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Guerras dentro de las guerras

En otoño de 1943 un grupo de partisanos italianos estaba escondido en los bosques alpinos del Alto Véneto cuando sucedió algo que puso seriamente a prueba sus lealtades. La unidad formaba parte de una brigada comunista que no sólo se dedicaba a luchar contra los alemanes, sino también contra las clases dirigentes fascistas que tenían a su cargo el norte de Italia. La brigada era de reciente creación y todavía le faltaba experiencia como fuerza guerrillera.

Un día la unidad se topó con tres soldados alemanes que habían pasado su convalecencia en la zona, y que salían a dar un paseo por los bosques, completamente ajenos al peligro de «bandidos». Los partisanos se vieron obligados a prenderles, y se habrían quedado satisfechos con su captura si no fuera por el hecho de que ahora se encontraban en un dilema. ¿Qué debían hacer con los prisioneros? Lo normal es que les hubieran internado en algún tipo de campo de prisioneros, pero la realidad de la guerrilla lo hacía imposible. Tras mucho debatir decidieron que no tenían más alternativa que fusilarles.

La decisión provocó de inmediato un alboroto en la unidad. Ninguno de los partisanos quería llevar a cabo una tarea tan horripilante, y muchos de ellos expresaron una gran preocupación acerca de la sentencia. Durante el interrogatorio, los tres alemanes revelaron que en tiempos de paz eran trabajadores comunes y corrientes. No sería correcto que los comunistas asesinaran a unos compañeros trabajadores, aunque fueran alemanes, ¿no? Además eran reclutas, y por lo tanto otras víctimas de las fuerzas capitalistas que les habían obligado a luchar contra su voluntad. Después de mucho discutir y nuevos interrogatorios, la unidad celebró otra votación y decidieron dejar libres a los prisioneros alemanes.

Esta historia pudo haber sido un ejemplo raro y estimulante de empatía entre enemigos, si no fuera por lo que sucedió después. Tres días más tarde, actuando según las informaciones de los alemanes liberados, la Wehrmacht llegó a la zona y comenzó una búsqueda exhaustiva. Al perdonarles la vida a los prisioneros alemanes, los partisanos no habían promovido la causa del comunismo internacional, sino que simplemente se habían arriesgado a que les aniquilaran. Nunca más volverían a cometer el mismo error: a partir de aquel día mataron a todos sus prisioneros sin ningún reparo.1

Desde la seguridad del siglo XXI, solemos imaginar la Segunda Guerra Mundial como un conflicto simple y sin ambages entre los Aliados por un lado y el Eje por otro. En nuestra memoria colectiva están claros los motivos y lealtades de cada bando: los nazis y sus cómplices luchaban por dominar Europa, mientras que los Aliados luchaban por un «mundo libre». Fue una guerra de lo correcto contra lo erróneo o, de un modo más simplista, del bien contra el mal.

Naturalmente, la realidad era mucho más complicada. Para los partisanos italianos de esta historia se dieron al menos tres razones simultáneas para luchar: en primer lugar, expulsar a los alemanes de la península; en segundo, derrotar a los fascistas, que llevaban controlando el país desde la década de 1920, y por último, provocar una revolución social que derrocase a los gobernantes capitalistas y las instituciones y devolviera el poder a los trabajadores y campesinos de Italia. Por lo tanto, al igual que los partisanos de Tito en la vecina Yugoslavia, combatían en tres guerras distintas a la vez: una guerra nacional, una guerra civil y un conflicto entre clases.2 Como demuestra la historia, a los grupos partisanos les costaba a veces dirimir cuál de las tres era la más importante.

Situaciones similares se produjeron por toda Europa durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Ocultas en el conflicto principal había docenas de otras guerras más locales, con distintos regustos y motivaciones en cada país y cada región. En algunos casos eran conflictos de clase o debidos a diferencias políticas. En otros, como ya he expuesto, eran conflictos de raza o nacionalidad. Estos conflictos distintos y paralelos apenas recibieron atención en el pasado porque daban al traste con muchos de nuestros supuestos sobre la Segunda Guerra Mundial.

He mencionado varias veces que nuestros recuerdos de la guerra se basan en mitos de unidad nacional: llegados a este punto me parece oportuno explicar con precisión lo poco sólidos que son dichos mitos.

Francia, por ejemplo, no estaba unida en absoluto ni durante ni después de la guerra. Físicamente estaba dividida entre las zonas del norte y el sudeste liberadas por los Aliados, las del centro y sudoeste liberadas por sí mismas y, durante un tiempo, diversas bolsas en el este y a lo largo de la costa atlántica que seguían bajo la ocupación alemana. Políticamente estaba dividida entre los grupos que sólo querían que Francia recuperase su situación anterior a la guerra y aquellos que, como los comunistas, querían una revolución social en toda regla. La fuerza nacional de la Resistencia —las Fuerzas Francesas del Interior—estaba formada por varios grupos dispares que no tenían nada en común aparte de su deseo de derrocar al gobierno de Vichy. Una vez logrado ya no existía ninguna razón de peso para mantener la organización unida, y varios elementos de la Resistencia enseguida volvieron a luchar entre ellos.

El principal conflicto interno en Francia se produjo entre las fuerzas de izquierda, sobre todo los poderosos Francs-Tireurs et Partisans (Francotiradores y Partisanos [FTP]), y los seguidores de centro-derecha de De Gaulle. Pero incluso dentro de estos grupos hubo violentas rupturas. La izquierda, por ejemplo, estaba desgarrada por facciones rivales —comunistas contra anarquistas, estalinistas contra trotskistas, etc.— que a menudo se acusaban mutuamente de espiar para las autoridades de Vichy. A día de hoy resulta imposible saber cuántos de los fusilados por informar fueron auténticos agentes de Vichy o simplemente víctimas de una depuración interna comunista.3 Los comunistas españoles, que huyeron a Francia al final de la Guerra Civil Española, tenían fama de ser especialmente despiadados a este respecto. Según una fuente, unos 200 refugiados españoles fueron asesinados en los últimos tres meses de 1944, no por razones vinculadas a la ocupación, sino porque los estalinistas vieron que la liberación era el momento ideal para deshacerse de sus rivales no estalinistas.4

A pesar de la aparente unidad a nivel nacional, en las regiones francesas dicha unidad brillaba por su ausencia a cualquier nivel. Lo mismo ocurría en Italia, donde la coalición entre los partisanos comunistas y los antifascistas más moderados se rompió en cuanto acabó la guerra. También sucedía en Grecia, donde los diferentes grupos de resistentes combatían violentamente entre ellos desde el mismísimo principio, e incluso hacían pactos locales con los alemanes para centrar sus energías en su propia guerra privada. Asimismo se dio en Eslovaquia, donde el levantamiento contra las fuerzas alemanas en 1944 dio lugar a una respuesta claramente desigual de una población que no sabía si quería unirse a los soviéticos, los nazis o los checos o luchar contra todos ellos. Y así sucesivamente.

Admitir el carácter similar de estas guerras-dentro-de-las-guerras locales siempre ha resultado polémico, debido a sus graves consecuencias —no sólo para los historiadores sino para el mundo en general. En primer lugar, nuestras historias y mitos acerca de la Segunda Guerra Mundial tienen una dimensión política. Si recordamos la guerra como una batalla simplista entre el bien y el mal, lo hacemos por una razón. Cualquier cambio en la forma de revivirla varía también nuestra percepción de nosotros mismos: no sólo hace trizas nuestras ideas más preciadas sobre quién tenía razón y quién se equivocaba, sino que, para bien o para mal, también da a los «villanos» una oportunidad para rehabilitarse. Los grupos neofascistas de toda Europa siempre han justificado sus acciones durante la guerra afirmando que sólo luchaban contra el «mal mayor» del comunismo internacional. Desde la desintegración de la Unión Soviética a comienzos de la década de 1990, sus argumentos han venido ganando terreno.

En segundo lugar, y más directamente, el reconocimiento de estas guerras paralelas pone a prueba nuestro concepto de lo que fue exactamente la Segunda Guerra Mundial. Si la guerra internacional contra Alemania sólo fue uno de los ramales del conflicto, parece lógico que la derrota de Alemania no tenía por qué provocar el cese de los combates. Sólo porque la guerra principal había terminado, no significaba que las diversas subguerras también habían finalizado. Ni mucho menos —a veces la ausencia de un enemigo externo suponía sencillamente que la población local podía centrar sus energías más eficazmente en matarse unos a otros. Ya hemos visto que esto resultó cierto a nivel regional donde se dieron conflictos específicos entre distintos grupos étnicos. Pero también resultó cierto a nivel más general en la batalla paneuropea entre la izquierda y la derecha.

En los próximos capítulos voy a esbozar algunos de los episodios más violentos de la historia de posguerra, y a mostrar que en realidad no fueron de «posguerra» en absoluto. Algunos de ellos fueron una mera continuación de las luchas políticas nacidas durante la Segunda Guerra Mundial, pero que aún no habían concluido. Otros fueron la culminación de tensiones que habían estado fermentando durante décadas, y que seguirían haciéndolo después de terminada la guerra.

En cada caso, al menos hasta cierto punto, el resultado era de prever. Una vez que Churchill, Roosevelt y Stalin trazaron a grandes rasgos sus distintas esferas de influencia en Moscú, Yalta y Potsdam, ninguna de las Tres Grandes potencias se sentía inclinada a tolerar cualquier desviación importante de los sistemas políticos que ellos mismos representaban. Esta era ahora la época de la superpotencia, y las diferencias políticas locales se vieron relegadas a un segundo lugar detrás de la política de la superpotencia. Las guerras civiles en países particulares llegarían a ser meras expresiones de una nueva batalla a escala continental entre las fuerzas del comunismo, apoyadas por la URSS, y las del capitalismo respaldadas por los EEUU. Los idealistas que esperaban verdaderamente que a los «pueblos libres» les permitirían «resolver su propio destino a su manera» estaban a punto de llevarse un chasco tremendo.5