10
Mano de obra esclava
Dado lo espeluznante de su historia, no es de extrañar que los judíos suelan adquirir protagonismo en el doloroso drama de la liberación de los campos. Pero como han señalado muchos historiadores, el «Holocausto» tal como lo entendemos en la actualidad es en gran medida una construcción retrospectiva.1 En aquel momento, al menos entre los Aliados, apenas se hacían distinciones entre grupos raciales —de hecho, muchas veces los Aliados no diferenciaban entre ellos adrede, optando en cambio por agrupar a las víctimas de Hitler por nacionalidades. Frente al amplio despliegue de historias de terror, al principio las organizaciones de auxilio como UNRRA no admitieron que la historia de los judíos fuera un caso especial, sino que agrupaban a los judíos polacos con otros polacos, a los judíos húngaros con otros húngaros, y así sucesivamente. Hasta septiembre de 1945 los judíos no se ganaron el derecho a un alojamiento separado y a que les atendieran organismos de auxilio específicamente judíos.2
Muchos soldados aliados y trabajadores de los organismos de auxilio sobre el terreno no vieron claro enseguida que los judíos habían sufrido más que los demás grupos que encontraron. El sufrimiento estaba por todas partes. Los campos de concentración sólo eran un tipo de campo en una extensa red de explotación y exterminio que abarcaba todo el Reich. Los campos de prisioneros de guerra, en los que dejaron morir de hambre a millones de prisioneros soviéticos, estaban diseminados por el este de Europa. Los campos de mano de obra esclava se encontraban junto a las fábricas, las minas, las granjas y las obras de construcción más importantes. (Por ejemplo, Dachau pudo haber salido en la primera plana de los periódicos británicos, franceses y americanos, pero sólo era el eje de un sistema que suministró prisioneros de todas las nacionalidades a 240 subcampos del sur de Baviera.) Además existían decenas de campos de tránsito que se limitaban a preparar a los prisioneros a medida que se trasladaban de una zona a otra, pero que al final de la guerra se convirtieron en vertederos para internos a los que habían abandonado tras una alambrada de espino sin comida ni cuidados. También había campos especiales para huérfanos y delincuentes juveniles, y campos penitenciarios para criminales y prisioneros políticos. Tomados en conjunto, estos miles de campamentos rodeados de alambre de espino forman lo que un historiador ha descrito como un «paisaje del horror».3
Cabe destacar aquí que la forma de tratar a las personas en estos campos variaba enormemente. Mientras que los prisioneros de guerra británicos y americanos recibían a menudo paquetes de la Cruz Roja, les alimentaban razonablemente bien y les dejaban participar en actividades culturales, a los italianos y los soviéticos les pegaban de forma rutinaria, les hacían trabajar en exceso y les mataban de hambre. De igual modo, mientras que a los trabajadores franceses «en servicio obligatorio» les pagaban a veces y les alimentaban adecuadamente, muy a menudo los Ostarbeiters polacos trabajaban literalmente hasta la extenuación. Incluso dentro de los campos de concentración había gradaciones de dificultad: a los prisioneros arios les maltrataban con mucha menos regularidad que a las razas supuestamente «inferiores» como judíos y gitanos.
Pretender que el pueblo alemán no estaba al corriente de la existencia entre ellos de todos esos extranjeros, o de las condiciones que se veían obligados a soportar, es una necedad —aunque muchos alemanes trataron de hacer exactamente eso después de la guerra. En su punto álgido, alrededor del 20% de la mano de obra en Alemania estaba compuesta por trabajadores extranjeros, y en determinadas industrias, como la armamentista y la aeronáutica, a menudo del 40% o más.4 Los alemanes trabajaban junto a ellos y veían cómo les trataban —de hecho, muchos alemanes les pasaban alimentos de contrabando, ya fuera por un deseo de ayudar o como método de sacarles el dinero.
Al final de la guerra, la mayoría de los alemanes eran plenamente conscientes de la situación, y empezó a crecer el temor por lo que esos millones de extranjeros pudieran hacer cuando los liberasen. A finales de 1944, unos miembros del partido crearon en Hamburgo una guardia especial de emergencia por si se producía un levantamiento de los trabajadores extranjeros. En Augsburgo se contaban historias de unos trabajadores nuevos que habían llegado portando armas escondidas.5 En Berlín había rumores de que los extranjeros enviaban información al enemigo y actuaban de «caballo de Troya» dentro de Alemania.6 Muchos trabajadores extranjeros alentaban sus temores a propósito: los prisioneros de guerra franceses bromeaban diciendo que eran la «avanzadilla paracaidista» de la fuerza de invasión, y los trabajadores polacos se mofaban con el cuento de las «listas» que habían confeccionado con los alemanes que iban a matar tras la victoria.7 Dado el ambiente de miedo y resentimiento que existía entre los trabajadores alemanes y extranjeros, sólo era cuestión de tiempo que empezaran a materializarse graves confrontaciones entre ellos.
LA VENGANZA DE LOS TRABAJADORES ESCLAVOS
El contragolpe se inició casi en el momento en que los Aliados entraron en Alemania. En los primeros días de la invasión, las tropas británicas, francesas y americanas denunciaron incidentes de saqueos y disturbios por parte de los extranjeros liberados, pero con frecuencia se veían impotentes para detenerlos. «El saqueo está descontrolado», afirmaba el capitán Reuben Seddon de la Comisión Británica de Asuntos Civiles después de cruzar el Rin a principios de abril de 1945. «Los rusos, los polacos, los franceses y la población civil se estaban divirtiendo como nunca en su vida, y cuanto antes se acabara mejor.»8 Más al este la situación era aún peor. Según el nuevo gobernador militar de la ciudad de Schwerin en Mecklemburgo, «Los desplazados deambulaban a miles, matando, violando, saqueando —en resumen, fuera de las calles principales la ley no existía».9 En Berlín, en mayo, una banda de cien desplazados atracó un tren en la estación de Anhalt en una escena digna de una película del Oeste.10
Muchos atribuyen tal comportamiento a una mezcla de entusiasmo y el deseo de expresar su cólera y su frustración por el régimen nazi.11 Pero había un salvajismo en las celebraciones de los trabajadores liberados que atemorizaba tanto a la población alemana como a los propios Aliados. Durante años les habían maltratado, apartado del sexo opuesto, negado una alimentación adecuada, y mantenido alejados del alcohol: muchos recuperaban ahora el tiempo perdido embarcándose en una búsqueda orgiástica de comida, alcohol y sexo a cualquier precio. Los campos de trabajo que habían segregado a los hombres y las mujeres durante años pronto se convirtieron en «cuchitriles» donde la gente «defecaba por doquier» y «fornicaba en los dormitorios» sin disimulo.12 Un zapador llamado Derek Henry describió las escenas que presenció cuando el 11 de abril fue llamado para mantener la ley y el orden en un antiguo campo de trabajo próximo al pueblo de Nordhemmern cerca de Minden.
Había hombres y mujeres internos, y cuando entramos en las barracas se agolparon a nuestro alrededor. La mayoría estaban borrachos de vodka casero y nos lo imponían, algunos tenían relaciones sexuales sin tapujos en las literas, otros cantaban y bailaban. Intentaban que nos uniéramos a ellos, por suerte llevábamos nuestros fusiles... Los desplazados estaban en un estado mugriento, sus barracas olían que apestaban, pero tuvimos que probar su vodka casero que vertieron sobre la mesa y luego le prendieron fuego para demostrar lo fuerte que era.
Después, según Henry, un interno polaco «me ofreció su compañera para la noche: un ofrecimiento que rechacé».13
Sobre todo el alcohol desempeñó un papel muy importante en los disturbios que tuvieron lugar a raíz de la liberación. En Hanau cientos de rusos bebían un alcohol industrial que al menos mató a 20 y dejó medio paralizados a más de 200.14 En Wolfsburgo cientos de obreros que solían trabajar en la planta de Volkswagen entraron en el arsenal de la ciudad y en la fábrica local de vermut. El comandante de una compañía americana al que llamaron para que ayudara a desarmar a la turba lo recuerda así: «Algunos estaban tan borrachos que se subían a los diques y a los edificios y disparaban las pistolas y les tumbaban de espaldas».15 Cuando el periodista Alan Moorehead entró en el pueblo de Steyerberg en el valle del Weser, encontró lugareños y refugiados saqueando una bodega surtida «del vino más fastuoso que había visto nunca». La mayoría de ellos estaban borrachos o «medio enloquecidos», y robaron y rompieron las botellas hasta que la bodega quedó vacía salvo por el lodo de cristales rotos y Château Lafite de 1891 que cubría el suelo y que «llegaba a los tobillos».16
Algunas de las escenas más salvajes ocurrieron en Hanóver. Durante el caos de la liberación, decenas de miles de antiguos trabajadores forzados corrían alborotados por la ciudad saqueando licorerías e incendiando edificios. Cuando las reservas de la policía alemana trataron de intervenir fueron arrollados, golpeados y colgados de las farolas.17 Algunos antiguos trabajadores forzados cogieron a ciudadanos alemanes para que realizaran el trabajo que ellos mismos se hubieran visto obligados a realizar unas semanas antes —como enterrar los cuerpos de 200 oficiales rusos fusilados por las SS— y «les azotaban con palos o les golpeaban con las culatas de las armas» mientras trabajaban.18 Otros iban a la ciudad a buscar mujeres y las violaron en sus casas y hasta en las calles. Según un comandante de batería británico destacado en la ciudad, un grupo de rusos borrachos «incautaron un cañón alemán abandonado de 8 mm, lo arrastraron y con evidente placer dispararon balas a los edificios o casas destacadas y de lujo que encontraron por el camino».19
En junio de 1945, después de que la ciudad hubiera estado bajo el control de los Aliados durante diez semanas, el reportero de guerra británico Leonard Mosley llegó a Hanóver y encontró que seguía en un estado próximo al caos. El nuevo gobierno militar se las había ingeniado para que los suministros de electricidad, gas y agua funcionaran de nuevo, había vaciado las carreteras de escombros y había fichado a un alcalde alemán y una fuerza policial provisional, pero no había logrado aún imponer algo parecido a la ley y el orden. «El problema era excesivo. Ninguna fuerza policial de este tipo, sin experiencia, podía mantener el orden entre más de 100.000 esclavos extranjeros que estaban saboreando sus primeros días de verdadera libertad en años.»20
La dimensión del problema se reveló cuando el gobierno militar condujo a Mosley desde el Ayuntamiento a su alojamiento a unos kilómetros de distancia. Durante el trayecto la calle estaba ocupada por disturbios de gran magnitud que detuvieron el coche cinco veces; el propio gobernador militar, comandante G. H. Lamb, los disolvería disparando su pistola al aire repetidas veces. «Esto es el pan nuestro de cada día», se ve que le dijo a Mosley. «Saqueos, peleas, violaciones, asesinatos —¡qué ciudad!»21
Al parecer gran parte de los saqueos y la violencia en Hanóver se producían porque sí. En uno de los informes testimoniales más reveladores del caos de posguerra, Mosley describe el saqueo frenético de los almacenes a las afueras de la ciudad:
Una vez alguien me contó que cuando la fiebre del saqueo invade a un hombre, mata o mutila para conseguir algo, aun cuando robar ese «algo» no merezca la pena, y Hanóver lo confirma. En ese viaje corto vimos a una muchedumbre que acababa de entrar en un almacén; entre el gentío que bullía y gritaba había alemanes y también trabajadores extranjeros; irrumpieron por puertas y ventanas y luego salieron con los brazos llenos —¡de picaportes! Era un almacén de picaportes. Y lo que esa gente podría querer con semejantes objetos, en una ciudad donde la mitad de las puertas ya no existían, me resulta incomprensible; sin embargo, no sólo saqueaban esos picaportes, sino que peleaban por ellos. Daban patadas, arañaban y golpeaban con barras de hierro a los que tenían más picaportes que ellos. Vi un trabajador extranjero que le puso la zancadilla a una chica y le arrebató los picaportes de los brazos y luego la pateó repetidas veces en la cara y el cuerpo hasta que se cubrió de sangre. Después salió corriendo por la calle. A medio camino pareció recuperar la cordura; miró los objetos que llevaba y con un gesto visible de desagrado los tiró.22
En los primeros días de la liberación estas escenas se veían por doquier. Puesto que la mayoría de los policías alemanes habían huido o les habían destituido, la población local no tuvo más remedio que acudir a los soldados aliados en busca de ayuda, pero sencillamente no había suficientes para todos. En Hanóver, el gobierno militar alistó a los prisioneros de guerra aliados en fuerzas de policía provisionales, pero esos hombres carecían por completo de experiencia en las labores policiales y muchas veces tenían sus propias cuentas pendientes con los alemanes de la localidad.23 En las ciudades más importantes se reclutaban policías alemanes, pero también en este caso faltaba experiencia. Por razones evidentes los Aliados no les permitían llevar armas —en consecuencia no podían competir contra los desplazados que alborotaban y las bandas de extranjeros armados cada vez más numerosas.24
Un teniente británico contaba una historia que demuestra la impotencia de los soldados aliados para lidiar con el ambiente sumamente cargado que existía en ese momento, además de la brecha moral entre las actitudes de aquellos a quienes los nazis habían ultrajado personalmente y los que no. En mayo de 1945, Ray Hunting circulaba por una carretera comarcal tranquila cerca de la ciudad de Wesel cuando presenció un suceso que no olvidaría el resto de su vida.
Vi dos hombres delante: un ruso que se dirigía a Wesel y un anciano alemán con un bastón que caminaba despacio hacia la estación. Cuando nos acercamos, los hombres se detuvieron, aparentemente el ruso le preguntó la hora porque el anciano sacó un reloj con leontina del bolsillo de su chaleco. Con un movimiento combinado el ruso agarró el reloj y hundió un cuchillo de hoja larga en el pecho del alemán. El anciano se tambaleó y cayó de espaldas en la cuneta. Cuando nos paramos, sus pies estaban al aire y las perneras de su pantalón deslizadas hacia abajo, mostrando dos pantorrillas delgadas y blancas.
El ruso había extraído el cuchillo y estaba limpiando con calma la sangre de la hoja en el abrigo del anciano cuando le metí el cañón de mi revólver en las costillas. Cuando el ruso se encontró en la carretera con las manos arriba, le di el revólver a Patrick y salté a la cuneta a auxiliar a la víctima. El anciano estaba muerto. El ruso, un bruto que se expresaba con dificultad, me miró mientras me arrodillaba al lado del cuerpo sin rastro de emoción o remordimiento.
Me hice con el cuchillo y el reloj, luego le empujé dentro de la parte trasera del camión y me senté frente a él con el revólver. Fuimos a la Oficina del Gobierno Militar para entregarle al capitán Grubb, pero había salido. Llevé al prisionero a la Kaserne, donde podrían ocuparse de él según las leyes soviéticas.
Metí al prisionero en la Sala de los Jefes agarrado por el pescuezo y le acusé de asesinato aportando el cuchillo y el reloj. Uno de los jefes, que se identificó como el Administrador (la palabra rusa es igual que la inglesa), dio un paso al frente.
«¿Dice usted que este hombre mató a un alemán?», preguntó con una sonrisa. Le mostré el arma del crimen. Cruzó la habitación hasta donde estaba un colega, le quitó una chapa en forma de estrella roja de la gorra, luego la prendió en el pecho del asesino y ¡le besó en la mejilla! El asesino del anciano se escabulló de la habitación luciendo su condecoración y se perdió entre los cientos de personas de las barracas. Nunca volví a verle.25
EL CONTROL MILITAR DE LOS DESPLAZADOS
Con el fin de acabar con esta anarquía, los gobiernos militares aliados en cada una de las zonas de Alemania se vieron obligados a introducir medidas radicales. Lo primero que hicieron fue coger a tantos prisioneros y trabajadores recién liberados como pudieron, y los volvieron a encerrar —un acto que encolerizó y consternó a muchos de aquellos cuyo único deseo era volver a sus países de origen. Se anunció un toque de queda estricto que en algunas zonas era a las seis de la tarde, y todo aquel que encontraran saliendo de los campos por la noche se exponía a ser detenido o fusilado. La amenaza de violencia era muchas veces la única forma de imponer orden. Por ejemplo, cuando el comandante A. G. Moon tomó el mando del gobierno militar de Buxtehude informó de inmediato a la población de los centros locales de desplazados que cualquier persona que cogieran saqueando sería fusilada. Como consecuencia hubo muy pocos problemas en esa zona.26 Más adelante, en agosto, el gobierno militar británico del noroeste de Alemania hizo del fusilamiento de los saqueadores política oficial.27 El gobierno militar americano en Hesse advirtió también que todo aquel que cogieran alborotando por la escasez de alimentos estaría sujeto a la pena de muerte.28 Apenas hay diferencias entre anuncios como éstos y los que hicieron los propios nazis, y fue tal vez la apariencia de continuidad entre los dos sistemas de control lo que hizo que el anuncio fuera tan efectivo.29
Ya que era evidente que la ley y el orden seguirían amenazados mientras los prisioneros extranjeros continuaran en Alemania, los Aliados comenzaron a repatriar a los desplazados tan deprisa como pudieron. Se discutió mucho acerca de quién debería tener prioridad. Los prisioneros de guerra británicos y americanos, y los miembros de las organizaciones de resistencia, reclamaban legítimamente que les trataran de manera especial. Esto había que contraponerlo a la impaciencia de las autoridades soviéticas para que les devolvieran a sus ciudadanos, en especial porque seguía habiendo miles de prisioneros aliados liberados que estaban retenidos detrás de las líneas soviéticas. Otros sostenían que los elementos más indisciplinados eran los que primero deberían enviarse a casa, a fin de restablecer la ley y el orden. Las dificultades logísticas para transportar a estas personas a través de unas redes ferroviarias europeas destruidas se agravaban por el hecho de que muchos de los propios desplazados no querían ser repatriados. Muchos de los judíos, polacos y bálticos se consideraban apátridas, y por lo tanto no tenían hogar al que regresar. Otros grupos, en particular rusos, ucranianos y yugoslavos, no deseaban ser repatriados por temor a los castigos a que podrían someterles en cuanto regresaran. Muchas de estas personas habían soportado inimaginables dificultades, y a pesar de que la guerra había acabado no parecía haber mucho que esperar.
Mientras esperaban a que les repatriaran, llevaron a los desplazados a grandes centros de reuniones y les encaminaron en sus distintos grupos nacionales a campos por toda Alemania, Austria e Italia. Estos solían ser o bien antiguos barracones militares o sectores de ciudades cercados. Algunos de ellos se construyeron expresamente para alojar a los desplazados; pero otros eran antiguos campos de trabajo o incluso campos de concentración. En un continente en el que había una gran escasez de refugio los Aliados tenían que hacer uso de todos los edificios que pudieran encontrar. No sin cierta consternación, muchos exprisioneros se vieron despiojados y afeitados, y otra vez en los mismos campos de concentración de los que habían escapado hacía poco tiempo.30
De los informes oficiales de la época, así como de las muchas memorias y diarios escritos por los soldados rasos, se desprende que las autoridades aliadas recelaban mucho más de los desplazados que de los alemanes. Durante los meses siguientes empezaron a temer el rencor y la desesperación de las personas que, lejos de ser liberadas, seguían viviendo en el exilio, bajo vigilancia y en régimen militar. En agosto, los británicos empezaron a fichar policías de entre los desplazados polacos para que mantuvieran a sus compatriotas en orden, ya que no había suficientes soldados aliados para controlarles, y no respetarían a la policía alemana.31 En noviembre, tanto los británicos como los americanos pensaron en rearmar a la policía alemana en zonas «en las que las actividades de los desplazados eran un peligro público».32 Un informe del Comité de Inteligencia Conjunto sobre los posibles peligros que entrañaría el invierno siguiente para los Aliados explicaba los temores de éstos lisa y llanamente: «Si las circunstancias más duras del invierno afectan a las condiciones de vida de los desplazados, lo más probable es que causen más problemas que los alemanes ya que forman una pina en los campos y, a diferencia de los alemanes, pueden tener acceso a cierta cantidad de armas».33
Tal vez hay un elemento alarmista en este tipo de informes. El director de UNRRA en Alemania occidental cree sin duda que «los desplazados bajo la administración de UNRRA [no] destacan más por su carácter desenfrenado que otros sectores de la población».34 Hay una gran cantidad de datos que muestra que muchas veces se culpaba a los desplazados de casos de saqueo que en realidad habían llevado a cabo los propios alemanes,35 y de hecho unos informes oficiales revelan que el nivel delictivo seguía siendo elevado mucho después de que se hubiera enviado a casa a la mayoría de los desplazados.36 En palabras de un funcionario del gobierno militar, «los desplazados eran unos parias... Todos y cada uno de los problemas se los colgaban a ellos».37 Ahora que la guerra había terminado, corrían el peligro de que les calificaran de nuevo enemigo.
EL «COMPLEJO DE LIBERACIÓN»
Dada la situación en que se encontraron los desplazados tras su liberación, no es de extrañar que su euforia inicial pronto diera paso a la desilusión. Una de las primeras personas que observó grandes grupos de desplazados en Alemania fue Marta Korwin, trabajadora social polaca que siguió a un equipo del gobierno militar británico al interior de Bocholt en abril de 1945. Según las conversaciones que mantuvo y las valoraciones que hizo en aquella época, muchas de esas personas habían sobrevivido a la guerra
contrapesando la realidad, que era siempre sumamente ardua y a menudo sórdida y horrible, evocando los sueños de su vida pasada, hasta que estuvieron casi seguros de que, en cuanto fueran liberados, se encontrarían en el mismo mundo bello y feliz que conocieron antes de la guerra. Olvidarían todas sus dificultades pasadas, la libertad les llevaría de vuelta a un mundo donde nunca nada salía mal... un paraíso en el que todo el mundo era bueno... y todos los hogares hermosos.
Pero en lugar de regresar a ese «paraíso» se encontraron «agrupados como si de un rebaño se tratara en campos en los que, en muchos casos... sus condiciones eran peores que antes de la liberación». Lo peor era que los largos periodos de inactividad les daban ocasión para reflexionar sobre el hecho de que el paraíso que habían soñado ya no existía: en las ruinas que les rodeaban sólo veían «destrozadas sus esperanzas de un futuro mejor».38
Unos estudios a mayor escala realizados por organismos internacionales confirmaron las observaciones de Marta Korwin. En junio de 1945, un grupo de estudios psicológicos interaliado, bajo la supervisión de UNRRA, elaboró un informe sobre el estado mental de los desplazados. Lejos de estar contentos de ser libres, señalaba, muchos de ellos eran quisquillosos y estaban amargados. La gratitud que esperaban muchos soldados aliados también brillaba por su ausencia: en cambio «aumentaba la inquietud», «la apatía era completa», «se perdía la iniciativa» y «existía una áspera y gran desconfianza... hacia toda autoridad». En realidad, muchos desplazados se habían vuelto tan cínicos que «nada de lo que hacen siquiera las personas serviciales lo consideran auténtico y sincero». Algunas autoridades aliadas empezaron a llamar a este tipo de actitudes el «Complejo de Liberación».39
Los ejércitos aliados no fueron del todo inocentes en la creación de este complejo. A pesar de los enormes progresos que el personal militar británico y americano había realizado en las labores de ayuda durante los dos años anteriores, gran parte de los oficiales del ejército todavía solía considerar que los desplazados eran más un problema logístico que humanitario. Veían a cantidades enormes de personas a las que era necesario registrar, despiojar, vestir, alimentar, clasificar en sus diversas nacionalidades, poner a trabajar en algo útil y finalmente repatriar. Para 1945, todos los ejércitos aliados realizaban este tipo de trabajo con suma eficacia. Sin embargo, lo que no se les daba bien era lo que ahora llamaríamos «don de gentes». En su esfuerzo por tramitar los casos de los desplazados a través del sistema, a menudo olvidaban que estaban tratando con seres humanos traumatizados.
En muchas ocasiones, los trabajadores de organizaciones humanitarias quedaban consternados por la insensibilidad que el personal militar manifestaba hacia los desplazados. Una empleada británica de UNRRA perdió los estribos cuando un teniente americano ordenó que se trasladara a un grupo grande de mujeres y niños sin previo aviso alguno. «Odio el ejército», empezó a gritarle. «¿Por qué no va usted a pelearse con alguien? ¿Por qué se mete con ciudadanos, con seres humanos amantes de la paz? Para usted son fichas —cree que puede mover a madres y críos y enfermos lo mismo que mueve compañías y baterías en la guerra. ¿Por qué no se ciñe a algo que entienda?»40
Cuando los desplazados estaban hartos o apáticos, los militares recurrían siempre a un autoritarismo inflexible de mano dura para tratar de incitarles a la acción. Por ejemplo, en respuesta a las miserables condiciones del campo de desplazados judíos de Landsberg, un oficial americano insinuó que las normas de higiene debían aplicarse «mediante medidas coactivas o disciplinarias».41 Estos oficiales parecían no comprender que la disciplina militar, si bien es adecuada para dar formación a los reclutas, era poco apropiada para los supervivientes del Holocausto que estaban recuperándose de años de deshumanización y abuso.
Del mismo modo, tras una serie repentina de inspecciones en el campo de desplazados polacos de Wildflecken en septiembre de 1945, los generales americanos ordenaron que el campo se sometiera a la disciplina militar. En lo sucesivo, cualquier desplazado que pillaran tirando desperdicios en las calles, tendiendo la colada entre los árboles, u ocultando basura en los rincones del sótano, será objeto de prisión inmediata. Todo polaco que se negara a trabajar sería arrestado, y todas las mujeres del campo se someterán enseguida a una revisión por si tuvieran enfermedades venéreas. El comité polaco del campo elegido democráticamente debía disolverse, y había que iniciar de inmediato la repatriación de 1.500 polacos cada dos semanas —a la fuerza si fuera necesario.42
Ni que decir tiene que tales edictos se recibieron con un gran resentimiento: después de sufrir durante años el mismo trato a manos de los nazis, lo último que querían estos desplazados era más de lo mismo. «Las dotes del ejército para las labores de auxilio», comentó uno de los directores del campo de Wildflecken con ironía, «a duras penas podrían calificarse de primera categoría.»43
AUXILIO Y RECONSTRUCCIÓN
Los gobiernos aliados admitieron muy pronto que las organizaciones militares no eran las más adecuadas para esta clase de trabajo. Por esta razón, la atención diaria de los desplazados pasó de manos militares a un nuevo organismo humanitario internacional —la Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Reconstrucción, o UNRRA. Este organismo se fundó en 1943 con el fin de coordinar la distribución de alimentos y asistencia médica a través de la mayor parte de la Europa liberada. Al principio sus operaciones se limitaban a los Balcanes, pero en la primavera de 1945 se empezó a extender a gran parte del resto de Europa, sobre todo el este. Una de sus responsabilidades más importantes era la coordinación de la asistencia social entre los refugiados y desplazados de todo el continente.
Entre 1945 y 1947, UNRRA se ocupó de las necesidades de millones de desplazados en campos de Alemania, Austria e Italia. Estas necesidades no sólo eran físicas, sino espirituales, sociales y emocionales. La idea de que a los desplazados había que ofrecerles comida, alojamiento y atención médica, y también oportunidades de asesoría, educación, esparcimiento y hasta actividad política, era una parte fundamental del espíritu de UNRRA. No era simplemente un ejercicio de reorientación de sus energías hacia fines constructivos; se esperaba que tales actividades les reconstruyeran como personas dándoles un sentido renovado de autoestima.
El personal de UNRRA adoptó este programa de «ayudar a otros para ayudarse a sí mismos» con un entusiasmo sin reservas.44 Casi lo primero que se instaló en la mayoría de los campos de desplazados fue una escuela, que no sólo proporcionaba a los niños la educación de la que se habían visto privados, sino que también les daba un sentido de estructura y normalidad, a veces por primera vez en años. Según un informe militar americano de abril de 1946, la tasa de asistencia a estas escuelas era de hasta el 90%. Los grupos de Scouts y los clubes juveniles eran también muy populares, ya que apartaban a los niños del ambiente malsano, agresivo e inmoral que se extendía por algunos campos.45
Se instaba a los desplazados a erigir sus propias iglesias y grupos religiosos en un intento de aplacar algunos de los peores excesos, y también para suministrar a los hombres y mujeres desmoralizados algo del auxilio espiritual que tanto necesitaban. Las autoridades hicieron todo lo posible por conseguir papel de prensa para que los desplazados pudieran producir sus propios periódicos, que UNRRA se propuso no censurar. También se fomentaban las actividades culturales como conciertos y obras de teatro, así como todo tipo de educación para los adultos. Los desplazados crearon sus propios programas de aprendizaje, e incluso abrieron una universidad propia en Munich.46
Desde el primer momento, los militares aliados y UNRRA trataron de animar el autogobierno en los campos de desplazados. Se celebraron elecciones en la mayoría de los campos, y los desplazados instauraron sus propios juzgados y fuerzas de policía para hacer frente a los elementos indomables. Tales instituciones no siempre eran enteramente dignas de confianza. En el campo polaco de Wildflecken, por ejemplo, el personal de UNRRA advirtió la ironía de ver a los ediles del campo pronunciar «apasionados discursos en los que prometían suprimir el mercado negro, los alambiques de aguardiente, el robo de ganado y el merodeo por los gallineros, al tiempo que se sentaban alrededor de una mesa llena de carne asada, pollo y botellas de coñac».47 En algunos campos había también una tendencia preocupante a la formación de grupos políticos extremistas, en especial nacionalistas. Pero el personal de los campos se dio cuenta de que lo más probable era que el control del comportamiento delictivo y extremista fuera una batalla perdida. Lo importante era ofrecer a los desplazados algo que les faltó durante su terrible experiencia: el sentimiento de alcanzar la meta propuesta y la autoestima.
Por desgracia, la generosidad de UNRRA estaba abierta a los abusos. Muchas veces los desplazados utilizaban los suministros de UNRRA para convertir sus campos en centros de actividad del mercado negro. En el campo de Wildflecken hubo que despedir y sustituir a toda la fuerza policial polaca a causa de la corrupción —no una, sino cinco veces en los primeros 18 meses.48 El robo, la extorsión y la destilación de alcohol ilegal estaban tan extendidos que la gente empezó a bromear con que el acrónimo de UNRRA significaba «You Never Really Rehabilitate Anyone (En realidad nunca rehabilitas a nadie)*».49
Por motivos como éste el organismo empezó a adquirir fama de ser una organización benefactora incompetente. Los críticos aparecían al más alto nivel. El gobernador militar británico en Alemania, mariscal de campo Bernard Montgomery, creyó desde el principio que UNRRA era «bastante incapaz» de hacer el trabajo, y sólo se convenció de entregar la responsabilidad a los desplazados porque su gobierno ya no podía permitirse el lujo de financiar las labores de ayuda del ejército británico. Resentidos por el hecho de que ellos aportaban casi las tres cuartas partes del presupuesto de UNRRA, los políticos americanos estaban indignados por el despilfarro de la organización, la mala gestión financiera y la corrupción. Algunos incluso la acusaban de ser «un tinglado internacional» cuyo propósito principal no era la ayuda a los desplazados, sino el «sustento de ejércitos o grupos políticos» como los comunistas.50
Y sin embargo, a pesar de todos sus defectos, los propios desplazados recuerdan la UNRRA con muchísimo cariño. Sus trabajadores eran por lo general los primeros extranjeros no violentos que encontraban, y aportaban lo único que muchos desplazados anhelaban por encima de todo: compasión. La organización comprendía, tal vez de un modo que no hacían los militares, que a veces la amabilidad y la empatía era también una forma eficaz de evitar que los antiguos trabajadores forzados se tomaran la revancha.
Las personas que entendían esto de una forma más instintiva eran posiblemente los niños, muchos de los cuales recibieron la primera muestra de un futuro más prometedor en los campos de desplazados de UNRRA. En un continente donde muchos niños tenían miedo de los hombres de uniforme, la reacción de una niña francesa al ver los uniformes de UNRRA lo dice todo. Yvette Rubin era una niña judía de trece años que había sido deportada a Alemania en 1942. Después de presenciar muchos horrores, entre ellos el asesinato brutal de su madre, regresó a París al cabo de tres años. De vuelta a casa, contó su terrible historia a su familia, pero sus ojos sólo se iluminaron cuando de repente se dio cuenta de la ropa que vestía su tío:
Tonton, tú no eres un soldado. Eres de UNRRA. Les conozco. Estuve con ellos durante más de dos semanas después de que el ejército británico me liberara. Son estupendos. Me salvaron la vida. Me salvaron del tifus, de lo que aún estaba enferma. Me alimentaron y me dieron este vestido que llevo ahora... Les quiero muchísimo. Fueron los primeros en ser amables conmigo.51
LA CUESTIÓN DEL PODER PERSONAL
Es difícil saber cómo calificar mejor el comportamiento de los antiguos trabajadores forzados en Alemania después de la guerra. En cierta medida, su conducta no era más que una forma extrema de la misma anarquía que se extendía por todo el continente. No obstante, sus motivaciones no eran sólo criminales. Tras años de frustración contenida, contemplaban la violencia, la embriaguez y la licencia sexual como una forma de expresión personal legítima y necesaria desde hacía mucho tiempo. Sus acciones contenían también un fuerte elemento de ira. Muchos creían que una cierta cantidad de saqueos y hasta de violencia estaba justificada como una forma de remediar lo que les hicieron a ellos. Estaban sedientos de lo que consideraban como un castigo colectivo, pero que con más precisión podría describirse como venganza.
Todas estas motivaciones estaban enredadas en un caos de emociones contradictorias que ni siquiera los propios desplazados comprendían bien. La genialidad de organizaciones humanitarias como UNRRA fue reconocer que en gran parte se reducía a una cuestión de poder personal. Durante su ardua experiencia en tiempos de guerra, muchos trabajadores forzados fueron deshumanizados y objeto de abusos: todos los aspectos de su vida se vieron brutalmente regulados, a veces durante años. Habiéndoles negado cualquier forma de poder durante tanto tiempo, cuando les liberaron el péndulo osciló en sentido contrario: durante un corto espacio de tiempo no sólo fueron libres, sino que les permitieron actuar con total impunidad. Si en aquel momento perdieron el control de sí mismos fue sencillamente porque podían, y la nueva sensación de poder era embriagadora. En el informe psicológico de UNRRA se dice que «se han quitado los frenos».52
Mientras algunos organismos militares trataban de poner freno a esta energía violenta mediante la reimplantación de duras restricciones, las autoridades de UNRRA querían devolver un cierto tipo de equilibrio a estas personas. Su política de ofrecer a los desplazados una medida de control sobre sus propias vidas era sin duda el criterio más inteligente: dados un tiempo y un presupuesto ilimitados, era mucho más probable rehabilitar a las personas que recuperar una mera disciplina. Pero en las caóticas condiciones del periodo de posguerra era además totalmente idealista. Las poblaciones de los campos eran a menudo demasiado pasajeras para ver cualquier beneficio de ese programa, los individuos estaban demasiado traumatizados y el personal de UNRRA demasiado sobrecargado. En demasiados casos, en especial en los primeros días después de la guerra, devolver el poder a los desplazados aumentaba sus oportunidades de venganza. En consecuencia, el personal de UNRRA se vio obligado a guardar un difícil equilibrio entre otorgar responsabilidades a los desplazados y mantenerlos controlados.
Si después de los primeros días de la liberación no se produjo una venganza a gran escala de los antiguos trabajadores esclavos, es en gran parte porque los desplazados en Alemania no se encontraron nunca en una situación de auténtico poder. Si les hubieran puesto a cargo de campos donde los alemanes se hubieran convertido en prisioneros —como ocurrió en otras partes de Europa— la situación hubiera sido distinta.
Así las cosas, los únicos que lograron una verdadera supremacía en Alemania —cuyo poder, en efecto, podría decirse que era absoluto en algunas circunstancias— fueron los militares aliados. Los ejércitos de ocupación tuvieron muchas más oportunidades de venganza después de la guerra de las que alguna vez tuvieron los desplazados.
Desde entonces, la reacción de los soldados aliados y sus jefes a estas oportunidades ha sido objeto de polémica.