CAPÍTULO VIII

 

Carroll hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, general Pérez, no hay trato. Los dos llevamos el mismo destino. El rancho de Janet Wilson. Acabaríamos por enfrentamos. Es mejor que resolvamos este problema ahora. Uno de los dos llegará hasta Paco Valero y los cien mil dólares oro. El otro se irá al infierno. Adelante, general, sigue andando hacia tu revólver.

—¡Por todos los diablos que te mataré! —exclamó Santiago, y siguió andando hacia la cama.

Se detuvo ante ella, y alargó las manos. No dejaba de mirar a Burt, y lo vio con los brazos colgando, inmóvil. Entonces se decidió a coger su cinturón.

Se lo puso y, después de pasar la hebilla, también dejó colgar los brazos.

—Lucha por tu vida, gringo —dijo, y sonrió ferozmente.

—Uno..., dos..., tres.

Tiraron del revólver al mismo tiempo.

Burt hizo fuego dos veces antes de que Santiago lograse apretar el gatillo. Se estaba tambaleando cuando eso llegó a ocurrir, y su bala mordió la pared.

Había recibido las dos balas de Burt en el pecho.

La puerta se abrió de golpe cuando Santiago caía.

Burt apuntó hacia allá.

Vargas y el otro centinela se quedaron asombrados al ver a su jefe en el suelo, el pecho lleno de sangre.

Luego miraron a Burt Carroll, cuyo “Colt” humeaba.

En aquel instante se oyó un gran estruendo en el pueblo de Rincones. Era producido por muchos rifles y revólveres.

—¿Qué es eso? —preguntó Vargas.

El silencio de la noche fue interrumpido por aullidos de dolor y muerte.

Un hombre gritó en la calle:

—¡Es el sargento Torres! ¡Trae muchos hombres con él! ¡Una encerrona!

Vargas y su compañero dieron media vuelta y echaron a correr por el pasillo hacia la escalera.

Burt se acercó a Teresa.

—Hay que escapar.

Ahora se oyeron estampidos en la casa.

Burt asomó la cabeza por la puerta.

Vargas y el otro bandolero se habían derrumbado al comienzo de la escalera.

Burt se agachó sobre Santiago, que ya había muerto. Le quitó el revólver de la mano, y se lo dio a Teresa.

—¿Sabes disparar?

—Sí.

—No vaciles en hacerlo. Hemos de llegar al establo donde están nuestros caballos.

—La ventana.

—Sí, es lo mejor, y ya me probaste que sabes trepar hasta ella.

—También sé salir.

Fueron hacia la ventana, y Teresa la abrió.

Un hombre corría por la calle, pero desde la esquina le hicieron fuego. El fugitivo, que indudablemente era un miembro de la pandilla de Santiago, se desplomó alcanzado por muchas balas.

Los hombres de la esquina desaparecieron.

—Ahora —dijo Burt.

Teresa se descolgó fácilmente, y dejóse caer en la calle empedrada.

Carroll la siguió, y dos echaron a correr hacia el establo, en la parte posterior de la casa.

Dos hombres les salieron al paso. Teresa y Burt dispararon. Cada uno de ellos acertó a uno de sus enemigos.

—Cubre la puerta, mientras yo ensillo los caballos —dijo Burt.

Entraron en el establo.

Le bastaron dos minutos para preparar los animales.

—Arriba, Teresa.

Ambos montaron.

En el momento en que iban a salir del establo, tres hombres llegaron corriendo.

Teresa y Burt dispararon otra vez.

Los tres hombres se derrumbaron, pero uno de ellos gritó:

—¡Sargento, se escapan!

Teresa y Burt lanzaron sus caballos hacia adelante. Ya no les salió ningún enemigo al encuentro y, poco después, salían del pueblo.

Al cabo de una hora se detuvieron.

Prestaron atención a sus espaldas, y Burt dijo:

—De momento, no nos siguen.

—¿Quiénes eran, Burt?

—El sargento Torres, de Concepción, y una pandilla de bandoleros que habrá contratado. También él va detrás de los cien mil dólares oro que fueron robados en Turalosa. El sargento fue quien cometió los asesinatos en la hacienda de Raúl. Atormentó a Jaime Ríos para que le dijese dónde se escondía Paco Valero. Nos debió seguir desde allí, y quiso aprovechar la noche y nuestra estancia en Rincones para acabar con nosotros, porque somos sus rivales.

—¿Qué hago yo ahora?

—No puedes volver sola a tu casa. Está demasiado lejos.

—Iré contigo.

—Tampoco me gusta.

—¿Por qué no?

—¿Es que no lo has visto? Este es un viaje en el que no está asegurado el regreso... ¿No hay ningún pueblo por los alrededores?

—No conozco esta comarca.

—Prefiero dejarte en un lugar seguro. Es lo que haré en la primera oportunidad. Vamos.

Continuaron cabalgando.

Burt se sentó en una piedra, cerca de Teresa.

Al cabo de un rato, ella dijo:

—Estoy cansada, Burt.

—Haremos un alto, y dormirás.

—También tienes que dormir tú.

—No puedo.

—Nos turnaremos en la guardia.

—De acuerdo. Duerme tú primero.

Buscaron un lugar situado entre unas rocas, cerca de un riachuelo. Teresa se arrebujó en la manta.

—Hace mucho frío, Burt. ¿Por qué no enciendes una fogata?

—No es posible. Si nos han seguido, sería la mejor señal para que acabasen con nosotros.

—¿Cuándo me despertarás?

—Dentro de un par de horas.

Burt se sentó en una piedra, cerca de Teresa.

Al cabo de un rato, ella dijo:

—No puedo dormir.

—Dijiste que estabas cansada.

—Sí, lo estoy.

—Son los nervios. Procura relajarte.

Ella cerró los ojos, pero los abrió en seguida, al oír un campanilleo.

—¡Una serpiente de cascabel!

—Sí —dijo Burt—, la estoy viendo. No te muevas.

Caroll tenía los ojos fijos en un punto situado a unos tres palmos de la cabeza de Teresa.

La joven sintió que la sangre se le helaba. Tragó saliva.

—He dicho que no te muevas, Teresa —repitió Burt.

Se siguió oyendo el campanilleo. Burt sacó el revólver, despacio. Hizo fuego.

la joven pegó un salto y se echó en brazos de Carroll, quien la recibió contra su pecho.

—Pasó el peligro, Teresa. La maté.

Pero ella se abrazó más fuerte a Burt.

—Cielos, qué susto.

—Estás como un témpano.

Ella alzó la cara. Se miraron a los ojos, y él la besó en la boca.

Luego, Burt la apartó suavemente.

—Será mejor que duermas ahora.

—Sí, Burt, pero antes llévate ese bicho.

Carroll alejó la serpiente muerta, con la bota.

Teresa se arrebujó otra vez en la manta, y no tardó en quedar dormida.

Despertó cuando estaba amaneciendo, y no vio a Carroll* a su lado.

—¡Burt!

¿Era posible que él la hubiese abandonado? No, no podía pensar que alguien lo hubiese atacado durante la noche porque entonces la habría matado también a ella.

Quizá Burt no quiso llevarla al rancho de aquella americana, porque allí los estaría esperando la muerte.

—¿Dormiste bien, Teresa?

Lo vio al pie de una cueva, en una pequeña colina, a unos veinte metros.

—¿Qué haces ahí, Burt?

—Ven acá, y lo sabrás.

Teresa corrió hacia él.

Entraron en la cueva. La joven vio una pequeña fogata, Burt había hecho café.

—Era preferible hacer fuego aquí dentro —dijo Carroll.

—¿Por qué no me despertaste para relevarte en la guardia?

—Estabas como una piedra.

—Tú estarás agotado.

—Dormí también un rato. Llegué a la conclusión de que el sargento no nos había seguido. Debió quedarse en Rincones y perseguir a los supervivientes de la pandilla de Santiago.

Le dio el café, y ella, después de beber, dijo:

—Resulta bueno echar algo caliente en el estómago.

—Hemos de proseguir nuestro camino.

—Primero tengo que lavarme.

—Mujer al fin —sonrió Burt—; pero date prisa.

La joven fue al arroyo y se lavó, pero no tenía peine, y tuvo que conformarse con arreglar su cabello con las manos.

—Debo estar horrible —dijo, cuando llegó al lado de Burt.

—Estás preciosa.

Ella lo miró fijamente, y él gruñó:

—Ya perdimos demasiado tiempo, Teresa.

Reanudaron el camino. Llevaban un rato cabalgando.

—¿Sabes dónde está el rancho, Burt?

—No nos perderemos. Además, imagino que encontraremos a alguien.

No se equivocó. A media mañana descubrieron a ion campesino.

—Buscamos el rancho de Janet Wilson —dijo Carroll.

—Todavía les queda mucho camino, pero van en buena dirección. Continúen hacia el este. ¿Son amigos de Carlos García?

—Sí.

—El murió. Ocurrió hace dos semanas.

—¿Y de qué murió?

—Lo mataron.

—¿Quién?

—No se ha sabido.

—¿Sabe usted si está por aquí Paco Valero?

El campesino desorbitó los ojos y se santiguó. —Dios nos libre de ese demonio.

—¿Está allí?

—No lo sé, señor... Pero Paco Valero fue visto cerca del rancho.

—¿Cuándo?

—Hace unos días. Oiga, ¿cree también que Paco Valero está por estos lugares...?

—Yo también lo ignoro. Gracias por sus informes. —Be nada, y que Dios los acompañe.

Teresa y Burt prosiguieron su camino.

—¿Qué conclusión sacaste, Burt?

Burt se volvió en la silla.

—Eh, oiga.

—Mande usted —dijo el aldeano.

—Me olvidé preguntarle cuál es pueblo más cercano.

—Los Cerezos.

—¿A qué distancia esté?

—A dos horas de aquí, a caballo. Pero si quieren ir allí, tendrán que dirigirse hacia el sur.

Burt le dio nuevamente las gracias.

—No puedes desviarte para dejarme en Los Cerezos —dijo Teresa.

—Te dejaré.

—Perderás mucho tiempo.

—Unas horas más o menos no significarán nada.

—Pueden significar mucho, porque el sargento Torres llegará antes que tú al rancho de Janet Wilson.

—No quiero poner en peligro tu vida.

—Yo me estaré quietecita. Te lo prometo.

Burt titubeó.

—Está bien. Vendrás conmigo, pero recuerda tu promesa. Cuando yo te diga que eches a correr, echarás a correr como si te persiguiesen mil diablos.

—Lo que tú digas, Burt —sonrió Teresa.