo supiese... ¿Dónde lo escondió?

—No puedo contestar a su pregunta porquero tengo la menor idea.

—¿Qué lugares de la misión visitó Peter Burton?

—Quiso verla toda.

—¿Solo?

—No, conmigo.

—¿ Se apartó usted de él en algún momento?

—No.

—¿Por qué parte mostró más interés?

—Por ninguna en especial.

—¿Y por qué quiso visitar toda la misión?

—Fue su deseo.

—Sigue sin ayudarme nada, hermano José, y debo recordarle que cada vez agrava más su situación.

—Lo siento.

—Lo va a sentir de veras. Se lo aseguro.

—Ahora recuerdo algo.

—¿Qué cosa?

—El señor Burton mostró curiosidad por la cigüeña.

—¿Qué cigüeña?

—La que tenemos en el campanario.

—¿Me va a decir que subió al nido de esa cigüeña?

—No, no lo hizo..., pero luego...

—¿Qué pasó luego?

—Él señor Burton se despidió de mí y, cuando ya hacía más de quince minutos que se había marchado, yo salí al jardín y entonces vi al señor Burton.

—¿Dónde lo vio?

—Montado en su caballo, al pie del campanario. El no me vio.

—¿Qué más?

—El señor Burton se marchó inmediatamente.

—O sea que Burton estuvo en la misión quince minutos después que se hubo despedido de usted.

—Sí, sargento.

—Quédese aquí, hermano José. No se mueva. Es una orden.

Torres salió del despacho. Algunos de sus hombres lo esperaban junto a la puerta.

—Vamos, muchachos. Tenemos trabajo en el campanario.

Uno de los tipos dijo:

—¿Qué va a hacer, sargento? ¿Tocar las campanas?

El sargento le pegó una patada y el individuo cayó aullando en el suelo.

—Eso es para que hagas chistes a mi costa —se carcajeó Torres.

Poco después, el sargento y cuatro de sus hombres entraban en la torre del campanario.

Un jorobado estaba sentado en una silla de tijera, comiendo una raja de melón.

—¿Eres también cura? —le preguntó Torres.

—No, yo soy lego. Mi nombre es Miguel.

—¿Sabes quién es Peter Burton?

—Oh, sí, señor, es un americano que dio un donativo de quinientos dólares al hermano José.

—Entonces lo viste subir al campanario.

—No, señor. Yo no estaba aquí entonces. También me ocupo del jardín, ¿sabe? Cuando vino el señor Burton, yo estaba plantando unas rosas.

—¿Y por qué entró aquí el señor Burton?

—Dijo que quería ver a la cigüeña.

—Conque si , ¿eh? Vamos, muchachos.

Torres y sus hombres subieron la escalera de caracol. Llegaren a lo alto del campanario, resoplando. Arriba, a la derecha de las campanas, en el alféizar de una de las ventanas, estaba el nido de la cigüeña, pero ésta no so encontraba allí.

—Yo subiré —dijo el sargento.

—Tenga cuidado o se romperá la cabeza —dijo uno de los hombres.

Torres trepó por unas maderas y llegó cerca del nido. Se echó sobre la pared, apoyando las manos en ella y luego levantó el brazo derecho.

Primero buscó en el nido y, al no encontrar nada, sintió que se producía un vacío en su estómago. Soltó una maldición, al pensar que pudiese fracasar una vez más. A la izquierda del nido había un agujero. Metió allí la mano. Sintió deseos de soltar un grito de alborozo. Estaba tocando una bolsa. Era muy pesada. Ya no tuvo ninguna duda. Allí estaban los cien mil dólares, el botín de Peter Burton, que había costado tanta sangre. Iba a ser suyo. Absolutamente suyo.

Tiró de la bolsa y en ese momento se produjo un trueno.

Sus hombres estaban cayendo bajo el impacto de las balas disparadas por irnos bandoleros que habían aparecido en la puerta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XVI

 

El sargento se encontraba en mala posición porque la bolsa pesaba mucho y apoyaba la otra mano en la pared para no caer.

Sus hombres ya estaban muertos. Un bandolero se adelantó, sonriendo. Lo identificó al instante. Era Esteban Manzano.

—Hola, sargento Torres. Hace mucho tiempo que no nos veíamos.

—¿Qué haces aquí, Esteban?

—Lo mismo que tú.

Torres pensó inmediatamente en Janet Wilson. ¿Por qué no la habría matado? Estaba claro. Manzano y Janet formaban sociedad.

—Llegaremos a un acuerdo, Manzano.

—¿Qué acuerdo?

—La mitad para cada uno.

—Lo quiero todo. Anda, sargento, dame el botín. Pero yo te ayudaré a que lo traigas aprisa.

Apretó el gatillo.

La bala perforó el pulmón derecho del sargento, lanzándolo contra la pared. Luego perdió el equilibrio y cayó como un fardo desde lo alto, estrellándose contra el suelo.

Soltó una bocanada de sangre porque se había reventado y murió.

Manzano soltó una risita.

—Un bastardo menos —dijo.

Se agachó y cogió la bolsa.

—Muchachos, acabó la historia. Os dije que vuestro jefe llegaría a ser una persona importante. Ahora lo va a ser. Tengo una mujer hermosa y cien mil dólares.

Sopesó la bolsa.

—Bajemos, chicos.

Inició el descenso, a la cabeza de sus hombres, y se puso a cantar:

 

«Me han vuelto loco los ojos de una mujer.

Y estoy dispuesto a morir por ella.»

 

Estaban llegando abajo, donde habían visto al jorobado, cuando Esteban descubrió a un hombre que no conocía, el cual tenía un rifle en la mano, que disparó sin pestañear.

Esteban se desplomó, todavía cantando.

Y luego cayeron sus hombres, algunos de los cuales trataron de sacar el revólver.

Burt Carroll no les dio cuartel. Se encontraba en inferioridad, ya que estaba solo.

Oyó, fuera, que algunos hombres corrían hacía allí.

Dejó caer su rifle y, atrapando uno de los que estaban en el suelo, salió por la puerta del campanario.

Cuatro bandoleros se acercaban.

En ese momento vio llegar a dos jinetes.

Eran Janet Wilson y Teresa Ramírez.

—¡Esteban! ¿Dónde estás? —gritó la rubia.

Espoleó la cabalgadura y se interpuso entre los forajidos de Esteban Manzano y Carroll.

—¡Quédate ahí, Teresa! —gritó Burt y se puso a disparar.

Dos bandoleros se derrumbaron cuando ya estaban haciendo uso del rifle.

Janet fue alcanzada por una de las balas de los mexicanos y salió despedida de la silla.

Burt tumbó a los otros dos forajidos.

Aquel lugar de la tierra quedó en silencio.

Teresa, saltó del caballo y corrió hacia Burt, el cual la recibió en sus brazos.

Janet se movió en el suelo. Tenía un enorme boquete en el estómago.

—¡El dinero...! ¿Dónde está el dinero?

Burt la miró con amargura y dijo:

—Será devuelto al Ejército de los Estados Unidos.

—Tú... ganaste... Maldito seas..., Burt Carroll. —Después de decir eso, Janet dobló la cabeza y expiró.

—Ha sido horrible —dijo Teresa.

—Pero ya acabó todo.

Ella lo miró a los ojos y preguntó:

—¿Qué pasará ahora, Burt?

—Que vendrás conmigo a los Estados Unidos y que ya nunca nos separaremos.

Sus bocas  se unieron.

Burt Carroll entregó al hermano José un donativo de mil dólares y al día siguiente emprendió con Teresa el viaje de regreso a su país.

Hicieron un alto en el rancho de la joven, donde Burt conoció al padre, de Teresa, pero sólo permanecieron allí unas horas, que aprovecharon para casarse.

Burt Carroll reingresó en el Ejército y alcanzó el grado de general, llegando a ser director de la Academia de West Point.

 

 

FIN