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La subyugación del este de Europa
La imposición del comunismo en Rumania pudo haber sido brutal, pero de ninguna manera fue un caso aislado. Historiadores de diversas nacionalidades suelen concentrarse en las diferencias entre la experiencia del comunismo en sus propios países y la de los de alrededor. La experiencia francesa, italiana, checa y finlandesa en el inmediato periodo de posguerra, por ejemplo, fue la de un movimiento comunista en gran medida democrático, cuyos dirigentes trataban de conseguir el poder a través de las urnas. Por el contrario, los comunistas griegos, albaneses y yugoslavos, eran miembros de un movimiento estrictamente revolucionario y comprometido a derribar por la fuerza las estructuras de poder tradicionales. En otros países los comunistas intentaban lograr el poder mediante una mezcla de ambos planteamientos: una superficie democrática con un trasfondo revolucionario. En palabras de Walter Ulbricht, líder de los comunistas de Alemania del Este: «Tiene que parecer democrático, pero debemos controlarlo todo».1
Si después de la guerra parecía que había muchos caminos diferentes que llevaban al comunismo, sin embargo las similitudes entre países superaban las diferencias. Lo primero y más importante que tuvieron en común los países del Bloque Oriental fue que casi todos fueron ocupados por el Ejército Rojo. Si bien los soviéticos siempre sostuvieron que su ejército sólo estuvo allí para mantener la paz, lo cierto es que su forma de mantener la paz tenía connotaciones políticas —a este respecto su política era el reflejo exacto de la utilidad del ejército británico en Grecia. En Hungría, por ejemplo, el líder comunista Mátyás Rákosi imploró a Moscú que no retirase el Ejército Rojo por temor a que sin él el comunismo húngaro «flotaría en el aire»2 Klement Gottwald, el hombre a cargo de los comunistas checos, también pidió destacamentos militares soviéticos para desplazarlos a la frontera checa durante su acceso al poder en febrero de 1948, sólo por efecto psicológico.3 Aunque en realidad el Ejército Rojo no se utilizaba para imponer el socialismo sobre la población del este de Europa, su amenaza era explícita.
Junto con el Ejército Rojo llegó la policía política soviética, la NKVD. Si bien la utilización de la milicia soviética para imponer el dominio comunista fue la mayor parte de las veces más una amenaza que una realidad, la NKVD adoptó un enfoque mucho más práctico, sobre todo mientras la guerra seguía su curso. La responsabilidad de la NKVD era asegurar la estabilidad política en la retaguardia, y como tal tenía carta blanca para arrestar, encarcelar y ejecutar a todo aquel que considerase una amenaza potencial. A primera vista, su objetivo era el mismo que el de las administraciones británica y americana en Europa occidental —evitar cualquier tipo de conflicto civil en el interior que pudiera desviar recursos del frente— pero la forma sistemática y despiadada con la que ellos y sus seguidores locales agarraban y se deshacían de cualquiera que considerasen «políticamente poco fiable» demuestra claramente que tenían motivos ocultos.
Esto era especialmente evidente en Polonia, donde atraparon, desarmaron, encarcelaron y deportaron a miembros del Ejército Nacional (Armia Krajowa, o AK). La AK era una fuerza de combate de gran valor, pero como base alternativa de poder en Polonia constituía también una amenaza para la futura influencia soviética en ese país.4 A pesar de su retórica, los soviéticos nunca se preocuparon tan sólo de ganar la guerra: no le quitaron nunca los ojos de encima a la futura estructura política de los países en proceso de ocupación.
Otro modo de asegurar el dominio comunista era a través de las Comisiones de Control de los Aliados (ACC). Al final de la guerra, los Aliados crearon estas comisiones temporales en todos los países del antiguo Eje para vigilar el trabajo de las administraciones locales. Las ACC en Alemania y Austria se dividían más o menos a partes iguales entre miembros británicos, americanos, franceses y soviéticos, y las discusiones entre estos representantes muchas veces acababan en un punto muerto —y finalmente llevaron a la división de Alemania. En Italia, las ACC estaban dominadas por miembros de los Aliados occidentales. En cambio, en Finlandia, Hungría, Rumania y Bulgaria, eran los soviéticos los que las controlaban con mano firme, actuando los miembros británicos y americanos como meros observadores políticos.
Según los acuerdos del armisticio en estos países, las Comisiones de Control de los Aliados tenían derecho a aprobar las decisiones políticas que tomaran los gobiernos nacionales, así como a autorizar o vetar nombramientos para puestos concretos de gobierno. La estricta razón era asegurar la defensa de los principios democráticos, de modo que los antiguos enemigos no pudieran volver a sus métodos profascistas. Sin embargo, correspondía a las propias ACC decidir qué era «democrático» y qué no. En Finlandia y en el este de Europa los soviéticos abusaban de su poder de forma sistemática para asegurarse de que se adoptaran políticas comunistas, y que se nombrara personal comunista para puestos clave en el gobierno. Las ACC constituían un comodín que los comunistas locales podían utilizar siempre que descubrieran que otros políticos bloqueaban sus planes.5
Un ejemplo perfecto lo proporcionó Hungría en 1945, donde la Comisión de Control, con casi 1.000 miembros, formó un gobierno paralelo. Fue la ACC la que presionó ese año a favor de unas elecciones anticipadas, porque creían que eso favorecería a los comunistas. Cuando, para su sorpresa, el Partido de los Pequeños Propietarios ganó con una mayoría del 57,5%, la ACC les impidió elegir libremente cómo formar su gobierno, apoyando las exigencias comunistas de controlar el crucial Ministerio del Interior. La ACC dominada por los soviéticos también intervenía en la reforma agraria, la censura, la propaganda y la depuración de funcionarios del tiempo de guerra, y hasta impidió al gobierno húngaro constituir ciertos ministerios que no estarían de acuerdo con los planes soviéticos para el país.6
Allí donde los comunistas llegaron al poder después de la guerra, su modus operandi había seguido un patrón común. Lo más importante era lograr que les nombraran para puestos ejecutivos clave. En este periodo de posguerra, cuando por primera vez se establecían gobiernos de coalición en el este de Europa, muy a menudo estaban presididos por no comunistas. Sin embargo, los puestos de verdadero poder, como el Ministerio del Interior, casi siempre se los daban a los comunistas. El Ministerio del Interior era lo que el primer ministro húngaro, Ferenc Nagy, llamaba «la cartera todopoderosa» —era el centro neurálgico que controlaba la policía y las fuerzas de seguridad, emitía los documentos de identidad incluidos los pasaportes y los visados de entrada y salida, y otorgaba las licencias a los periódicos.7 Por lo tanto, era el ministerio que ejercía el mayor poder sobre la opinión pública y la vida cotidiana de los ciudadanos. La utilización del Ministerio del Interior para aplastar el sentimiento anticomunista no es exclusivo de Rumania, ocurrió por todo el este de Europa después de la guerra. En Checoslovaquia, la crisis de febrero de 1948 tuvo su origen directo en las quejas de que el ministro del Interior checo, Václav Nosek, había estado utilizando la fuerza policial para fomentar las causas del Partido Comunista.8 El ministro del Interior finlandés, Yrjö Leino, admitió abiertamente que cuando se depuró la policía «los nuevos rostros fueron, como es natural y en la medida de lo posible, comunistas» —para diciembre de 1945, los comunistas componían entre el 45 y el 60% de la fuerza policial finesa.9
Otro puesto gubernamental importante era el Ministerio de Justicia, que controlaba la contratación y el despido de los jueces, así como la depuración de «elementos fascistas» de la administración. Como he mostrado, fue el primer ministerio que controlaron los comunistas en Rumania. También fue un ministerio clave para la toma del poder comunista en Bulgaria. Desde el momento en que el Frente Patriótico accedió al poder en Sofía en 1944, los comunistas utilizaron el Ministerio de Justicia en colaboración con la policía para depurar el país entero de cualquier oposición posible. Al cabo de tres meses, 30.000 búlgaros habían sido despedidos de sus puestos —no sólo policías y funcionarios, sino también sacerdotes, médicos y maestros. Al final de la guerra los «Tribunales Populares», sancionados por el Ministerio de Justicia, habían juzgado a 11.122 individuos y condenado a muerte a casi una cuarta parte (2.168). De éstas se llevaron a cabo 1.046 ejecuciones, pero la cifra extraoficial oscila entre 3.000 y 18.000. En proporción a la población, ésta fue una de las depuraciones «oficiales» más rápidas, exhaustivas y brutales de cualquier país europeo, a pesar del hecho de que Bulgaria nunca fue ocupada en su totalidad, ni había participado en la barbarie en la que se había sumido el resto de países de la región. La sencilla razón fue que, mientras la Gestapo o sus equivalentes locales en otros países ya habían acabado con los intelectuales, en Bulgaria los comunistas tenían que hacerlo todo ellos mismos.10
En otros países, el objetivo lo constituían otros ministerios, como el Ministerio de Información en Checoslovaquia y el Ministerio de Propaganda en Polonia, porque controlaban el flujo de información que llegaba a las masas. En Checoslovaquia y Hungría, al igual que en Rumania, el Ministerio de Agricultura era también un puesto muy cotizado, ya que los comunistas reconocieron enseguida el potencial de la reforma agraria para aumentar el número de afiliados. Ya he mostrado la rapidez con la que los comunistas ganaron apoyos en el sur de Italia al abogar por la reforma agraria. En el este de Europa pudieron llegar más lejos: no sólo cambiaron la ley, sino que directamente distribuyeron parcelas de tierras confiscadas de grandes fincas o de familias alemanas desalojadas. Literalmente compraron el apoyo de millones de campesinos.
Si los comunistas buscaban el poder en la escena nacional, también lo hicieron a escala local —pero siempre con la mirada puesta en cómo manipular ese poder para promover su causa a nivel nacional. La tarea más importante de todo gobierno europeo en el periodo de posguerra fue mantener la economía a flote. Eso significaba mantener las fábricas y las minas de carbón en funcionamiento, así como asegurar la distribución de los productos por toda Europa. En consecuencia, el objetivo de los comunistas era lograr el dominio total de la industria y el transporte infiltrando sindicatos y comités de trabajadores en las fábricas. De este modo, los partidos comunistas podían organizar huelgas masivas siempre que el dirigente nacional necesitara una demostración «espontánea» de apoyo popular contra sus adversarios en el gobierno. En Checoslovaquia, tales manifestaciones se utilizaron deliberadamente para hacer que el golpe de febrero de 1948 pareciese una revolución auténtica. En todos los países del Bloque Oriental, así como en Francia, Italia y Finlandia, los trabajadores se ponían en huelga con regularidad en su lucha por alcanzar objetivos claramente políticos: en un continente que estaba constantemente revoloteando al borde de la inanición, el control de la mano de obra era una herramienta muy poderosa.
Fue este deseo de movilizar grandes grupos de población lo que condujo al siguiente objetivo importante del Partido Comunista, que era reclutar tantos afiliados como fuera posible y lo más rápido posible. En los primeros días después de la guerra ninguno de los partidos comunistas fue especialmente exigente con los que se sumaban. Reclutaban matones y criminales de poca monta, a los que consideraban útiles para engrosar las filas de sus nuevas organizaciones de seguridad. Asimismo reclutaron miembros del régimen anterior, encantados de hacer lo que fuera para evitar un juicio por crímenes de guerra. Banqueros, empresarios, policías y hasta sacerdotes se apresuraron a alistarse en el Partido Comunista como la mejor póliza de seguros contra las acusaciones de colaboracionismo: lo que los franceses denominaban «devenir rouge pour se faire blanchir» (tornarse rojo para hacerse blanquear).11 También hubo muchos «compañeros de viaje» que se afiliaron sencillamente porque vieron hacia dónde soplaba el viento. Sin embargo, ni siquiera la inclusión de esas personas explica del todo la rápida expansión de los comunistas por todo el centro y sur de Europa. Cuando los tanques soviéticos se aproximaban a la frontera de Rumania en 1944, en Bucarest sólo había unos 80 afiliados al Partido Comunista, y menos de 1.000 en el conjunto del país. Cuatro años después, los afiliados llegaban al millón, un incremento que significaba haber multiplicado por mil los afiliados existentes.12 En Hungría, sólo en un año (1945), los afiliados pasaron de sólo unos 3.000 a medio millón;13 mientras que en Checoslovaquia, los 50.000 afiliados al partido que había en mayo de 1945 aumentaron hasta 1,4 millones en tres años.14 Una gran proporción de estos nuevos afiliados eran partidarios entusiastas.
Al mismo tiempo que ampliaban su propia base de poder, los comunistas trabajaban duro para debilitar el poder de sus adversarios. Y lo lograban en parte difamando a sus rivales políticos en la prensa, que controlaban a través de la censura soviética, o de la presencia cada vez mayor de comunistas en los sindicatos de los medios de comunicación. Por ejemplo: durante la crisis de febrero de 1948 en Checoslovaquia, el control comunista de las emisoras de radio aseguraba que los discursos de Klement Gottwald y los llamamientos a las manifestaciones masivas recibieran la máxima publicidad; en cambio, las llamadas de otros partidos al país fueron silenciadas cuando los sindicalistas de las papeleras y las imprentas les impidieron incluso publicar sus periódicos.15 Casos similares de censura «espontánea» por parte de sindicalistas se produjeron en casi todos los países del este de Europa.16
Conscientes de que era imposible desprestigiar a todos sus adversarios a la vez, los partidos comunistas de cada país empezaron por debilitarles poco a poco. Era lo que los húngaros llamaban «táctica del salami» —eliminar a sus rivales rebanada a rebanada. Cada rebanada se desharía de un grupo al que cabría la posibilidad de acusar de colaboracionismo, o de cualquier otro delito. En realidad, algunas personas fueron colaboracionistas, pero muchas otras fueron detenidas bajo falsas acusaciones, como los 16 mandos del Ejército Nacional polaco (arrestados en marzo de 1945), el dirigente socialdemócrata búlgaro Krustu Pastuhov (detenido en marzo de 1946), o el cabecilla de los Agricultores Yugoslavos, Dragoljub Jovanovic (octubre de 1947).
A continuación, los comunistas tratarían de dividir a sus adversarios. Intentarían desprestigiar a ciertas facciones de otros partidos y presionar a sus líderes para que repudiaran a dichas facciones. O invitarían a sus rivales a unirse a ellos en un «frente» unido, produciendo escisiones entre los que confiaban en los comunistas y los que no. Esta táctica dio muy buenos resultados con sus rivales más fuertes de la izquierda, los socialistas y los socialdemócratas. Finalmente, tras haberles dividido una y otra vez, los comunistas absorberían lo que quedara de ellos. Los socialistas del este de Alemania, Rumania, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Polonia tocaron a su fin al fusionarse oficialmente con los partidos comunistas.
A pesar de tan hábiles maniobras, ninguno de los partidos comunistas de Europa había conseguido la suficiente popularidad para ganar el poder absoluto en las urnas. Incluso en Checoslovaquia, donde en 1946 obtuvieron legítimamente un impresionante 38% del voto, todavía se veían obligados a gobernar mediante un acuerdo mutuo con sus adversarios.17 En otros países, la falta de fe de los votantes a menudo tomó a los comunistas por sorpresa. La severa derrota en las elecciones municipales de Budapest en octubre de 1945, por ejemplo, se consideró poco menos que una «catástrofe», y dejó a su líder, Mátyás Rákosi, hundido en un sillón «tan pálido como un cadáver».18 Había cometido el error de creerse sus propios informes de propaganda acerca de la popularidad comunista.
Ante semejante escepticismo generalizado, fue inevitable que los comunistas recurrieran a la fuerza —al principio por métodos encubiertos, y después por medio del puro terror. Los opositores populares de otros partidos fueron amenazados, intimidados o arrestados con falsos cargos de «fascismo». Algunos murieron en circunstancias sospechosas, como el ministro checo de Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, que cayó por una ventana de su ministerio en marzo de 1948.19 Otros, como el político de la oposición más importante de Bulgaria, el dirigente de la Unión Nacional Agraria búlgara, Nikola Petkov, fueron llevados ante tribunales sin legitimidad alguna y ejecutados. Muchos, como el húngaro Ferenc Nagy y el rumano Nicolae Rădescu, respondieron a las amenazas huyendo a Occidente. Y no sólo sufrieron los líderes rivales: toda la fuerza del terror de estado se desataba contra cualquiera que se opusiera a ellos. En Yugoslavia, por ejemplo, el jefe de la policía secreta, Aleksandar Ranković, admitió posteriormente que el 47% de los arrestos llevados a cabo en 1945 habían sido injustificados.20
Durante dicha represión, las elecciones se convirtieron en una farsa en toda la región. Los candidatos «indeseables» sencillamente desaparecieron de las listas electorales. Los partidos alternativos se presentaban en las listas de los comunistas formando un único «bloque», de modo que los votantes no podían elegir entre partidos. Grupos de policías de seguridad amenazaban directamente a los propios electores en los colegios y se aseguraban de que el voto no fuera anónimo. Y cuando todo lo anterior fallaba, el recuento de votos sencillamente se amañaba. Como consecuencia, los comunistas y sus aliados consiguieron al final «ser elegidos» por unos márgenes francamente improbables: 70% en Bulgaria (octubre de 1946), 70% en Rumania (noviembre de 1946), 80% en Polonia (enero de 1947), 89% en Checoslovaquia (mayo de 1948) y un absurdo 96% en Hungría (mayo de 1949).21
Al igual que en Rumania, sólo cuando consiguieron incontestablemente el control del gobierno, los comunistas emprendieron su verdadero programa de reformas. Hasta ese momento, en gran parte de Europa sus políticas habían sido siempre bastante conservadoras: reforma agraria, vagas promesas de «igualdad» para todos y el castigo a los que hubieran actuado mal durante la guerra. A partir de 1948 (e incluso antes en Yugoslavia) empezaron a desvelar sus objetivos más radicales, como la nacionalización de las empresas y la colectivización de la tierra, lo cual se llevó a cabo en todo el resto de la Europa comunista del mismo modo que en Rumania. También fue más o menos en esta época cuando empezaron a justificar sus actuaciones anteriores promulgando leyes vacías contra la gente y las instituciones que ya habían destruido.
La pieza final del rompecabezas fue emprender depuraciones internas terroríficas que erradicarían toda posibilidad de traición desde el interior de la propia estructura del partido. De este modo se eliminaron los últimos vestigios de diversidad. Comunistas de mentalidad independiente como Wladyslaw Gomułka en Polonia y Lucreţiu Pătrăşcanu en Rumania fueron desalojados del poder o encarcelados y ejecutados. A raíz de la ruptura soviético-yugoslava, antiguos seguidores de Tito fueron arrestados, juzgados y ejecutados: de este modo, el anterior ministro del Interior de Albania, Koçi Xoxe, fue eliminado al igual que Traicho Kostov, que había sido la cabeza visible del Partido Comunista Búlgaro. A finales de la década de 1940 y principios de la siguiente, toda la Europa oriental se sumió en una depuración terrorífica, en la que todos y cualquiera podían encontrarse bajo sospecha. Sólo en Hungría, un país con menos de 9,5 millones de habitantes, casi 1,3 millones se enfrentaron a los tribunales entre 1948 y 1953. Unos 700.000 —más del 7% de la población total— recibieron algún tipo de castigo oficial.22
No es una coincidencia que este proceso sea exactamente igual que el que asoló a la Rusia soviética en las décadas anteriores a la guerra. A partir de la apertura de los archivos rusos en la década de 1990, cada vez resulta más evidente que fueron los soviéticos quienes tensaron las cuerdas. Las pruebas son ahora incuestionables: no hay más que leer la correspondencia de posguerra entre Moscú y el futuro primer ministro búlgaro, Georgi Dimitrov, en la que el ministro de Asuntos Exteriores soviético le dicta prácticamente la composición del gobierno búlgaro, para comprender la magnitud de la injerencia soviética en los asuntos internos de los países del este de Europa.23
Desde el momento en que el Ejército Rojo entró en la Europa oriental, Stalin estaba decidido a asegurarse de que allí se instalara un sistema político que impidiera que de nuevo cualquiera de esos países supusiera una amenaza para la Unión Soviética, como hicieron muchos durante la guerra. En una conversación con el segundo de Tito, Milovan Djilas, hizo la famosa declaración de que la Segunda Guerra Mundial fue diferente de otras guerras pasadas porque «el que ocupa un territorio impone también su propio sistema social. Todo el mundo impone su sistema hasta donde pueda llegar su ejército».24 La amenaza del Ejército Rojo fue decisiva para asegurar la instauración del comunismo en toda la región, pero fue la crueldad de los políticos comunistas, soviéticos y no soviéticos, la que llevó a la política hasta su conclusión lógica. Por medio del terror, y de una intolerancia total ante cualquier tipo de oposición, no sólo crearon un espacio de amortiguación entre la Unión Soviética y Occidente, sino una serie de réplicas de la propia Unión Soviética.