CAPÍTULO III

 

Frank Kerrigan había llegado a Sugar City.

Se detuvo ante el saloon Peonía y, después de atar las bridas al poste, entró en el local.

De pronto oyó una voz conocida.

—No, eso no, Margot.

—Pero si es un chupete.

—Yo no te pedí un chupete.

Era Rock Ferguson. Y estaba en buena compañía. Con tres girls en una mesa. Las tres estaban volcadas sobre él, acariciándole. En la mesa había una botella de whisky vacía y otra llena.

Una girl le sacó a Rock un fajo de billetes del bolsillo y dijo:

—Apartaré dos dólares para comprarme un sombrero.

—No, Paula.

—Me prometiste regalarme el sombrero si me portaba bien, y me he portado muy bien. ¿O es que tienes queja de mí?

—No tengo ninguna queja de ti.

Frank ya había echado a andar y se detuvo ante la mesa.

—Yo tengo una queja.

Rock lo miró y se puso a parpadear.

—¡Frank!... ¡Mi amigo Frank!... ¡A mis brazos, muchacho!

Se levantó de la silla y se fue a abrazar a Frank, pero éste lo recibió soltándole un trallazo con la derecha.

Rock Ferguson recibió el golpe en la mandíbula y voló, arrollando la mesa y las tres girls.

Las mujeres se pusieron a dar chillidos.

Rock se levantó masajeándose el mentón.

—Eh, Frank, has estado a punto de romperme la mandíbula.

—Te voy a romper las costillas.

—¿Por qué, Frank?

—¿Qué fue de tu madre?

—Oh, sí, mi pobre mamá. ¿Sabes una cosa? Ya la operaron y salió bien.

—Sinvergüenza, te voy a dejar como una res después de pasar por el matadero.

—¡No, Frank, detente!

Frank no se detuvo porque le soltó un izquierdazo en el hígado.

El rubio retrocedió boqueando y entonces Frank le cerró la boca con un gancho.

Ferguson voló otra vez y dio dos vueltas de campana. Quedó casi inconsciente.

Frank se acercó a él y lo cogió por el cuello de la chaqueta.

—Quieto, pingajo, o te sacudo más.

Le sacó los billetes del bolsillo y los contó. Le quedaban treinta dólares.

—Eh, Frank, ¿qué vas a hacer con ese dinero?

—Es mío.

—Mi pobre madre lo necesita para la convalecencia.

— No me vuelvas a nombrar a tu madre o te acabo x deslomar!

—Pero, Frank, ¿por qué te pones así conmigo?

—Eres el mayor granuja que me he echado a la cara. A cuántos has engañado antes que a mí? Pero ya sé por qué lo consigues. Con tu cara de niño ingenuo te resulta fácil estafar al prójimo.

—No me hables así, Frank.

—¿Te parto el corazón?

—Desde luego que me lo partes.

—Tú no tienes corazón, rubio.

—Pregúntale a Margot, a Paula o a Sonia, si yo tengo corazón. ¿Lo tengo, muchachas?

Las tres girls se estaban aseando el vestido después de la caída. Y las tres a una, dijeron:

—Tienes un gran corazón, Rock.

Ferguson sonrió a Kerrigan.

—¿Lo ves, Frank?

—Las engatusas como engatusas a todo el mundo. Pero ya no me volverás a engatusar a mí.

Frank le soltó del cuello y Rock golpeó la cabeza contra el suelo.

Frank se dirigió hacia el mostrador.

El rubio gritó:

—Frank, ¿es que no me vas a ayudar a levantarme?

—Muérete.

Frank llegó ante el mostrador y pidió un whisky a un tipo de bigote espeso.

Rock se levantó.

—No deberías decirle eso a un amigo, Frank.

—Tú no eres mi amigo.

El del bigote sirvió el vaso de whisky y Frank lo bebió de una sola vez.

Una de las girls se acercó a Rock.

—¿Te han hecho daño en la cara, bebé mío?

—Sí, Paula, casi me la destrozó.

—Qué brutote es tu amigo.

—¡No soy su amigo! —rezongó Frank.

Otra girl se acercó al rubio y le dio un beso en la mejilla.

—Oh, Rock, deberías tener más cuidado en elegir tus amistades.

La tercera girl rodeó con sus brazos el cuello de Rock y después de besarlo dijo:

—Cariño, ¿te sientes mejor ahora?

—Sí, Sonia.

—Pobrecito mío.

Frank miró a Rock con un solo ojo porque cerró el otro.

—Rock, ¿qué les das?

—Yo, nada. Es que me ven tan desamparado que les despierto el instinto maternal.

—Menudo canallita estás tú hecho.

El del bigote dijo:

—Eh, señor Ferguson. Ha quedado debiendo nueve dólares. Quiero que los pague.

Rock se buscó en los bolsillos y dijo:

—Frank, te quedaste con todo mi dinero.

—¿Tu dinero? ¡Era mi dinero!

—Bueno, pero me pagarás los nueve dólares.

—Que paguen tus mamás.

—Ellas no tienen por qué pagar. Se están ganando la vida.

—Sí, se ganan la vida con los bebés como tú.

—Frank, no está bien que digas eso. Se van a creer que tienes envidia de mí.

—Oye, granujilla, cuando yo quiero una girl la tengo. ¡ Y no me valgo de una cara de bebé para eso! ¡Andad, muchachas, llevadle al reservado y cambiadle los pañales!

Las chicas tiraron de Rock como si fuesen a llevárselo al reservado y Rock les pegó manotazos mientras protestaba:

—¡Quietas, chicas!... ¡Quietas! ¡Que yo no tengo pañales! ¿Queréis dejarme un momento para que hable Frank? ¡Esto es cosa de hombres!

Las girls se apartaron y Ferguson se subió los pañalones y puso cara hosca.

—Frank, quiero nueve dólares.

—No hay nueve dólares.

—Mira que tengo unos puños que son de hierro.

—Zarpitas, nene. Eso es lo que tú tienes. Zarpitas.

—Frank, que te la estás ganando. Debo nueve dólares y quiero pagar los nueve dólares.

Frank bebió el whisky e hizo una señal al del bigote para que le sirviese.

Rock había echado a andar hacia Kerrigan.

—Frank, te voy a hacer escupir esos nueve dólares, aunque sea lo último que haga en esta vida.

—Pues va a ser lo último, chato.

Rock se tocó la nariz.

—No soy chato.

—Es lo que te deben decir las girls. ¿No te dicen chatito mío?

—Sí, pero sólo se lo consiento a ellas.

—Pues lárgate con ellas, chatito.

—¡Ahora sí que te la ganaste!

Rock le tiró el puño a la cara. Frank saltó a un lado y Rock golpeó con fuerza el mostrador, soltando un chillido.

—¡Ay!... ¡Mis nudillos fracturados!... ¡Socorro!

—Llego mañana. Abrazos mamá. Tu maltratado hijo que no te olvida.

Los ojos de Rock se llenaron de lágrimas.

—¡Mi mano!... ¡Me he quedado sin mano!

Las girls corrieron hacia él gritando:

—Bebé, ¿qué te ha pasado?

—Cariño de mi vida, ¿qué han hecho contigo?

—¡Mi mano!... ¡Me han dejado sin mano!... ¡Ya no tendré mano!

Las girls empezaron a besarle en la mano lesionada, en la cara, en el cuello.

Frank contemplaba aquella escena sacudiendo la cabeza.

—Y luego dicen que las mujeres son caras.

Las chicas se sacaron billetes del seno.

—Aquí tienes los dos dólares de mi sombrero —dijo Paula.

—Y aquí tienes cuatro dólares que gané hoy —dijo Margot.

—Y el resto lo pongo yo —dijo Sonia.

—Gracias, nenitas. Gracias. Vuestro bebé os lo agradece mucho.

Frank intervino:

—Anda y que te den el biberón, Rock.

—A ti te voy a dar yo el biberón como te coja.

Rock echó los nueve dólares sobre el mostrador.

Frank preguntó lo que debía por sus vasos de whisky y después de pagar dijo:

—Bueno, Rock, sigue creciendo y a ver si te conviertes en un hombre.

—¿Es una despedida, Frank?

—Es una despedida para los restos.

—¡No tengo dinero!

Hay una forma de que salgas del apuro en que te encuentras.

—¿Y cuál es?

—Trabajar.

—Frank, ¿por qué me quieres tan mal?

—Ya suponía que la palabra trabajo no estaba en tu diccionario.

—Oye, yo soy un tipo duro. He trabajado en los ferrocarriles, en los ranchos. Y hasta una vez hice un puente.

—¿Tú solito?

—Con ayuda de otros. Pero fue un trabajo criminal. Estoy seguro de que tú no serías capaz de hacerlo.

—Que te alivies.

En aquel momento entró un hombre en el local.

—Caballeros, soy Dean Lewis, capataz del rancho Connors. He venido en busca de un par de cow-boys.