CAPÍTULO X
Francisco Valero entró en la habitación y cerró a sus espaldas.
Se apoyó en la puerta, y sonrió diciendo:
—Es usted un hombre muy terco, señor Carroll.
—Tengo que serlo, por obligación.
—¿Y cuál es la obligación, en este caso?
—Aclarar un suceso que ocurrió muy lejos de aquí. En Turalosa. ¿Le dice algo el nombre?
—¿No es un pueblo de su país?
—Sí, señor Valero.
—Creo haber pasado por allí.
—Es admirable su memoria, señor Valero. ¿Qué más recuerda de Turalosa?
—Nada.
—Yo le ayudaré. Un teniente y seis soldados del Ejército de los Estados Unidos. Cien mil dólares oro. Unos mexicanos que fueron obligados a traspasar la frontera de Río Grande. Una celada al destacamento militar. La muerte para el teniente y los soldados... ¿Recuerda ya, señor Valero?
Francisco rió.
—Está contando una bonita historia, señor Carroll. ¿Y qué tengo que ver con ella?
—Mucho, señor Valero. Usted mandaba aquel grupo de mexicanos. Usted atacó al grupo militar. Acabó con ellos y se llevó los cien mil dólares oro.
—¿Quién le ha contado eso?
—Lo investigué.
—¿Por qué lo investigó?
—Yo también era teniente del Ejército de los Estados Unidos, como el fallecido Peter Burton.
—¿Quiere decir que ya no lo es?
—No, señor Valero.
—Entonces, no fue comisionado oficialmente para realizar su investigación.
—No, no lo fui. Tomé la decisión de renunciar al Ejército.
—¿Qué le impulsó a eso?
—Peter Burton era uno de mis mejores amigos. Me salvó la vida durante la guerra. No pude saldar aquella deuda.
—Los muertos no pasan factura.
—Le salió una bonita frase, señor Valero.
—Tengo .otra mejor...
—Dígala.
—Sólo los que están vivos necesitan comer y beber.
—¿En eso consiste todo?
—El ser humano busca la felicidad.
—Estamos de acuerdo, señor Valero. Pero ¿no cree que son importantes los medios de que se vale el ser humano para conseguir esa felicidad? ¿No cree que existen medios que son justos y otros que son injustos?
—No, señor Carroll, no lo creo.
—Me gustaría conocer su moralidad, señor Valero.
—No la tengo.
—Me sorprende.
—No, no diga que lo sorprendo. Usted habrá oído contar muchas cosas de mí. Soy un hombre que no teme a la muerte y tampoco teme matar.
—Sí, es cierto. Hablan de eso.
—Pues ahí tiene explicada mi moralidad.
—Ha de tener una base para justificar esa ausencia de moralidad.
—La tengo, señor Carroll.
—Explíquemela.
—Es la mar de sencillo. Existen hombres que han nacido para ocupar los más altos puestos en la sociedad. Poseen uña capacidad especial porque reúnen las condiciones necesarias. Son inteligentes, decididos y audaces. Ellos lo merecen todo.
—Ya tenemos un grupo de hombres. ¿Cuál es el otro? ¿O quiere que se lo diga yo?
—Dígalo, si lo sabe.
—Según usted, el otro grupo está integrado por los esclavos, los que han nacido sin esa capacidad especial a que usted se refería antes. No reúnen las condiciones necesarias. No son inteligentes, ni decididos, ni audaces y, por tanto, no merecen nada.
—Exacto, señor Carroll. Me entendió muy bien.
—Usted mató a Peter Burton y a los seis soldados para apoderarse de los cien mil dólares oro, y habría matado a cincuenta más.
—A todos los que se hubiesen opuesto.
—Por fin, lo admitió.
—Es usted infantil, señor Carroll. Tengo un revólver en la mano y en cuanto apriete el gatillo saldrá una bala.
—Y agregará una muerte más a su larga lista de víctimas.
—Eso es lo que ocurrirá inevitablemente. Pero usted se lo buscó.
—¡No! —gritó Teresa—. ¡No lo mate, señor Valero!
Francisco esbozó una sonrisa.
—Caramba, tiene usted una defensora, señor Carroll. Una mexicana. Y por mil diablos que es bonita. ¿Cuál es su nombre?
—Me llamo Teresa Ramírez.
—¿Por qué ha venido con Carroll, Teresa?
—Me salvó de las garras de un miserable llamado Santiago Pérez.
Valero parpadeó.
—¿Santiago Pérez...? ¿Qué tiene usted que ver con él, señor Carroll?
—Su antiguo compañero se informó de mi gestión, y pensó que podía jugar por su cuenta. También él quería los cien mil dólares oro.
—¿Dónde está Santiago Pérez?
—Imagino que ya lo habrán enterrado,
—¿Sólo lo imagina?
—Lo maté yo en un pueblo llamado Las Ánimas.
—¿Cómo se las arregló para eso?
—Mantuve con él un duelo.
—¿Frente a frente?
—Sí, frente a frente.
—O es usted excelente con el revólver, o Santiago Pérez perdió facultades. Pero, dígame, ¿y los hombres de Santiago?
—Fueron exterminados.
—¿Por usted? No lo creeré.
—Por el sargento Torres. ¿Lo conoce?
—Sí, conozco a esa bestia, como lo llaman los que tienen que sufrir su mando... Así que también el sargento Torres está enterado de lo que pasó en Turalosa.
—Sí, señor Valero.
—Y se lo dijo usted.
—Hubo tres supervivientes del encuentro de ustedes con los federales. Luis Márquez, Jaime Ríos y usted. Me propuse buscarlos.
—¿Y a quién encontró primero?
—A Luis Márquez. Lo tenía el sargento Torres en la cárcel de Concepción. Pero Luis Márquez murió allí mismo. El sargento logró sacarle la información que deseaba, y lo ahorcó de la ventana de su celda.
—¡Pobre Luis! Era un buen chico. Descanse en paz. ¿Y Jaime Ríos?
—También murió.
—¿Ahorcado?
—Lo colgaron, pero no del cuello. De los pies, y luego le dieron tormento.
—¿El sargento Torres?
—Debió ser él.
—A ese canalla lo voy a untar con miel y lo pondré en un hormiguero.
—No sé quién de los dos ganará.
—Ganaré yo.
—El sargento no viene solo.
—¿Cuántos hombres trae?
—No los pude contar.
—¿Qué ventaja le sacó, Carroll?
—Tampoco lo sé.
—No quiere colaborar, ¿eh?
—¿De qué me servirá colaborar, si usted va a apretar el gatillo?
—Sí, señor Carroll. Ya dijo todo lo que tenía que decir, y por eso le llegó la hora de largarse al infierno.
—¡Espere, señor Valero! —gritó otra vez Teresa.
—Cierra la boca, o también habrá balas para ti.
Teresa cerró la boca, pero no se estuvo quieta. Empujó a Janet y lo hizo con tal fuerza que la hermosa viuda salió lanzada, cruzándose entre Valero y Carroll.
Burt saltó en ese preciso momento y, cuando Janet Wilson terminó de pasar, cayó sobre Valero y le pegó en el brazo armado.
El revólver cayó en el suelo y, simultáneamente, el puño izquierdo de Carroll se estrelló en el mentón del mexicano, el cual se desplomó.
Burt cogió el “Colt” y apuntó a Valero, que no había llegado a perder el conocimiento.
Janet Wilson se revolvió, furiosa, contra Teresa.
—¡Maldita, te voy a freír en aceite!
Teresa le contestó con una sonrisa.
—Ya perdiste tu oportunidad, rubia.
—Valero —dijo Burt—, prometí que el asesino de Peter Burton lo pagaría. Y voy a cumplir mi palabra.
—¡Un momento! ¡No dispares! ¡No cometas es el error!
—El error lo cometería si te dejase con vida. Te he estado escuchando durante un rato, y lo que dijiste es lo más ruin que ha salido por boca de un hombre.
Valero se levantó, mirando al suelo, y saltó sobre Burt.
Este lo golpeó con el cañón del revólver, haciéndole retroceder.
—No, Valero. Yo no te voy a dejar ninguna oportunidad.
—Pide precio.
—No tienes dinero bastante para salvar tu piel.
—Tengo mucho.
—Cien mil dólares oro.
—Te daré veinticinco mil dólares, Carroll.
Burt se sintió lleno de ira. Peter Burton, el amigo a quien le debía la vida, había sido asesinado por aquel hombre, y ahora Valero pretendía que olvidase su promesa de vengarlo, a cambio de veinticinco mil dólares. No pudo contenerse, y lo golpeó otra vez con el cañón del revólver entre el cuello y la oreja.
Valero dio otro chillido.
—¡No me pegues más, Carroll...!
—Es sólo el comienzo de lo que voy a hacer contigo. Asesinaste a Peter Burton, y ahora lo pagarás.
Una voz dijo:
—No hace falta que lo mates.
Burt se volvió bruscamente. Allí, junto a la puerta, vio a su amigo, a Peter Burton.