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Tolerancia occidental, intolerancia oriental

La Segunda Guerra Mundial y sus secuelas marcaron el comienzo de un nuevo e inquietante contraste entre las mitades occidental y oriental de Europa. En el oeste, el ambiente se había vuelto mucho más cosmopolita de lo que la población anterior a la guerra pudo haber imaginado. Londres se había transformado en el núcleo diplomático de todos los gobiernos europeos en el exilio, y el punto de encuentro de las fuerzas armadas mundiales. Los cafés de París o Berlín fueron siempre frecuentados por clientes de toda Europa: después de la guerra también se atestaban de australianos, canadienses, americanos y africanos, rostros negros y blancos. Las zonas rurales de Alemania, que rara vez habían visto extranjeros antes de la guerra, ahora estaban plagadas de polacos y ucranianos, bálticos, griegos e italianos. Los austríacos nunca antes habían visto caras negras, y ahora tenían que acostumbrarse a mezclarse con negros americanos, marroquíes, argelinos y miembros de tribus senegalesas. A pesar de cierto racismo inevitable, y muchas quejas acerca de los «polacos borrachos» y los «ucranianos anárquicos», este nuevo cosmopolitismo gozó de la tolerancia general.1

En cambio, el cosmopolitismo que había existido en el este durante siglos fue destruido en parte, y en algunas zonas por completo. La guerra aniquiló a la mayor parte de los judíos y los gitanos de la región. Enemistó entre sí a los vecinos hasta un nivel sin precedentes, eslovacos contra magiares, ucranianos contra polacos, serbios contra croatas y así sucesivamente en toda la región. Como consecuencia de estos sucesos, comunidades enteras se convirtieron en chivos expiatorios después de la guerra, o les calificaron de colaboracionistas y fascistas en virtud simplemente de su raza o su origen étnico. Las minorías que se habían integrado en la sociedad europea del este a lo largo de los siglos ahora se veían eliminadas y expulsadas, a veces en el transcurso de unos pocos días.

La diferencia entre las dos mitades de Europa es en parte el resultado de procesos históricos a largo plazo. La cuestión de las minorías étnicas siempre ha sido más problemática en el este, sobre todo desde el desmoronamiento de los antiguos imperios ruso y austrohúngaro: incluso antes de 1939 hubo estallidos alarmantes de violencia nacionalista en muchas partes del este de Europa. Pero la llegada de la guerra llevó estos problemas a un punto crítico. Los nazis y sus aliados no sólo aportaron un nuevo carácter asesino a las actitudes racistas, sino que fomentaron el odio entre grupos étnicos rivales como forma de dividirles y vencerles. Así, no sólo enseñaron a grupos como los UPA en Ucrania o los ustachas en Croacia a llevar a cabo matanzas a gran escala viviendo de cerca el Holocausto, sino que les dieron la oportunidad de realizar sus propios genocidios. Ninguna de estas cosas sucedió en Europa occidental. La crueldad de los nazis en el oeste fue con mucho más leve, el genocidio de los judíos tuvo lugar fuera de la vista de la población, y las tensiones nacionalistas entre rivales rara vez crearon problemas.

Sin embargo, las distintas formas de plantear la guerra no constituyen el único motivo de que la tensión étnica fuera mucho peor en el este que en el oeste. Los regímenes de posguerra en cada una de las regiones eran también muy distintos, y debían aceptar asimismo su parte de responsabilidad. En el oeste, los Aliados no sólo impusieron un sistema que exigía armonía entre los distintos grupos étnicos, sino que predicaban con el ejemplo. Los ejércitos aliados constaban de personas de docenas de países y de todos los continentes. En sus gobiernos militares había representantes de cuatro de las grandes potencias del mundo, y todos ellos estaban obligados a intentar llevarse bien entre ellos. También había indicios de que el mero cosmopolitismo de las autoridades distraía a la gente de sus prejuicios. A los valones de Bélgica, por ejemplo, les preocupaba demasiado que los soldados americanos se aprovecharan de sus hijas como para inquietarse por la cuestión mucho menos alarmante de sus relaciones con sus vecinos flamencos.2

Sería de esperar que los soviéticos hubieran impuesto unas actitudes similares en la mitad oriental de Europa: su doctrina internacionalista exigía a los trabajadores de todas las naciones unirse en la lucha por alcanzar sus objetivos comunes. Pero de hecho fomentaban la persecución de minorías tanto dentro de la propia Unión Soviética como en los países del este de Europa que pronto se convertirían en estados satélites soviéticos. Fueron los soviéticos los que obligaron a aceptar el intercambio de población entre Polonia y Ucrania. Fueron los soviéticos los que apoyaron la expulsión de los alemanes de los «Territorios Recuperados» de Polonia, y los que insistieron en expulsar de igual modo a los alemanes del resto de Europa oriental. Cuando los británicos y los americanos negaron a Checoslovaquia el derecho a expulsar a su minoría húngara durante la Conferencia de Paz de París, la delegación soviética estaba absolutamente a favor de ello, y apoyaron deportaciones étnicas similares en todos los países donde se habían convertido en la potencia dominante.3

En vez de combatir el odio étnico y racial en las zonas que controlaban, los soviéticos trataban de aprovecharlo. Las políticas nacionalistas y racistas que se extendían por el este de Europa después de la guerra satisfacían a los soviéticos de muchas maneras. Para empezar, los desplazados eran mucho más fáciles de controlar que las personas que se atrincheraban en sus terruños y sus tradiciones. El caos que creaban las deportaciones constituía también el ambiente ideal para proclamar la revolución. Las tierras y los negocios abandonados podían dividirse y redistribuirse entre los trabajadores y los pobres, favoreciendo así un proyecto comunista. Creaba también nuevas lealtades entre los que recibían tierra, quienes veían al Partido Comunista como su benefactor. Al fomentar el comunismo en toda Europa, los soviéticos también promovían la lealtad a Moscú, la sede del comunismo internacional.

Por desgracia, la mayoría de los nacionalistas no se engancharon tan fácilmente a la causa soviética. Si bien celebraban tener una superpotencia que respaldara sus políticas de deportación, no estaban dispuestos a dar carta blanca a los soviéticos. Ni tampoco a ceder poder a los comunistas locales —a quienes consideraban con razón títeres de los soviéticos— sin oponer resistencia.

También los Aliados occidentales eran muy difíciles de convencer. Después de observar cómo ejercían el poder los soviéticos en el este de Europa, empezaron a sospechar que no eran sólo los «deseos libremente expresados» de los deportados alemanes lo que los soviéticos tenían intención de pasar por alto.

Así, mientras que en el periodo posterior a la guerra se registraba un aumento desalentador de la violencia étnica, también se gestaba un nuevo conflicto de mayor envergadura. A escala local entrañaría una serie de luchas de poder entre nacionalistas y comunistas en países determinados. Pero a escala europea supondría un enfrentamiento entre superpotencias, y el anuncio de una nueva guerra civil a nivel continental.