CAPÍTULO XIV
Janet se encontraba a solas, paseando por su dormitorio.
Llamaron a la puerta.
—Adelante.
Entró un mexicano.
—Ya se han ido, señora.
—¿Cuántos van?
—El sargento Torres y siete hombres.
—Enciende una hoguera junto a la pared sur del rancho. Que sea bien grande para que se pueda divisar desde las montañas.
—Sí, señora.
—Date prisa.
Janet se tendió en la cama y se durmió. De pronto fue despertada por unos labios que besaban los suyos. Vio sobre su cara la de un hombre de ojos negros y labios que sonreían mostrando unos dientes blanquísimos.
—Tardaste mucho, Esteban.
El llamado Esteban la besó otra vea.
—Janet, sólo vendría a tu rancho cuando tú encendieses la fogata. Fue la señal que convinimos. Entonces me dejaría caer por aquí con mis hombres para liquidar a Peter Burton y a Francisco Valero.
—Pero ya te habrás enterado de que eso no es necesario.
—Fue una sorpresa, cariño. Peter Burton y Francisco Valero se fueron al infierno. ¿Dónde están los cien mil dólares?
—Creo que en la misión de los franciscanos de Santa Isabel.
—¿Sólo lo crees?
—Juraría que están allí, pero se lo tuve que decir a alguien. Al sargento Ventura Torres, que fue quien se ocupó del rubio y de Valero.
—¿Por qué se lo dijiste?
—El sargento me amenazó con arrancarme las uñas.
—¿Eso te iba a hacer el muy canalla?
—¿Verdad que a ti no te gustaría que a tu Janet la dejasen sin uñas? —dijo ella, con un mohín de coquetería.
Esteban juntó una vez más sus labios con los de ella.
—Yo voy a arreglar a ese sargento, preciosa.
—Te sacó una ventaja de dos horas.
—Conozco un buen atajo para llegar a la misión.
—Eso quiere decir que también volverás muy pronto.
—Sí, muñeca. Volveré muy pronto para estar en tus brazos.
—Con los cien mil dólares.
—No faltará un centavo.
—No tardes, Esteban. Estaré contando los minutos que me separen de ti y del botín que el lindo oficial rubio robó para nosotros a su Ejército.
Esteban, un hombre corpulento, de unos treinta años de edad, salió de la estancia.
Janet se desperezó en el lecho. Había corrido muchas aventuras durante su vida, pero eso era lógico, habiendo nacido bella y hermosa. Estaba satisfecha de todo lo que había hecho. Pocas mujeres habían gozado de la vida como ella. Pero ahora debía preocuparse de su futuro. Estaba viviendo los últimos años de su juventud, y por eso decidió que se quedaría con el hombre más adecuado para ella. Con el más fuerte. Cuando conoció a Esteban Manzano supo que aquél era su hombre, el elegido. Peter Burton había resultado un infeliz. Era un tipo simpático, pero la aburría, porque todo se lo tomaba a broma, y Francisco Valero no poseía ningún encanto especial para ella, y en cuanto a su marido, Carlos García, era el más aburrido de todos, tratándola siempre como a una figura de porcelana, a la que fuese a romper con un abrazo. Esteban era distinto a Peter, a Valero, a Carlos...
—¿Soñando? —dijo una voz.
Se alzó bruscamente en la cama y se asombró al ver junto a la ventana abierta al hombre que había llegado de los Estados Unidos en busca de Peter Burton y los cien mil dólares oro.
—¿Estás loco, Burt?
—No, no lo estoy.
—¿Por qué has vuelto, entonces?
—Por el sargento Torres.
—No está aquí. Ya se fue.
—¿Cuándo?
—Hace más de tres horas.
—¿Y el botín?
—Se lo llevó.
Burt arrugó el ceño.
—¿Se lo llevó y te dejó viva?
—Le rogué por mi vida, y me perdonó.
—Un hombre con corazón generoso.
—Soy una mujer atractiva, ¿no te parece?
—Lo eres.
—Eso tuvo en cuenta.
—Así que conservaste la vida por hermosa...
Ella se puso en pie y se estiró la falda.
—¿No crees que lo soy, Burt?
Caminó hacia él y, al llegar a su lado, levantó sus brazos y rodeó con ellos el cuello varonil.
—Tú también eres muy atractivo como hombre, Burt.
—Gracias.
Ella tuvo que ponerse de puntillas para besarlo, porque Burt no hizo nada.
Carroll le puso las manos en el cuello, y la apretó.
—Cuidado, Burt. Me haces daño.
—¿Qué es lo que guardas en la manga, Janet?
—No soy una jugadora de póquer.
—Vi una hoguera.
—¿Dónde?
—Muy cerca de tu rancho.
—Oh, sí, los muchachos de vez en cuando queman los desperdicios.
—Pasé por el lado de la hoguera, y no vi ningún desperdicio. Había sido hecha con troncos y ramas.
La joven parpadeó.
—Entonces, es que a alguien se le ocurrió quemar esos troncos y esas ramas porque estorbaban.
—Mientes muy mal... Vi gente a caballo. Venían de las montañas. Yo estaba escondido, y pasaron muy cerca de mí. Eran bandidos. Oí cómo llamaban al jefe: Esteban... Traían esta dirección.
—No sé nada.
—Más te valdrá haber admitido que llegaron hasta aquí. Porque los vi penetrar en tu rancho.
—Cariño, ¿no crees que estás perdiendo el tiempo...? Sé del amor cosas que tu amiga* Teresa no aprendería ni aunque viviese tres veces.
—Es posible, pero la prefiero a ella.
—Ya opinarás luego de otra forma.
—No, dulzura. No te voy a dar oportunidad para que me demuestres tu sabiduría... Estábamos hablando de Esteban... Vino aquí, habló contigo y luego se marchó con sus hombres hacia el este... Y te falta conocer algo. Atrapé a uno de tus hombres, pero, antes de dejarlo sin conocimiento y amordazarlo, le pregunté adónde iba Esteban, y me dio una respuesta: se dirige a la misión de los franciscanos de Santa Isabel.
—No sé por qué tiene que ir allí.
—Yo te ayudaré.
—Déjame en paz... Eres un estúpido... Nunca has tenido una mujer como yo en tus brazos y, en lugar de corresponder a mis besos, me estás produciendo dolor de cabeza.
—Qué pena: No sabes cuánto lo siento... ¿Quizá Esteban fue a la misión porque tú mandaste allí al sargento Torres?
—¡Qué tontería!
—¿Y por qué fue a Santa Isabel el sargento Torres? —Vete al infierno.
Burt apretó más fuerte el cuello de la joven.
—Me ahogas.
—Sí, Janet. Te voy a ahogar y será un favor que haga a muchos hombres. Has jugado con todos, a pesar de que no sabes póquer... Pero no te vas a burlar de mí... Te lo aseguro.
La joven le pegó un rodillazo y logró quedar libre. Echó a correr hacia la mesilla de noche, abrió un cajón y sacó un revólver.
Burt cayó sobre Janet, antes de que ésta pudiese dar la vuelta para disparar.
Los dos rodaron por el suelo, ella soltando grandes chillidos.
Burt logró quedar encima de ella, y le arrebató el revólver, enviándolo al otro lado de la estancia. Luego, volvió a apretar el cuello de Janet.
—¿Qué le dijiste a Torres...? ¿Por qué fue a la misión Esteban?
—Está bien. Te lo diré. Creo que el dinero está allí... Peter Burton se refirió a la misión... Había dado un donativo... Nunca me explicó con claridad dónde guardaba los cien mil dólares, pero su escondite tenía que estar cerca del rancho.
Burt dejó libre a la rubia, la cual se pasó una mano por la garganta.
—Eres un bruto. Por poco me estrangulas.
—Es lo que debería hacer. Pero yo no mato a una mujer.
—Eres muy amable.
—Acepta un consejo, nena. No vuelvas a meterte en un lío.
—¿Qué más, reverendo?
—Te conozco lo suficiente para saber que no volverás a la buena senda... Tú serás la que perderás, porque, en cualquier momento te tropezarás con un cuchillo o con una bala. Sólo hay una clase de personas que te gustan. La gentuza. Y una de ellas acabará agujereando tu maldita piel.
Burt se dirigió a la ventana y saltó por ella, tras dirigir una última mirada a la joven.
Janet apretó los puños, rabiosa. Ningún hombre la había rechazado. Burt era el primero. Lo odiaba con todas sus fuerzas.
Se echó a reír, pensando que Esteban acabaría con Burt. ¿Qué podía hacer Burt contra Esteban y sus hombres?
No podía esperar a saber el resultado de lo que iba a ocurrir en la misión de Santa Isabel.
Fue al establo. Ordenó que le preparasen un caballo y emprendió la carrera hacia la misión.
De repente, un jinete se interpuso en su camino.
Se quedó perpleja. Era aquella joven, Teresa Ramírez.
—Buenas noches, Janet.
—¿Qué haces por aquí, Teresa?
—Debía esperar a Burt en las montañas, pero temí por él, y vine para ayudarle.
—Yo también le quiero ayudar, Teresa.
—¿Dónde está?
—Se fue a la misión de Santa Isabel, en busca del sargento Torres. Ven conmigo. Juntas, salvaremos a Burt.
Janet reanudó la carrera, seguida por Teresa.
La rubia sonrió, pensando que aquella estúpida también recibiría su premio.