CAPÍTULO IV

 

Seis hombres se levantaron como un rayo.

—¡Aquí nos tiene!

El capataz los miró.

—Está bien, muchachos. Sois demasiados y sólo hay dos plazas. El que quiera el puesto tendrá que ganárselo.

—¿Cómo hay que ganárselo? —preguntó uno.

—Pasando por una prueba. Todos a la calle.

El capataz se marchó y los seis hombres que querían el puesto lo siguieron.

Rock dijo:

—Frank, ¿por qué no nos enrolamos?

—¿Tú y yo? Estás chiflado. Yo no quiero ser cow-boy.

—La paga ha de ser buena. Ese capataz es del rancho Connors y dicen que nadie paga mejor en esta parte del país.

—¿Cuánto?

—Dos dólares diarios, y ya sabes que en todas partes se paga a dólar por día.

—No me interesa.

—¿Por qué?

—Porque voy a seguir viajando.

—¿A dónde vas, Frank?

—No es asunto tuyo.

—Yo voy a pasar por esa prueba. Y me ganaré un puesto en el rancho Connors. Ahorraré un poco de dinero y luego me marcharé a California o a México.

Las girls palmearon.

—¡Sí, quédate, Rock!

—Hasta ahora, muchachas.

Rock salió del local y Frank fue detrás.

El capataz Dean Lewis estaba en la calle, rodeado por los aspirantes a pertenecer al equipo del rancho Connors.

Y al lado del capataz había un hombre de dos metros de talla y cien kilos de peso.

—Caballeros —dijo Lewis, con una sonrisa—, aquel de ustedes que tumbe a Joe La Montaña Humana se habrá ganado el puesto.

Un tipo pelirrojo dijo:

—Yo lo tumbaré.

—¿Cuál es tu nombre?

—Jerry Mayer.

—De acuerdo, Mayer, es tu turno. Tumba a La Montaña Humana, si puedes.

El pelirrojo se escupió en las manos y caminó hacia el hombre de los dos metros y los cien kilos de peso.

Echó el brazo atrás para descargarlo sobre Joe La Montaña Humana.

Y de pronto ocurrió algo sensacional.

Joe pegó un sacudón al pelirrojo y éste voló por el aire y cayó en el abrevadero. Asomó la cabeza chorreando agua y estaba bizco. Y luego se venció hacia delante y salió del abrevadero convertido en un pingajo. Allí quedó sin conocimiento.

—¡Otro aspirante! —dijo Lewis.

—Yo mismo —dijo otro de los tipos, y echó a correr hacia La Montaña Humana, el cual afirmó los pies en el suelo, esperando a que su rival llegase, y entonces se apartó a un lado y le pegó un zarpazo en el cogote.

El aspirante embistió el abrevadero. No logró derrumbarlo, pero también cayó despatarrado.

—¿Qué les pasa, forasteros? —dijo el capataz—, ¿Es que no hay ninguno que quiera el puesto?

—Yo mismo.

El que había hablado era Rock Ferguson. Todos lo miraron con asombro.

—Eres un chiquillo —le dijo el capataz.

—No, señor Lewis. Ya tengo más de veinte años. Lo que pasa es que tengo cara de niño.

—Vuelve al colegio.

—Yo soy capaz de acabar con La Montaña Humana.

—¿Ah, sí?

—Lo que le digo, señor Lewis.

—Inténtelo.

Frank cogió a Rock del brazo.

—Rock, yo te tumbé hace un rato. La Montaña Humana te va a convertir en trozos.

El rubio le sonrió.

—Parece mentira que no tengas confianza en tu amigo Rock Ferguson.

Dio un tirón, desasiéndose de la mano de Frank, y se marchó hacia La Montaña Humana, el cual ya lo estaba esperando con los puños cerrados.

Rock levantó la mirada hacia la larga terraza del saloon Peonía, donde no había nadie, y dijo:

—Hola, Sonia. ¿Por qué te pones ahí en enaguas? Vas a coger un resfriado.

Instintivamente, La Montaña Humana volvió la cabeza para no perderse a Sonia en enaguas, y entonces Rock Ferguson le cascó un terrible derechazo en la sien.

Joe La Montaña Humana se desplomó como un saco de cien kilos de plomo y quedó como una rana.

Rock se volvió hacia el capataz y los demás testigos, cuyos rostros mostraban el mayor asombro.

—¿Qué hay, capataz?

—Es tuya la plaza, muchacho.

—Gracias, capataz.

—¿Cómo te llamas?

—Rock Ferguson. Pero también me llaman El Bebé de las Girls.

Todos rieron.

Rock Ferguson se acercó a Frank.

—¿Qué dices ahora de tu amigo Rock Ferguson?

—Que sigues siendo un canallita. Aunque debo agregar algo.

—¿Qué cosa?

—Eres un simpático canallita.

—Frank, cuánto te quiero.

—Eh, que yo soy un hombre. No esperes despertar en mí el instinto maternal o te rompo la crisma.

—¿Por qué no te quedas?

Frank se frotó la mejilla.

—No sé si me conviene.

—Claro que te conviene. Lo pasaremos en grande. Y además te he ahorrado la prueba porque me he cargado a La Montaña Humana.

Rock se equivocaba a medias.

—Falta ocupar otro puesto —anunció el capataz—. Pero el que lo quiera, tendrá que pasar por otra prueba, ya que Rock molió a La Montaña Humana.

Uno de los aspirantes levantó una mano.

—Aquí me tiene para esa segunda prueba, capataz.

—Tendrás que burlar al cow-boy que tratará de cazarte con el lazo.

—Ya estoy preparado, capataz.

Dean Lewis hizo una señal a un cow-boy que estaba a caballo.

El aspirante se puso en medio de la calle y el cow-boy espoleó su cabalgadura con un grito, emprendiendo la carrera.

El aspirante se movió de un lado a otro, cuando el cow-boy empezó a dar vueltas al lazo por encima de su cabeza.

El cow-boy arrojó el lazo justo cuando pasaba al lado del aspirante y logró cazarlo.

Su víctima cayó en el suelo y fue arrastrado por el jinete, levantando una gran polvareda.

—¡Alto, me rindo!

El cow-boy detuvo su cabalgadura y, para entonces, el aspirante había sufrido muchos rasguños.

El capataz gritó:

—¿Hay alguien más que quiera pasar por la prueba?

—Yo —dijo Frank Kerrigan.

—Ya sabe lo que tiene que hacer.

—Lo sé.

El capataz hizo una nueva señal al jinete, el cual recuperó su lazo y se preparó.

Frank ocupó su lugar en medio de la calle.

El jinete se dirigió hacia Frank. Le tiró el lazo al pasar cerca, pero Frank dio un salto y logró burlarlo.

El jinete pasó de largo, pero regresó en seguida y recuperó su lazo.

—Ahora no te escaparás —exclamó.

Y otra vez echó a correr su montura sobre Frank, el cual protestó:

—¡Ya lo burlé una vez!

—Tendrás que burlarlo otra vez —repuso el capataz.

Frank sacó el revólver y disparó.

Todos vieron asombrados cómo la bala había partido la soga del cow-boy, justo a un par de pulgadas de la mano.

El propio jinete se quedó asombrado al ver el lazo en el suelo.

El capataz había arrugado el ceño, pero ahora lo desfrunció, acercándose a Frank.

—¿Cómo te llamas?

—Frank Kerrigan.

—Tienes una gran puntería, Kerrigan, y eres muy rápido.

—Los que me conocen dicen que no lo hago mal del todo.

—Quedas contratado.

—Gracias, capataz.

—Dile a Ferguson que nos iremos al rancho en una hora.

Frank fue al lado de Rock, el cual le tendió la mano.

Los dos cambiaron un apretón.

—Te invito a un trago, Frank.

—No tienes dinero para pagarlo.

—Me prestas cinco dólares y yo te los pagaré cuando cobremos en el rancho.

—Aquí tienes los cinco dólares. Vete al saloon. Yo iré después.

—¿A dónde vas?

—Se me acabaron las balas y quiero comprar una caja antes de largarnos para el rancho.

—Date prisa. Las chicas nos están esperando y hay que celebrarlo.

Frank sacudió la cabeza y se alejó hacia el almacén.

El negocio era atendido por un viejo de unos setenta años.

—Quiero balas para mi «Colt».

—En seguida se las sirvo.

De pronto se oyó una voz femenina.

—No, señor Harris, usted no le va a servir nada a este maldito pistolero.

Frank se volvió y quedóse perplejo. A tres metros de él se encontraba la mujer más hermosa que había visto en su vida. Era morena, de ojos grandes y negros, senos desarrollados, firmes y desafiantes, cintura estrecha y anchas caderas, con unas largas piernas.

Y la bella mujer tenía un revólver en la mano.

—Eh, ¿qué hace, señorita?

—Lo voy a matar, pistolero. Sólo eso. Lo voy a matar ahora mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

Frank Kerrigan estaba con la boca abierta, tras escuchar las palabras de la joven.

—Señorita, ¿puedo hacer una pregunta?

—Hágala, pero que sea corta.

—¿Está usted bien de la cabeza?

—Ya se ganó una bala extra.

—¡Un momento! ¡No dispare!

—Nadie lo va a impedir.

—¿Quiere convertirse en una asesina?

—Matar a un tipejo como usted no es un asesinato.

—Oiga, ¿qué es eso de tipejo? ¡Yo no soy un tipejo!

—Lo es, señor como se llame.

—Frank Kerrigan, y apuesto a que nunca ha oído hablar de mí.

—No, nunca oí hablar de usted.

—Menos mal. Ahora comprenderá que se confunde. Es otro tipo el que usted quiere matar.

—No me confundo, señor Kerrigan. Es a usted a quien quiero matar.

—¿A mí? ¿Por qué diablos me quiere mandar a la fosa?

—Vi todo lo que pasó en la calle.

—¿En la calle?... Bueno, yo sólo hice que pasar por una prueba para contratarme con el rancho Connors. Disparé contra un hombre para romperle el lazo.

—Fue bastante para mí.

—No la entiendo, señorita. Le juro que no la entiendo.

—Pues se va a ir al otro mundo sin entenderme.

—Oiga, almacenista, ¿me quiere decir quién es ella?

—Marion Stiller.

—¿Y sabe por qué la señorita Stiller me quiere matar?

—Me lo estaba diciendo cuando usted llegó.

—¿Qué le decía?

—Que los del rancho Connors habían contratado a un pistolero. La señorita Stiller vio cómo usted sacaba y disparaba en la calle, y concluyó que usted debía ser un asesino.

Frank exhaló el aire de sus pulmones. Clavó sus ojos en el bello rostro de la joven y sonrió.

—Tranquilícese, señorita Stiller. Le repito que no soy un asesino.

—¿Qué va a decir usted?

—Sólo le digo la verdad.

—Usted no sabe lo que es la verdad porque nunca lo ha sabido. ¡Y ya basta!

Frank vio que Marion iba a apretar el gatillo. Saltó sobre ella.

La joven tuvo una vacilación porque habría podido disparar, aunque no habría herido nunca a Frank porque éste la estaba sujetando por la muñeca.

Los dos cuerpos chocaron, cayendo en el suelo.

Marion Stiller dio un grito cuando Frank le torció la mano, obligándola a soltar el revólver.

Frank había quedado encima de ella y la inmovilizó.

—¡Ya es mía!

—Puerco.

—Dije que era mía porque ya ha dejado de amenazarme.

—Debí dispararle antes de que empezase a hablar.

—Es usted muy linda, señorita Stiller.

—¡No quiero sus requiebros!

—Era gratuito. Y ahora dígame, ¿qué infiernos hay entre usted y el rancho Connors?

—No se lo pienso decir.

—¿Por qué no?

—Porque usted lo debe saber.

—No lo sé.

—Suélteme.

—Hable, señorita Stiller.

—Sólo hablaré si me deja libre.

—Muy bien. La dejaré libre, pero no intente jugármela o le daré unos azotes.

Frank se apoderó del revólver de la joven y se puso en pie.

Ella también se levantó, frotándose los brazos.

—Estoy esperando su explicación, señorita Stiller.

—El señor Connors quiere controlar la venta del ganado en toda la comarca. Se ha asociado con un tipejo llamado Rex Lawson. Según Connors, todos los rancheros debemos vender a Lawson nuestras reses, pero da la casualidad de que ellos quieren imponer el precio de compra, un precio que es la mitad del que conseguiríamos vendiendo a quien nos diese la gana en el mercado.

Algunos rancheros se han doblegado, pero otros todavía resistimos. El señor Connors nos amenazó con traer pistoleros de fuera. Ya contrató a tres y usted es el cuarto.

—Conque es eso.

—Hágase de nuevas.

—Me tengo que hacer de nuevas porque es la primera vez que escucho un informe de la situación creada entre ustedes. Soy efectivamente forastero, señorita Stiller, pero no me gano la vida manejando la pistola.

—Ande, niégueme que se contrató con Connors.

—No, no lo voy a negar. Me contraté con Connors, pero sólo para trabajar como cow-boy.

—No me convencerá, señor Kerrigan. ¿Me devuelve mi revólver?

Frank vació el cargador.

—Aquí tiene su arma, señorita Stiller, pero debería usarla mejor.

Marion le quitó de un tirón el revólver y luego, con la cabeza levantada orgullosamente, salió del almacén.

Harris dio un suspiro.

—Menos mal que no lo ha matado, señor Kerrigan.

—No le han faltado ganas.

—Marion Stiller es muy impulsiva.

—¿Es verdad lo que dijo la señorita Stiller con respecto a Connors?

—Bueno, yo no quiero acusar a nadie. Soy almacenista y debo vender mi mercancía a todos los ciudadanos.

—Deme la caja de halas.

—Oh, sí, señor.

Frank pagó el importe de su munición y abandonó el almacén.

En el camino al saloon se encontró con el capataz Lewis.

—Hola, Kerrigan.

—¿Qué tal van las cosas en el rancho Connors?

—Somos los primeros en la comarca.

—¿Hacen negocio también los demás rancheros?

—No se pueden quejar.

—¿Quién es el Marshall aquí?

—Alan Peppard.

—¿Y qué clase de tipo es?

—Corriente. ¿Por qué hace esas preguntas, Kerrigan?

—Me gusta saber siempre qué clase de autoridad hay en el lugar donde voy a vivir una temporada.

—No tendrá problemas con el Marshall.. Es de los que dejan hacer... Bueno, muchacho, voy a comprar unas cosas. Nos veremos dentro de un rato para marchamos al rancho.

Frank emitió un gruñido de asentimiento y se dirigió a la comisaría.

Llamó a la puerta de la oficina.

—Adelante —dijo una voz desde el interior.

Abrió la puerta y entró.

El Marshall tendría unos cuarenta años y estudiaba un tablero de ajedrez sobre la mesa.

—¿Con quién juega, Marshall?

—Conmigo mismo —le contestó la autoridad, sin mirarlo.

—¿Y quién gana?

—Yo.

El Marshall se dio cuenta de lo absurdo de su respuesta y se echó a reír.

—Me pilló, forastero.

—Soy Frank Kerrigan.

—¿Qué puedo hacer por usted, Kerrigan?

—Organicé una pelea en el saloon. Luego, en la calle  sonó un tiro. Más tarde, en el almacén, una mujer intentó matarme. Total, que hubo mucho jaleo durante la última hora y usted estaba aquí jugando al ajedrez. ¿Me equivoco?

—Sí, estaba jugando al ajedrez. ¿Tiene eso algo de malo?

—Se supone que usted ha de mantener el orden y la paz en Sugar City.

—Creo que me está criticando.

—Usted es un adivino, Marshall.

—Deje el sarcasmo, muchacho.

—Quizá lo deje si usted me da la explicación que busco.

—Bueno, se la puedo dar.

—Muy amable.

—Estoy cojo de un remo.

El Marshall se levantó y se fue cojeando hacia la ventana.

—¿Qué le pasó, Marshall?

—Me cazaron con una bala perdida cuando traté de evitar una pelea en el saloon. Tengo la bala en la cadera porque el doctor no me la pudo sacar.

—¿Quién le metió la bala en la cadera?

—Un forastero. Traté de detenerlo, pero después de herirme, se largó.

—Mala suerte para usted.

—Muy mala...

—Y eso le impide cumplir con su deber.

—¿A dónde quiere ir a parar, Kerrigan?

—La señorita Stiller quiso matarme porque pensó que yo era un pistolero contratado por Max Connors.

—¿Lo es?

—No. Fue una confusión de la señorita Stiller. Sólo me contraté como cow-boy.

—Vaya, menos mal.

—La señorita Stiller me dio un informe. Aseguró que Connors ha establecido un precio para las reses. Está coaccionando a los rancheros para que vendan a Rex Lawson a un precio muy inferior al precio libre del mercado.

El Marshall no dijo nada y Frank agregó:

Y resulta que el señor Lawson es un socio de Connors.

El Marshall tampoco dijo nada.

—Corríjame si me equivoco, señor Peppard.

El Marshall miró a la calle a través de los cristales de la ventana.

Marshall, le estoy hablando.

Peppard se volvió, furioso.

—Sí, me está hablando y lo está haciendo en un tono que no me gusta. ¿Quién es usted para exigirme cuentas? ¡Otro forastero como el que me hirió en la cadera! ¡Ustedes son la peste! ¡Cuando llegan a un pueblo, se creen los amos!

—Yo no me creo el amo de Sugar City.

—Pero está exigiendo que conteste a sus preguntas.

—¿Prefiere que se lo ruegue? De acuerdo, Marshall. Le ruego que me conteste.

Ya está otra vez con los sarcasmos. Suponga que le contesto afirmativamente. Que las cosas están así. Que Lawson es socio de Connors y que también es verdad que

está coaccionando a los rancheros para que vendan al precio que Connors ha señalado.

—Entonces, usted me daría mucha lástima.

—¡No le consiento eso, Kerrigan!

—Estamos hablando de suposiciones. Usted lo dijo.

Peppard echó a andar hacia la mesa y cojeó otra vez. Se sentó en la silla. Finalmente, levantó la vista.

—Kerrigan, no se meta en líos. Usted dijo antes que se contrató con Connors como un cow-boy.

—Sí.

—Pues sea un cow-boy para Connors. Y si no le gusta el cargo, presente su renuncia y lárguese.

—¿Sólo se le ocurre esto?

—Sólo.

—¿Por qué, Marshall?

—Porque, en esta comarca, un hombre que trate de enfrentarse con Connors, haría el peor negocio de su vida.

—Ya estoy deseando conocer a Max Connors. Hasta pronto, Marshall.

Frank dio media vuelta y salió de la comisaría.

Fue al saloon.

Rock estaba otra vez en una mesa, rodeado por las tres girls, Margot, Sonia y Paula.

—¿Dónde te metiste, Frank?

—Yo también pasé el rato con una chica.

—¿Y qué tal?

—De maravilla.

—¿Te dio un besito?

—Me quiso dar una bala.

—¿Es posible, Frank? ¿A ti te iba a dar una bala?

—Anda, ven al mostrador y te lo contaré. Pero deja a las chicas por unos instantes.

—Como tú quieras. Un besito a vuestro bebé, nenas.

Rock se acercó a Frank después de ser besado por las tres girls.

Kerrigan ya había pedido dos whiskys. Mientras bebían, Frank le contó la historia que había salido por boca de Marion Stiller.

Cuando hubo terminado, Rock seguía en silencio.

—Nos hemos metido en la boca del lobo, Rock.

—Yo no diría eso.

—¿Y qué dirías tú?

—Que nos hemos enrolado con el ranchero más listo. Y ahora comprendo por qué paga mejor que nadie.

—Nunca me ha gustado trabajar para el ranchero más listo.

—Frank, debes ser práctico. Connors tiene las de ganar.

El capataz entró en el saloon.

—Muchachos, nos vamos al rancho.

Frank pegó una palmada a Rock y dijo:

—Vamos a conocer a nuestro patrón listo.