CAPÍTULO II
El rubio se arrojó al suelo en busca de su revólver.
Los tres forajidos apretaron el gatillo.
La situación habría sido muy mala para el rubio si Frank no hubiese sacado con la velocidad del rayo, y por esto atrajo hacia sí toda la atención de los tres fulanos.
Frank gatilló ayudándose con la zurda para que el cilindro de su revólver girase más aprisa.
El tipo de la cicatriz y el del rostro picado por la viruela lanzaron aullidos de muerte mientras retrocedían manoteando.
El rubio hizo fuego desde el suelo sobre el tercer salteador, y también éste manoteó mientras aullaba.
Se hizo un silencio.
El rubio continuaba de bruces en la hierba, mirando los tres cuerpos caídos, el dedo en el gatillo, como si esperase que uno de los fulanos se moviese para seguir disparando.
—Déjalos ya —dijo Frank.
El rubio se levantó sonriente.
—Hicimos un buen trabajo juntos.
—Deberías estar como ellos.
—¿Por qué dices eso, Frank?
—¿Tú qué crees?
El rubio sacudió la cabeza.
—Entiendo, me comparas con los tres cuervos.
—Qué listo eres.
—Oye, Frank, tus palabras me hacen daño.
—No me digas.
—Yo no soy como ellos.
—Me ibas a robar como ellos.
—De acuerdo, estaba buscando tu dinero.
—Y me lo habrías quitado.
—Sí, te lo habría quitado, pero nunca te habría metido una bala en el cuerpo. Y óyeme, Frank. Yo estoy necesitado. Se trata de mi madre. Está muy enferma. La tienen que operar y el doctor me pidió doscientos dólares. Yo no los tenía. Y soy un buen hijo. Y por eso me dije: «Muchacho, tienes que ir por esos mundos en busca de los doscientos dólares porque tienes que salvar a tu madre».
—Oh, sí, madre no hay más que una.
—No seas así, Frank. Ya te lo he dicho. Que me trague la tierra si te miento.
El rubio señaló la tierra, pero ésta no le tragó.
—¿Lo ves, Frank?
—¿Cuál es tu nombre?
—Ferguson. Rock Ferguson.
—Eres muy joven.
—Tengo ya veintidós años.
—No te creo.
—¿Por qué no me crees?
—Apuesto a que no has cumplido los dieciocho.
—Esa es mi tragedia, Frank. Cuando trato de enamorar a una girl, ¿sabes lo que me hace? Me canta una nana. ¿Por qué? Porque yo inspiro en ellas el instinto maternal. Sí, Frank, ésa es mi tragedia. Según las girls, yo soy su bebé.
—Pues debes tener una hermosa colección de chupetes.
Rock se echó a reír, señalando a Frank con el dedo.
—Qué buen chiste, Frank. Sí, señor, ése fue un buen chiste, y no los que dijeron esos desgraciados.
—Está bien. Lárgate.
—¿Qué?
—Que te largues, Rock.
—No puedes hacer eso conmigo.
—¿Qué es lo que no puedo hacer?
—Aquí tenemos los caballos de esos forajidos y, aunque ninguno me parece demasiado bueno, se podrá sacar algún dinero por su venta... Tengo derecho a una parte... Así podré reunir algún dinero para la operación de mi madre. Naturalmente, no tendré bastante. Pero me ayudará.
Frank se pellizcó una oreja pensativo.
—De acuerdo. Te llevarás los tres caballos.
—Gracias, Frank. Eres un buen amigo.
—No quiero ser un buen amigo tuyo. Lo hago por tu madre.
—Mi madre te lo agradecerá. Palabra. De eso me encargo yo porque le hablaré de ti.
—No hace falta que le hables de mí. Vamos a registrar a esos hombres a ver cuánto dinero tienen.
—Oh, sí, Frank.
Registraron los cadáveres, pero sólo encontraron una moneda de veinticinco centavos en poder del que había sido jefe del grupo.
—Mala suerte —comentó el rubio, observando la moneda, en la palma de la mano de Frank.
—Toma. Para ti.
El rubio aceptó la moneda.
—Tengo un gran pesar, Frank. Mi madre se morirá antes de que yo pueda reunir los doscientos dólares.
—Puedes vender los caballos a veinticinco dólares.
—Te he dicho que no habrá bastante.
Frank metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
—Tengo cien dólares, Rock. ¿Crees que con cincuenta llegarás a los doscientos?
—Sí, Frank, pero no los puedo aceptar.
—¿Por qué no, Rock? Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera.
—Es que ya has hecho demasiado por mí.
—Por tu madre.
—Oh, sí, por mi madre, Frank. Por eso no debo aceptar tu dinero. A ti te hará falta.
—Me arreglaré con los cincuenta que me quedan. Lo importante es que puedas volver al lado de tu madre para que el doctor la opere.
Rock se masajeó el mentón como si estuviese indeciso.
Frank le estaba alargando los billetes que sumaban los cincuenta dólares.
—Tómalos, Rock. O te rompo la cara.
—Entonces, prefiero conservar la cara como la tengo.
—Así no decepcionarás a las girls y podrán seguir llamándote bebé.
Rock aceptó los billetes y los guardó en su bolsillo.
Frank se dirigió hacia su caballo.
Rock corrió detrás.
—Eh, Frank, ¿es que ni siquiera me vas a dar la mano como despedida?
Frank cambió un apretón con el rubio.
—Que tengas suerte y que tu madre salga bien de la operación.
—Saldrá adelante. ¿Dónde quieres que te escriba para anunciártelo?
—No hace falta que me escribas. No me dirijo a un punto fijo.
—Dijiste que ibas a Unionville.
—Sólo estaré unos días en Unionville para saludar a un amigo. Y luego continuaré mi viaje hacia el Oeste.
—Si alguna vez necesitas a Rock Ferguson, búscame y volaré a tu lado, esté donde esté.
—Gracias.
—Yo soy muy amigo de mis amigos —guiñó un ojo a Frank—. No fallo nunca.
Frank montó en su caballo.
—Hasta la vista, Rock.
—Hasta la vista, muchacho.
Frank emprendió una cabalgada, alejándose de aquel lugar.
Las emociones de su encuentro con Rock Ferguson y los forajidos le habían quitado el sueño. De modo que continuó su camino hasta llegar a Unionville.
Se detuvo ante la comisaría y entró sin llamar.
Un hombre con una estrella estaba sentado ante una mesa.
—Hola, Tom —lo saludó.
El hombre con la estrella se levantó de un salto.
—¡Frank!... ¡Frank Kerrigan!
—En carne y hueso.
Se abrazaron, palmeándose con afecto.
—Frank, ésta sí que es una sorpresa.
—Me dijeron que estabas aquí de Marshall y decidí detenerme para recordar los viejos tiempos.
—Aquéllos fueron los mejores años de nuestra vida.
—Eh, Tom, no me hagas tan viejo. Acabo de cumplir los veintiocho años.
—Pero yo ya cumplí los treinta y cinco. Soy un viejo.
—No, hombre. Estás en plena madurez. Anda, te invito a un trago. Y supongo que tendrás un par de muchachas para divertirnos.
En aquel momento, una voz dijo:
—No, señor Kerrigan, mi marido no necesita divertirse con ninguna mala mujer.
Frank hizo un gesto de sorpresa. Por una puerta interior había aparecido una mujer alta, huesuda.
Tom tosió.
—Frank, ella es Ana, mi mujer.
—No sabía que te hubieses casado.
Ana levantó la barbilla.
—Tom no es como usted, señor Kerrigan. Es de los que quieren tener una familia y un hogar.
Frank se sintió molesto. Toda la alegría que le había embargado al encontrarse con su viejo amigo desapareció en un instante.
Tom carraspeó nuevamente.
—Me casé el año pasado, Frank. No sabía dónde estabas. De lo contrario, te habría invitado a mi boda.
—Entiendo.
—Te quedarás con nosotros unos días. Ana y yo tenemos una casa al final de la calle. Y un jardín muy lindo. Ana lo cuida.
Frank estaba mirando los ojos de Ana y supo que no le era nada simpático. Pero eso era una cosa natural. Las esposas nunca encontraban simpáticos a los viejos amigos del marido.
—Lo siento, Tom, pero ya te dije antes que estaba aquí de paso.
Se habría quedado con Tom varios días, pero ahora las cosas habían cambiado. No, no estaba dispuesto a soportar las punzadas de aquella mujer. Además, sólo serviría para que los esposos riñesen, ya que estaba claro que Tom quería a Ana.
—Oye, Frank, tienes que quedarte.
—No, muchacho. Me voy.
—Ana, ¿por qué no le dices que se quede?
—Quédese, señor Kerrigan. Así me podrá contar sus aventuras con esa clase de mujeres que a usted le gustan. Tom me ha contado ya algunas cosas, pero me gustaría oírselo a usted, que fue el protagonista de esas juergas, como ustedes las llaman.
Frank movió la cabeza en sentido negativo.
—No, Ana, no puedo aceptar su invitación. Me están esperando en otro sitio. Se trata de un negocio importante. Y yo perdería mucho dinero si permaneciese en Unionville un rato más. Sólo me detuve un instante para saludar a Tom.
Apretó el brazo de su antiguo amigo.
—Bien, Tom, me alegro de que seas feliz. Si vuelvo por aquí algún día, podré quedarme algún tiempo.
Pero Frank sabía que nunca más volvería por Unionville.
—Buena suerte, Frank —le dijo Tom.
—Encantado, Ana —dijo Frank.
—Lo mismo digo, señor Kerrigan.
Frank cambió otro apretón con Tom y salió de la comisaría.
Se había llevado una gran decepción. Pero la vida era así. Soltó de nuevo a su caballo y poco después salía le Unionville.