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La venganza contra mujeres y niños
En gran parte de Europa occidental, la venganza contra los colaboracionistas solía ser un asunto de poca envergadura, por lo general cometida por individuos o grupos pequeños de partisanos con inquinas concretas que liquidar. La venganza masiva —es decir, la venganza cometida colectivamente por ciudades y pueblos enteros— de hecho se dio rara vez, y por lo general se limitó a aquellas zonas en las que el proceso de liberación fue especialmente violento. Como ya indiqué, las comunidades del oeste europeo en su conjunto estaban más o menos contentas de entregar a sus colaboracionistas a las autoridades pertinentes. En las zonas en las que desconfiaban de esas autoridades y trataban de tomarse la justicia por su mano, la policía o los ejércitos aliados intervenían de inmediato para restablecer el orden.
La única excepción importante ocurrida en Europa occidental fue el trato que recibieron las mujeres que se habían acostado con soldados alemanes. Todo el mundo las consideraba traidoras —«colaboradoras horizontales», por usar el término francés— pero no habían cometido ningún crimen que pudiera perseguirse legalmente. Cuando sus comunidades se volvieron contra ellas, muy pocos estuvieron dispuestos a salir en su defensa. Los policías y los soldados aliados, casi siempre presentes, se apartaban y dejaban que la canalla se saliera con la suya: de hecho, en algunas ciudades las autoridades alentaban la agresión a estas mujeres porque consideraban que era una válvula de escape útil para la cólera popular.1
De todas las venganzas que se llevaron a cabo contra los colaboracionistas en Europa occidental, ésta fue con mucho la más pública y universal. Existen muchas razones de por qué se distinguía a las mujeres de esta manera, no todas ellas relacionadas con la traición que se suponía que habían cometido. Vale la pena examinar sus castigos, y el posterior trato a sus hijos, porque dice mucho acerca del modo en que la sociedad europea había llegado a verse a sí misma después de la guerra.
EL VAPULEO DE LAS MUJERES
En el otoño de 1944 una joven de Saint-Clément, en el departamento francés de Yonne, fue arrestada por tener «relaciones íntimas» con un oficial alemán. Cuando la policía la interrogó admitió sus amoríos sin tapujos. «Me convertí en su amante», dijo. «A veces él venía a mi casa a ayudar a mi padre cuando estaba enfermo. Cuando se fue, me dejó su número de Feldpost. Le escribía y hacía que otros alemanes le llevaran mis cartas porque yo no podía utilizar los servicios de correos franceses. Le escribí durante dos o tres meses, pero ya no tengo su dirección.»2
Durante la guerra, muchas mujeres de toda Europa se embarcaron en este tipo de relaciones con alemanes. Justificaban sus actos diciendo que «las relaciones basadas en el amor no eran delito», que «las cuestiones del corazón nada tenían que ver con la política», o que «el amor es ciego».3 Pero a los ojos de sus comunidades esto no era excusa. Las relaciones sexuales, si eran con un alemán, eran políticas. Llegó a representar el sometimiento del continente en su conjunto: una Alemania macho violando a una Francia, Dinamarca u Holanda hembra. Como ya mencioné en el Capítulo 4, igualmente importante es que también llegó a representar la castración de los hombres europeos. Estos hombres, que ya se habían mostrado impotentes contra el poderío militar de Alemania, encontraban ahora que sus propias mujeres les ponían los cuernos.
La cantidad de relaciones sexuales que se dieron entre europeas y alemanes durante la guerra es bastante sorprendente. En Noruega hasta un 10% de las mujeres de edades comprendidas entre los quince y los treinta años tuvieron novios alemanes durante la guerra.4 Si nos guiamos por las estadísticas sobre el número de niños engendrados por soldados alemanes, no resultaba en absoluto insólito: la cantidad de mujeres que se acostaban con alemanes en toda Europa se pueden contar fácilmente por cientos de miles.5
Los movimientos de resistencia en los países ocupados presentan todo tipo de excusas por el comportamiento de sus mujeres y chicas. A las mujeres que se acostaban con alemanes las catalogaban de ignorantes, pobres, y hasta de deficientes mentales. Afirmaban que eran violadas y que sólo se acostaban con alemanes por una necesidad económica. Si bien éste era sin duda el caso de algunas, unos estudios recientes muestran que las mujeres que se acostaban con soldados alemanes procedían de todas las clases y condiciones sociales. En toda Europa las mujeres se acostaban con alemanes no porque se vieran obligadas a ello, o porque sus propios hombres estuvieran ausentes, o porque necesitaran dinero y comida —sino sencillamente porque encontraban tremendamente atractiva la imagen fuerte, «caballeresca» de los soldados alemanes, sobre todo comparándola con la débil impresión que tenían de sus propios hombres. En Dinamarca, por ejemplo, los encuestadores en tiempo de guerra se quedaron asombrados al descubrir que el 51 % de las danesas admitían con toda franqueza que encontraban a los alemanes más atractivos que a sus propios compatriotas.6
En ninguna parte se sentía esta necesidad más vivamente que en Francia. En una nación en donde la enorme presencia alemana casi exclusivamente masculina era equivalente a la ausencia correspondiente de hombres franceses —de los cuales dos millones eran prisioneros o trabajadores en Alemania— no es de extrañar que muchas veces la ocupación se contemplara en términos sexuales. Francia se había convertido en una «putilla» que se entregaba a Alemania, y el gobierno de Vichy actuaba de chulo.7 Jean-Paul Sartre comentó después de la guerra que hasta la prensa colaboracionista solía representar la relación entre Francia y Alemania como una unión «en la que Francia siempre desempeñaba el papel de mujer».8
Los que a pesar de esto aún se sentían patriotas se veían obligados a manifestar una sensación de humillación sexual. En un escrito de 1942, Antoine de Saint-Exupéry insinuaba que todos los franceses estaban contaminados por el sentimiento inevitable de que la guerra les estaba poniendo los cuernos, pero que no debían permitir que esta vergüenza destruyera su sentido innato de patriotismo:
¿Tiene un marido que ir de casa en casa gritando a sus vecinos que su mujer es un putón? ¿Es así como puede preservar su honor? No, porque su mujer y su hogar son una misma cosa. No, porque no puede afirmar su dignidad en contra de ella. Dejadle ir a casa con ella, y que allí desahogue su cólera. Así, no voy a divorciarme de una derrota que seguramente me humillará muchas veces. Soy parte de Francia y Francia es parte de mí.9
No sólo los franceses experimentaban tales emociones, sino también los hombres de todas las naciones ocupadas. Como piloto que luchaba en nombre de la Francia Libre, Saint-Exupéry hacía al menos algo por ayudar a liberar su país. Para aquellos que estaban metidos en casa sin medios razonables de contraatacar, la frustración era más difícil de soportar.
La liberación fue una oportunidad para enderezar algo las cosas. Al tomar las armas de nuevo y participar en la invasión de su propio país, los franceses tuvieron ocasión de redimirse tanto a los ojos de sus mujeres como a los del mundo. Ésta es tal vez una razón de por qué Charles de Gaulle se convirtió en un símbolo tan importante para los franceses durante la guerra. Contrariamente a la súplica afeminada de Vichy, De Gaulle nunca renunció a su espíritu marcial, y se negó con tenacidad a someterse a la voluntad de cualquier otra persona, incluida la de sus aliados. Los discursos que transmitió por la BBC estaban cargados de alusiones a los hombres para «La Francia Combatiente», al «orgulloso, valiente y gran pueblo francés», a la «fortaleza militar de Francia» y a la «aptitud para la guerra de nuestra raza».10 En un discurso ante la Asamblea Consultiva de Argel en vísperas de los desembarcos del Día D, De Gaulle se deshizo en elogios:
El trabajo de nuestras magníficas tropas... el ardor de nuestras unidades mientras se preparan para la gran batalla; el espíritu de las dotaciones de nuestros barcos; el valor de nuestros aguerridos escuadrones aéreos; los muchachos heroicos que lucharon en el Maquis sin uniformes, y casi sin armas, pero animados por la llama militar más pura...11
Los generales utilizan a menudo estas palabras cuando desean hacer un llamamiento al espíritu marcial de sus tropas. Pero aquí son importantes porque contrastan poderosamente con el derrotismo «afeminado» con el que Vichy pintaba las esperanzas militares francesas.
La rehabilitación de la masculinidad francesa comenzó en serio tras el desembarco del Día D en junio de 1944, cuando De Gaulle y sus tropas de la «Francia Libre» regresaron finalmente a Francia. En los meses siguientes tuvieron una serie de éxitos militares. El primero fue la liberación de París, realizada exclusivamente por tropas francesas a las órdenes del general Philippe Leclerc (a pesar de los intentos americanos de contener a Leclerc mientras ellos organizaban un asalto más coordinado con divisiones estadounidenses). El segundo fue la llegada a Provenza el 15 de agosto de las tropas francesas, que lucharon sin descanso hasta llegar a Alsacia y finalmente cruzaron a Alemania para tomar Stuttgart. Por el camino liberaron Lyon, la segunda ciudad de Francia —de nuevo sin la ayuda de los americanos. Lentos pero seguros empezaron a redimirse de la vergüenza militar de 1940.
Sin embargo, el mayor estímulo al orgullo francés fue la formación de algo que ni los británicos ni los americanos tenían —otro ejército dentro de la propia Francia, que se sublevó y luchó contra los alemanes desde dentro. Las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) —o les fifis como se las conocía con cariño y desdén— era una amalgama de todos los grupos de resistencia francesa más importantes bajo el mando del general Pierre Koenig. Durante el verano de 1944 se hicieron con el control de una ciudad tras otra, a menudo luchando junto a fuerzas regulares británicas y americanas. Liberaron casi todo el sudoeste francés sin ninguna ayuda externa, y asimismo despejaron la región de Lyon para las tropas aliadas que se dirigían hacia el norte desde Marsella.
Las hazañas de las FFI dieron un gran empujón a la moral francesa, y sobre todo a la moral de los jóvenes franceses que acudían en masa a alistarse: entre junio y octubre de 1944, las filas de las FFI aumentaron de 100.000 a 400.000.12 Mientras que los avezados résistants tenían por costumbre mantener una actitud bastante discreta, a los nuevos reclutas les gustaba muchísimo alardear de su virilidad recién descubierta. A menudo, los soldados aliados decían haberlos visto aparecer «llevando bandoleras de municiones» o con «granadas colgando de hombros y cinturones» al tiempo que «no paraban de disparar salvas al aire».13 Según Julius Neave, comandante del Real Cuerpo Acorazado Británico, tal vez molestaban más de lo que valían: «Iban por ahí armando bulla en coches civiles, atropellándose unos a otros y librando batallas campales con todos, incluidos ellos mismos, nosotros y los boches».14 Incluso algunos aldeanos franceses les catalogaban de «jóvenes... desfilando con amuletos de las FFI y posando como héroes».15 Pero si parecía que mostraban demasiado interés en demostrar su valía era sólo porque, a diferencia de los británicos y americanos, durante años les negaron la oportunidad de tomar las armas contra Alemania. Ahora, por primera vez, se les presentaba la ocasión de luchar debida y abiertamente —como hombres.
Lamentablemente, esta nueva exhibición de virilidad tenía también su lado más oscuro. La afluencia repentina de chicos jóvenes a las filas de la Resistencia excluyó a muchas résistantes femeninas con mucha más experiencia. Jeanne Bohec, por ejemplo, una experta en explosivos muy respetada en Saint-Marcel, se encontró de pronto marginada. «Me dijeron cortésmente que me olvidara. Una mujer no debería luchar cuando se dispone de tantos hombres. Sin embargo, seguramente sé utilizar un fusil ametrallador mejor que muchos de los voluntarios FFI que acaban de hacerse con estas armas.»16 Durante el último invierno de la ocupación fueron excluyendo a las mujeres de la participación activa en la Resistencia, y los francotiradores y partisanos comunistas (FTP) emitieron órdenes de relegar del todo a las mujeres. Esto contrasta directamente con países como Italia y Grecia, en los que una cantidad significativa de mujeres siguieron luchando en la vanguardia a favor de los partisanos hasta el final de la guerra.17
Si esta repentina reafirmación de la masculinidad francesa arrinconó a las mujeres «buenas», las mujeres «malas» que habían «puesto los cuernos» a la nación recibieron un trato mucho más severo. En el periodo inmediatamente posterior a la liberación, las FFI atacaron en masa a estas «colaboradoras horizontales». En la mayoría de los casos, el castigo impuesto era el afeitado de la cabeza, que muchas veces se realizaba en público para maximizar la humillación de las mujeres implicadas. Después de la liberación, las ceremonias del rasurado de cabeza se realizaban en todos los départements de Francia.
Un oficial de artillería británico describió una ceremonia típica cuando escribió sus experiencias en el norte de Francia después de la guerra:
En St. André d'Echauffeur, donde la gente tiraba flores a nuestro paso y otros nos ofrecían botellas, se estaba representando una triste escena en la plaza del mercado —el castigo de una mujer que tenía fama de ser une mau-vaise femme. Sentada en una silla mientras el barbero le afeitaba la cabeza al cero, atraía a una muchedumbre de mirones entre los que había, como me enteré después, algunos Maquis y oficiales de la Francia Libre. La madre de la mujer también estaba presente, y mientras el barbero rapaba a su hija ella pataleaba, despotricaba y gesticulaba frenéticamente fuera del círculo de espectadores. La mujer era impetuosa. Porque, con su cabeza completamente rapada, se levantó de un salto y gritó «Vive les Allemands», después de lo cual alguien cogió un ladrillo y la derribó de un golpe.18
El teniente Richard Holborow, del Real Cuerpo de Ingenieros, presenció una escena similar a manos de una multitud en una pequeña ciudad cerca de Dieppe; «era evidente que muchos de sus componentes habían estado celebrando su liberación todo el día, gran parte de ellos empinando el codo». Hicieron desfilar a unas 18 mujeres y chicas por un escenario improvisado, donde las hicieron sentar ante el barbero de la localidad:
Sacando una navaja del bolsillo, la abrió, levantó el pelo de la mujer y de unos cuantos golpes hábiles lo cortó y lanzó los mechones a la multitud. Ella gritaba mientras el barbero procedía a raspar en seco su cuero cabelludo hasta que estuvo completamente pelado, y luego la levantaron y exhibieron a la multitud que ahora aullaba y la abucheaba.
Esto no fue el fin del suplicio de las mujeres. Un par de días después, mientras su unidad se trasladaba fuera de la misma localidad, Holborow presenció la segunda parte del castigo cuando en la calle principal se vio retenido por otra muchedumbre gritando.
Estaban mirando con gran regocijo a un grupo de mujeres rapadas que llevaban atados alrededor del cuello unos carteles, y que estaban muy ocupadas llenando cubos de excrementos de caballo con las manos desnudas. Cuando un cubo estaba lleno le daban una patada y ordenaban que el proceso empezara de nuevo. Era evidente que las mujeres de la ciudad seguían dando la espalda a las muchachas por sus devaneos con los soldados alemanes.19
En docenas de ciudades las mujeres se veían obligadas a someterse a su suplicio ya sea parcial o completamente desnudas. Según un artículo de La Marseillaise de septiembre de 1944, un grupo de muchachos de Endoume obligaron a una mujer a «recorrer las calles completamente desnuda delante de niños inocentes que jugaban fuera de sus casas».20 Asimismo, en Troyes las FFI acorralaban a las mujeres, les quitaban la ropa y las exhibían ante la multitud mientras les rapaban la cabeza. Según un panfleto del Comité Local de la Liberación:
Casi sin ropa, marcadas con la esvástica y untadas con una brea especialmente pegajosa, después de recibir burlas hirientes les rasurarían la cabeza del modo habitual y luego parecerían extrañas convictas. Esta cacería despiadada empezaba la noche anterior y continuaba todo el día para disfrute de la población local que formaba filas en las calles para ver caminar a estas mujeres llevando una gorra de la Wehrmacht.21
Según Fabrice Virgili, probablemente el principal experto en este campo, las mujeres fueron despojadas de su ropa al menos en 50 ciudades y pueblos importantes de toda Francia.22
Estas escenas no fueron en absoluto exclusivas de Francia. Acontecimientos similares tuvieron lugar por toda Europa. En Dinamarca y Holanda, una mezcla de orgullo nacional herido y celos sexuales por el comportamiento de las mujeres del país dio como resultado que a miles de mujeres les raparan la cabeza.23 En las islas del Canal, el único rincón de las islas Británicas que Alemania consiguió invadir, hubo varios casos de mujeres a quienes afeitaron la cabeza porque se habían acostado con soldados alemanes.24 En el norte de Italia hasta cantaban canciones sobre afeitar la cabeza de mujeres que se acostaban con fascistas, como ésta que cantaban los partisanos en el Véneto:
E voi fanciulle belle Y vosotras hermosas señoritas
Che coi fascisti andate Que con fascistas andáis
Le vostre chiome belle Vuestras bonitas trencitas
Presto saran tagliate Pronto os las cortarán25
La enorme popularidad de estos castigos, así como el ritual que los rodeaba, parece apuntar a una profunda necesidad entre los pueblos liberados de expresar la indignación que les producía el colaboracionismo. El historiador Peter Novick, que promovió el estudio objetivo de este periodo en Francia, hace ver que el rapado de estas mujeres dio a las comunidades locales una salida emocional que ayudó a prevenir un derramamiento de sangre generalizado de colaboracionistas más importantes, como si se tratara casi de una «ofrenda expiatoria».26 Muchas veces, durante las primeras semanas de la liberación, se podía percibir que la visión de mujeres rapadas en la plaza del mercado daba lugar a una caída de la tensión local y una disminución del derramamiento de sangre contra otros colaboracionistas.27 Si bien algunos historiadores han cuestionado esta idea, es innegable que el rapado de las mujeres unía a las comunidades —al ser una forma relativamente segura y temporal de violencia, era el único acto de venganza en el que todos podían participar.28 La práctica puede contemplarse ahora como un episodio vergonzoso de la historia europea, pero en el momento se celebró con orgullo. Los periódicos de la Resistencia de 1944 describen un aire de carnaval en las ceremonias de rapado, en las que espontáneamente la multitud cantaba canciones patrióticas. Al menos en una zona de Francia, la población local regalaba cuchillos y navajas a los que habían llevado a cabo la ceremonia como «recuerdo» de su día de trabajo.29
A posteriori, es evidente que la venganza patriótica era sólo una cara de la historia. Rapar el pelo de las mujeres no es un fenómeno nuevo —incluso antes de la guerra era un castigo tradicional para las adúlteras— pero en ninguna otra época de la historia europea la pena impuesta alcanzó tamaña magnitud. Por eso resulta significativo que la mayoría de las mujeres francesas castigadas por acostarse con alemanes no estuvieran casadas: su «adulterio» no era a sus hombres sino a su país. De manera sutil por lo tanto, Francia volvía a calificarse de entidad afeminada y sumisa a una masculina y vengativa.
El carácter sexual de los propios rituales es también significativo. En Dinamarca, era frecuente dejar en cueros a las mujeres durante sus ceremonias de afeitado de cabeza, y pintar sus pechos y espaldas con símbolos nazis.30 En muchas zonas de Francia también les daban palmadas en los traseros desnudos y les pintarrajeaban los pechos con esvásticas.31 El hecho de que estos rituales tuvieran lugar en las plazas de los mercados o en las escaleras de los ayuntamientos enviaba un mensaje muy claro a toda la comunidad: las FFI reclamaban que los cuerpos de estas mujeres fueran propiedad pública. También los reclamaban como propiedad de los hombres —los cientos de fotografías tomadas durante estos castigos muestran que los realizaban casi exclusivamente los hombres.
Algunas francesas eran muy conscientes de que las estaban utilizando de esta forma simbólica. También las indignaba que debieran condenarlas por un acto privado que ellas creían que no tenía nada que ver con la guerra. Cuando la actriz francesa Arletty fue encarcelada en 1945 por su relación amorosa con un oficial alemán durante la guerra, se dice que en el juicio se justificó diciendo: «Mi corazón pertenece a Francia, pero mi vagina es mía».32 No es de extrañar que hicieran oídos sordos a tales declaraciones. Según las últimas investigaciones, raparon la cabeza a unas 20.000 francesas en castigo por colaboracionismo, la mayor parte de ellas por acostarse con soldados alemanes.33
Setenta años después es difícil juzgar si estas mujeres merecían que las castigaran de esa forma, de otra o de ninguna manera. Los soldados y administradores aliados no se sentían cualificados para juzgar: en palabras de Anthony Edén, secretario del Foreign Office británico, los que no pasaron por los «horrores de la ocupación no tenían derecho a pronunciarse sobre lo que hace un país».34 Lo que es innegable, sin embargo, es el hecho de que estas mujeres eran cabezas de turco: afeitarles la cabeza era una forma simbólica de extirpar no sólo sus propios pecados, sino los pecados de la comunidad entera. Toda la Europa occidental, en palabras del periodista francés Robert Brasillach, «se acostó con Alemania», a través de las miles de acciones cotidianas que hicieron posible la ocupación alemana. Pero en muchas comunidades sólo castigaron a las mujeres que se habían acostado con verdaderos alemanes.35
El único consuelo de las mujeres afectadas era pensar que podía haber sido mucho peor. Hemos visto cómo, en el este de Europa, la reafirmación de un sentido nacional de masculinidad se llevó a cabo en parte a través de la violación generalizada. En Europa occidental el hecho de cortar el pelo a las mujeres representaba una forma mucho menos depravada de violencia sexual para lograr el mismo fin político.
EL OSTRACISMO DE LOS NIÑOS
Por si alguna vez hiciera falta una prueba de la «colaboración horizontal» generalizada que tuvo lugar en toda Europa, existen los niños que nacieron como resultado de la misma. En Dinamarca nacieron 5.579 bebés de padre alemán registrado —y sin duda alguna muchos más cuya paternidad alemana se ocultó.36 En Holanda, se cree que el número de niños nacidos de padres alemanes se halla entre 16.000 y 50.000.37 En Noruega, cuya población es sólo un tercio de la de Holanda, nacieron entre 8.000 y 12.000 niños de ésos.38 Y en Francia se cree que la cantidad ronda los 85.000 o más.39 Se desconoce el número total de niños engendrados por soldados alemanes en la Europa ocupada, pero las estimaciones varían entre uno y dos millones.40
Se puede decir con total certeza que estos bebés no fueron exactamente bien recibidos dentro de las comunidades en las que nacieron. Una relación indiscreta se podría pasar por alto, encubrir u olvidar, pero un niño es un recordatorio constante de la vergüenza de una mujer —y por extensión la vergüenza de una comunidad entera. Las mujeres rapadas podían consolarse pensando que su cabello volvería a crecer pronto. En cambio, un niño no se podía deshacer.
En algunos casos los niños de soldados de la Wehrmacht constituían una vergüenza tal que se pensaba que lo mejor era tratar de deshacerse de ellos de inmediato. En Holanda, por ejemplo, algunos testigos presenciales afirman conocer muchos casos de niños asesinados poco después de nacer, en general a manos de los padres de chicas en particular que se descarriaron. Es de suponer que tales medidas se tomaron para restablecer el «honor» de la familia —pero de vez en cuando se trataba claramente de actos políticos, realizados por personas de fuera de la familia, a fin de restablecer el honor de la comunidad en general. En el norte de Holanda, por ejemplo, según un relato de Petra Ruigrok, un miembro de la Resistencia robó un bebé de su cuna y lo estrelló contra el suelo.41
Menos mal que este tipo de sucesos era raro, pero reflejan un sentimiento muy fuerte en la sociedad europea de que los niños nacidos de padres alemanes durante la guerra eran una afrenta para la nación en la que habían nacido. Estos sentimientos profundos se resumen en un editorial del diario noruego Lufotposten el 19 de mayo de 1945:
Todos esos niños alemanes estaban predestinados a crecer y desarrollarse en una amplia minoría bastarda dentro del pueblo noruego. Debido a su origen están condenados de antemano a adoptar una actitud combativa. No tienen nación, no tienen padre, sólo tienen odio, y ésta es su única herencia. No pueden convertirse en noruegos. Sus padres eran alemanes y sus madres eran alemanas de pensamiento y acción. Permitirles quedarse en este país equivale a legalizar la cría de una quinta columna. Van a constituir siempre un elemento de irritación e intranquilidad entre la población noruega pura. Tanto para Noruega como para los propios niños es mejor que continúen su vida bajo los cielos del lugar al que pertenecen por naturaleza.42
El estudio de las actitudes noruegas hacia lo que denominaban los «niños de la guerra» de soldados alemanes es un campo especialmente rico porque, a diferencia de otros países, estas actitudes están muy bien documentadas. Después de la guerra, las autoridades noruegas crearon un Comité de Niños de la Guerra para estudiar qué hacer con ellos.43 Durante un breve periodo de tiempo el problema se discutió aquí abiertamente de un modo que no se hacía en ningún otro lugar de Europa. El asunto también se ha examinado minuciosamente en los últimos tiempos. En 2001, el gobierno noruego, presionado por grupos de niños de la guerra, financió un programa de investigación para descubrir exactamente qué trato recibieron estas personas después de la guerra, qué efecto tuvo en su vida, y qué se podría hacer para reparar toda injusticia potencial. Los hallazgos de este programa de investigación constituyen el estudio más completo sobre los niños de la guerra en cualquier país.44
En la inmediata posguerra, los noruegos estaban sumamente amargados por el comportamiento de algunas de sus mujeres y chicas. A principios del verano de 1945, miles de mujeres acusadas de acostarse con alemanes fueron agrupadas y encarceladas o llevadas a campos de prisioneros —unas 1.000 sólo en Oslo.45 Como ya hemos visto, a muchas les afeitaron la cabeza durante la liberación, y algunas fueron humilladas públicamente por las turbas. Sin embargo, tal vez lo más preocupante eran las exigencias de las autoridades para que las despojaran de su nacionalidad noruega y las deportaran a Alemania. Semejante medida hubiera sido muy difícil de justificar, ya que acostarse con soldados alemanes no iba en contra de la ley. En todo caso, el cuerpo nacional que juzgaba a criminales de guerra y traidores ya había empezado a determinar que despojar a las personas de su ciudadanía no debía ser utilizado como castigo.46 Como consecuencia, las demandas para deportar a las mujeres que se habían acostado con alemanes poco a poco se fueron retirando.
Sin embargo, las mujeres que habían llegado al extremo de casarse con alemanes eran un blanco asequible y no escaparían tan fácilmente. En agosto de 1945 el gobierno noruego desenterró una ley de hacía 20 años que estipulaba que las mujeres que se casaran con extranjeros adquirirían automáticamente la nacionalidad de sus maridos. Con el fin de restringir esta ley, se elaboró una enmienda que establecía que sólo debería aplicarse a aquellas que se casaran con un ciudadano de un estado enemigo —alemanes, desde luego. Contra todos los principios de la justicia noruega, la ley se aplicaría con efecto retroactivo. Por lo tanto, casi de un día para otro, cientos de mujeres —tal vez incluso miles— que creyeron haber actuado dentro de la ley perdieron su nacionalidad. Ahora las designaban «alemanas», y como tales se enfrentaban a una posible deportación a Alemania, y sus hijos con ellas.47
La postura respecto a los hijos de los soldados alemanes era aún más sencilla de determinar. Según la misma ley, la nacionalidad de los niños de la guerra se definía por su ascendencia paterna. Incluso sin la ley estos niños tenían pocos defensores, si es que tenían alguno, y había un consenso en todo el país de que debían ser considerados inequívocamente alemanes. En consecuencia, ellos también se enfrentaban a la posibilidad de una deportación inmediata. Había muchas personas, incluidas las que tenían autoridad, que creían que tales deportaciones debían llevarse a cabo con independencia de si sus madres estaban autorizadas a quedarse en el país.
Naturalmente, semejante propuesta creó todo tipo de problemas morales y políticos. Si bien pocas personas se opondrían a la deportación de huérfanos «alemanes», la expulsión de niños cuyas madres vivían y todavía eran noruegas era mucho más difícil. Cuando en julio de 1945 se creó el Comité de Niños de la Guerra le pidieron específicamente que investigara los cambios que era necesario hacer en la ley para expulsar a los niños y a sus madres. Si eso no era posible, había que estudiar qué otras medidas se deberían tomar en su lugar, tanto para proteger a los niños de la sociedad resentida como para proteger a la sociedad de un grupo de niños potencialmente peligrosos.
A finales de 1945 el Comité de Niños de la Guerra examinó estos problemas durante cerca de cinco meses. Sus descubrimientos fueron, y todavía lo son, sumamente polémicos. Por una parte indicaban que el gobierno debería organizar una campaña pública para lograr que las comunidades locales aceptaran a estos niños, mientras que por otra insinuaban que, si las comunidades locales así lo desearan, los niños deberían apartarse de sus madres y ser enviados a otras zonas de Noruega o incluso fuera del país. El Comité también recomendaba que ni los niños ni sus madres debían deportarse a la fuerza, y sin embargo se dice que su presidenta, Inge Debes, ofreció a los 9.000 niños de la guerra a una delegación de inmigración australiana, al parecer sin tener en cuenta lo que pensaran sus madres de semejante traslado. (Al final la oferta fue rechazada por razones logísticas, pero también porque los australianos decidieron en el último momento que ellos tampoco querían niños «alemanes».)48
Puesto que parecía cada vez más improbable que el gobierno pudiera deportar a estos niños, el Comité empezó a examinar las consecuencias de mantenerlos en Noruega. Una de las cosas que más preocupaba a los noruegos era la posibilidad de que estos niños pudieran ser deficientes mentales. Existía la creencia generalizada en Noruega, y en otros países, de que cualquier mujer que se dejara seducir por un soldado alemán probablemente era débil mental. De igual modo, cualquier alemán que eligiera una compañera deficiente debía él mismo ser tonto. Seguir esta lógica circular hasta su inevitable conclusión significaba que sus hijos tendrían casi con toda seguridad los mismos defectos. Para valorar el problema, el Comité nombró a un destacado psiquiatra llamado 0rnulf 0degárd para que hiciera una declaración relativa al estado mental de los niños de la guerra. Basándose en una muestra de algunas docenas de pacientes, 0degárd indicó que hasta 4.000 niños de la guerra de los 9.000 podrían ser retrasados mentales, o si no inferiores desde el punto de vista hereditario. Aunque el Comité no aceptó por completo esta declaración, no impidió que uno de sus miembros escribiera en un periódico acerca de la probable deficiencia mental de madres e hijos.
En consecuencia, muchos niños de la guerra fueron catalogados de retrasados sin ningún tipo de prueba, y algunos de ellos, sobre todo los que se encontraban en viejos orfanatos regidos por alemanes, estaban condenados a pasar el resto de su vida en instituciones. Según un médico que atendió a uno de estos grupos durante la década de 1980, si les hubieran tratado igual que a otros huérfanos «no alemanes» habrían llevado una vida perfectamente normal.49 De hecho, el Comité de los Niños de la Guerra recomendó que todos deberían pasar una evaluación psicológica para determinar el estado de su salud mental, pero eso nunca sucedió porque se consideró demasiado caro.
La calificación de los niños como débiles mentales por su nación, su comunidad y algunas veces hasta por sus maestros añadía un nuevo nivel de persecución a un grupo ya de por sí vulnerable. Tiempo después se contaron historias acerca de que en la escuela sus compañeros de clase se mofaban habitualmente de ellos, les excluían de las celebraciones de aniversario del fin de la guerra, les impedían jugar con niños noruegos «puros», les pintaban esvásticas en sus libros escolares y sus carteras. Muchos eran rechazados por el conjunto de su familia, que les consideraba el origen de la vergüenza familiar. Cuando sus madres se casaban después, muchos padecían abusos verbales, mentales y físicos a manos de padrastros que les guardaban rencor por ser «hijos del enemigo».50
Algunos hasta sufrían el rechazo de su propia madre, que les consideraba el origen de todo su sufrimiento. Por ejemplo, Tove Laila, de seis años, a quien los nazis apartaron de su madre durante la guerra para criarla como a una niña alemana, fue devuelta a su familia noruega en 1947, momento en el cual el único idioma que conocía era el alemán. Su madre y su padrastro lograron eliminar el alemán a golpes en tres meses, y después y siempre la maltrataron, humillaron e intimidaron. A falta de la clase de servicios sociales que ahora se dan por hecho en Noruega, esta desventurada niña pasó el resto de su infancia oyendo a su propia madre decir que era una «maldita cabrona alemana».51
La experiencia más común de los niños de la guerra era el silencio vergonzoso acerca de su ascendencia paterna. Este silencio existía tanto a nivel nacional como personal. Tras su interés inicial por el destino de los niños de la guerra, sobre todo cuando parecía que podrían deshacerse de ellos, el gobierno noruego aplicó una política que trataba de borrar toda huella de la herencia alemana de los niños. No perseguía a los padres alemanes para que mantuvieran a sus hijos, y disuadía activamente el contacto paterno. Cuando el nombre del niño sonaba alemán, el gobierno reclamaba el derecho a cambiarlo por uno noruego tradicional.52
A nivel personal, este silencio podía ser aún más perjudicial. Muchas veces las madres de los niños se negaban a hablarles de su progenitor y les prohibían hablar de ello. Algunos niños no se enteraron de la nacionalidad de sus padres hasta que fueron a la escuela y se encontraron con que les hacían burla en el patio. Parece que el silencio sobre el asunto rara vez impedía que abusaran verbalmente de los niños fuera de la familia.53
Los efectos devastadores que tuvo este rechazo universal sobre estos niños no han salido a la luz hasta hace muy poco. Según el estudio financiado por el gobierno noruego en 2001, los niños de la guerra sufrían tasas de mortalidad más elevadas, tasas de divorcio más altas y una salud peor que el resto de la población noruega. Por lo general su nivel educativo es más bajo, y ganan menos que otros noruegos. La probabilidad de suicidarse es también significativamente mayor que la de sus coetáneos. Las tasas de mortalidad peores tuvieron lugar en aquellos nacidos en 1941 y 1942 —una tendencia que los autores del estudio atribuyen en parte al hecho de que estos niños, al final de la guerra, eran lo bastante mayores para comprender lo que les ocurría. En los años de la inmediata posguerra fue cuando el resentimiento hacia estos niños era más intenso.54
En Noruega, los niños de la guerra seguirían siendo marginados durante los años siguientes. En algunos aspectos fundamentales fueron tratados con más dureza aún que sus madres. En 1950 una nueva Ley de Ciudadanía dio a aquellas mujeres que se habían casado con alemanes el derecho a volver a adquirir su nacionalidad noruega; en cambio, a los niños de la guerra les negaban este derecho hasta que cumplían dieciocho años de edad. Todos los años hasta el comienzo de la década de 1960, estos niños y sus tutores tenían que sufrir la humillación de solicitar a la comisaría de policía local el permiso para seguir en el país.
En términos generales, las experiencias de los niños de la guerra noruegos son bastante representativas de las que vivieron esos niños en el conjunto de la Europa occidental. A los niños de padres alemanes les amenazaban, les tomaban el pelo y les rehuían dondequiera que hubieran nacido. A veces abusaban de ellos físicamente, pero más a menudo el abuso era verbal —apodos despectivos como bébés bosches, tyskerunger o moeffenkinder. Niños de la guerra de todos los países hablan de que otros niños, maestros, vecinos y a veces miembros de su propia familia les acosaban. Muchas veces les ignoraban en clase y les rehuían en sus comunidades.
Al igual que en Noruega, la cultura del silencio vergonzoso seguía a estos niños fueran donde fuesen, tanto en su vida privada como en sus relaciones con la burocracia. Los niños de la guerra en Dinamarca, por ejemplo, afirmaron posteriormente que «habían nacido en un ambiente de dolor, vergüenza y mentiras».55A los daneses que querían hallar información sobre sus padres alemanes les impedían hacerlo.56 Los gobiernos de toda Europa informan sistemáticamente de un número menor de niños «alemanes» entre ellos —de hecho, el número oficial de niños de la guerra en Polonia sigue siendo cero: las estimaciones realistas del fenómeno no encajan con los mitos nacionales de nueva creación acerca de la «resistencia universal» a la ocupación.57
Por supuesto, ésta no es la única historia —hubo muchos niños que sufrieron poca o ninguna discriminación a causa de su ascendencia paterna. De hecho, en un estudio de la Universidad de Bergen casi la mitad de los niños de la guerra preguntados afirmaron que no tuvieron problemas debido a sus orígenes. Sin embargo, esto todavía significa que más de la mitad sí tuvieron problemas.58
En la gran mayoría de los casos no había nadie que defendiera a estos niños salvo sus madres, que muchas veces eran ellas mismas objeto de desprecio. Uno solo puede aplaudir el valor de una madre francesa que se enfrentó a una maestra que había llamado a su hija «bâtard du Boche» con estas palabras: «Señora, no fue mi hija la que se acostó con un alemán, sino yo. Cuando quiera usted insultar a alguien, guárdelo para mí en vez de descargarlo sobre una niña inocente».59