CAPÍTULO IX
Hicieron otro alto, porque había llegado la noche. Al día siguiente alcanzarían el rancho de Janet Wilson.
Durante toda la tarde Burt había estado vigilando
el camino dejado a sus espaldas, aprovechando las colinas, y no vio rastro del sargento Torres ni de otros perseguidores.
Por eso ahora habían hecho la fogata, entre unos árboles, sin excesivas precauciones.
—Burt —rompió el silencio Teresa—, tú sabes muchas cosas de mí, y yo no sé nada de ti.
—Mi vida no tiene nada de particular. Tengo la impresión de que he pasado toda mi vida en la guerra. —¿Y antes?
—Era demasiado joven para tener historia.
—¿Tienes padres?
—Sí.
—¿Hermanos?
—Ninguno.
—Yo tampoco los tengo —Teresa hizo una pausa—. Te estará esperando una mujer en tu país.
—¿Para qué?
—¿Para qué va a ser? Para casarse contigo.
—No, no me espera ninguna mujer para eso.
—¿Quieres decir que no te enamoraste nunca?
—Sí, claro.
Los ojos de Teresa centellearon.
—¿Quién es ella?
—Una mujer muy linda. Lo reunía todo. Hermosura,
belleza, inteligencia...
—¿Cómo se llamaba?
—Susan.
—¿Es que se murió?
—No.
—Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?
—No podía. Yo tenía catorce años. Era mi maestra.
Teresa cogió una piedra.
—Ahora te rompo la cabeza.
Burt la sujetó por la muñeca y, como ella se venció, la besó en la boca.
Cuando se separaron, Teresa lo miró respirando entrecortadamente porque estaba en una situación forzada.
—¿Qué nos ha pasado, Burt?
—No nos ha pasado nada.
—¿Qué infiernos? ¡Claro que nos ocurrió mucho...! Nos enamoramos.
—No hables por mí. Habla sólo por ti.
—Bésame otra vez.
—¿Para qué?
—Porque lo deseo.
—Pero yo, no.
—Embustero. Lo deseas con todas tus fuerzas. Igual que yo.
—¿Cómo lo sabes?
—Por tu sangre. Te hierve en las venas. Por tu corazón. Late tan aprisa como el mío.
En aquel instante, sonó un estampido.
La bala pasó por encima de la cabeza de Burt. Este empujó a Teresa, alejándola de sí, y se volvió con el revólver en la mano.
A la luz de la fogata vio a un hombre que se escondía entre los árboles. Manejaba un rifle.
—¡Escóndete, Teresa!
Echó a correr hacia el lugar donde se encontraba aquel hombre.
Este asomó el rifle, y Burt hizo fuego.
El mexicano se desplomó.
Carroll reanudó la carrera hacia él.
Cuando llegó a su lado, comprobó que estaba muerto porque había recibido la bala entre los dos ojos.
Vio su caballo entre unos arbustos, y fue hacia allí.
El caballo estaba solo. Miró a su alrededor, en todas direcciones, esperando que apareciese otro enemigo, pero transcurrieron los minutos sin que eso llegase a ocurrir.
Entonces regresó al lado de la joven.
—Era un lobo solitario. De todas formas, nos marcharemos, por si me equivoco y es uno de los hombres del sargento Torres.
Poco después, cabalgaban otra vez hacia el este.
Al día siguiente, encontraron a otro campesino. Después de cambiar un saludo con él, Burt preguntó:
—¿A qué distancia nos encontramos del rancho de don Carlos García?
—A una hora.
—Sabemos que don Carlos García murió. Somos amigos de su viuda. ¿Sabe si está ella allí?
—Sí, desde luego.
—¿Y Paco Valero?
El campesino, lo mismo que el otro, se santiguó.
—No he visto a Paco Valero. Aunque unes dicen haberlo visto.
—¿Cuándo?
—Hace unos días, pero yo no lo creí.
Burt y Teresa continuaron hacia adelante.
—Teresa —dijo Burt—, te quedarás lejos del rancho.
—No hay ningún peligro.
—Si no lo hay, lo habrá.
—Pero si me dejas sola, puedo caer en manos del sargento Torres.
—Cometí un error al no llevarte a Los Cerezos.
Ella le sonrió.
—No querías perderme.
—Eres una engreída.
—Claro que lo soy. Te he estado observando durante muchas horas.
—¿Y qué es lo que notaste? ¿Quizá que mi sangre también hervía? ¿O que mi corazón latía más aprisa?
—No te burles o te saco los ojos.
—Me habían dicho que las mexicanas son muy volcánicas, pero me faltaba comprobarlo.
—Y ahora que lo has comprobado, ¿qué piensas?
—Todavía no me he formado una opinión.
—Mentira. Claro que te la has hecho.
—¿Y cuál crees que es?
—Que no cambiarías a una mexicana por una chica de las vuestras. Y puedes llamarme engreída otra vea.
De repente aparecieron dos desconocidos entre los árboles.
Carroll decidió no sacar el revólver, porque aquellos hombres manejaban rifles.
—Quieto, gringo —dijo el más alto de ellos.
Burt se relajó en el caballo.
El mismo mexicano preguntó:
—¿Adonde vais?
—Al rancho de Janet Wilson.
—Nosotros somos empleados de Janet Wilson. Yo soy González.
—Estupendo. Nos dejaréis el paso libre.
—¿Por qué?
—Porque somos amigos de Janet. La conocimos en El Paso.
González cambió una mirada con su compañero, y éste hizo un gesto afirmativo.
—Está bien —dijo el único que había hablado hasta entonces—. Vendréis con nosotros.
El otro mexicano fue por sus caballos y, poco después, emprendieron la marcha.
Burt habló en voz baja a Teresa:
—Ya te has metido en el lío.
—No me quejo.
—Todavía puedes echar a correr. Yo te cubriré.
—Seguiré contigo. Quiero ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
—Nunca se puede saber.
Uno de los mexicanos volvió la cabeza, y los dos jóvenes guardaron silencio durante el resto del camino.
Pronto llegaron a la casa. Era hermosa, con un amplio porche.
Algunos mexicanos trabajaban en los alrededores.
Descabalgaron, y González dijo:
—¿Cuál es su nombre, gringo?
—Burt Carroll.
—Lo anunciaré a la patrona, pero venga conmigo.
Burt y Teresa entraron en la casa, siguiendo a González.
—Esperen aquí —dijo el mexicano, y entró en una habitación.
Al quedar a solas, Teresa dijo:.
—Tengo miedo.
—Te lo podrías haber evitado.
—¿Por qué no me abrazas, Burt?
—Lo dejaremos para otra ocasión.
—¿Crees que habrá otra ocasión?
Burt no llegó a responder, porque González salió de la habitación.
—Pueden pasar.
Entraron en un salón.
Janet Wilson era una rubia de unos treinta años, esbelta, tanto como Teresa, tan hermosa como ella. No vestía luto. Llevaba un vestido a la usanza mexicana, falda amplia y blusa floreada de escote redondo.
—Señor Carroll, no recuerdo haberlo visto en mi vida.
—Es lógico en una artista aplaudida por el público.
Janet sonrió.
—Me ganó, señor Carroll. Es cierto, me ha ocurrido otra veces. A mí me puede conocer mucha gente. Pero ¿a qué ha venido? El hecho de traer como compañera a una joven tan gentil, significa que no es usted uno de mis enamorados admiradores.
—No, Janet. Tengo otro motivo para haber viajado hasta su rancho.
—¿Cuál?
—Francisco Valero.
Janet borró la sonrisa de sus labios.
—No comprendo.
—Francisco Valero está aquí.
—Oh, sí, si se refiere a la comarca. Algunos campesinos aseguran haberlo visto.
—Me refiero a esta casa, Janet.
—Señor Carroll, es usted muy atrevido.
—Tengo que serlo, dadas las circunstancias. He hecho un largo viaje, Janet, y vine en busca de Francisco
Valero. No puedo irme sin haberlo visto.
—¿Qué le hace suponer que está en mi casa, señor Carroll?
—Me dijeron que Francisco Valero fue uno de sus enamorados admiradores —repuso Burt, empleando las palabras de ella.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo.
—También me aseguraron que Francisco Valero no logró olvidarla, Janet.
Me halaga mucho, señor Carroll, pero eso es algo que no he podido comprobar.
—Es muy extraño.
—¿Por qué extraño?
—Hablé con un par de campesinos. También ellos me dijeron que Francisco Valero se encontraba por aquí, y, admitiendo eso, ¿cómo iba a estar Valero cerca del rancho donde usted vive, sin verla?
—¿Me está llamando embustera?
—Usted me obliga a ello, Janet.
—Será mejor que salgan de mi casa.
—No, Janet.
—Márchense.
—Nos quedaremos.
—¿Quiere que avise a mis hombres?
—Lo lamentaría.
—Yo también sentiría mucho ordenar que un compatriota fuese arrojado de mi casa a la fuerza. Pero todavía puedo impedirlo, señor Carroll. Salga por su propio pie, y no se deje a la señorita.
Burt ve movió, pero no fue hacia la puerta, sino hacia un sillón de cuero. Se sentó y cruzó las piernas. Janet lo estaba mirando, asombrada.
—Señor Carroll. usted me ha obligado a ello.
Echó a andar hacia la puerta, pero Teresa le interrumpió el camino:
—Estese, quieta Janet.
—Quítese de ahí.
La joven cruzó los brazos.
—Burt es quien manda, y si él me dice que me aparte, me apartaré.
Burt Carroll oyó que una puerta se abría a sus espaldas, y una voz preguntó:
—¿Qué quiere de mí, señor Carroll?
Se levantó, y volvió la cabeza. No quiso desenfundar porque comprendió que se ganaría una bala.
El hombre que le había hablado tenía un revólver en la mano, como había supuesto.
Frisaba los cuarenta años y era moreno, de ojos i negros, y tenía una cicatriz sobre la ceja izquierda.
—Me alegro de haberlo encontrado, al fin, Valero.