CAPÍTULO X
Se había hecho un silencio tras las últimas palabras de Frank.
El ranchero Max Connors parecía haberse convertido en una estatua de piedra, tal era su asombro. Pero no menos asombrada estaba Marion Stiller. Ni siquiera se había apartado el mechón de cabello del ojo y tenía la boca abierta.
Connors estaba mirando a Frank con la mayor atención y al fin rompió su inmovilidad.
—Corríjame si me equivoco, Kerrigan. Usted y la señorita Stiller se conocen.
—Sí.
—Y apuesto a que se conocieron antes de que mí capataz lo contratase.
—Ahí se equivoca. La conocí después.
—¿Y dónde se conocieron? ¿Puede decírmelo?
—No hay inconveniente. En el almacén del pueblo.
—Imagino lo demás. Fue un encuentro muy tierno.
—Ya metió la pata, señor Connors.
—¡No le consiento que me hable así!
—Metió el remo porque Marion y yo nos conocimos en el almacén, pero el encuentro no fue nada tierno. Ella quiso matarme.
—¿Matarlo? ¿Por qué?
—Porque une creyó al servicio de un canalla llamado Max Connors.
Max se quedó otra vez sorprendido, pero luego se echó a reír.
—Frank, debe estar chiflado.
—¿Por qué?
—Se ha metido aquí, en mi casa, en mis habitaciones privadas.
—¿En la boca del lobo? —sugirió Frank.
—Sí, Kerrigan. Para usted como si fuera la boca del lobo.
—¿Qué espera para enseñarme los dientecitos, lobo?
—Se cree muy grande, ¿eh?
—Más o menos mido lo mismo que usted, Connors.
—Somos de la misma talla. Pero usted es un enano.
—¿Y usted un gigante?
—Sí, un gigante.
—Entonces, una lucha entre nosotros sería desigual. El gigante contra el enano.
—Le falta saber algo. No he perdido en toda mi vida una pelea —Connors levantó los puños—. He machacado caras. No he dejado de hacerlo desde que cumplí los diez años. Y ahora voy a machacar la suya, Kerrigan.
—Adelante, machacadora.
—Le voy a dar la mayor paliza de su vida.
—No hable tanto. Se le va a ir la fuerza por la boca.
Marion retrocedió unos pasos con los puños en alto. Y Frank se quedó quieto.
Connors tiró el puño derecho a la cara de su rival, pero no llegó a tocarlo porque a Frank le bastó un ligero quiebro para burlarlo. Connors, al golpear en el vacío, se fue contra la pared.
Frank dejó que se volviese y le zumbó con la izquierda en el pómulo.
Connors dio una extraña voltereta en el aire y se estrelló contra el suelo.
—Señor Connors, ¿qué hace a gatas? —dijo Frank.
Max se levantó. Frank le había dejado una marca en la mejilla. Miró a Marion y se sintió humillado. Su corazón bombeó sangre caliente al cerebro. Soltó un rugido, mezcla de odio y de coraje, y corrió hacia Kerrigan.
Frank paró la embestida con un golpe seco en el plexo solar e inmediatamente le castigó el hígado. Cuando Max se inclinaba con la boca abierta, Frank se la cerró de un trallazo.
Connors emprendió otro vuelo y arrolló un armario donde se guardaba porcelana cara.
Armó un estrépito de mil diablos.
Cuando se levantó, arrojaba sangre por los dos labios porque los tenía partidos.
El ranchero perdió el control y se abalanzó sobre Frank sin medir la distancia.
Frank lo recibió con un terrible mazazo en las narices.
Connors retrocedió manoteando en el aire, pero esta vez Frank lo siguió y le cascó en la mandíbula.
Connors cayó sobre una silla que convirtió en leña para la chimenea y luego quedó de bruces, moviéndose débilmente.
Frank se acercó a él.
—Connors, es usted un bicho.
—¡Maldito!
—Quizá me he equivocado al iniciar esta pelea. Debí decir que sacase y me habría dado el gusto de meterle un par de plomos en su piojoso cuerpo.
Connors quiso levantarse, pero se derrumbó y quedó sin conocimiento.
Frank se volvió hacia Marion que lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Salgamos de aquí, señorita Stiller.
—Sí, vámonos. Pero tenga cuidado. Si se enteran de que ha golpeado a Connors, no le dejarán salir vivo.
No había nadie en el hall y fueron al porche.
El capataz Lewis estaba junto a una empalizada, hablando con unos cow-boys.
Rock Ferguson no estaba entra ellos. Se encontraba apoyado en la baranda del porche, sacando punta a un trozo de madera con una navaja
—Rock, me voy —le dijo Frank
El rubio miró a Marion con los ojos entornados y luego a Frank.
—Oí un ruido ahí dentro. Como si un elefante estuviese trompeando a un mono.
—Yo era el de la trompa.
—¿Cómo quedó el mono?
—Muy mal.
Rock miró otra vez a la joven.
—Ella te pegó el chinazo, ¿verdad, Frank?
—No lo sé.
—Yo sí lo sé. No te marchas de la región. Te vas con ella, Frank.
—De acuerdo, Rock. Me voy con ella y tú te vienes conmigo.
Rock se mojó los labios con la lengua. Miró el trozo de madera que estaba cortando con la navaja y luego levantó otra vez la vista.
—No, Frank, no voy a ir contigo. Estás en el bando perdedor.
—Y a ti te gusta enrolarte con el patrón más listo.
—Sí.
—De acuerdo, Rock, no voy a porfiar contigo para convencerte.
—Soy mayorcito para tomar una decisión, aunque las girls me llamen bebé.
—Buena suerte, Rock.
—Lo mismo te deseo. Pero no va a servir de nada. Tu suerte va a ser perra.
—Ya veremos, rubio. Ya veremos. Hasta la vista.
Marion y Frank bajaron del porche, montaron en los caballos y en seguida emprendieron un galope.
Cuando ya se habían alejado un poco, Frank volvió la cabeza y vio que Rock estaba mirándoles, pero ya no se hicieron ninguna señal como despedida.
Marion y Frank se alejaron del rancho.
Habían cabalgado un rato cuando Marion dijo:
—Quiero lavarme la cara en el río para borrar las huellas que Connors me dejó.
Frank no dijo nada, pero detuvo su cabalgadura.
Marion saltó de la silla y se puso de rodillas en la orilla del arroyo que por allí corría y se lavó la cara.
Frank descabalgó también y apoyó las espaldas en un árbol.
Marion se volvió con la cara chorreando agua.
Se acercó a Frank y lo miró a los ojos.
—¿Por qué lo hizo, Frank?
—No lo sé.
—Debe saberlo.
—Quizá sea porque no me gusta que atropellen a una mujer.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Entonces, ¿lo habría hecho por cualquier otra mujer?
—Sí.
—Su amigo Rock dijo otra cosa. Dijo que yo le había pegado el chinazo y yo sé lo que quiere decir eso.
—¿Ah, sí?
—Su amigo se refirió a que usted podría estar enamorado de mí.
—Ya.
—¿Sólo se le ocurre decir eso? ¿Ya?
—¿Qué quiere que le diga?
—La verdad.
—¿Por qué tiene tanto interés?
—Porque hay cosas que se deben saber cuanto antes. Y ésta es una de ellas.
—De acuerdo, señorita Stiller. Me pegó el chinazo.
—¿Y cómo fue su herida? ¿Superficial o profunda?
—Señorita Stiller, le está buscando los tres pies al gato. Quiero decir que me está comprometiendo y esto tiene sólo una salida.
—¿Cuál?
—Esta —dijo Frank y tiró de ella y la besó en la boca.
Ella se dejó besar.
Pasó un minuto y Frank terminó de besarla y ella dijo:
—¡Señor Kerrigan, ha faltado poco para que me ahogase!
—Pues respire porque ahí va otro.
—¡Oh, no, señor Kerrigan!
Pero Frank no le hizo caso y la volvió a besar.
Ahora Marion no se estuvo quieta. Subió la mano derecha y la puso sobre la nuca de Frank.
El beso también acabó, y ella tuvo que llevar aire & sus pulmones muy aprisa.
—Señor Kerrigan, tendré que pedirle un favor. No ponga tanto entusiasmo. Me duelen los huesos.
—Lo siento.
—Pero debo agregar que es un dolor soportable.
—Lo celebro.
—¡Lo siento! ¡Lo celebro! ¿Es que no sabe decir otra cosa?
—¿Qué quiere que le diga?
—Que me quiere y que le gustaría ser el padre de mis hijos.
—De eso nada.
—¿Eh?
—Que no me voy a casar con usted.
—Señor Kerrigan, dice usted cosas inverosímiles. Hemos quedado en que le pegué el chinazo. Y me ha besado de una forma que es para morirse. Además, se ha jugado usted la piel por mí. ¿Qué cree que hará Connors? Lo humilló delante de mí. Le pegó una paliza. Señor Kerrigan, debo decirle que está usted comprometido conmigo.
—Le echaré una mano.
—Caramba, hace un momento me echaba las dos.
—Sabe a lo que me refiero. Trataré de solucionar sus problemas con respecto a Connors y sus pistoleros.
—¿Y luego?
—Luego me marcharé.
—Dice usted tonterías, Kerrigan.
—He dicho que me iré y me iré.
—Usted no se podrá marchar de esta comarca y no va a ser porque yo lo haya atado con lazos indisolubles. Se quedará con nosotros porque Connors y sus pistoleros acabarán con usted.
—Entiendo, se refiere a que me quedaré en el cementerio.
—Sí, señor Kerrigan. Desgraciadamente será así.
—Quizá pase eso o quizá no.
—No me hable como a su amigo, Rock. Usted no tiene la menor probabilidad de vencer a Tony Janssen y los buitres que le acompañan.
—Admito que son demasiados.
—Y no voy a consentir que usted muera... Ha dicho que si usted saliese victorioso no se casaría conmigo porque se largaría de Sugar City. ¿Cierto?
—Cierto.
—Entonces se marchará ahora.
—No, no me voy a marchar.
—¡Es una orden que le doy, señor Kerrigan!
—Usted no me puede dar órdenes porque no soy un empleado suyo, señorita Stiller.
—Entonces, ¿por qué se vino conmigo?
—¿No lo ha visto? Para besarla unas cuantas veces.
—¡Pues ya no me va a besar más!
—De acuerdo, no la besaré más si usted no quiere.
—No quiero.
—Trato hecho. Fuera besos. Pero seguiré con usted. Después de todo, será por poco tiempo... Connors pondrá toda la carne en el asador. Ordenará a sus pistoleros que me busquen.
—¿No tiene miedo, Frank?
—El miedo es algo que nace con uno cuando lo traen al mundo. Unas veces se siente con más intensidad que otras. Nunca deja de faltar. Pero uno se sobrepone a esos instantes y, cuando está en juego la vida, sólo piensa en salvarla.
—Es usted un hombre la mar de extraño. Tanto como su amigo Rock. ¿Qué clase de gente son ustedes? Van por el mundo sin detenerse apenas. ¿Qué es lo que buscan?
—Nunca me lo he preguntado.
—Pues pregúnteselo ahora.
—No, señorita Kerrigan. Ahora no. Ya perdimos demasiado tiempo y no me gustaría que me sorprendiesen con usted en la orilla del río. Si vuelve a caer en manos de Connors no escapará tan fácilmente.
Montaron en los caballos de nuevo y se dirigieron al rancho de la joven.