CAPÍTULO XIV

 

Faltaban quince minutos para las doce del mediodía.

Frank Kerrigan avanzaba por la calle hacia el saloon Peonia.

Su paso era lento. Tenía los brazos caídos a lo largo de sus costados.

Mientras caminaba, sus ojos observaban los rincones.

Los ciudadanos se habían informado de lo que se avecinaba, porque no se veía a uno de ellos por la calle.

De pronto una pelota salió por un jardín y golpeó contra las piernas de Frank.

Un niño de siete años gritó:

—¡Mi pelota!... ¡Mi pelota!

Frank cogió la pelota y se la dio al niño.

—Aquí la tienes.

—Gracias.

—¿Cómo te llamas?

—Johnny.

—¿Te gusta jugar a la pelota?

—Me gusta más los revólveres, pero mi madre no me deja.

—Es mejor que juegues a la pelota.

—Caramba, qué revólver tiene usted. Apuesto a que lo maneja bien.

—Sí.

—Cuando yo sea mayor, pienso manejar muy bien el revólver.

De pronto se oyó un grito femenino.

—¡Johnny!... ¿Qué haces ahí? ¡Ven aquí!

Había aparecido una mujer en una ventana. Tendría unos cuarenta años. Estaba asustada.

—¡Johnny, te he dicho que vengas!

—Estoy con este señor.

—Es un pistolero, Johnny. No quiero que hables con él.

El chiquillo miró a Frank.

—¿Es usted un pistolero?

—Algo parecido.

—¿Y mata a la gente?

—Sólo a los que hacen daño a los demás.

—¡Johnny! —llamó otra vez la madre.

El niño echó a correr, alejándose de Frank, pero se detuvo unos pasos más allá y dijo:

—Quiero que gane usted.

—Gracias, Johnny.

El niño siguió corriendo y desapareció en la casa, cuya puerta ya había sido abierta por la madre y que cerró con un fuerte golpe.

Frank volvió a quedar a solas y continuó su camino hacia el saloon Peonía.

Llegó ante los batientes del saloon y se detuvo.

Del interior no le llegó ningún ruido. Daba la impresión de que el lugar estaba solitario. Apoyó la mano derecha en una de las hojas de vaivén y la empujó, pasando al interior.

Tras la barra estaba el hombre del bigote espeso.

No había nadie más, ni siquiera una girl.

El hombre del bigote espeso tragó saliva y la nuez le bailó en la garganta.

—¿Qué tal, señor Kerrigan?

—Hola. ¿Ha visto a Max Connors?

—Todavía no llegó.

Frank se fue acercando al mostrador.

—¿Cómo se llama, amigo? —preguntó.

—Dick Bonney.

—Sírvame un buen whisky.

—Sí, señor Kerrigan.

Dick escanció en un vaso y la mano le temblaba.

Frank bebió un trago.

Oyó una cabalgada y Dick tosió.

—Ese debe ser Connors.

Frank no se movió del mostrador.

La cabalgada cesó delante del saloon. Se oyeron pasos en el porche. Unas manos empujaron las hojas de vaivén.

Frank estaba vuelto hacia allí y vio el rostro de Max Connors, todavía hinchado.

El ranchero entró en el local y se detuvo.

Los dos hombres que habían de enfrentarse en aquel duelo se miraron a los ojos.

El silencio era tan impresionante que Dick creyó obligado a intervenir.

—¿Un whisky, señor Connors?

—Sí.

Dick titubeó porque no supo en qué lugar servirle y por último se marchó al otro extremo, a cinco metros de Kerrigan.

Escanció allí.

Max Connors echó a andar, acercándose a aquella parte del mostrador. Cogió el vaso y bebió un trago.

Kerrigan también se había vuelto apoyado en la barra.

Los dos hombres se miraron otra vez.

Connors sonrió.

—Con que se va a casar con Marion.

—Sí.

—¿Le dijo ella que lo quiere?

—Me lo dijo.

—Muy romántico. Pero a mí no me engaña ninguna mujer.

—¿Qué quiere decir?

—Que ella es una cualquiera.

Frank sonrió también.

—Lo dice por despecho.

Connors movió la cabeza en sentido negativo.

—No puedo decirlo por despecho porque usted no se va a casar con ella.

—¿Se casará usted con Marion después de que me mate?

—No, ya no me casaré con Marion. La trataré como es. Como a una cualquiera.

Frank cogió el vaso y lo levantó. Su mano no tembló una pulgada.

Connors lo estaba observando.

—Parece un hombre muy tranquilo, Kerrigan.

—Lo soy.

—Estoy insultando a la mujer que usted quiere.

—Sí, la está ofendiendo mucho.

—¿No le calienta eso la sangre?

—Ya la tenía caliente antes de entrar. Y entonces usted no había dicho nada de Marion. Se me empezó a calentar desde que supe la clase de canalla que era usted.

Connors siguió sonriendo.

—Todavía no sabe la clase de canalla que soy, Kerrigan.

Connors se volvió e hizo chasquear los dedos.

Las puertas de vaivén se abrieron desde fuera dando paso a Tony Janssen.

El famoso pistolero se detuvo en el umbral, mirando hacia la parte del mostrador en que se encontraba Frank Kerrigan.

Y ahora tras Tony Janssen entró James Benson y también se quedó observando a Kerrigan.

Connors dijo con una risita:

—¿Sorprendido, Kerrigan?

—Ni pizca. Me esperaba algo de esto. Sabía que usted no se atrevería a enfrentarse conmigo porque es un sucio ventajista.

—Yo lo diría de otra forma. No soy un tonto. Eso es lo que diría. Tengo una misión que cumplir y ni usted ni nadie me apartará de ella. Usted es un pobre hombre lleno de prejuicios. Se preocupa por sus semejantes. Usted llega a un lugar y dice: «Esto es injusto y debo luchar por lo que es justo».

—Sí, algo así me pasa.

—Eso sólo lo hacen los tontos.

—¿Con quién me tengo que enfrentar, Connors? ¿Con Tony Janssen? ¿Con su compinche?

—Contra los tres.

—Vaya, debo ser un hombre muy importante.

—Quiero asegurarme de que usted va a estar muerto dentro de unos segundos.

Connors retrocedió sin dar la espalda a Frank, y sin cruzarse en la línea de tiro entre Kerrigan y los dos pistoleros.

Frank vació el contenido de su vaso.

—Dick —dijo—, otro whisky.

A Dick le tembló la mano más que nunca mientras escanciaba.

Connors ya había llegado junto a los dos pistoleros y se puso entre ambos.

El barman terminó de servir y echó a correr, desapareciendo en el interior del establecimiento.

Frank preguntó:

—¿Puedo beber un trago antes de empezar, Connors?

—Puede.

De pronto una voz dijo:

—Max, debiste invitarme a esta clase de juerga.

Frank se quedó sorprendido al ver entrar por un costado de la puerta a Rock Ferguson.

Connors arrugó el ceño.

—¿Qué haces aquí, muchacho?

—Estuve pensando en mi amigo y en la fiesta que ustedes le iban a organizar, y me dije que ésta es la clase de fiesta que a mí me gusta.

Rock retrocedió sin dar tampoco la espalda a Connors y a sus pistoleros, acercándose al lugar en que se encontraba Frank Kerrigan.

Tony Janssen sonrió.

—No se preocupe por él, señor Connors. También es un pobre hombre.

—Billy, el Niño.

El que había dicho aquello era el rubio.

Connors hizo una mueca.

—¿Qué nombre ha dicho?

—Soy Billy, el Niño —repitió el rubio.