KEITH LUGER

 

 

 

 

 

 

 

 

LUCHA POR TU VIDA, GRINGO

 

 

 

 

 

 

 

 

Colección

ASES DEL OESTE n.° 911

Publicación semanal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA - BOGOTÁ - BUENOS AIRES - CARACAS - MÉXICO

 

ISBN 84-02-02518-8

Depósito legal: B. 34.240 - 1976

 

Impreso en  España - Printed in Spain

 

1.a edición en esta Colección: octubre, 1976

 

© Keith Luger - 1969

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Parets del Valles(N-152, Km 21,650) Barcelona - 1976

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Burt Carroll estaba cabalgando por la tierra de México.

El día anterior había cruzado Río Grande.

Eran las doce del día y quería llegar a media tarde a Romerales, el pueblo al que se dirigía.

Había dejado atrás un trozo desértico y ahora avanzaba entre irnos peñascos.

De pronto, vio aparecer a un mexicano frente a él. Salió por detrás de una gran roca y se interpuso en su camino, pero no llevaba ningún revólver en la mano. Lo guardaba en la funda.

—Buenos días, gringo —saludó.

Burt tiró de las bridas de su alazán, deteniéndolo.

Observó al mexicano. Tenía bigote espeso, que casi le cubría la boca. Sus ropas estaban sucias.

—Buenos días —le contestó.

—¿Sabe mi idioma?

—Lo aprendí hace unos años.

—Cuánto lo celebro. Me gusta que me entiendan.

—A mí también.

—Mi nombre es Manuel Galindo, y me encuentro en un apuro, señor... ¿Cómo dijo que se llamaba?

—No lo dije.

Galindo se echó a reír.

—Es cierto, no lo dijo. Pero debería decirlo para que yo supiese con quién estoy hablando.

—Carroll, Burt Carroll.

—Señor Carroll, le decía que me encuentro en un apuro.

—¿Qué clase de apuro?

—Necesito comida.

—Tengo entendido que el pueblo de Romerales está muy cerca de aquí. ¿No puede ir a Romerales a aprovisionarse?

—Claro que podría —sonrió Galindo—, pero se necesita plata... Y yo no la tengo, gringo.

Burt Carroll tenía veinticinco años y era alto, uno ochenta y tres de talla, y pesaba ochenta y cuatro kilos. Su cuerpo era duro y elástico a la vez, el rostro bronceado, de rasgos varoniles, ojos negros como el azabache y brillantes.

—Puedo darle comida, señor Galindo.

—Qué amable es usted, señor Carroll.

—Pero no mucha porque me queda poca.

—¿Qué es lo que lleva?

—Tocino.

—¿Sólo tocino?

—Y un par de latas de conserva. Se lo daré todo. Yo compraré en Romerales.

—Entonces, tiene plata.

Carroll entornó los ojos.

—Sí, tengo plata, pero sólo le daré comida.

—Como usted quiera, señor Carroll. No puedo pedir demasiado. Los pobres tenemos que contentamos con lo que nos dan los ricos.

—Yo no soy rico, señor Galindo.

—¿Y qué es?

—Un viajero que está visitando su país.

Carroll descendió del caballo. Quería librarse cuanto antes de aquel mexicano.

Galindo también saltó del caballo y se acercó a Carroll, el cual ya había descolgado de la silla la bolsa de las provisiones. Sacó el tocino y dos latas de conserva.

—Aquí tiene.

El mexicano se había detenido, pero no alargó las manos.

—¿Me va a dar también lo otro, señor Carroll?

—¿Lo otro?

—La plata.

—Le dije que no.

—Sin embargo, me la va a dar, ¿lo entiende, señor

Carroll? Quiero todo su dinero.

El mexicano seguía con las manos vacías porque su revólver continuaba estando en su funda.

—No crea que estoy loco, señor Carroll —rió otra vez Galindo—. Y no trate de sacar el “Colt”. Mi compañero le está apuntando a la espalda. El está detrás de usted y, si ve que mueve la mano hacia la funda, le meterá uña bala en la nuca... Mi amigo se llama José Álvarez, y sólo me falta agregar que tiene una gran puntería.

Burt volvió la cabeza. Galindo no lo había engañado. Allí había otro mexicano, en lo alto de una roca. Manejaba un buen rifle de repetición. José Álvarez era rechoncho, de nariz chata, y también él tenía bigote espeso.

—¿Está ya convencido, gringo? —dijo Galindo.

Burt sacudió la cabeza.

—Está feo robar, Galindo.

—La vida es así.

—Pero se debe trabajar para vivir.

—Este es nuestro trabajo, gringo. Deje caer la bolsa en el suelo.

Carroll obedeció.

—Ahora su dinero, gringo.

Carroll fue a agacharse.

—¿Qué hace? —le preguntó Galindo.

—Tengo el dinero en la bota.

El mexicano rió.

—Oh, sí, ustedes los gringos toman muchas precauciones.

Carroll sacó unos cuantos billetes de un compartimiento interior de la bota. Eran billetes de diez dólares.

—¿Cuánto dinero tiene? —inquirió Galindo.

—Cincuenta dólares.

—¿Es todo?

—Lo es.

—No me fío de usted, gringo. Pero sabremos después si nos engaña.

—¿Después?

—Lo tenemos que matar, señor Carroll.

—Les doy todo lo que tengo.

—También queremos su caballo.

—De acuerdo, llévenselo.

—Pero no podemos dejarlo a usted con vida.

—¿Por qué no, Galindo?

—Porque ustedes, los gringos nunca se conforman con perder lo que tienen. Usted ha dicho que va a Romerales. Allí hay un jefe de policía, el sargento Ramiro Gómez. La tiene tomada con nosotros. Usted le dirá quiénes le robaron, y eso será algo que el sargento Gómez tendrá en cuenta. Pero si lo matamos, usted no dirá nada y el sargento Gómez nunca podrá estar seguro de que nosotros le robamos y lo matamos a usted. ¿Lo comprende, señor Carroll?

—Sí, creo que sí.

—Mi amigo y yo celebramos mucho que usted lo comprenda. Ya se lo dije, señor Carroll, la vida es así. El pez grande se come al chico. Ahora mi amigo José Álvarez y yo somos los peces grandes y usted es el pez chico.

—Eso parece —dijo Carroll, y se lanzó al suelo.

Burt sacó mientras daba vueltas. Hizo fuego contra Álvarez, que era el más peligroso.

El mexicano que estaba en lo alto de la roca soltó un aullido y cayó hacia atrás.

Luego, Carroll se revolvió en el polvo.

Galindo ya tenía el revólver en la mano, y se disponía a disparar. Sin embargo, Burt hizo fuego antes.

La cara de Galindo se convirtió en un despojo porque había recibido la bala en plenas narices. Se derrumbó como un muñeco de trapo.

Algunos pajarracos que estaban entre las piedras echaron a volar, asustados.

Burt Carroll se levantó y dio un suspiro.

No le hacía falta comprobar si Galindo estaba muerto. Rodeó la roca sobre la que había estado subido Álvarez. También aquél había dejado de existir porque la bala le había partido el corazón.

Encontró sus caballos muy cerca de allí. Puso los cadáveres sobre las sillas, asegurándolos con el propio lazo de los bandidos mexicanos, y en seguida reemprendió la marcha.

No encontró a nadie en su camino y llegó a Romerales a las cuatro de la tarde. El sol todavía estaba alto y pegaba fuerte. Sólo vio a tres mexicanos que dormían amparados en la sombra de las paredes, sentados en el suelo, con el ancho sombrero sobre la cara.

Se detuvo ante un edificio de adobe, sobre cuya puerta, en letras desiguales, se leía: "Jefe de Policía”.

Golpeó la puerta, pero no le contestaron. Volvió a llamar, pero tampoco recibió respuesta. Entonces abrió y pasó al interior. Vio una pequeña oficina con una mesa cubierta de papeles y de polvo. Al fondo había dos celdas. En una de ellas dormían dos mexicanos. La otra tenía la puerta abierta y en el fondo vio un camastro sobre el que también dormía un hombre, pero éste llevaba pantalones de color gris desvaído, y estaba en camiseta. A los pies del jergón había una guerrera con galones de sargento.

Carroll entró en aquella celda.

—¿Sargento?

El hombre que estaba en el camastro empezó a despertarse. Se restregó los ojos y puso los pies calzados con botas en el suelo.

Frisaba los treinta y cinco años y era de cabello negro, rizado, con grandes entradas.

—¿Quién es usted?

—Burt Carroll.

—¿Por qué me despertó, señor Carroll?

—Le he traído a dos hombres.

—¿A quiénes?

—Dijeron llamarse Manuel Galindo y José Álvarez.

El sargento terminó de despertarse.

—¿Qué nombres ha dicho...? Oh, no, no lo repita. Le oí bien.

El sargento saltó de la cama y echó a correr hacia la calle. En el camino, sacó la pistola. Abrió la puerta y se detuvo en el porche, mirando hacia el exterior. Así estuvo un rato, y al fin se volvió, asombrado.

Carroll sacó un cigarrillo del bolsillo superior de la chaqueta y se lo puso en los labios. Prendió un fósforo y encendió el cigarrillo, arrojando el humo por los agujeros de la nariz.

El sargento lo estaba observando con la boca abierta.

—¿Usted hizo eso, gringo?

—Galindo y Álvarez quisieron robarme, a unas cuantas millas de Romerales. Pero no se contentaban con eso. También me querían matar para que usted no supiese lo que ellos habían hecho. Tuve que defenderme.

—¿Cómo lo hizo?

—Con el revólver.

—Ya sé que usa revólver. No me refería al arma. Galindo y Álvarez eran muy buenos con el rifle y con el “Colt", y usted dice que les ganó...

—Viajo solo. Tuve que hacer el trabajo sin ayuda.

El sargento miró con respeto al forastero.

—Usted debe ser mejor que Galindo y Álvarez.

—Quizá tuve suerte.

—Se ha ganado cinco dólares.

—No los quiero.

—Por cabeza.

—Déselos a las familias necesitadas de Romerales.

—Hay muchas familias necesitadas en Romerales y no tocarán ni a un centavo.

—Entonces, organice una merienda para los niños.

—Como usted quiera. ¿Hacia dónde va, Carroll?

—De momento, a Romerales. Quería hablar con usted, sargento. Es un asunto importante.

—Espere, señor Carroll. Hace mucho calor. Si no ponemos los cadáveres al fresco, dentro de poco olerán mal.

—Sí, eso creo yo.

El sargento Gómez cogió un llavero de la pared y abrió la celda donde estaban los dos presos durmiendo.

—¡Romualdo! ¡Antonio!

Los presos no hicieron la menor señal de levantarse.

Gómez llegó al primer jergón, y empezó a pegarle patadas al preso.

—¿Es la revolución? —gritó, despertando el que dormía.

—Ya tuvimos bastantes revoluciones por este año —dijo el sargento, y continuó pegando patadas al otro preso—. ¡Arriba, Antonio, arriba!

Antonio saltó del jergón y se cuadró, haciendo el saludo militar.

—¡A la orden, mi sargento! Se presenta el preso Antonio Gutiérrez. Yo no robé, se lo juro, sargento, yo no robé...

—Estúpido, no te estoy preguntando ahora sobre el robo a la casa de don Mariano... Salid a la calle y haceos cargo de los cadáveres de Manuel Galindo y José Álvarez. Llevadlos a la funeraria de Pedro y que los metan en una caja de pino de dos pesos. ¿Me habéis oído bien?

—Sí, sargento —contestaron a una los dos presos.

—Y luego os venís otra vez a la celda. ¿Me oís? No quiero que os entretengáis con nadie.

—A la orden, mi sargento —contestaron a una Romualdo y Antonio.

Echaron a correr pero, antes de llegar a la puerta, Romualdo detuvo a Antonio.

—Sargento, ¿no nos da siquiera un peso para hacernos un trago en la cantina de Rosario? Ya sabe, para quitamos el mal gusto de los muertos...

—Menudo par de sinvergüenzas —dijo el sargento, pero sacó un peso y lo arrojó hacia la puerta.

Romualdo cazó la moneda al aire y salió con Antonio de la oficina.

Carroll estaba sonriendo.

—¿Se fía de sus detenidos, sargento?

—No se preocupe. Vendrán aquí. Es lo que les conviene. Si no lo hacen, ya saben que los cogeré. Y entonces les pegaré tal paliza que tendrán que estar muchas semanas comiendo gachas con una pajita.

—Tiene Usted medios muy interesantes para hacer entrar en razón.

—Esto es México, señor Carroll.

—Sí, ya me di cuenta de que estoy en México, Aunque no crea que en mi país las cosas marchan mucho mejor.

—Me alegra que lo reconozca. Hay_ un gringo que viene por aquí y que dice que su país es un paraíso. Pero, ¿sabe una cosa, señor Carroll? Yo no le creo. No existe el paraíso sobre la tierra, y yo sé por qué. Por los hombres. No, señor Carroll, los hombres no somos buenos en ninguna parte... ¿De qué quería hablarme?

—De algo que ocurrió hace seis meses en mi país.

—No lo entiendo. ¿Ocurrió en su país y viene a solucionarlo a México?

—Sí, sargento, es en México el único lugar donde puedo solucionar el asunto.

—Hable, ¿de qué se trata?

—Verá, sargento. Hace seis meses, un teniente del Ejército de los Estados Unidos y seis soldados fueron asesinados en Turalosa. Transportaban cien mil dólares oro desde un pueblo llamado Las Minas. Los cien mil dólares oro desaparecieron.