CAPÍTULO XIII

 

El sargento Torres recuperó su buen humor:

—Tu amigo merecía la" muerte, Carroll. ¿No estás de acuerdo?

—Sí, él merecía la muerte. Habría sido ahorcado en los Estados Unidos.

—Es un favor que he hecho a tu Ejército. Pasaré la factura.

—¿En qué va a consistir, sargento?

—Apuesto a que lo sabes.

—Cien mil dólares oro.

—Bravo, Carroll. Acertaste.

—Tú perteneces también a un ejército, Torres. Tienes obligaciones que cumplir.

—¿Por ejemplo?

—Devolverme el dinero y entregarme a Paco Valero. Regresaré a mi país para que se haga justicia.

—Te faltó agregar algo en el lote. A Teresa.

—De acuerdo. También me llevo a Teresa.

Torres rió, estremeciendo los hombros.

—No, Carroll. No te vas a llevar nada. Ni a Valero, ni el oro, ni a Teresa. Moriréis los tres, y será ahora mismo. Fusilados en el paredón del jardín.

Los bandoleros cogieron a los tres sentenciados a muerte, a Teresa, a Burt y a Valero, por el brazo y los empujaron hacia el jardín, por la terraza que habían utilizado para entrar.

Valero se retrasó un poco y un hombre le pegó un culatazo en la espalda.

—Camina, Valero.

Burt temó la mano de Teresa.

—Lo siento, Teresa. A pesar de mis sentimientos, debí dejarte en Los Cerezos.

—Yo no me quejo.

—Vine a México sabiendo que podría morir en cualquier momento, pero tú no tenías nada que ver con todo esto... Sin embargo, vamos a intentarlo.

—¿Intentar qué?

—Escapar.

—Es mía locura. No lo conseguiremos.

—De todas formas, nos van a matar. Prepárate para echar a correr.

—Sí, Burt.

Habían estado hablando en voz baja, y uno de los centinelas ordenó:

—A callar, gringo.

—Estaban cruzando el jardín. El paredón al que se dirigían se hallaba a unos quince metros.

Burt contó los bandoleros. Eran seis. Demasiados. Pero no podía elegir.

Saltó sobre el de la derecha, pegándole un puñetazo en la sien.

Teresa también se arrojó sobre el bandolero que tenía más cerca.

Valero los secundó, lanzándose sobre dos de los hombres.

Burt atrapó el rifle del mexicano que había dejado sin sentido y disparó.

Un individuo que se disponía a hacer fuego sobre ®I otro disparó en el vientre a bocajarro.

Valero también se apoderó de un rifle y machacó con la culata la cabeza de uno de sus enemigos, pero cayó al suelo herido.

Valero dio un salto en el suelo.

—Maldito —dijo, y disparó sobre el hombre que lo acababa de herir.

Teresa pegó un zarpazo en los ojos del hombre sobre el que había caído, y fue bastante para que el tipo dejase su arma y aullase.

—¡Me has dejado ciego...!

Burt se quitó a otro enemigo de delante, partiéndole el corazón de un balazo.

Valero, tendido en tierra, disparó contra otro de los hombres del sargento Torres, y le voló la cabeza.

—Huid, muchachos —dijo—. No os entretengáis. Yo os cubriré.

Burt cogió de la mano a Teresa, y echaron a correr hacia la puerta del jardín.

Valero hizo fuego contra los hombres que salían de la terraza, y tumbó a otro, pero luego fue cosido a batazos.

Burt y Teresa ya habían salido de la casa. Había muchos caballos, y un hombre los custodiaba. Burt le metió un proyectil en los intestinos y el tipo rodó por tierra aullando como un perro rabioso.

Teresa saltó a una de las monturas y Burt a otra, emprendiendo la fuga.

Dos bandoleros salieron del jardín y dispararon sobre los fugitivos, pero no lograron alcanzarlos.

 

* * *

 

—Me parece increíble que nos hayamos salvado, Burt.

Habían hecho un alto en las montañas cercanas al rancho de Janet Wilson, en un lugar escondido.

—Quiero que vuelvas a tu casa, Teresa.

—Lo haré contigo.

—No, Teresa. Yo no regresaré todavía. Tengo una cuenta pendiente con el sargento Torres.

—Creí que habías renunciado…

—No puedo renunciar.

—Tú amigo ya está muerto. Y también lo están cuantos participaron en aquella matanza... Luis Márquez, Jaime Ríos, Francisco Valero./.

—Pero ahora apareció un hombre que no formaba parte de aquella pandilla, el sargento Torres, y es él quien se quiere aprovechar del plan de Peter Burton.

—Tienes una solución mejor para enfrentarte con él.

—¿Cuál?

—Denúncialo a sus superiores.

—¿Crees que serviría?

—Quizá sí.

—Soy pesimista a ese respecto. Cada vez que interviene una persona nueva en el asunto, se quiere hacer cargo del botín. Cien mil dólares es un premio apetitoso para el ganador, y todos lo quieren ser —hizo una pausa—. No, Teresa. No puedo confiar en nadie. Sólo en mí mismo.

—Pero Torres tiene mucha gente con él.

—Se quedó sin la mayoría de sus hombres.

—Contratará a otros bandidos, los que estaban con Peter Burton.

—¿Por qué había de contratarlos, si ahora sólo se tiene que enfrentar conmigo? :

—Una voz interior me dice que debes abandonar este asunto.

Burt se inclinó sobre la joven y la besó en los labios.

—Haré un trato contigo, Teresa.

—¿A qué te refieres?

—Te quedarás aquí, y yo iré esta noche al rancho de Janet Wilson. No, no trates de disuadirme...

—Está bien.

—Si a medianoche no he regresado, te marcharás sola. Sin detenerte. Promételo.

—Prometido.

Ella se apretó fuertemente contra él y de nuevo unieron sus labios.

 

* * *

 

—¿Dónde están los cien mil dólares, Janet? —preguntó el sargento Torres.

—No lo sé —contestó la hermosa viuda.

Torres entornó los ojos.

—No juegues conmigo, rubia.

—He dicho la verdad. Peter Burton no trajo aquí el botín. No se fiaba de nadie.

—Pero él te debió confiar su secreto, y te dijo dónde guardaba el oro.

—No, no me lo dijo. Sólo lo sabía otra persona.

—¿Quién?

—Francisco Valero.

—Francisco Valero también está muerto.

—Sí, sargento. Mataste a todas las personas que te podían ayudar.

Torres apretó los maxilares y caminó furioso hacia la joven. Al llegar ante ella le soltó una tremenda bofetada. Janet cayó en la cama, porque era en el dormitorio de la joven donde se estaba desarrollando aquella entrevista.

—¿Por qué me pegas...? Ya te he dicho que no sé nada.

—¿Crees que he matado a tanta gente para regresar a Concepción con las manos vacías?

—Yo no tengo la culpa.

—¡No te creo, Janet! ¿Lo oyes...? ¡No te creo...! Me dirás dónde escondió el dinero Peter Burton o te arrancaré las uñas una a una, empezando por las de los pies. ¿Sabes qué clase de tormento es ése?

—Me hago una idea, aunque nunca me arrancaron las uñas de los pies.

—Entonces, habla.

—Dame un poco de tiempo.

—¿Para qué?

—Para recordar algún detalle.

—No tengo tiempo que perder. Quiero regresar cuanto antes a Concepción. En esta comarca hay demasiados bandidos y las muertes que han sobrevenido los pondrán alerta. Pueden dejarse caer por el rancho y no tengo hombres suficientes para hacerles frente. ¿Qué es lo que tratas de recordar?

—Algunas de las cosas que me dijo Burton —la joven se frotó las sienes con la mano—. Se refirió a las Montañas Negras.

—Bonita faena la tuya —rió Torres con sarcasmo—. Conque las Montañas Negras. ¿Debo ir allí a buscar los cien mil dólares...? Hay cuevas por centenares. ¿Cuál me aconsejas? Puedo empezar a buscar y hacer testamento a favor de mis nietos para que continúen buscando.

—¿Qué pueblo hay entre las Montañas Negras y mi rancho? Sólo uno, Río Caliente...

—¿Y qué?

—Peter Burton hizo allí un donativo.

—¿Un donativo?

—A la misión de los franciscanos de Santa Isabel.

—¿Ese asesino fue a la iglesia? No sería a pedir perdón por sus pecados.

—Ahora lo acabas de decir sargento. ¿A qué iba Peter Burton a la misión?

—¿A guardar su botín?

—No pudo ser otra cosa.

Torres se mordió el labio inferior, mientras reflexionaba.

—De acuerdo, rubia. Iré a la misión, pero si me has engañado, te lo haré pagar... Y lo haré de tal forma que desearás no haber nacido...

Torres salió de la estancia.