CAPÍTULO XI
Isaías Stiller se habla escondido en el establo. Había logrado comprar un frasco de whisky a un buhonero. Estaba acariciando la botella contra su pecho y canturreaba.
De pronto oyó pasos y se asustó. Podía ser su nieta Marion. Escondió la botella entre el heno.
Pero no era Marion, sino un ranchero, Jack Milton.
—Hola Isaías.
—¿Qué tal, señor Milton?
—Estoy buscando a Marion.
—Salió y no ha vuelto.
—Entonces le daré un mensaje en mi nombre.
—De acuerdo, Milton.
—Dígale que no puedo seguir luchando contra Max Connors.
—¿Quiere decir que va a firmar el contrato con Rex Lawson?
—Eso mismo.
Isaías soltó una risita y, sin preocuparse de Milton, sacó la botella de whisky de entre el heno.
—¿Un trago, señor Milton?
—No, gracias.
—Le dará coraje.
Los ojos de Milton se endurecieron.
—¡Tengo ya todo el coraje que necesito!
—Entonces, ¿por qué va a claudicar?
—Mataron a Jim Mansard y a Howard.
—Ya lo sé.
—Para usted resulta fácil encajar esa noticia. Le basta atrapar una borrachera para olvidarse de todo.
—¿Y qué hace usted, señor Milton?
—Yo sólo bebo whisky los sábados.
—Me refiero a qué hace usted para enfrentarse a los pistoleros. Yo le daré la respuesta. Decide que debe firmar.
—Tengo mujer y tres hijos.
—Y yo tengo una nieta.
—A usted no le harán daño, Isaías. Es un trasto inútil. Pero suponiendo que le enseñasen el hocico de un revólver, usted se escondería en el hoyo más cercano.
Isaías había bebido mucho whisky.
—Maldita sea, yo soy capaz de cargarme a todo el que se me ponga por delante. Deme ese revólver y le demostraré de lo que soy capaz.
—Es mejor que no se lo deje porque se pegaría un tiro usted mismo.
—Señor Milton, tiene usted delante a Isaías Stiller, que se enfrentó con pistoleros de la peor clase.
—¿Dónde se enfrentó?
—En Abilene. Y se lo voy a demostrar. Ande, deme el revólver.
—Está bien. Aquí lo tiene.
Milton le entregó el revólver e Isaías estuvo a punto de caer por el peso del arma. Se lo metió en el cinturón.
—¿Con quién se enfrentó en Abilene, señor Stiller? ¿Con un par de pulgas?
—Le contestaré para que cierre la boca de una ve* por todas. Me enfrenté con los hermanos Dalton.
—¿Los forajidos?
—Si, los forajidos.
—¿Cuántos eran?
—Tres.
—¿Y ustedes cuántos eran, señor Stiller? ¿Una docena? ¿Dos docenas?
—Yo estaba solo.
—No me diga.
—Le repito que yo estaba solo, y enfrente de mi estaban los tres hermanos Dalton.
Isaías miró hacia el fondo del establo, entornando los ojos, y endureció el rostro, como si efectivamente estuviesen allí los hermanos Dalton. Abrió las piernas en compás y afirmó los pies sobre el suelo. Dijo con voz ronca:
—Estoy harto de vosotros, hermanos Dalton. Yo os diré lo que sois vosotros. Tres malditos y peloteros escarabajos —Isaías soltó un hipido—. Perdón, quise decir escarabajos peloteros...
—¿Qué le contestaron ellos? —preguntó Milton.
—Budd Dalton me señaló con el dedo y me dijo: «Escúchame, Isaías Stiller. Nos estás poniendo como basura y eso no se lo permitimos a nadie. Y si ahora mismo no te pones a cuatro patas y sueltas un rebuzno, te vamos a emplomar».
—Y usted rebuznó —sugirió Milton.
—No diga eso, insensato. Yo miré fijamente a Budd
Dalton y le contesté: «Budd, aquí el único burro que hay eres tú».
—¿Y qué le dijo él?
—Ya no hubo lugar para seguir hablando. Las manos volaron hacia el revólver.
Isaías movió la mano hacia el cinturón, pero no encontró el revólver porque lo tenía un poco más abajo.
Dijo de nuevo:
—¡Las manos volaron al revólver!
Logró atrapar la culata y tiró de ella, pero no lo pudo sacar porque el cañón se trabó en la hebilla.
Milton dio un suspiro y murmuró:
—Las manos volaron hacia el revólver.
—¡Sí, Milton! ¡Maldita sea y fue sacar y disparar!
Isaías apretó el gatillo y, al primer disparo, se cayó sobre los cuartos traseros. Siguió disparando, pero el revólver le saltaba en las manos y empezó a girar hacia la derecha, donde estaba Milton.
El ranchero soltó un alarido y se tiró de cabeza al compartimento de los caballos.
—¡Párese, señor Stiller! ¡Socorro! ¡Que me matan!
—¡No, Budd Dalton! ¡No voy a parar hasta que te haya volado la cabeza!
—¡Se la tendría que volar con dinamita!... ¡Señor Stiller! ¡Pare ya!
Isaías dejó de disparar porque se le había acabado la munición del revólver.
Milton asomó la cabeza.
—¿Ya mató a Budd Dalton?
—Tiene tantos agujeros en el cuerpo como un colador.
—Menos mal.
Marion entró corriendo.
—¿Qué ha pasado, abuelo?
Milton atrapó el revólver que tenia Isaías.
—Marion, tu abuelo pilló una de sus borracheras y se puso a disparar contra los fantasmas. .
—Abuelo, ¿otra vez?
—Nietecita, no me riñas.
—Te tengo que reñir porque otra vez has olvidado mis recomendaciones.
—Cariño, yo necesito beber de vez en cuando un trago.
—Tú necesitas un litro todos los días. Y eso es demasiado, abuelo.
Por detrás de Marion apareció Kerrigan.
Milton carraspeó.
—Vine a hablar contigo, Marion. He renunciado a seguir luchando contra Max Connors.
—¿Qué?
—De nada serviría que nos resistamos a sus deseos Sólo quedamos tú y yo. Mis hombres no quieren pelear contra Tony Janssen y sus pistoleros.
—Las cosas han cambiado, Jack.
—¿En qué sentido?
—Tenemos a un hombre que está dispuesto a enfrentarse con Max Connors. Te presento a Frank Kerrigan.
Milton parpadeó observando al forastero.
—Oye, Marion, no sé si es una broma.
—No es una broma.
—Ellos son cuatro. Tony Janssen y otros tres pistoleros profesionales, y tú sólo tienes a uno.
—Es muy bueno.
—Nunca he oído hablar de Frank Kerrigan.
—Yo le he visto manejar el revólver y los puños, y te digo que es estupendo.
—No podrá con Tony Janssen y sus compinches.
—Podrá si nosotros le ayudamos.
—Nosotros no podemos hacer nada. No disparamos como ellos.
Frank intervino:
—No necesitas convencer al señor Milton, Marion. Ya supuse que me tendría que enfrentar solo con Tony Janssen y su pandilla.
—¡No puedes hacer eso sin ayuda!
—Lo haré.
Marion dio un paso hacia Milton.
—Jack, heredaste el rancho de tu padre y a él le costó mucho esfuerzo y mucho sudor.
—Lo sé. No hace falta que me lo recuerdes.
—Ahora es necesario que te lo recuerde. Si firmas con Max Connors, serás un criado suyo.
—No.
—Sí, Jack. Nunca podrás sentirte dueño de tu propio hogar. Entre tú y tu mujer y tus hijos se establecerá un muro. No podrás tocar ese muro porque será invisible, pero lo palparás con tu mente. ¿Crees que será una forma de vivir agradable?
—Es preferible a estar muerto.
—Ni tú mismo crees eso. No, Jack, no puedes creerlo. Me decepcionarías. Has sido un buen ranchero. Te has preocupado de tu ganado. ¿Te acuerdas de aquella vez que tuviste que luchar contra la inundación del río? Te jugaste la vida para salvar cien reses. Durante tres días y tres noches fuistes de un lado a otro, dando ánimos a tus cow-boys. Tu mujer trató de llevarte a casa porque estabas agotado, pero tú seguiste allí hasta que lograste salvar la última de tus reses. Y apuesto a que, después de pasar aquel trance, te sentiste orgulloso viendo tus rebaños tranquilos, pastando.
Milton inclinó la cabeza sobre el pecho.
—Sí, Marion. Tienes razón. Pero ahora es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Porque enfrentarse con asesinos no es lo mismo que enfrentarse a las aguas del río.
Se oyó una cabalgada.
Frank Kerrigan miró por el hueco de la puerta y dijo:
—Ahí vienen dos pistoleros de Tony Janssen.