KEITH LUGER
EL DESTINO
DE BILLY, EL NIÑO
Colección BISONTE n.° 1.194
Publicación semanal
Aparece los MARTES
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTÁ - BUENOS AIRES - CARACAS - MÉXICO - RIO DE JANEIRO
Depósito Legal B 34.556-1970
Impreso en España-Printed in Spain
1.a edición: noviembre, 1970
© KEITH LUGER -1970
sobre la parte literaria
© DESILO -1970
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1970
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR
PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL
En Colección BISONTE:
1.191. — Cómo casarse con un sheriff.
En Colección SERVICIO SECRETO:
1.052. — El secuestro del avión Nueva York-Moscú.
En Colección BÚFALO:
889. — Asalto al Banco de Yuma.
En Colección SALVAJE TEXAS:
729. — La venganza es mi oficio.
En Colección KANSAS:
645. — Tierra de salvajes.
En Colección BRAVO OESTE:
405. — Una rubia con zarpas.
En Colección PUNTO ROJO:
448. — Las brujas también mueren.
En Colección CALIFORNIA:
724. — Más terca que una Mula.
En Colección ASES DEL OESTE:
575. — Cita con el diablo.
En Colección COLORADO:
610.— ¡Lucha por tu vida, gringo!
En Colección HÉROES DE LA PRADERA:
46. — Promesa a un hombre muerto.
CAPÍTULO PRIMERO
Frank Kerrigan estaba viajando hacia Sugar City : cuando sintió sueño.
Era la hora del mediodía y caía un sol despiadado sobre la tierra. Vio un bosquecillo de robles y decidió detenerse y echar una cabezada.
Ató las bridas del caballo a un arbusto y se tendió en la hierba, bajo un roble.
Poco tiempo después dormía.
Sin embargo, no había pasado mucho tiempo cuando despertó al oír un crujido.
Frank no se sobresaltó. Sabía que debía evitar las emociones súbitas en todo momento, incluso al despertar, porque vivía en un país en que sobresaltarse podía significar la muerte. Tenía que conservar la serenidad.
Abrió un ojo y no del todo, sino un poco entornado, y vio al hombre que había producido el crujido.
Era un tipo rubio que le estaba registrando la silla. Un ladrón. Y, probablemente, luego se iba a convertir en asesino matándole mientras dormía.
El rubio estaba muy cerca, de espaldas a él. Pero tenía el revólver en la mano y eso lo convertía en peligroso.
Frank se levantó con suavidad y decidió sacar su «Colt». Pero entonces él también hizo ruido. Ya no pudo tirar del revólver. En el último segundo cambió de idea porque el rubio había empezado a girar. Se arrojó sobre él.
Los dos cuerpos chocaron y Frank cogió la muñeca armada del rubio mientras se derrumbaba.
Rodaron por la hierba, luchando por la posesión del revólver.
—¡Maldito seas! —dijo el rubio.
—¡Maldito seas tú, ladrón del infierno!
—Me querías matar.
—Tú me querías robar.
Frank dobló la muñeca del rubio y éste se vio obligado a soltar el revólver.
Empezaron a pegarse puñetazos.
—Te voy a arrancar la piel, ladrón —dijo Frank.
—Yo te voy a sacar a ti las muelas.
—No necesito tus servicios, dentista.
—Gracioso, muy gracioso.
Frank le soltó un puñetazo en la barbilla.
—Cuando acabe contigo no te va a reconocer ni tu padre, rubio.
—No tengo padre.
—Probablemente nunca lo conociste.
—No, no lo conocí, pero apuesto a que tú no conociste a tu madre.
—¡Eso no me lo dice a mí nadie!
Continuaron la pelea propinándose puñetazos, pero ninguno de los dos los daba con eficacia, debido a que los dos estaban trabados.
De pronto oyeron una voz.
—Eh, muchachos, miren qué escena más bonita.
Frank y el rubio se quedaron quietos.
Tres hombres habían aparecido por entre los árboles y los tres tenían el revólver en la mano. Eran de feo aspecto, con la vestimenta sucia y la barba crecida.
Frank hizo una mueca.
—¿Tus amigos, rubio?
—No conozco a esos tres sietemesinos.
El tipo más alto del trío arrugó la nariz.
—¿Qué es lo que has dicho, rubio?
—Nada, no dije nada.
—Oí decir sietemesinos.
—Yo no oí nada. ¿Y tú, muchacho? —se estaba dirigiendo a Frank.
—Tampoco oí que les llamases sietemesinos.
Ya se habían separado y habían quedado de rodillas sobre la hierba.
Frank sonrió al terceto.
—Compañeros, no tienen por qué amenazarnos con el revólver. Somos gente pacífica.
—Nosotros también.
—Lo celebramos, ¿verdad, rubio?
—Propongo que nos vayamos los cinco al pueblo más próximo y que festejemos este encuentro con un trago de whisky y un par de girls para todos. Nos sortearemos el tumo.
El alto, que exhibía una cicatriz en la mejilla, soltó una risita.
—Eres muy chistoso, rubio.
—Eso decía mi abuela.
Frank se levantó.
—Lamento mucho tener que dejarlos, pero ya no puedo entretenerme más. Me están esperando en Unionville, de modo que Frank Kerrigan se despide de ustedes y que lo pasen muy bien.
Frank echó a andar hacia su caballo.
—Kerrigan, si das un paso más hacia tu caballo te freímos.
Frank se detuvo.
—¿Qué mosca le picó, compañero?
El de la cicatriz le contestó con una sonrisa.
—No vas a ir a ninguna parte, Kerrigan.
—¿Quién dice que no?
—Yo digo que no.
—¿Por qué?
—Porque no vas a tener caballo con que viajar.
—¿Son ladrones de caballos?
—Yo debería rajarte la boca por decir eso.
—Oiga, si me roban el caballo, ¿cómo quiere que los califique?
—Te vamos a quitar el caballo. Te vamos a quitar el dinero.
Uno de los salteadores dijo:
—Y yo le voy a quitar las botas porque son de mi número. —Se echó a reír sacudiendo los hombros como si lo que hubiese dicho fuese lo más chistoso del mundo.
El rubio chasqueó la lengua.
—Esto está mal. No se debe robar, ¿verdad, Frank?
Kerrigan se asombró al oír aquello porque, justamente, sorprendió al rubio cuando trataba de robarle, pero era simpático el muchacho y no debía tener más de veinte años. No, no pertenecía a la categoría de aquellos tres que manejaban el revólver, carne de presidio, sujetos con mucha experiencia en robos y en otra clase de delitos. En cambio, el rubio tenía un cierto aire ingenuo y sus ojos brillaban con una mezcla de inocencia y picardía.
—No, rubio, no se debe robar —dijo Frank.
—Ya lo han oído, chicos. El robo es uno de los peores delitos que puede cometer el hombre. ¿Por qué? Porque atenta contra la propiedad del prójimo. ¿Y qué es la propiedad? El derecho que tenemos a gozar de los objetos que la madre Naturaleza pone a nuestra disposición. ¿Y quién es la madre Naturaleza? La más sabia.
Los tres ladrones lo estaban escuchando embobados.
El tipo que hasta entonces no había hablado y que tenía el rostro picado por la viruela dijo:
—Oiga, rubio, la más sabia no es la madre Naturaleza. Es Mary, la Mula.
—¿Quién es Mary, la Mula.
—¿No conoce a Mary, la Mula?
—No, señor, no soy un mulo.
—Eres peor que un mulo por no conocer a Mary. Ella regenta un saloon en Dodge City y es un pozo de experiencia.
—¿Sabes una cosa, muchacho? Que ya tengo ganas de conocer a Mary, la Mula. Y ahora mismo me voy a Dodge City para conocerla. ¿Te vienes, Frank?
—Sí, me iré contigo. Dejaré el viaje a Unionville para otra ocasión.
El rubio había logrado atontar con su diálogo a los ladrones porque tardaron un poco en reaccionar.
De pronto, el alto soltó un espantoso juramento y gritó:
—¡Fuego contra ellos si se mueven una pulgada!
El rubio se quedó con una pierna en el aire, y Frank también se detuvo.
—Muchachos, ¿por qué se ponen así? —dijo el rubio.
—Esto es un asalto —anunció el alto.
El rubio miró a su alrededor.
—Yo no veo ningún Banco ni ningún vagón postal. ¿Qué inflemos van a asaltar? Aquí sólo hay bellotas y, que yo sepa, ninguno de ustedes es un cerdo. Pero, de todas formas, si quieren las bellotas, hala, para ustedes.
El alto apretó los maxilares.
—Oye, rubio, ese chiste huele a podrido.
El del rostro picado por la viruela soltó un salivazo a la tierra y, levantando el revólver, dijo:
—Te voy a hacer cosquillas en el ombligo, rubiales.
—Que sea con una pajita —contestó su presunta víctima.
—No, rico, de pajita nada. Va a ser con una bala de mi revólver. Y te va a hacer mucha pupa, nene.
—Hombre, no seas así. Que no me gustan las balas en el ombligo.
Frank intervino:
—Aquí no va a morir nadie.
—¿Quién lo dice? —preguntó el alto.
—Lo digo yo —repuso Frank—. Ahí tienen nuestros caballos y también les daremos nuestras botas, ¿verdad, rubio?
Quería que el rubio lo mirase y lo consiguió. Le habló con los ojos. Le quiso transmitir un mensaje, el de que no tenían más remedio que conservar sus vidas.
Frank continuaba con el revólver en la funda y el rubio había logrado acercarse a su arma, la cual tenía ahora a un metro de sus pies.
El tipo de la cicatriz chasqueó la lengua.
—De acuerdo, chicos, nos vamos a quedar con sus botas, con su dinero y con sus caballos. Y para que no se sientan molestos, les quitaremos las botas cuando estén convertidos en fiambres.
Frank y el rubio ya no dijeron nada.
Había llegado el momento de la acción.