CAPÍTULO XV
Frank Kerrigan sonrió.
—Te lo tenías muy callado, Rock.
—Uno no puede ir por el mundo diciendo quién es. Todos quieren matar a Billy el Niño para ser famosos. Y estaba un poco harto de sacar el revólver.
Connors dejó oír su voz.
—Billy.
—Le escucho, Connors.
—Su bando está aquí.
—No.
—Sé que vende su pistola.
—Alguna vez lo he hecho.
—Venga a esta parte y tendrá trescientos dólares. —Yo paso, señor Connors.
—De acuerdo. Serán quinientos.
—Pierde el tiempo, señor Connors.
—Ponga precio, Billy.
—Para usted está cerrada la ventanilla.
El ranchero empalideció.
Tony Janssen esbozó una sonrisa.
—No se preocupe, Connors. Billy el Niño es sólo una leyenda. Hasta ahora sólo ha matado a desgraciados, a tipos que no sabían tener un revólver en la mano. Pero ahora se va a enfrentar a auténticos pistoleros, a James y a mí. ¿Has oído, Billy?
—He oído.
—¿Y qué dices?
—Que eres un bocazas.
Tony se echó a reír.
—Tú has elegido, Billy el Niño... Has querido ser amigo de Frank Kerrigan hasta el fin.
—Sí.
—Tienes un corazón demasiado blando y eso te va a perder. Pero, después de todo, ¿qué se puede esperar de un chiquillo?
—¡Ya! —gritó Connors.
El ranchero, Tony Janssen y James Benson movieron la mano hacia los revólveres.
Frank Kerrigan y Billy el Niño sacaron también.
Se produjo un estruendo.
Connors, Tony Janssen y James Benson estaban recibiendo todo el plomo.
Connors cayó en seguida con una bala entre los dos ojos que le había mandado Kerrigan.
Tony Janssen fue alcanzado en la boca por un proyectil de Billy el Niño, y éste se cargó también a James Benson reventándole la cabeza.
Se hizo un silencio.
Frank Kerrigan miró al rubio.
—Ya terminó.
De pronto se oyó una voz fuera en la calle.
—¡Todo el mundo quieto! ¡Revólveres fuera! ¡Yo soy la ley!
Frank y Billy echaron a andar y salieron del local.
Cinco cow-boys del rancho Connors estaban arrojando los revólveres al suelo.
Desde la otra parte de la calle, Peppard y el ranchero Milton los estaban encañonando con el rifle.
Frank les dirigió una sonrisa.
—Buen trabajo, Marshall. Enhorabuena, Milton.
—Después de todo, decidí perderme el duelo porque aquí podía hacer algo por usted —repuso Peppard.
—Gracias.
—Somos todos los ciudadanos los que le debemos nuestro agradecimiento, Frank.
—Y a Billy el Niño.
El Marshall y Milton y los cow-boys se quedaron asombrados, mientras miraban al rubio.
De repente se oyó una voz femenina.
—¡Frank!
Era Marion. Había aparecido por la esquina cercana.
Frank salió a su encuentro y se abrazaron y unieron sus labios.
Así permanecieron un rato hasta que Kerrigan oyó la voz de Billy el Niño.
—Adiós, Frank.
Se apartó y vio al rubio montado en el caballo.
—¿Por qué te vas, Billy?
—No puedo quedarme.
—Necesitamos un capataz.
—No, Frank, tengo que seguir mi destino.
—¿Tu destino? Está aquí. Con nosotros.
—No, Frank, tengo a demasiada gente detrás de mí. Nadie puede escapar a su destino y yo sé que moriré joven.
—Puedes empezar una vida nueva con nosotros.
—¿Y abandonar a mis girls? Frank, estás loco —rió Rock—. Soy su bebé. Yo no puedo darles ese disgusto a las chicas. ¿Qué harían sin mí?
—Eres un testarudo, Billy.
El rubio le guiñó un ojo y señaló a Marion.
—Cásate con ella y ten muchos hijos.
—Al primero le llamaremos Billy.
—Ojalá no tenga mi destino. Hasta la vista, Frank. Adiós, Marion.
Billy espoleó su cabalgadura y ésta emprendió un fulgurante galope.
Marion y Frank vieron cómo se alejaba Billy, hasta que se perdió por el final de la calle.
—Que tengas buena suerte, Billy —murmuró Frank.
Pero acertó Billy el Niño. Estaba marcado por el destino y se cumplió su profecía. Murió joven, exactamente un año más tarde, a manos del sheriff Pat Garret. Y en los saloones de Texas se cantó una canción cuya parte final decía:
«El día que murió Billy el Niño,
todas las girls llevaron luto por él.»
F I N