CAPÍTULO VIII

 

Pat Mansard y su hijo Jim estaban cuidando un becerro nacido en los establos.

—Es un buen ejemplar, padre.

—Sí, lo es. Pero la madre sufrió una caída ayer. Tendrás que darle el biberón porque ella no podrá alimentarlo en una semana.

—Es cuenta mía, padre. Ya le traje el biberón.

Jim tomó el becerro entre sus brazos y se dispuso a darle la leche de la botella.

De pronto, oyeron una voz.

—Un cuadro enternecedor.

Padre e hijo miraron hacia la puerta del establo. Vieron a cuatro hombres. El que estaba delante y que era el que había hablado iba vestido de luto. Los cuatro llevaban la funda del revólver muy baja, asegurada al muslo por cintas de cuero para dar más rapidez al saque.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Mansard.

—Yo soy Tony Janssen.

—¿Tony Janssen? —repitió el ranchero.

—Eso dije. Y éstos son Douglas Hamilton, James Benson y Ernest Hudsón.

—¿Qué quieren, señor Janssen?

Tony sacó un papel del bolsillo superior de la chaqueta.

—Según dice aquí, usted es el dueño de este rancho.

—Sí.

—Le traigo un papelito para firmar.

—¿A qué papelito se refiere?

—Es un contrato.

—No firmaré ningún contrato.

—No me ha dejado terminar, señor Mansard. Es un contrato muy aceptable. Usted venderá sus reses a Rex Lawson.

—Le dije a Rex Lawson y a Max Connors que no firmaría.

—Pero usted, ahora, ha cambiado de opinión.

—No, no he cambiado.

—Qué lástima.

Janssen abrió los dedos y dejó caer el papel, que revoloteó antes de llegar al suelo.

—Márchense —dijo Mansard.

—Todavía no, Mansard. Le voy a decir lo que hará usted antes de que nos marchemos. Recogerá el papel que está en el suelo, lo firmará y después me lo meterá en el bolsillo.

Jim Mansard dejó el becerro en el suelo y se levantó de un salto.

—¡No amenace a mi padre!

—Conque tú eres el hijo.

—Sí, Jim Mansard. Y están aquí de sobra.

—Saca, hijo.

—¿Cómo?

—Que saques... ¡Ya!

Jim tiró del revólver.

Tony Janssen fue mucho más rápido y más veloz. Sacó y disparó.

Jim se derrumbó junto al becerro que acababa de nacer, el cual mugía lastimosamente.

Pat miró con los ojos desorbitados a su hijo, que había quedado tendido sobre el heno, con un boquete en la garganta.

—¡Jim!... ¡Jim!

Jim no se levantó porque estaba muerto.

Pat Mansard dio unos pasos hacia su hijo.

—¡Jim, no puede ser!... ¡No quiero que mueras!

—Está muerto, señor Mansard —dijo el pistolero de luto.

Pat miró a Janssen, que había devuelto el revólver a la funda.

—¡Canalla!... ¡Asesino!

—Señor Mansard, firme o saque.

Pat titubeó. Estaba lleno de dolor. Habían matado a su hijo Jim. Tenía otra hija, Rose, casada en Kansas City con un abogado. Era horrible y espantoso lo que acababa de pasar allí. En unos momentos tuvo la impresión de que envejecía diez años.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Sintió deseos de sacar.

Pero vio el rostro sonriente de Tony Janssen y comprendió que nunca podría matarlo. No, sería una locura. Tony Janssen lo mataría a él como había matado a Jim.

—¿Qué decide, señor Mansard?

No contestó.

—Señor Mansard, no podemos estar aquí todo el día. ¡Le he dicho que firme o saque!

—Firmaré.

Tony Janssen miró a Mansard con una sonrisa de satisfacción.

—Ya lo suponía.

Pat, con paso tambaleante, se dirigió hacia el papel que estaba en el suelo. Pero en el camino se derrumbó de rodillas.

—Firmaré... Firmaré —gimió.

 

* * *

 

La señora Howard dijo a su marido:

—Cari, ¿por qué no nos vamos de Sugar City?

—¿Irnos?

—Véndele a Max Connors el rancho.

—Es todo lo que tenemos, Sandra.

—Pero no quiero que mueras.

—No voy a morir.

—Tengo miedo, Cari.

Cari abrazó a su esposa.

—Estás temblando, Sandra.

—Sí, estoy temblando porque temo perderte.

Los dos estaban en el porche de la casa. Aquel mismo día se les habían ido cuatro hombres. Sólo les quedaban otros cuatro para arrear el ganado.

Sandra se tocó el abultado vientre.

—Dentro de cuatro meses nacerá nuestro hijo. Quiero darte un muchacho.

Cari la besó en el cuello.

—No te reñiré si me traes una hija.

Se besaron en los labios.

De pronto oyeron una cabalgada.

Cari se apartó de su esposa con un sobresalto.

—¡Son ellos, Cari! ¡Los pistoleros de Max Connors!

—Entra en la casa, Sandra.

—No.

—¡Te he dicho que entres, Sandra! ¡Es asunto mío!

—Promete que no pelearás con ellos.

—Haré lo posible.

—No me basta.

—Sandra, ¿quieres obedecerme?

—¡Por lo que más quieras, Cari! ¡No te resistas a lo que te pidan!

Cari empujó a su esposa hacia la casa y ella entró, cerrando la puerta.

Los cuatro jinetes se acercaron al porche.

—¿Cari Howard? —dijo un hombre de luto.

—Sí.

—Soy Tony Janssen y éstos son mis tres colaboradores.

—¿Qué quiere, señor Janssen?

—Vengo a, por una firmita suya.

—No le entiendo.

—Déjese de cuentos, Howard. Usted sabe perfectamente lo que quiero. Que firme el contrato de aprovisionamiento de reses con Rex Lawson. Ah, y debo darle una buena noticia. Pat Mansard firmó hace un rato.

—¿El señor Mansard? No lo puedo creer.

Janssen le arrojó un papel al suelo.

—Ahí tiene. Lea la firma de Mansard.

Cari cogió el papel y, efectivamente, vio la firma de su colega.

—El señor Mansard dijo que no firmaría. No lo comprendo.

—Bueno, el señor Mansard tuvo una desgracia.

—¿A qué se refiere?

—Perdió a su hijo. Lo sintió mucho. Se emocionó tanto que decidió firmar.

—¿Y cómo perdió a su hijo el señor Mansard?

—Se quiso hacer el valiente conmigo.

Howard apretó los maxilares. Había comprendido. Aquel hombre, Tony Janssen, había matado a Jim Mansard. Vio sonreír al pistolero y sintió deseos de abalanzarse sobre él y machacarle la nariz, la boca, los ojos, convertir aquel rostro en pulpa.

—¿Quiere hacerse usted también el valiente, señor Howard?

Cari sintió que la sangre se calentaba en sus venas.

Tony Janssen habló otra vez:

—No tiene bastantes agallas.

—¡Cállese, Janssen!

—Nadie me ordena callarme a mí.

—¿Quiere que se lo pida por favor?

—Eso está mejor. Firme.

—Deme el papel.

Janssen sonrió a sus compañeros.

—El señor Howard sabe lo que se hace —sacó el papel y lo alargó a Howard.

Se abrió la puerta y apareció Sandra con una pluma en la mano cargada de tinta.

—Te dije que te estuvieses en casa, Sandra —dijo su esposo.

Tony sonrió a la mujer.

—Caramba, señor Howard, tiene una esposa muy linda.

—¡No la manche con su sucia boca!

Tony seguía observando a la mujer, cuyo rostro estaba blanco como el yeso.

—Tiene los ojos verdes como a mí me gusta, el cabello rubio como a mí me gusta. Sí, ranchero, tiene usted un bombón como a mí me gustan.

Cari tiró del revólver.

—¡No! —gritó Sandra.

Pero ya era demasiado tarde. Tony sacó y disparó con su endiablada rapidez.

Cari recibió dos impactos en el pecho y se estrelló contra la pared.

—¡Asesino! —dijo y soltó una bocanada de sangre antes de caer de bruces.

Sandra estaba con las manos en las mejillas, mirando con asombro a su marido.

—¡Cari!... ¡No, Cari!

Pero Cari ya no le podía responder.

Sandra miró con ojos llenos de odio a Tony Janssen.

—¡Lo ha matado! ¡Ha matado al padre del hijo que llevo en mis entrañas!

—El lo quiso. Ya lo vio, señora Howard. Su marido quiso matarme.

—¡Usted lo comprometió porque me estaba diciendo cosas sucias!

—Sólo la estaba requebrando porque usted se lo merece, señora Howard.

—¡Y Cari se lo prohibió, piojoso!

—Le doy mi más sentido pésame, señora Howard. Volveré otro día para que firme.

—¿Yo firmar?

—Ahora es usted la" heredera de este rancho.

—¡No firmaré su cochino contrato! ¡No lo firmaré! ,Ande, señor Janssen, máteme también!

Tony se volvió.

—Vámonos, muchachos. Hay momentos en que no se puede hablar con una mujer.

Los cuatro jinetes se alejaron.

La señora Howard se dejó caer de rodillas junto a su marido.

—¡Oh, Cari! ¿Por qué lo hiciste, Cari?

Se derrumbó sobre el cuerpo sin vida de su marido y lloró amargamente.