CAPÍTULO II
El sargento Gómez lanzó un silbido, tras escuchar las palabras de Carroll.
—Cien mil dólares oro —exclamó—. ¡Toda una fortuna!
—Sí, sargento.
—¿Y no hubo supervivientes entre los soldados?
—Ni uno.
—¿Quién hizo esa matanza?
—Compatriotas de usted.
Gómez parpadeó.
—Eso es absurdo.
—¿Por qué absurdo, sargento?
—Yo lo habría sabido.
—Eso quiere decir que la pandilla de asesinos se las arregló bien para que no se conociese aquí su fechoría. La razón es muy simple, sargento. No querían exponerse a ser robados por otros bandidos.
—Eh, señor Carroll. También en México hay gente honrada.
—Desde luego, sargento. No está en mi ánimo ofender a su país. Ya admití que en los Estados Unidos de América hay violencia. También se cometen injusticias y le puedo asegurar que son muchas...
—¿Quiénes mataron a los soldados?
—Le diré el nombre del jefe.
El sargento estiró el cuello para escuchar bien aquel nombre. Carroll dio una chupada al cigarrillo, antes de pronunciarlo:
—Francisco Valero.
—¿Paco Valero?
—Imagino que hablamos de la misma persona. Le daré su descripción para que no haya lugar a dudas. Cuarenta y cinco años, moreno...
—Ojos negros —prosiguió el sargento—, cicatriz sobre la ceja izquierda. Es Paco Valero, sin lugar a dudas Y ahora recuerdo que hace irnos meses, cinco o seis, huyó de México y se internó en su país. Aquí había hecho una de las suyas.
—¿Qué hizo?
—Ocupó una pequeña aldea con su pandilla y robó todo lo que pudo. Liquidó al que se resistió. Total, cuatro asesinatos. Los federales fueron tras él. Valero se vio acorralado y no tuvo más remedio que cruzar Río Grande.
—¿Cuántos eran?
—Siete.
—Coincide con mis informaciones. Eran siete los mexicanos que fueron vistos cerca de Las Minas, antes de que el teniente Peter Burton y los seis soldados del Ejército de los Estados Unidos emprendiesen su marcha con los cien mil dólares hacia Santa Fe. Paco Valero y su pandilla debieron seguir al grupo del ejército, al teniente Burton y a sus soldados. Buscaron el lugar apropiado para tenderles una celada, y lo encontraron en las inmediaciones de Turalosa. Valero ordenó la muerte de todos los que custodiaban el oro, con la idea de no dejar rastro y en seguida reemprendió el regreso a su país.
—¿Cómo sabe usted todo eso, si no hubo supervivientes?
—Ya le he dicho que Paco Valero fue visto en los alrededores de Las Minas... He estado trabajando tres semanas entre Las Minas y Turalosa, buscando una pista. Aunque todas las que encontré señalaban a Paco Valero, no decidí mi viaje a México hasta cerciorarme de que ninguna otra pandilla de forajidos de mi país podía tener relación con el caso.
—¿Y por qué se ha encargado usted del asunto?
—Yo también era teniente del Ejército de los Estados Unidos.
—Entiendo, y el Ejército le ha encargado la investigación.
—No, sargento, trabajo por mi cuenta.
—¿Por cuenta suya?
—Abandoné el Ejército. Tuve una razón para ello. Yo era el mejor amigo del teniente Peter Burton... Fuimos inseparables durante la guerra civil que hemos sostenido en nuestro país. Peter Burton y yo luchamos por la Unión contra el Sur. Peter me salvó en una ocasión la vida, y yo no pude devolverle el favor. Cuando supe de qué forma había muerto, se me revolvieron las tripas. Juré hacérselo pagar a quienes lo habían hecho. No se contentaron con matarlo de un balazo. Le destrozaron la cabeza a golpes.
Se hizo un profundo silencio.
Gómez carraspeó.
—Le comprendo a usted, señor Carroll.
—Gracias, sargento.
—Y tengo que darle una buena noticia respecto a Francisco Valero.
—Hable.
—Valero y su pandilla tuvieron un encuentro con los federales hace cosa de un mes en Los Montes Perdidos, a unos cincuenta kilómetros al norte de Romerales.
—¿Qué pasó?
—Los federales lograron cercar a Valero y a sus hombres. Les invitaron a que se rindiesen, pero eso era una tontería. Se armó la grande, y los de Valero llevaron la peor parte. Murieron cuatro bandidos.
—¿Paco Valero?
—No, Paco Valero logró escapar, junto con dos de sus hombres: Jaime Ríos y Luis Márquez.
—Así que ahora sólo tengo que buscar a tres hombres.
—Sí, señor Carroll. Los demás están muertos.
—¿Dónde están los supervivientes?
—Sólo le puedo dar informaciones con respecto a uno de ellos.
—¿Cuál?
—Luis Márquez.
—¿Dónde está?
—En la cárcel de Concepción. Está cerca de aquí, cuarenta kilómetros al este.
—¿No sabe dónde se pueden encontrar los otros dos, Valero y Ríos?
—No, señor Carroll, no tengo la menor idea. Paco Valero tiene muchos escondites por la comarca. Seguro que Luis Márquez los sabe, pero es difícil que Luis Márquez hable. Esos tipos prefieren la muerte antes de soltar prenda.
—¿Quién es el jefe de la policía en Concepción?
—El sargento Ventura Torres. Le daré una carta para él.
—Gracias.
—Pero no espere que surta efecto. El sargento Torres es, ¿cómo diría yo?, bastante fiera... Bueno, los del pueblo de Concepción lo llaman de otra forma: el bestia de Torres. Tenga cuidado con él, señor Carroll. A los mexicanos no les gustan los gringos, pero yo diría que al sargento Torres le gustan menos que a nadie. Ojalá mi carta le sirva para algo, pero ya le digo que no tengo mucha fe.
—Se lo agradezco, sargento.
Gómez escribió un papel y firmó.
Burt leyó la carta, que decía así:
“Amigo Ventura: el portador es Burt Carroll, ex teniente del Ejército de los Estados Unidos. Espero que lo ayudes en todo lo que puedas. Un abrazo.”
A continuación estaba la firma del sargento Gómez.
Se oyó un canturreo en la calle. Eran los dos presos, que volvían.
Tomasa, Tomasa, Tomasa,
cuando te veo la pantorrilla
yo no sé lo que me pasa, me pasa, me pasa.
Abrieron la puerta desde fuera y Romualdo y Antonio aparecieron en el hueco.
—¡Viva la próxima revolución, sargento! —dijo Romualdo.
—¡Vivan los difuntos! —exclamó Antonio.
—¡Maldita sea! ¿Cuánta tequila os dieron por un peso?
—Ocho vasos, sargento, ocho vasos. Quedamos debiendo cuatro.
—¡A la celda!
Los dos presos echaron a andar hacia la celda, y Carroll aprovechó aquel momento para salir de la comisaría.
Montó en el caballo y, mientras se apartaba de la comisaría, oyó cantar:
Tomasa, Tomasa, Tomasa...
—¡Silencio! —gritó el sargento—. Quiero dormir.
Burt sonrió, mientras echaba a correr el caballo.
Hizo noche en el camino y, al día siguiente, cuando eran las once de la mañana, llegó a Concepción.
El pueblo era muy parecido a Romerales.
También la oficina de la policía se ubicaba en una casa de adobe, sólo que las letras estaban más despintadas.
La puerta se abrió de golpe y un hombre salió despedido y cayó en la calle, dando vueltas en el polvo. Se puso de rodillas y enseñó su cara cubierta de moretones, echando sangre por la nariz y per la boca porque tenía los labios partidos.
Otro hombre salió de la comisaría. Llevaba pantalones como el sargento Gómez, de color gris desteñido y camisa verdosa. También llevaba revólver en la funda. Era ancho de hombros, de pecho combado como un barril, piernas de muslo grueso, brazos poderosos, con dos manos fuertes y grandes. Su rostro era la viva expresión de la brutalidad, con ojos muy separados, nariz de puente hundido, hocico saliente.
—Levántate, Manuel —dijo, arrastrando las palabras.
El caído se levantó. Su cuerpo temblaba.
—Ven aquí, Manuel.
—Perdone, sargento, no lo volveré a hacer.
—¡He dicho que vengas!
—Sí, sargento, ahora mismo voy.
—¡Rápido!
Manuel se acercó al sargento. Este se columpió sobre la punta de los pies y los tacones, sonriendo ferozmente.
—¿Robaste tú en el corral de Juan?
—Sí, sargento. Yo fui quien robó.
—¿Qué robaste?
—Una gallina. Sólo una gallina, se lo juro. Tengo a mi pequeño enfermo, y el médico le recomendó carne de gallina. Las mías se han muerto, ya sabe, sargento, la epidemia...
—¡Eres un maldito embustero! ¡Tu hijo no está enfermo!
—Lo está, sargento... Le juro por San Pancracio, que lo está.
—Robaste cuatro gallinas. ¡No fue una solamente...! ¡Fueron cuatro! Te voy a romper todos los huesos, ¿lo oyes, Manuel? ¡No te voy a dejar un hueso sano en tu maldito cuerpo! ¡Ponte de rodillas!
—Me iré a la celda, sargento.
—¡He dicho que te pongas de rodillas!
Carroll dejó oír su voz ronca:
—Buenas días, sargento Torres.
El sargento desvió la mirada hacia el forastero.
—¿Qué le pasa? ¿Es que no ve que estoy trabajando?
—Tengo que hablar con usted, sargento.
—Más tarde, gringo.
—Es urgente, sargento. Le traigo una carta de su colega en Romerales, del sargento Gómez.
Burt saltó del caballo y sacó la carta.
El sargento Torres titubeó unos instantes. Miró a Carroll y luego otra vez a Manuel.
—Está bien, Manuel. Métete en la celda. Acabaremos este asunto en otro momento.
—Sí, sargento... Gracias, sargento.
Manuel echó a correr, y entró en la comisaría.
El sargento Torres arrebató la carta de las manos de Carroll, y la leyó moviendo los labios.
—Conque un recomendado del sargento Gómez... Ramiro debería saber que los policías de nuestro país no aceptan recomendaciones. Eso supone un trato de favor. Ustedes, los gringos, están acostumbrados al soborno. Niéguelo, señor Carroll, ¿o debo decir teniente Carroll?
—Ya ha leído ahí que abandoné el Ejército. Basta con Carroll.
—Hable, señor Carroll, ¿qué es lo que quiere?
—Tiene usted un detenido con el que debo hablar.
—¿Cuál? ¿Manuel? ¿Por eso intervino para que no lo castigase por su cochino robo?
—No, no es Manuel, sargento.
—¿Quién es? Dígalo de una vez.
—Luis Márquez.
—Sí, tengo aquí a Luis Márquez, un puerco... ¿Tiene usted interés en él? Si cree que lo pondré en libertad porque usted me lo pida, perdió su tiempo al venir a Concepción.
—No he venido a pedirle que lo deje en libertad. Sólo quiero hablar con él.
—¿Sobre qué?
—Quiero que Luis Márquez me hable de una matanza que ocurrió en Estados Unidos.
—¿Una matanza?
—Una que tuvo lugar en Turalosa, y donde encontraron la muerte un teniente del Ejército de los Estados Unidos y seis soldados.
Torres se rascó una mejilla.
—Márquez iba en la pandilla de Valero. Sé que estuvieron en su país.
—Ellos mataron al teniente y a los soldados.
—¿Por qué iban a matarlos? México ya no estaba en guerra con Estados Unidos.
—Hubo una razón importante.
—¿Qué razón?
—Cien mil dólares oro.
Por unos instantes, el sargento Torres quedó inmóvil, aunque sus ojos parecieron cobrar un nuevo brillo, y las aletas de su nariz palpitaron ostensiblemente.
—No sabía nada de eso.
—¿No le parece lógico que no lo supiese? No creo que Paco Valero y sus hombres hayan ido por ahí pregonando el crimen masivo que cometieron en mi país.
—Sí, claro, y tampoco lo podían decir por el botín.
—¿Me invita a pasar, sargento?
—¡Cómo no! Adelante, señor Carroll.
La oficina también contaba con dos celdas. Una estaba ocupada por tres hombres. Uno de ellos era Manuel. Estaba sentado en un jergón, y trataba de cortarse la hemorragia de la nariz.
En la otra celda sólo había un hombre. Estaba arrodillado sobre las baldosas, entretenido en un juego. Hacía correr a dos cucarachas.
—¡Duro, “Paquita”...! ¡Más aprisa...! ¡Tienes que ganarle a “Marcelina”!... ¡Lo aposté todo por ti, "Paquita”...! ¡Así se corre, muchacha!
—¿Qué apostaste por ella, Luis? —preguntó el sargento.
Luis Márquez levantó la cabeza. Tenía las mejillas chupadas y el labio inferior colgante.
—No interrumpa la carrera, sargento.
—Te pregunté qué apostaste.
—¿Qué voy a apostar? ¡Me dejó limpio cuando entré aquí!
—Yo te diré lo que pudiste apostar, Luis. Diez mil dólares en oro. ¿O fueron quince mil lo que te correspondió en el reparto?
Luis Márquez parpadeó.
—¿De qué me está hablando, sargento?
—De Turalosa.
—¿Qué es eso?
—Luis, voy a entrar ahí dentro con la porra y entonces te haré recordar muchas cosas. Un teniente del Ejército de los Estados Unidos, seis soldados, cien mil dólares en oro...
—Sargento, por mi madre que no sé qué me está diciendo... —rió—. Ya sé lo que le pasa. Empinó el codo y está borracho como una cuba.
El sargento apretó los maxilares.
—Yo te voy a dar la borrachera, Luis, pero te juro que será con la porra.
—Pero, ¿qué quiere que le diga?
—Tú, Valero y los demás puercos matasteis en Turalosa, en Estados Unidos, a un teniente y a seis soldados.
—¿Es que cree que estábamos locos? ¿Por qué íbamos nosotros a matar a militares?
—Por cien mil dólares en oro.
—Sargento, no sabe lo que dice.
—Tú eres el que no sabe. Si lo supieses, lo escupirías todo, pero de eso se va a encargar la porra.
—¿Me deja a mí, sargento? —dijo Burt.
Torres clavó sus ojos en los de Carroll. Fue a contestar desabridamente, pero desistió.
—Está bien —dijo de mala gana—, hable con él, Carroll.
Burt se acercó a los barrotes de la celda.
Luis ya había perdido todo interés por las cucarachas, las cuales habían desaparecido entre las grietas que había el pie del muro.
—Soy Burt Carroll. Luis... ¿Por qué estás ahí dentro?
—Un canalla se llevó a mi hermana... Sí, gringo, eso fue lo que le hizo, y el canalla abusó de mi hermana y luego, la dejó ir... Y yo soy Luis Márquez, un hombre desde los pies a la cabeza. De modo que cuando vino a casa mi hermana y me contó lo que le había pasado, me fui en busca del canalla, y le metí un pincho en la barriga. Y por si no sabe lo que es un pincho, le diré que es un palmo de cuchillo. Y por eso estoy aquí.
—Estás por eso y por otras muchas cosas —repuso el sargento—. Por robar, por matar. Y vas a morir con unas cuantas balas en la tripa, como mueren los miserables.
—Luis —dijo Carroll—, sé por qué matasteis al teniente y a los seis soldados: por los cien mil dólares oro. Estoy buscando a los que hicieron aquello.
—¡Yo no intervine en eso! Ni sé una palabra. Yo no estuve todo el tiempo con Paco Valero... Demonios, podía ser verdad lo que usted dice. Pero, ¡qué zorros...! ¡Qué malditos puercos...! Ahora lo veo claro. Yo me separé de Valero y su pandilla antes de llegar a un pueblo llamado Las Minas.
—¿Por qué te separaste?
—Estábamos muertos de hambre, y quisimos pedir comida en un rancho, pero nos recibieron a tiros. Ustedes los gringos no son muy generosos, que digamos... Me pegaron un balazo en una pierna, mientras huíamos.
Me curaron, pero la herida se me infectó. Entonces necesité un médico, pero Valero me dijo que no podíamos ir todos a un pueblo o nos asarían como nos habían asado en el rancho. Era preferible que fuese yo solo. Usted ya lo entiende, si me veían sin compañía, me ayudarían. Valero me dijo que, una vez estuviese curado, me reuniese con ellos en un pueblo llamado Ramos, treinta kilómetros antes de llegar a El Paso.
—¡Mientes! —gritó el sargento.
—No miento, sargento. Le estoy contando la verdad.
Carroll preguntó:
—¿Dónde está Jaime Ríos, Luis?
—No lo sé.
—¿Dónde está Paco Valero?
—Tampoco lo sé.
El sargento hizo una señal con la mirada a Carroll. Los dos se apartaron de la celda.
—Déjelo de mi cuenta, señor Carroll. Tengo medios para hacer hablar a Luis.
—¿La porra?
—Hay otros.
—¿Aceite hirviendo?
—Ha creído las leyendas que se dicen de mí, ¿eh...? —el sargento sonrió—. Me conviene, con ellos. Sí, señor Carroll, me conviene que ellos crean lo que se dice de mí, que soy un tipo sin entrañas, capaz de todo... A eso me refería cuando le hablé de otros medios. Hablaré con Luis a solas. Lo asustaré, y él tendrá que decirme toda la verdad y nada más que la verdad. Usted, mientras tanto, puede descansar.
Burt pensó que estaba cansado, después de su largo viaje, y que necesitaba dormir en una cama.
—¿Hay aquí algún hotel?
—Desde luego, señor Carroll. Tenemos el hotel de Isabel. Está al final de la calle, y tiene la ventaja de que también es cantina y restaurante, y hasta tiene un par de hermosas chicas. Todo el servicio incluido, señor Carroll.
—¿También establo?
—En la parte posterior de la casa. Diga a Isabel que lo mando yo, y verá como lo trata como un rey.
—De acuerdo, sargento, volveré más tarde.
—Hasta luego, señor Carroll.
Burt dirigió una última mirada a Luis, que se había echado en el jergón, y miraba pensativamente hacia el techo.