CAPÍTULO III

 

Salió de la oficina de la policía, montó en su caballo y fue hacia el final de la calle.

Se detuvo ante la cantina de Isabel.

Un viejo que estaba sentado ante la pared, dormitando, se levantó perezosamente.

—Soy Carlos, gringo, ¿se va a quedar?

—Sí.

—¿Quiere que me ocupe de su caballo? Lo llevaré al establo y le daré una friega y un buen pienso. Todo por un dólar.

—Trato hecho, Carlos.

El viejo se llevó el caballo, y Burt entró en la cantina de Isabel.

Un hombre trataba de besar a una mujer, y ésta reía y le soltaba bofetadas, pero no lo hacía en serio.

—Suéltame, Enrique.

—No quiero soltarte. Estás más comestible que nunca, Isabel.

El llamado Enrique besó a Isabel en el cuello, y entonces ella vio al forastero.

—Apártate, Enrique, tenemos un visitante.

Isabel le dio un empujón, quitándoselo de encima. Enrique se tambaleó y se volvió para mirar hacia la puerta,

—Siento interrumpirles —dijo Carroll.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Isabel, mientras se arreglaba el escote de la blusa, que se le había ensanchado en el forcejeo con Enrique.

—Quiero una habitación. Un hombre llamado Carlos se llevó mi caballo al establo. También quisiera comer algo.

Isabel era una mujer de treinta y cinco años, muy llamativa, por su hermosura en sazón.

—¿Come primero y duerme después?

—Sí, eso es lo que me conviene.

Enrique era de talla mediana, fuerte y musculoso.

—¿Necesita un guía? —preguntó a Carroll.

—De momento, no.

—Conozco bien la región. No debe ir solo por ahí. Le podrían pasar cosas.

—Lo tendré en cuenta.

Burt comió en una mesa del fondo y, cuando hubo terminado, Isabel le dijo que podía subir la escalera y ocupar la primera habitación del corredor.

Burt así lo hizo. La habitación era fresca, con una cama para dos y un lavabo en buen uso. Abrió la ventana, y dejó entrar una suave brisa que soplaba en aquel momento.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Soy Encarnita, señor. Vengo a saber si necesita algo.

Carroll sonrió, recordando las palabras del sargento. Todo el servicio incluido.

—No, gracias, Encarnita.

—¿Está seguro, señor Carroll?

—Lo estoy.

Oyó los pasos de Encarnita, que se retiraba. Se metió en la cama y durmió cuatro horas.

Después de lavarse, se vistió y abandonó la habitación. Oyó mucho jaleo en la cantina. Al bajar la escalera se quedó sorprendido al ver en la barra a los tres detenidos que compartían una de las celdas del sargento, entre ellos aquel Manuel, el ladrón de gallinas. Los tres bebían y reían, en compañía de dos muchachas. Manuel llamó a una de ellas Encarnita, y Carroll se quedó sorprendido porque Encarnita tenía unos dieciocho años y era bella y atractiva.

Terminó de bajar la escalera y se acercó al grupo.

—Hola, muchachos —saludó.

Manuel le sonrió.

—Todavía no le di las gracias, gringo.

—¿Por qué?

—Gracias a usted, el sargento no me siguió pegando.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Os concedió el sargento un rato de diversión? —Burt tenía en cuenta aquella forma de proceder de los jefes de policía de Romerales y de Concepción, que soltaban a los presos con la obligación por parte de éstos de regresar a la celda.

—Nos soltó para siempre.

—¿Y Luis Márquez?

—Fue el iónico que se quedó.

Carroll salió de la cantina, encaminándose a la oficina de Torres.

Abrió la puerta de un tirón.

El sargento no estaba allí. Miró la celda de Luis Márquez, y lo vio colgando de la ventana.

Echó a correr, pero la puerta estaba cerrada. Descubrió el llavero en la pared, y lo atrapó.

Abrió la celda y se encaminó hacia Luis Márquez. Vio su cara. Tenía los ojos desorbitados y un palmo de lengua fuera, que le asomaba entre los dientes. Estaba ahorcado con su cinturón.

Deshizo el nudo de los barrotes, y bajó el cuerpo. Le dejó libre el cuello, pero ya era inútil. No podía devolver la vida a Márquez. Calculó que debía estar muerto desde hacía más de media hora.

Lo registró, pero no le encontró nada.

Entonces salió a la oficina y se sentó en la silla, ante la mesa, y esperó, fumando un cigarrillo.

Al cabo de un rato oyó que alguien se acercaba por la calle, silbando. Era el sargento Torres.

—Hola, señor Carroll, ¿ya durmió? —preguntó, sonriente.

—Sí, y también Luis Márquez está durmiendo.

—Ese vago duerme todo el día.

—Esta vez dormirá toda la noche, y mañana, y pasado.

Torres enarcó las cejas. Durante irnos instantes, los dos hombres se miraron a los ojos. Al fin. Torres desvió los suyos hacia la celda, y al ver a Márquez en el suelo, se movió hacia allí.

—¿Muerto?

—Sí, sargento, muerto.

—¿Por qué lo hizo, Carroll?

—Estaba ahorcado cuando yo entré.

—¡Ese miserable...! ¡Ese canalla! ¿Por qué hizo eso conmigo? El muy cerdo se colgó, aprovechando mi ausencia...

—¿Qué le sacó, sargento?

—¿Cómo?

—Le pregunto qué informes le sacó a Luis Márquez.

—Nada.

—Usted despidió a los otros presos.

—Sí, los despedí porque no quería que estuviesen presentes en el interrogatorio. Era muy delicado preguntarle a Luis Márquez por cien mil dólares oro.

—Y por la matanza de un teniente y seis soldados del Ejército de los Estados Unidos.

—Oh, sí, desde luego, por la matanza también. Le pregunté por todo lo que pasó en ese pueblo, ¿cómo se llama?

—Turalosa.

—Eso es, Turalosa... Pero no quiso decirme nada. El muy puerco cerró la boca.

—¿No se la abrió usted con la porra?

—Pero ¿qué está diciendo...? ¡Claro que no le pegué con la porra! Y si tiene alguna duda, entre en la celda. Ande, señor Carroll, entre en la celda y examine a Luis. Verá como no tiene ningún hueso roto, y conserva todos sus dientes... Lo amenacé, desde luego, y le dije que le iba a hacer picadillo, si no hablaba...

—¿Y luego?

—Yo tenía que ver a don Eustaquio, el doctor... —el sargento se frotó el estómago—. Una dolencia... Malas digestiones. Don Eustaquio me recetó unos polvos para tomar después de las comidas. Se me acabaron ayer, y entonces yo le dije a Luis Márquez: “Oye, Luis. Me voy a ir a casa de don Eustaquio por mi medicina, pero volveré en media hora, y en este tiempo tienes que decidirte a hablar, ¿lo entiendes, muchacho...?” Y me fui por mis polvos.

—¿Dónde están?

—¿Eh?

—Los polvos, ¿dónde están?

—No me cree, ¿eh, señor Carroll?

El sargento sacó una caja de cartón del bolsillo y se la tendió a Burt.

—Está bien —dijo Carroll.

—¿Por qué no abre la caja, y comprueba que son mis polvos...?

Esperó irnos segundos y al ver que Carroll permanecía quieto, dejó la caja de cartón sobre la mesa y se volvió, señalando el cadáver de Luis Márquez.

—Ese cerdo se ahorcó para darme un disgusto, ¿lo oye? No quería hablar. ¿Recuerda sus propias palabras, señor Carroll? Me tienen miedo. Sí, eso es lo que les ocurre a los ciudadanos. Me tienen miedo porque soy para ellos un hombre despiadado. Pero yo sólo cumplo con mi deber. Tengo mano dura, pero ¿qué pasaría si fuese blando? No habría forma de mantener la paz de la comarca. Todo el mundo robaría y mataría por cualquier motivo... Luis Márquez no pudo resistir la idea de que yo volviese de ver a don Eustaquio y le apretase las clavijas. Ahí lo tiene todo explicado. Por eso se ahorcó.

Burt se puso en pie.

—Gracias por todo, sargento.

—¿Adónde va?

—En busca de Paco Valero y Jaime Ríos...

—No le conviene... Hay mucho bandolero por ahí, señor Carroll. Lo habrá oído decir.

—Sí, lo he oído. Maté a dos de ellos, antes de llegar a Romerales.

Torres se quedó con la boca abierta.

—¿A quién mató?

—A Manuel Galindo y a José Álvarez.

—¿Usted mató a ésos?

—Si tiene alguna duda, pregunte a su colega de Romerales. Fue a él a quien entregué sus cadáveres.

—Debe tener buena puntería.

—Fue también lo que opinó el sargento Gómez... —Burt se dirigió hacia la puerta.

—Espere, Carroll.

—¿Qué quiere, sargento?

—No puedo hacerme responsable de lo que le pase a usted.

—¿Le he pedido que se haga responsable?

—Mi obligación es proteger a los ciudadanos de Concepción, pero también debo proteger a los extranjeros.

—Es usted muy amable, sargento. Pero deje que me ocupe yo de mí mismo —repuso Burt, y salió de la oficina.

Fue a la cantina. Manuel y sus compañeros de cárcel estaban ya borrachos.

Enrique, sentado ante una mesa, hacía un solitario con unos sucios naipes.

Burt se sentó a su lado.

Enrique le dirigió una mirada, pero en seguida la bajó, prestando atención al solitario.

—¿Ya cambió de opinión, señor Carroll?

—Es posible.

—¿Hacia dónde quiere ir?

Burt sacó un cigarrillo, y lo prendió con un fósforo. Mientras despedía el humo, dijo:

—No conozco la dirección.

Enrique lo miró otra vez con, el ceño fruncido.

—¿No lo sabe?

—Busco a dos hombres.

—¿Quiénes?

—Paco Valero y Jaime Ríos.

Enrique se disponía a poner un naipe en el lugar que le correspondía, pero se quedó inmóvil y clavó otra vez sus ojos en los de Carroll.

—Hable con Manuel, señor Carroll. Me contó lo que oyó en la oficina del sargento Torres. Usted se refirió a una matanza en los Estados Unidos. Un teniente y seis soldados murieron, y usted piensa que eso fue obra de Paco Valero y su pandilla.

—Así es.

—Cuando Paco Valero se entere del motivo de su viaje a México, lo va a matar de muy mala manera.

—¿Por ejemplo?

—Lo untará de melaza y lo pondrá encima de un hormiguero.

—Sí, es una manera muy mala de morir.

—O le atará las extremidades a dos caballos, que hará correr en distintas direcciones, y ya sabe lo que le pasará a usted.

—Quedaré hecho pedazos.

Enrique puso el naipe en su sitio, mientras decía:

—Buen viaje de regreso a su país, señor Carroll.

—Sigo queriendo buscar a Valero y a Ríos, y pagaré bien a quien me diga dónde están.

—¿Cuánto, señor Carroll?

—Cinco dólares.

—Eso no es pagar bien.

—Diez dólares.

—¿Por qué no dice veinticinco?

Carroll dio una chupada al cigarrillo y dejó que el humo se elevase lentamente hacia el techo. Mientras tanto, Enrique colocó tres naipes en las hileras correspondientes.

—Está bien, Enrique. Que sean veinticinco dólares.

—No le aseguro nada. Yo no sé dónde están Valero y Ríos.

—Entonces, ¿por qué he de pagar veinticinco dólares?

Enrique se quedó un rato pensativo, observando dónde podría colocar el naipe que había sacado del mazo.

—Yo puedo conducirlo hasta un hombre que nos dirá dónde están Valero y Ríos.

—¿Quién es ese hombre?

—No se lo puedo decir. Mi compromiso con usted es que yo lo conduciré hasta ese hombre.

—Trato hecho, Enrique.

Enrique dejó caer los naipes sobre la mesa y deshizo las hileras.

—Ese solitario se estropeó. Así es la vida, señor Carroll. Unas veces salen las cosas y otras no salen. Como los solitarios... ¿No le sacó nada a Luis Márquez?

—Está muerto. Lo encontré colgado de la ventana de su celda.

Enrique sacudió la cabeza.

—¿Lo ve, señor Carroll? A Márquez ya le salió mal el último solitario, y no puede hacer otro.