12
Cambio de tornas

Si la venganza es una función del poder, entonces la verdadera venganza sólo se consigue cuando la relación de poder entre el agresor y la víctima se invierte por completo. El que carece de poder debe tornarse todopoderoso, y el sufrimiento infligido debe ser en cierto modo equivalente al padecido.

Esto no ocurrió a gran escala dentro de Alemania porque la presencia de los Aliados lo impidió. Los trabajadores esclavos liberados no podían encabezar la esclavización de sus antiguos amos. Los supervivientes de los campos de concentración no tenían que encargarse de los prisioneros alemanes. Pero hubo otros países en los que sí se presentaron tales circunstancias, tanto a nivel individual como colectivo.

En especial en Polonia y Checoslovaquia, pero también en Hungría, los Estados Bálticos e incluso en Rusia, había grandes poblaciones de expatriados de habla alemana establecidas desde hacía mucho tiempo y conocidas en su conjunto como el Volksdeutsch (pueblo alemán). Estas personas, que habían recibido todo tipo de privilegios durante la guerra, se convirtieron entonces en el blanco de la furia popular. Se vieron obligados a huir de sus hogares, les negaron las raciones y les humillaron en competencia directa con las medidas nazis durante la guerra. Cientos de miles fueron reclutados como mano de obra esclava en fábricas, minas de carbón y granjas de toda la región, exactamente igual que habían hecho los nazis con sus antiguos vecinos. Los demás fueron enviados a prisión o llevados como si se tratara de ganado a campos de tránsito a la espera de que les expulsaran a Alemania.

Este capítulo trata de los millones de civiles de habla alemana que volvieron a llenar los campos de prisioneros, los temporales y los de concentración de Europa una vez que se vaciaron de los presos de tiempos de guerra. Algunos de estos lugares se compararon con los campos nazis más notorios. Si bien es importante dejar claro al principio que las atrocidades que tuvieron lugar allí no se parecieron en nada a los crímenes de guerra nazis, es importante asimismo reconocer que ocurrieron y que fueron bastante brutales.

El sadismo extremo es siempre difícil de soportar, sean quien sean las víctimas, pero el hecho de que en este caso las víctimas fueran alemanas hace que aumente nuestro malestar. En todos los países de Europa, y ciertamente en todo el mundo, siempre se ha considerado que los alemanes son los autores de las atrocidades, no las víctimas. Al mundo le gusta creer que si después de la guerra hubo una cierta venganza sólo se trató de lo que el pueblo alemán se merecía —y además, nos gusta creer que la venganza que se infligió a los alemanes fue en cualquier caso bastante leve, sobre todo dadas las circunstancias. La idea de que los alemanes también padecieran algunas formas horrendas de tortura y degradación —no sólo los nazis que ejercían como tales, sino hombres, mujeres y niños corrientes— y la toma de conciencia de que nuestros propios compatriotas también eran capaces de semejantes crímenes —son temas que la cultura dominante de los Aliados evita de manera instintiva.

Hay que afrontar estas historias si alguna vez queremos llegar a conocer la verdad sobre el pasado o comprender adecuadamente el mundo en el que hoy vivimos. En las últimas décadas las teorías extremistas y de la conspiración han prosperado debido a que el resto de nosotros sigue tratando este tema como una especie de secreto culpable. Nuevos mitos y exageraciones han empezado a echar raíces, algunos de los cuales son muy peligrosos. Por lo tanto, por muy incómodo que sea, es importante sacar a la luz la verdad desagradable y los mitos que se han nutrido de ella.

ALEMANES EN CHECOSLOVAQUIA

Las partes de Europa que contemplaron los mayores niveles de enemistad hacia la población civil alemana eran aquellas donde los alemanes y otras nacionalidades vivían unos al lado de las otras. Praga, la capital checa, fue un caso paradigmático. Durante cientos de años Praga fue la patria de alemanes y checos, y los rencores entre ambas comunidades se remontan a la época del Imperio austrohúngaro.1 Sin contar Viena, Praga fue la primera capital extranjera que tomaron los nazis y la última que se liberó —por lo que los ciudadanos checos sufrieron la ocupación más tiempo que nadie en Europa. Muchos de ellos consideraban que sus vecinos alemanes eran traidores que habían preparado el terreno para la invasión alemana de 1938.

Por lo tanto, no es de extrañar que cuando la población de Praga se levantó contra los nazis la última semana de la guerra, esos viejos resentimientos generaran finalmente violencia. Los soldados alemanes que capturaban eran golpeados, empapados en gasolina y quemados hasta la muerte.2 Docenas fueron colgados de las farolas de la ciudad con esvásticas talladas en su carne. La guerrilla irrumpía en los sótanos donde los alemanes, hombres, mujeres y niños, se escondían y les pegaban, violaban y en ocasiones mataban.3 Miles de alemanes fueron sacados de sus casas y encerrados en escuelas, cines y cuarteles, en donde a muchos les sometían a interrogatorios brutales para intentar descubrir sus afiliaciones políticas.4

Durante esos días se respiraba en la ciudad un ambiente lleno de temor. Algunos habitantes de Praga hablaron después de un pánico «contagioso» que les recordaba el sentimiento que se vivía en las trincheras alemanas durante la Primera Guerra Mundial. Un funcionario alemán describía Praga en esa época como una sucesión de «barricadas y personas atemorizadas». Cuando intentaba abrirse camino hacia su casa a menudo se topaba con grupos de hombres enfurecidos, turbas maldiciendo, mujeres chillando, soldados alemanes rindiéndose, y en medio de todo aquello un muchacho vendiendo banderines e insignias con los colores checos. «Los disparos procedían de todas las casas», escribió después:

Los adolescentes checos, muchas veces con un revólver en cada mano, exigen que les enseñen los documentos de identidad. Me escondo en el porche de una casa; desde arriba puedo oír gritos que ponen los pelos de punta, luego un disparo, y luego silencio. Un joven con el rostro de un ave de presa baja las escaleras escondiendo apresuradamente algo en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Una anciana, obviamente la guardesa, grita: «¿Le diste su merecido a esa puta alemana? Muy bien, así es como deben morir todos».

Los alemanes de la ciudad se escondían en sus sótanos, o en las casas de amigos y conocidos checos, a fin de evitar la ira de la multitud.5

Al comienzo de la sublevación, el 5 de mayo de 1945, había unos 200.000 alemanes en Praga, la mayoría civiles.6 Según los informes checos, algo menos de mil fueron asesinados durante el levantamiento, entre ellos decenas de mujeres y al menos ocho niños. Esto sin duda está subestimado, sobre todo considerando la magnitud y la índole de la violencia que tuvo lugar dentro de la ciudad y sus alrededores, y no tiene en cuenta los intentos oficiales por minimizar la violencia contra la población civil. Por ejemplo, tiempo después se descubrió una fosa común en un cementerio del suburbio de Bfevnov que contenía 300 alemanes que habían sido «asesinados durante el combate hacia el oeste». La mayoría de las víctimas vestían de paisano, y sin embargo el informe checo suponía que tres cuartas partes de ellas habían sido soldados, y de ese modo figuraron en las listas como bajas militares en lugar de civiles.7 Con estos informes tan poco fiables, y un número desconocido de alemanes cuyas muertes no se registraron, es imposible determinar la verdadera cantidad de civiles alemanes que murieron en Praga durante la sublevación.

En los días posteriores al final de la guerra, miles de alemanes más fueron internados en Praga, primero en centros de detención improvisados, luego en grandes centros de aglomeración como el estadio deportivo de Strahov, y por último en campos de internamiento a las afueras de la ciudad. Según testigos oculares, a los presos alemanes de estos centros de internamiento les golpeaban sistemáticamente y a veces les ejecutaban sin juicio previo. Un ingeniero de caminos llamado Kurt Schmidt, por ejemplo, se encontró preso en Strahov después de que le obligaran a marchar de Brno a Praga a finales de mayo. «El hambre y la muerte imperaban en el campo», afirmó tiempo después:

Las ejecuciones que tenían lugar en el campo a la vista del público nos hacían pensar aún más en la muerte. Cualquier miembro de las SS que se descubriera en el campo era asesinado en público. Un día golpearon a seis jóvenes hasta que quedaron inmóviles, vertieron agua sobre ellos (que las mujeres alemanas tuvieron que ir a buscar) y luego continuaron golpeándoles hasta que no quedó señal de vida alguna. Los cuerpos terriblemente mutilados se exhibieron adrede durante varios días al lado de las letrinas. Un chico de catorce años fue fusilado junto a sus padres porque alegaron que había intentado apuñalar a un Guardia Revolucionario con un par de tijeras. Estos son sólo algunos ejemplos de las ejecuciones que tuvieron lugar casi cada día, la mayoría por fusilamiento.8

Según Schmidt la provisión de alimentos era esporádica y siempre insuficiente, y esta impresión viene sin duda apoyada por investigaciones checas recientes.9 La higiene era rudimentaria en el mejor de los casos, y los cubos en los que había que ir a buscar la comida se usaban «para diferentes propósitos» durante la noche. Una epidemia de disentería hizo estragos en el campo, y Schmidt perdió a su hijo de 15 meses de una mezcla de esto y hambre. La falta de condiciones sanitarias y de raciones suficientes son cuestiones que surgen una y otra vez en las declaraciones de aquellos que internaron después de la guerra.

Las mujeres lo pasaron especialmente mal en Strahov, y constantemente estaban sometidas a los abusos de los guardias checos y los soldados rusos. Como explicaba Schmidt, él y los demás hombres se veían impotentes para protegerlas:

Si un hombre hubiera tratado de proteger a su esposa, se habría arriesgado a que le mataran. A menudo, los rusos, y también los checos, ni siquiera se molestaban en llevar a las mujeres lejos —entre los niños y a la vista de todos los internos del campo, se comportaban como animales. Durante la noche podían oírse los gemidos y lamentos de esas pobres mujeres. Los disparos resonaban desde todas las esquinas y las balas pasaban sobre nuestras cabezas. La presencia de tanta gente creaba un ruido incesante. Los reflectores iluminaban la oscuridad y los rusos lanzaban bengalas todo el tiempo. Nuestros nervios no tenían paz ni de noche ni de día y era como si hubiéramos entrado en el infierno.10

Como medida para escapar de tales condiciones, muchos alemanes se ofrecían para trabajar fuera, sobre todo para los trabajos de reparación que se necesitaran en la ciudad, como el desmantelamiento de las barricadas levantadas por los insurgentes durante la sublevación. Pero si creían que les tratarían mejor fuera de las prisiones estaban muy equivocados. Schmidt describe cómo la multitud que se agolpaba alrededor de esos grupos de trabajo les pegaban, escupían y apedreaban. Su descripción la corrobora una mujer de otro campo de prisioneros que había sido miembro del Cuerpo Femenino Alemán de Señales de Praga durante la guerra.

La muchedumbre de las calles se comportaba aún peor [que los guardias]. Sobre todo destacaban las mujeres mayores, que a ese propósito se habían armado con barras de hierro, porras, correas de perro, etc. Algunas fueron apaleadas de tal manera que se desplomaron y no pudieron volver a levantarse. El resto, yo incluida, tuvimos que quitar las barricadas del puente. La policía checa acordonó el lugar donde trabajábamos, pero la turba se abrió paso y de nuevo nos vimos expuestas a su maltrato sin ninguna protección. En su desesperación, algunas de mis compañeras de sufrimiento saltaron al río Moldava, donde inmediatamente eran tiroteadas... Una de las checas tenía un par de tijeras grandes y nos raparon el pelo una detrás de otra. Otra checa nos echó pintura roja sobre la cabeza. A mí me rompieron cuatro dientes. Nos arrancaban los anillos de nuestros dedos hinchados a la fuerza. A otras les interesaban nuestros zapatos y vestidos, por lo que acabábamos casi desnudas —incluso nos arrancaban piezas de ropa interior. Hombres y muchachos nos daban patadas en el abdomen. Totalmente desesperada, yo también intenté saltar al río, pero me agarraron y recibí otra paliza.11

No es de extrañar que algunos alemanes prefiriesen suicidarse antes que soportar semejante trato. En la prisión Pankrác de Praga, por ejemplo, dos jóvenes madres alemanas estrangularon a sus hijos y luego intentaron matarse ellas. Cuando las reanimaron dijeron que lo habían hecho porque los guardias las habían amenazado con «arrancarles los ojos a sus hijos, torturarles y matarles, lo mismo que habían hecho los alemanes con los niños checos».12 No existen estadísticas fiables de los suicidios cometidos inmediatamente después de la guerra, pero los informes checos de 1946 dan una lista de 5.558 entre la etnia alemana de Bohemia y Moravia. Una vez más, la cifra real debió de ser aún mayor.13

La situación de los alemanes en Praga es ampliamente representativa del resto del país, si bien en muchas zonas los peores excesos no ocurrieron hasta bien entrado el verano. Tal vez la matanza más famosa tuvo lugar en Ústí nad Labem (Aussig para los alemanes), donde a finales de julio asesinaron a más de 100 alemanes —los testigos, conmocionados, exageraron la cantidad en 10 o incluso 20 veces más.14 Mucho peor, pero menos conocida, fue la matanza en la ciudad de Postoloprty, al norte de Bohemia, donde un destacamento del ejército, celoso de sus obligaciones, cumplió órdenes de «limpiar» la región de alemanes. Según fuentes alemanas, 800 personas fueron asesinadas a sangre fría. Las fuentes checas están de acuerdo: dos años después del suceso, las autoridades checas ponen al descubierto 763 cuerpos enterrados en fosas comunes alrededor de la ciudad.15 En Taus (conocida por los checos como Domazlice), 120 personas fueron fusiladas detrás de la estación y enterradas en fosas comunes.16 En Horní Moštěnice, cerca de la ciudad morava de Přerov, un oficial checo llamado Karol Pazúr detuvo un tren lleno de alemanes eslovacos con el pretexto de buscar antiguos nazis. Esa noche sus soldados fusilaron a 71 hombres, 120 mujeres y 74 niños —de los cuales el más pequeño era un bebé de ocho meses. De nuevo, los enterraron en fosas comunes. Posteriormente, Pazúr justificó el asesinato de los niños diciendo: «¿Qué se supone que debía hacer con ellos después de haber matado a sus padres?».17

Las autoridades checas, que muchas veces condenaban tales excesos, no aprobaron en absoluto ese comportamiento.18 Sin embargo, esto no les exime de alguna responsabilidad. A su regreso a Checoslovaquia, el presidente Edvard Beneš promulgó una serie de decretos que señalaban castigos para los alemanes, entre ellos la apropiación de sus tierras, la confiscación de sus propiedades y la pérdida de la nacionalidad checa, además de la disolución de todas las instituciones alemanas de enseñanza superior. La retórica que utilizaban Beneš y otros miembros del nuevo gobierno no estaba destinada precisamente a tratar de apaciguar los ánimos. Por ejemplo, en su primer discurso después de regresar del exilio, Beneš no sólo culpó a los nazis de los crímenes morales de la guerra sino a toda la nación alemana, que merecía «el desprecio sin límites de toda la humanidad».19 Su futuro ministro de Justicia, Prokop Drtina, fue más lejos, afirmando sin recato que «No hay alemanes buenos, sólo malos y aún peores», que eran una «úlcera ajena en nuestro cuerpo» y que «la nación alemana entera era responsable de Hitler, Himmler, Henlein y Frank, y toda la nación debe cargar con el castigo por los crímenes cometidos».20 En julio de 1945 Antonín Zápotocký, futuro presidente checo, escribió un artículo en Práce afirmando que las autoridades no deberían molestarse en acatar la ley cuando castiguen a presuntos colaboradores, porque «Cuando partes leña, las astillas vuelan» (una expresión checa que significa algo parecido a «No se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos»).21 El primer ministro Zdeněk Nejedlý, el viceprimer ministro Josef David, el ministro de justicia Jaroslav Stránský y muchos otros, manifestaron sentimientos similares.22

Si tales figuras de autoridad se contentaban con colmar de improperios a todos los alemanes, también se daban prisa en perdonar a su propio pueblo por la venganza que se había tomado. En el primer aniversario del fin de la guerra se elaboró una ley que disculpaba todos los actos de «justa represalia» contra las autoridades nazis o sus «cómplices», aun cuando tales actos se considerarían normalmente un delito. Lo significativo es que esta amnistía no sólo se aplicaba a las represalias ejecutadas durante la guerra, sino también a aquellas cometidas entre el 9 de mayo y el 28 de octubre de 1945.23

Es difícil decir con exactitud cuántos alemanes murieron en Checoslovaquia como consecuencia de los sucesos caóticos del periodo posterior a la guerra, pero la cifra se encuentra sin duda en las decenas de miles. El asunto sigue siendo tan polémico, y provoca emociones tan intensas en ambos lados, que todas las estadísticas relativas al número de muertes se rebaten. Las fuentes alemanas mencionan que antes y durante las expulsiones de Checoslovaquia murieron 18.889 personas, 5.596 de ellas de forma violenta —pero estas cifras no tienen en cuenta aquellas cuyas muertes no se registraron.24 Los alemanes de los Sudetes afirman que la cifra verdadera se acerca más a 250.000, pero ésta es casi con certeza una exageración descabellada.25 En cambio, algunos historiadores checos afirman que cualquier violencia en el periodo posterior a la guerra es una mera ficción creada por los alemanes que todavía hoy quieren reclamar una compensación.26 El historiador checo Tomáš Staněk ha recopilado las estimaciones más fiables e imparciales, y sugiere con prudencia que entre 24.000 y 40.000 alemanes murieron como consecuencia directa del trato que recibieron durante el caos de posguerra en Checoslovaquia.27 Incluso esta cifra no tiene en cuenta a los que murieron prematuramente en los años siguientes porque su salud quedó destrozada por lo que hubieron de pasar.

Staněk también ofrece datos acerca de la cantidad de alemanes recluidos después de la guerra. Aún antes de que empezaran los internamientos sistemáticos en vísperas de las expulsiones oficiales, los registros checos mencionan 96.356 prisioneros alemanes —aunque Staněk sostiene que la cifra real es al menos de 20.000 más. De hecho, a mediados de agosto de 1945, más del 90% de todos los prisioneros detenidos en Bohemia y Moravia eran de nacionalidad alemana, y eso porque aparentemente representaban una amenaza, si bien unos 10.000 de ellos eran niños menores de catorce años.28

No cabe duda de que algunos de estos prisioneros eran culpables de los delitos que se atribuían al conjunto. Pero la razón principal por la que se les mantuvo en campos durante tanto tiempo después de la guerra —y debemos recordar que muchos no fueron liberados hasta 1948—es que constituían una reserva útil de mano de obra gratis, sobre todo en las importantes industrias agrícola y minera.

En principio, este uso de la mano de obra forzada alemana no era muy distinto de lo que ocurría en el resto de Europa, incluida Gran Bretaña, donde 110.000 prisioneros de guerra alemanes seguían trabajando a comienzos de 1948.29 De hecho, el uso de mano de obra forzada alemana fue ratificado por los acuerdos internacionales de Yalta y Potsdam entre los Tres Grandes. Pero mientras que en Gran Bretaña sólo los prisioneros militares se utilizaban como mano de obra forzada, en Checoslovaquia la mayoría de esos conscriptos eran civiles. También había una gran diferencia en la forma de tratar a esos trabajadores. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, en Gran Bretaña alimentaban a los operarios alemanes igual que a los trabajadores británicos, y estaban sujetos a las mismas normas de seguridad. En las tierras checas, en las que a menudo ni siquiera la Cruz Roja tenía permitido el acceso, muchos prisioneros se alimentaban con menos de 1.000 calorías al día —menos de la mitad de lo necesario para mantener la salud— y se veían obligados a hacer todo tipo de trabajos peligrosos, entre ellos despejar los campos de minas.30

En Checoslovaquia también humillaban por sistema a los trabajadores forzados de un modo que emulaba adrede el trato nazi a los judíos. Así, les hacían llevar esvásticas, brazaletes blancos, o parches de tela pintados con la letra «N» (de Němec, que significa alemán).31 Cuando les sacaban fuera del campo de internamiento para sus obligaciones laborales muchas veces les prohibían utilizar el transporte público, entrar en las tiendas o en los parques, o incluso caminar por la acera.32 A menudo se invocaba el fantasma del nazismo durante las palizas y otros «castigos», sobre todo cuando los guardias del campo habían sido ellos mismos víctimas de la crueldad nazi. Por ejemplo, un funcionario alemán recuerda a su torturador gritando: «¡Al fin os tengo, hijos de puta! ¡Durante cuatro largos años me habéis torturado en el campo de concentración, ahora os toca a vosotros!».33

Según Hans Guenther Adler, judío que fue recluido en Theresienstadt, había muy poca diferencia entre el trato que él había recibido y el que recibieron los alemanes cuando les internaron en ese mismo campo después de la guerra:

Es indudable que muchos de ellos se convirtieron en culpables durante los años de ocupación, pero en su mayoría eran niños y menores que fueron encerrados simplemente porque eran alemanes. ¿Simplemente porque eran alemanes...? Esta frase suena terriblemente familiar; sólo cambiaron la palabra «judíos» por «alemanes». Los harapos que vestían los alemanes estaban llenos de esvásticas. Su alimentación era pésima y les maltrataban, y sus condiciones no eran mejores de lo que solían ser en los campos de concentración alemanes. La única diferencia era que la venganza despiadada que se ponía aquí en práctica no se basaba en el sistema de exterminio a gran escala que llevaron a cabo las SS.34

El argumento moral de Adler es incuestionable: el maltrato de alemanes inocentes es tan impropio como la persecución de judíos inocentes. Sin embargo se equivoca al menospreciar la diferencia de magnitud entre los dos sucesos. También le quita importancia al hecho de que mientras los alemanes padecían a manos de individuos, su tortura y asesinato nunca fue parte de la política oficial del gobierno: las autoridades checas solamente querían expulsar a los alemanes, no exterminarles. Esto, sin duda, constituye una enorme diferencia.

No obstante, hay otros que afirman que si bien el exterminio sistemático de alemanes pudo no haber estado en el orden del día de Theresienstadt, sin duda lo estuvo en otros lugares. Cuando millones de refugiados heridos y desamparados empezaron a entrar en masa en Alemania en el otoño de 1945, arrastraban consigo algunas historias inquietantes de lugares que llamaban «campos infernales», «campos de la muerte» y «campos de exterminio». En esos lugares, decían, mataban a trabajar a los alemanes, les mataban de hambre y les sometían a ejecuciones masivas. Los métodos sádicos que utilizaban los guardias de los campos eran tan crueles, y quizá peores, que los utilizados por las SS en Auschwitz. Se decía que en algunos campos «sólo sobrevivían alrededor del 5% de los internos».35

El gobierno alemán tomó muy en serio estas alegaciones, que fueron abrazadas por grandes sectores de la población que preferían verse a sí mismos como víctimas de la atrocidad antes que como sus autores. Estas creencias tendrían consecuencias políticas hasta bien entrado el siglo XX y hasta nuestros días.

Puesto que el más notorio de estos campos no estaba en Checoslovaquia sino en Polonia, a continuación debemos centrar nuestra atención en ese país.

Traducción de un cartel expuesto en un distrito de Praga en junio de 1945.

¡CIUDADANOS DE VINOHRADY!

El presidium del Comité Nacional Local de Praga XII ha decidido resolver la cuestión de los alemanes, húngaros y traidores del siguiente modo:

1.El término «alemán» en todas sus inflexiones se escribirá sólo con letras minúsculas, al igual que el término «húngaro».

2.En el futuro se aplicarán a alemanes, húngaros y traidores estas disposiciones:

a)todas las personas a partir de los catorce años de edad que pertenezcan a la categoría de alemán, húngaro, traidor o colaborador llevará en el lado izquierdo bien visible una esvástica de lona blanca, de 10 × 10, junto con el número bajo el que serán registrados. Ninguna persona marcada con la esvástica recibirá cartillas de racionamiento normales. Lo mismo se aplica a las personas que figuren bajo la letra «D» en la columna 6 (nacionalidad) de sus certificados de registro;

b)ninguna persona marcada con la esvástica está autorizada a usar los vagones de los tranvías excepto cuando vaya directa al trabajo, en cuyo caso debe hacerlo en el remolque. Estas personas no deben utilizar los asientos;

c)ninguna persona marcada con la esvástica está autorizada a utilizar las aceras —sólo pueden circular por la calzada;

d)ninguna persona marcada con la esvástica está autorizada a comprar, suscribirse a o leer diarios u otros periódicos; esto se aplica también a los subinquilinos, si los hubiera, de tales personas;

e)ninguna persona marcada con la esvástica está autorizada a permanecer en o atravesar jardines o parques públicos o bosques, no está autorizada a visitar o utilizar un peluquero, restaurantes, lugares de ocio de cualquier tipo, sobre todo teatros, cines, conferencias, etc.; asimismo tiene prohibido utilizar lavanderías, tintorerías y talleres de planchado. El horario de compras para estas personas es exclusivamente de n a 13 horas y de 15 a 16 horas. En caso de desacato de los horarios así definidos, tanto el comprador como el vendedor estarán sujetos al mismo castigo. Para las relaciones con las autoridades se ha fijado un horario exclusivo para estas personas de 7.30 a 8.30 en todas las oficinas;

f)ninguna persona marcada con la esvástica está autorizada a estar fuera de su casa después de las 2.0 horas;

g)todas las personas mayores de catorce años con la entrada «D» en su Certificado de Registro deben presentarse enseguida, como muy tarde en el plazo de dos días, en la Comisión de Información y Control del C.N.L. de Praga XII para la entrega de sus distintivos y para registrarse. Los que no se presenten en el tiempo estipulado, y los que se encuentren sin el oportuno distintivo en la forma prescrita, serán castigados severamente del modo que las autoridades nazis adoptaban en casos similares. El mismo castigo se impondrá también a quienes ayuden a estas personas de algún modo o se asocien con ellas para cualquier propósito;

h)todas las personas con la entrada «D» en sus certificados deben comparecer sin demora ante dicha Comisión de Investigación con independencia de que tal vez hayan recibido un certificado provisional referente a la libertad de movimiento, etc. Al mismo tiempo deben presentar una lista adecuada de todas sus pertenencias y entregarla, junto con todos los objetos de valor, al Administrador de Bienes Nacionales de N.C. XII, así como sus libretas de ahorro y demás depósitos si los hubiera; deben informar si poseen intereses de capital y en qué forma, entregando las pruebas oportunas; además, entregarán al mismo tiempo todos los receptores de radio junto con sus licencias. Toda transacción financiera está prohibida y es nula; los alemanes no tienen derecho al suministro de tabaco y no pueden fumar en público ni mientras trabajan.

¡Ciudadanos, trabajadores y gente laboriosa! De acuerdo con los principios de nuestro gobierno, vamos a llevar a cabo una depuración apropiada e instauraremos el orden al menos en nuestro distrito. Por tanto ayudadnos, también vosotros para hacer Vinohrady nacional y nuestra lo antes posible.

Estas medidas son sólo temporales, a la espera de la deportación de todas esas personas.

Dado en Praga el 15 de junio de 1945 Comité Nacional Local de Praga XII Oldrich Hlas, presidente

LOS NUEVOS «CAMPOS DE EXTERMINIO»

En febrero de 1945, después de que el Ejército Rojo penetrara en territorio alemán, se descubrió un campo de trabajo abandonado en Zgoda, cerca de Swiętochlowice, una pequeña ciudad de provincias en lo que hoy día es el suroeste de Polonia. Ávido de represalia, el Servicio Polaco de Seguridad Pública paramilitar (Urząd Bezpieczeństwa Publicznego o UBP) decidió reabrirlo como «campo de castigo».37 Miles de alemanes del lugar fueron arrestados y enviados allí a trabajar. Si bien informaron a la población local de que Zgoda era un campo sólo para activistas nazis y alemanes comprometidos, en realidad cualquiera podía acabar allí, y junto a antiguos prisioneros nazis había gente arrestada por pertenecer a clubes deportivos alemanes, por no llevar los papeles encima, o en ocasiones sin razón alguna.

Esos prisioneros podían adivinar lo que les esperaba en cuanto llegaban. El campo estaba rodeado por una cerca eléctrica de alto voltaje, con señales de mal agüero que mostraban un cráneo y dos huesos cruzados y las palabras «Peligro de muerte».38 Según varios testigos, estos mensajes venían reforzados por la visión de cadáveres colgados de la alambrada.39 El director del campo, Salomón Morel, les recibía en la puerta y les decía que él «les mostraría el significado de Auschwitz»;40 o jugaba a aterrorizarles diciendo: «Los alemanes asfixiaron con gas a mis padres y hermanos en Auschwitz, y yo no descansaré hasta que todos los alemanes hayan tenido su justo castigo».41 Durante la guerra Zgoda fue un campo satélite de Auschwitz: para reforzar ese vínculo, alguien había garabateado la inscripción: Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres) encima de la puerta.42

La tortura empezaba enseguida, sobre todo para los sospechosos de pertenecer a una organización nazi. A los miembros de las Juventudes Hitlerianas les decían que se tumbaran en el suelo mientras los guardias les pisaban, o les obligaban a cantar el himno del Partido Nazi, la «Canción de Horst Wessel», con los brazos en alto mientras los guardias les pegaban con porras de goma.43 A veces Morel tiraba a los prisioneros unos encima de otros hasta que sus cuerpos formaban una pirámide enorme; les golpeaba con un taburete, o les ordenaba que se pegaran unos a otros para diversión de los guardias.44 De vez en cuando enviaban a los prisioneros a la cámara de castigo, un refugio subterráneo donde les hacían estar de pie durante horas con agua helada hasta el pecho.45 Las ocasiones especiales se celebraban con palizas adicionales. El día del cumpleaños de Hitler, por ejemplo, los guardias entraban en el Bloque n.° 7 —el barracón reservado a los presuntos nazis— y comenzaban a pegarles con las patas de las sillas.46 El Día de la Victoria, Morel cogía a un grupo de prisioneros del Bloque n.° 11 para celebrarlo con otra paliza.47

Las condiciones en las que tenían que vivir los prisioneros eran infrahumanas deliberadamente. El campo fue construido para albergar a sólo 1.400 internos, pero para julio contenía más de tres veces y media esa cantidad. En su punto álgido había allí 5.048 internos, todos menos 66 eran alemanes o de etnia alemana.48 Estaban hacinados en siete barracones de madera plagados de piojos, su alimentación era inadecuada y no tenían acceso a instalaciones sanitarias apropiadas. El personal más codicioso del campo se quedaba sistemáticamente con las raciones, y confiscaban los paquetes de comida que enviaban familiares preocupados.49 Todos los días enviaban a dos terceras partes de los hombres a las minas de carbón locales, donde a veces les mataban a trabajar literalmente.50 Los supuestos nazis del Bloque n.° 7 no trabajaban fuera, pero permanecían bajo la constante vigilancia de los guardias de la UBP dentro del campo. Cuando se declaró una epidemia de tifus no aislaron a los prisioneros enfermos sino que les obligaron a quedarse en sus barracones atestados. Como consecuencia el índice de mortalidad aumentó rápidamente —según un prisionero encargado de enterrar a los muertos, morían cada día más de 20 personas.51

Cualquiera que intentara escapar de ese infierno era señalado de inmediato para recibir un trato especial. Gerhard Gruschka, un chico alemán de catorce años recluido en el campo, presenció el castigo impuesto a un fugitivo que tuvo la desgracia de ser capturado otra vez. Su nombre era Eric van Calsteren. En cuanto le llevaron de vuelta a los barracones, unos guardias lo tiraron al suelo y lo golpearon repetidamente con los puños y las cachiporras, mientras obligaban a mirar al resto de los prisioneros. Según Gruschka, fue una de las palizas más brutales que vio jamás.

Eric... de repente se apartó de los milicianos y se encaramó a uno de los camastros. Los cuatro se apresuraron a rodearlo y lo arrastraron hasta el centro de la habitación. Era evidente que estaban muy furiosos por semejante intento de resistencia. Uno de ellos fue a buscar una barra de hierro que había en el rincón de la habitación donde guardábamos el balde usado para ir a buscar nuestra comida. Al meter la barra a través de las asas del balde el transporte del recipiente lleno resultaba más fácil. Ahora, sin embargo, se convirtió en un instrumento de tortura. Los milicianos la cogieron por turnos para golpear a Eric en las piernas con una furia incontenible. Cada vez que caía al suelo le molían a patadas, volvían a levantarlo y le pegaban de nuevo con el bate de acero. En su desesperación Eric rogaba a sus torturadores: «¡Pegadme un tiro, pegadme un tiro!». Pero le golpeaban aún más fuerte. Fue una de las noches más horribles en Zgoda. Todos nosotros pensábamos que iban a matar a nuestro compañero de prisión.52

De algún modo, van Calsteren sobrevivió milagrosamente a esta paliza. Al igual que Gruschka sólo tenía catorce años. También era ciudadano holandés, de modo que para empezar nunca le debieron de haber recluido en Polonia.

Ésta era la clase de sucesos que tenían lugar todos los días en Zgoda. No es de extrañar que muchas veces se establezcan paralelismos entre este campo y los campos de concentración nazis, sobre todo porque el propio comandante del campo había tratado conscientemente de resucitar el ambiente de Auschwitz. Por entonces, las personas ajenas también establecían tales paralelismos. Un sacerdote de la localidad transmitió información sobre el campo a los oficiales británicos en Berlín, que a su vez la reenviaron al Foreign Office de Londres. «Los campos de concentración no se han suprimido, sino que los nuevos propietarios se han apropiado de ellos», reza el informe británico. «En Schwientochlowitz, los prisioneros que no mueren de hambre o no les matan a golpes, han de permanecer de pie con agua fría hasta el cuello, noche tras noche, hasta que mueren.»53 Los prisioneros alemanes que salieron libres de Zgoda también lo comparaban con los campos nazis. Uno de ellos, un hombre llamado Günther Wollny, tuvo la desgracia de sufrir los dos, Auschwitz y Zgoda. «Preferiría estar 10 años en un campo alemán que un día en uno polaco», dijo después.54

Por mucha que fuera la tortura en Zgoda, lo que ocasionó más muertes resultó ser la falta de alimentos y la llegada de la fiebre tifoidea. Sin embargo, la epidemia fue la salvación de los que sobrevivieron. Los detalles del brote se filtraron a los periódicos polacos, y finalmente al departamento del gobierno polaco encargado de las prisiones y los campos. Morel fue recriminado formalmente por permitir que las condiciones en los campos se deteriorasen hasta tal punto, y por apresurarse a usar las armas contra los prisioneros; también despidieron a uno de los administradores principales del campo, Karol Zaks, por quedarse con las raciones.55Las autoridades comenzaron entonces a liberar prisioneros o a trasladarlos a otros campos. Para noviembre de 1945 se había puesto en libertad a la mayoría de ellos, a condición de que nunca hablaran de sus experiencias, y el campo se clausuró.

Según los datos oficiales, de los cerca de 6.000 alemanes que habían pasado por Zgoda murieron 1.855 —casi uno de cada tres. Algunos historiadores polacos y alemanes por igual concluyeron que, a pesar de su carácter oficial como campo de trabajo, también fue un lugar donde los prisioneros alemanes no recibían comida ni atención médica con el fin de provocarles la muerte.56

Resultaría tentador descartar que Zgoda fuera la venganza personal de un único y brutal comandante de campo, si no fuera por el hecho de que en muchos otros campos y prisiones polacos imperaban unas condiciones similares. En la prisión de la Milicia Polaca en Trzebica (la alemana Trebnitz), por ejemplo, los internos alemanes recibían palizas periódicas sólo por deporte, y muchas veces los guardias les echaban los perros para que les atacaran. Un prisionero declaró que le habían obligado a ponerse de cuclillas y a saltar alrededor de su celda mientras su alcaide le pegaba con un palo que tenía una punta de hierro.57 La prisión de Gliwice (o Gleiwitz) estaba dirigida por supervivientes del Holocausto judío que golpeaban a los prisioneros alemanes con palos de escoba, garrotes y porras con resortes para sacarles una confesión.58Los supervivientes de la prisión de Kłodzko (o Glatz) cuentan historias de prisioneros a quienes se les «salieron los ojos a fuerza de golpes con porras de goma», y de otras formas de violencia de todo tipo, incluido el asesinato puro y duro.59

Las mujeres sufrían tanto como los hombres. En el campo de trabajo de Potulice el personal violaba, pegaba y sometía a sadismo sexual a las mujeres de manera sistemática. Tal vez lo peor es que separaban a sus hijos de ellas y sólo podían ver a sus madres los domingos durante una o dos horas. Una testigo declara que eso formaba parte de una política más amplia que apartaba a los niños para polaquizarlos, lo mismo que los nazis habían tratado de germanizar a los niños polacos durante la guerra —aunque lo más probable es que se trate de una respuesta emocional al dolor de estar separada de su hijo durante un año y medio.60 Otros reclusos de Potulice afirman que les hacían desnudarse mientras trabajaban en grupo y enterrarse en abono líquido, e incluso presenciar cómo un guardia cogía un sapo y lo metía a empellones en la garganta de un prisionero hasta que moría asfixiado.61

Sin embargo, el campo polaco tal vez más notorio fue el de Łambinowice —o Lamsdorf, como lo conocían sus ocupantes alemanes. Este antiguo campo de prisioneros de guerra volvió a abrir en julio de 1945 como campo de trabajos forzados para civiles alemanes que esperaban su expulsión de la nueva Polonia. Estaba dirigido por Czesław Gęborski de veinte años, «un polaco de aspecto depravado que sólo se hacía entender a patadas».62

Según uno de los primeros prisioneros, las atrocidades empezaron casi de inmediato. La noche de su llegada, les despertaron a él y a otros 40 y les sacaron a la fuerza de sus barracones al patio, donde les obligaron a tumbarse en el suelo mientras los milicianos saltaban sobre sus espaldas. Luego tuvieron que correr alrededor del patio mientras les pegaban con látigos y culatas de fusil. Todo el que cayera al suelo se vería atacado inmediatamente por grupos de milicianos. «A la mañana siguiente enterramos a 15 hombres», declaró este testigo. «Después, durante varios días, sólo moverme me producía un dolor tremendo, tenía sangre en la orina, mi latido cardiaco era irregular. Y 15 hombres estaban enterrados.»63

Cuando dos días después llegó la primera gran remesa de prisioneros, las atrocidades continuaron. No eran sólo los milicianos polacos quienes se complacían en dar las palizas, sino también sus esbirros alemanes, sobre todo el «más antiguo del campo», un prisionero de Lubliniec (o Lublinitz en alemán) sádico y de etnia alemana llamado Johann Fuhrmann. «Ante mis ojos golpeó a un bebé muerto, cuya madre había suplicado un poco de sopa para el niño, que en Lamsdorf suministraban a los niños pequeños. Luego persiguió a la mujer, que seguía estrechando en sus brazos el cuerpecito ensangrentado, dándola de latigazos por el patio... luego se retiró a su cuarto con sus «ayudantes» y dieron buena cuenta de la sopa destinada a los niños.64

Según el mismo testigo, el sadismo de los guardias del campo era cada vez más imaginativo. Para entretenerse el comandante obligaba a uno de los hombres a trepar a un árbol que había en el patio y a gritar, «Soy un gran mono», mientras él y sus guardias se reían y le disparaban al azar hasta que al final caía al suelo. Tal vez la acusación más repugnante de este testigo es la descripción que hizo de lo que les pasó a las mujeres del cercano pueblo de Grüben (ahora Grabin en Polonia). Fueron enviadas a exhumar una fosa común descubierta en las cercanías del campo, donde los nazis habían enterrado los cuerpos de cientos de soldados soviéticos que habían muerto en su campo de prisioneros de guerra. Las mujeres no disponían de guantes ni de ninguna otra prenda protectora. Era verano, los cuerpos estaban en avanzado estado de descomposición y desprendían un hedor insoportable.

Cuando los cadáveres estuvieron al descubierto, obligaron a las mujeres y las niñas a tumbarse boca abajo encima de esos cuerpos viscosos y repugnantes. Los milicianos polacos empujaban con las culatas de sus fusiles la cara de sus víctimas dentro de la descomposición infernal. De este modo, los restos humanos se metían en sus bocas y narices. 66 mujeres y niñas murieron a consecuencia de esta «hazaña» polaca.65

Es imposible comprobar la validez de relatos como éste, y es muy probable que algunos aspectos se hayan exagerado mucho. Sin embargo, subsisten fotos de la exhumación, y hasta los historiadores polacos admiten que se obligó a las mujeres a acometerla sin guantes ni ropa protectora.66 Otros supervivientes del campo también corroboran muchos de los detalles. Una prisionera declaró que a su hijo Hugo también le obligaron a exhumar cadáveres con las manos desnudas, y que la descomposición era tan tremenda que la sustancia viscosa le calaba los zapatos.67

Es innegable que existía una cultura de sadismo indiferente en Łambinowice. Diversos testigos manifiestan haber visto cómo mataban a golpes o fusilaban a gente en represalia por intentar escapar.68 Se imponían castigos por las transgresiones más triviales tales como expresar el deseo de huir a la zona americana de Alemania (por lo que presuntamente mataron a golpes a un adolescente), o hablar con una persona de sexo contrario.69 Una mujer declara que gritó de alegría cuando halló a su marido vivo en el campo, y en castigo los ataron a ambos de cara al sol durante tres días.70

Además de esta cultura de violencia, los prisioneros se veían obligados a soportar las condiciones físicas más espantosas. Al igual que en otros campos la comida era muy escasa —en general sólo un par de patatas cocidas dos veces al día, y un caldo claro a la hora del almuerzo. La higiene era inexistente, y hasta las sábanas que se usaban para envolver a los muertos tenían que reutilizarse, lo mismo que los jergones del hospital.71 Según uno de los sepultureros del campo, los piojos de los cadáveres que enterraba tenían a veces «2 cm de grosor».72 Como era de esperar, las causas mayores de muerte en el campo eran, como en otras partes, los dos males que siempre se repiten: la enfermedad y la malnutrición. Según fuentes polacas, aquí el 60% de las muertes se debió a la fiebre tifoidea, pero muchas más las provocaron el tifus exantemático, la disentería, la sarna y otras enfermedades.73

Los que sobrevivieron al campo lo recuerdan como un infierno. Para cuando los pusieron en libertad y trasladaron a Alemania, habían perdido sus casas, todas sus posesiones, su salud, y a veces hasta la mitad de su peso corporal —pero lo que más les pesaba era la carga psicológica de la pérdida. Una mujer lo explicaba un par de años después de su terrible experiencia:

En el campo perdí a mi hija de diez años, a mi madre, mi hermana, mi hermano, dos cuñadas y un cuñado. Yo misma al borde de la muerte, me las arreglé para trasladarme a Alemania occidental con mi otra hija y mi hijo. Pasamos 14 semanas en el campo. Más de la mitad de la gente de mi pueblo había muerto... Llenos de anhelo, esperamos la llegada de mi marido. En julio de 1946 nos llegó la terrible noticia de que él también había sido víctima de ese campo-infierno, como lo fueron tantos después de nuestra partida...74

Estas historias han pasado a formar parte de la memoria colectiva de Alemania. Se han escrito bibliotecas enteras de libros usándolas como base —como resultado nuestra visión de los campos de trabajo polacos sigue siendo influenciable. A continuación espero demostrar que a pesar de los grandes esfuerzos del gobierno alemán por reunir estadísticas, es muy difícil conseguir datos buenos y sólidos sobre cuánta gente estuvo recluida en estos campos y cuánta murió en ellos.

LA POLÍTICA DE LOS NÚMEROS

Uno de los incidentes más famosos que tuvieron lugar en Lamsdorf fue el incendio que se declaró en uno de los barracones en octubre de 1945. Nadie sabe con exactitud cómo empezó el fuego, pero los sucesos caóticos que se produjeron a continuación están muy bien documentados. Según los testigos presenciales alemanes, los guardias del campo utilizaron la ocasión como excusa para iniciar una matanza. Abrieron fuego indiscriminadamente, matando a muchos que simplemente estaban intentando apagar el fuego, y luego empezaron a lanzar prisioneros de cabeza a las llamas. Tras el incendio obligaron a los prisioneros a cavar fosas comunes. Los cuerpos de los pacientes que estaban recuperándose en el pabellón de los enfermos también se enterraron en aquel momento: a algunos de ellos les pegaron un tiro primero, pero a muchos les dejaron inconscientes de un golpe y les enterraron vivos.75

Cuando en 1965 presentaron estas historias al gobierno comunista polaco, las negaron categóricamente. Según su versión de los hechos, tras declararse el incendio los prisioneros aprovecharon la oportunidad para iniciar una revuelta que los guardias polacos se vieron obligados a reprimir por la fuerza. El gobierno apoyó firmemente al comandante del campo, Czesław Gęborski, y declaró que era inocente de todos los cargos presentados contra él. Además, afirmó que semejantes historias eran mera propaganda creada por un grupo de presión político alemán cuyo único objetivo era desacreditar a Polonia y forzar la devolución de las tierras que se le otorgaron a Polonia en el Acuerdo de Potsdam de 1945.76

La discusión acerca de cuánta gente murió durante y después de ese incendio fue igual de encarnizada. El menor número que se ha dado es sólo de nueve (según un hombre que enterró los cuerpos, e incluso admitido por las autoridades comunistas polacas de posguerra).77 Sin embargo, algunos testigos alemanes declaran que ésta es una enorme subestimación. El médico alemán del campo, Heinz Esser, declaró que G^borski le hizo trasladar a propósito los cuerpos a tres lugares distintos a fin de evitar un recuento adecuado, y que hacían cavar fosas para ellos a mujeres y niños fuera de los grupos de sepultureros oficiales. Esser guardó una lista secreta de las víctimas del incendio según diferentes categorías: los que murieron en el propio incendio, los que recibieron un tiro en torno al fuego, los que enterraron vivos, y los que murieron de sus heridas días después. Su cifra final de víctimas asciende 3581. Por desgracia, este número contradice la cifra que al parecer dio Esser varios años antes, cuando afirmó que sólo murieron 132 personas.78 Dada la poca fiabilidad de los informes de primera mano, la falta de documentos apropiados y el ambiente político tan crispado que predominaba después de la guerra, en realidad es imposible decir cuánta gente murió ese día en Lamsdorf. La diferencia entre nueve muertes y más de 500 es enorme. (En 2001, en el juicio del comandante del campo Czesław Gęborski, se dijo que el número de personas que murieron en el incendio y en torno a él fue de 48.)79

La misma discusión tuvo lugar acerca del número total de muertes durante el año que se abrió el campo. Según los datos de Heinz Esser, en 1945 y 1946 murieron allí 6.488 prisioneros. La administración comunista de Polonia lo rechazaba, afirmando que sólo hubo 4.000 internos en Lamsdorf, y que por lo tanto las cifras de Esser eran imposibles.80 Según las últimas investigaciones polacas, parece probable que hubiera unos 6.000 prisioneros, y que murieran cerca de 1.500, de los cuales se conocen los nombres de 1.462.81

Estas disputas acerca de los números no son una mera discrepancia académica —en ellas intervienen emociones vehementes, tanto a nivel personal como nacional. Nueve personas muertas en un incendio constituye un caso desafortunado, pero decenas, tal vez cientos, quemados a propósito y enterrados vivos es una atrocidad. Unos cuantos cientos de muertes por tifus es quizás una tragedia inevitable, pero la inanición deliberada y la negación de asistencia médica a miles es un crimen contra la humanidad. Los números son de suma importancia, porque ellos mismos cuentan una historia.

Cuando se considera este asunto a escala nacional, la disparidad entre las cifras alemanas y las polacas se vuelve inmensa. En un estudio del Ministerio de Expulsados, Refugiados y Víctimas de Guerra que se presentó en el Parlamento alemán en 1974, se afirmaba que en los campos de trabajo polacos, entre los que figuraban Lamsdorf, Zgoda, Mysłowice y la prisión NKVD de Toszek, se había recluido a 200.000 personas después de la guerra. Se estima que la tasa de mortalidad global estaba entre el 20 y el 50%. Esto significa que en esos campos murieron entre 40.000 y 100.000 personas, aunque el informe afirmaba que «sin duda perecieron allí más de 60.000».82 En cambio, un informe polaco del Ministerio de Seguridad Pública (Minsterstwo Bezpieczeństwa Publicznego) manifestaba que en los campos de trabajo sólo murieron 6.140 alemanes —una cantidad que el redactor del informe debió saber que era demasiado baja, incluso en su momento.83 La cifra alemana era por lo tanto 10 veces mayor que la polaca.

De nuevo, los números son importantes para ambos bandos. Para los polacos era cuestión de mantener la superioridad moral. La Segunda Guerra Mundial fue la culminación de más de un siglo de tensión entre Alemania y Polonia: tras la destrucción y segregación de su país a manos de los nazis (y luego de los soviéticos), es comprensible que los polacos se indignaran por esperarse que admitieran alguna culpabilidad por el corto periodo de caos que se produjo después de la guerra. Por consiguiente les interesaba mantener estas cifras bochornosas lo más bajas posible. Hay algunos ejemplos flagrantes de manipulación en los documentos oficiales de la época, en los que las tasas de mortalidad son increíblemente bajas.

Alemania, en cambio, tenía un interés personal en exagerar las cifras. No sólo las historias de crímenes polacos contra la humanidad alimentaban los prejuicios raciales que algunos alemanes tuvieron durante la guerra, sino que también ayudaban a aliviar algo del sentimiento de culpa nacional: tales historias mostraban que no sólo los alemanes fueron autores sino también víctimas de la atrocidad. Cuanto mayor era la tragedia que soportaban los alemanes, más podían distanciarse de su propia culpa —en cierto modo, las injusticias que se cometieron contra los alemanes del este de Europa «anulan» en parte las injusticias que ellos cometieron contra los judíos y los eslavos. Aunque ésta no ha sido nunca la opinión dominante en Alemania, todavía existen allí grupos políticos que se niegan a reconocer el Holocausto porque lo que sufrieron los alemanes del este de Europa fue «exactamente lo mismo».84 Este es un punto de vista sumamente peligroso. Si bien es cierto que los campos de trabajo polacos encerraban algunos ejemplos repugnantes de sadismo extremo hacia los alemanes, no existe prueba alguna que demuestre que fuera parte de una política oficial de exterminio. De hecho, las autoridades polacas enviaron órdenes estrictas a los comandantes de sus campos subrayando que golpear o abusar de otro modo de los prisioneros era ilegal, y todo aquel declarado culpable de hacerlo sería castigado.85 Los que maltrataban prisioneros eran sancionados (aunque levemente), y retirados de sus puestos. Equiparar las atrocidades cometidas en Lamsdorf o Zgada con el Holocausto es un disparate, tanto en términos de calidad como de magnitud.

Una de las razones principales por las que este asunto no puede enterrarse es que se ha llevado a juicio a muy pocos de los responsables de crímenes en los campos de prisioneros de posguerra. Czesław Gęborski, el comandante de Lamsdorf, fue juzgado en 1956 por la administración comunista, pero le hallaron no culpable. Tras la caída del comunismo en 1989, se reanudó la investigación de los sucesos de Lamsdorf y el juicio contra Gęborski se programó para 2001 en Opole. Sin embargo, el juicio se pospuso una y otra vez debido a la mala salud de Gęborski y de los testigos de cargo, y finalmente se suspendió en 2005. Gęborski murió un año después.

Solomon Morel, el comandante de Zgoda/Swiętochlowice, consiguió asimismo evitar que le juzgaran. Tras la caída del comunismo, se trasladó a Israel donde ha vivido desde entonces. El Ministerio de Justicia polaco solicitó su extradición, pero Israel se vio obligada a rechazar la solicitud porque, según su ley de prescripción, había transcurrido demasiado tiempo desde que se cometieron los crímenes.86

Los dos hombres deberían de haber sido procesados en la década de 1940, junto con otros cientos, pero no lo fueron porque las autoridades tenían otras preocupaciones. Los polacos, como cualquier otra nación que soportó la ocupación nazi, estaban más preocupados por restaurar su propio poder que por ocuparse de los derechos de la población civil alemana. Esto nos podría indignar, pero no debería extrañarnos. La justicia después de la guerra era en todo caso un asunto sumamente subjetivo, y rara vez se ejercía dentro de lo que hoy día consideraríamos un marco legal adecuado.

Ninguno de estos sucesos ocurrió exclusivamente en Polonia o el este de Europa. Como mostraré a continuación, los mismos temas existen en todo el continente: la única diferencia es que en otros sitios no se castigaba a los alemanes, sino más bien a los que habían colaborado con ellos.