Terror en la noche de Halloween • 15
UNA VOZ FAMILIAR relajó los nervios de Trixie.
—Dale a las bielas, Di —decía—. Sólo una llegada espectacular puede impresionar a Trixie y a Honey.
—¡Mart Belden! —gritó Trixie.
Las figuras de los «tiburones» se volvieron amenazadoras hacia Trixie, descubriendo un par de piernas que salían de unos agujeros.
—Bueno, Di, supongo que podemos considerar que ya hemos llegado —dijo la voz de Mart.
Aún atenazadas por el susto, Trixie y Honey permanecieron quietas junto a las figuras causantes de su terror.
La segunda de éstas, de extrañas plumas, habló quejumbrosamente:
—Bueno, vamos de una vez al club, que estoy a punto de ahogarme. ¡Vaya unas ideas las tuyas, Mart!
—¿He de deducir, por lo oído —preguntó Trixie—, que estas cosas extrañas son vuestro disfraz?
—Muy mañoso, ¿no te parece? —preguntó Mart con retintín—. No es que intentásemos asustaros: sólo se trataba de divertirnos un rato, aunque por desgracia ha sido a costa vuestra.
—Más tosco que mañoso —opinó Trixie mientras el grupo entraba en el club, estupendamente iluminado.
Jim, Dan y Brian, que ya teman todo preparado, observaron con asombro el espectáculo de Mart, embutido en «papier-máché» negro.
—Muchacho, cuando decides hacerte un traje, está visto que no reparas en nada —dijo Dan.
—No os engañáis —dijo Mart, quitándose el disfraz y sentándose. Se alisó el pelo y la ropa—. Le pedí a Mary Brendan, una amiga mía que va a clase de manualidades, que me ayudase a proyectar algo similar a un tiburón, algún escualo. He invertido todo el tiempo libre montando los alambres y recubriéndolos de papel de periódico, allá en mi cuarto, procurando no manchar con la cola y la pintura, para no desatar las iras de mamá. Incluso he investigado largas horas en la biblioteca, con el fin de que el animalito me saliese lo más real posible.
—Entonces fuiste tú el que dejó aquel montón de libros sobre una mesa de la biblioteca… —intervino Trixie.
—Exacto —afirmó Mart—. Menos mal que no tuve que hacer tantas indagaciones para el disfraz de Di. Mary me ayudó a hacerlo.
Todo el grupo se volvió a Di, ahogando la risa al ver su camiseta cuajada de plumas pardas, blancas y negras a ella cosidas.
—Y tú, ¿qué eres? —preguntó Honey divertida.
Antes de que pudiese responder una sola palabra, Mart aclaró:
—Un «Colinus virginianus», ¿pasa algo?
—¡Yo no soy eso! —protestó indignada Di.
—Ése es el nombre latino de la codorniz, conocida popularmente en estos parajes como «bobwhite» —aclaró Mart—. Eres, pues, la mascota de nuestro club, y muy atractiva, por cierto.
—Mart, eres muy amable, pero a veces tus ideas resultan un tanto estrafalarias —Di sopló sobre las plumas que rodeaban su cara—. Y ahora, sácame de aquí.
Después de que Trixie y Honey la ayudaran, Trixie se volvió a Mart.
—Tú has sido el único de los Bob-Whites lo suficientemente infantil como para disfrazarse en la fiesta… —de repente recordó su vestido, y terminó la frase saliéndose por la tangente—: Bueno, por lo menos Honey y yo vamos vestidas de seres humanos.
—¡Eso es discutible! —saltó Dan.
—No creo que podáis echarme nada en cara si me muero de risa —añadió Di.
—He visto caballos que, vestidos, quedaban mejor que vosotras esta noche —dijo Mart—. Y mi disfraz de tiburón no ha sido en modo alguno una fantasía infantil, Beatrix. Lo único que pretendía con él era quitarte de la cabeza tu mama, y creo que lo he conseguido de un modo admirable.
—Conque tengo manías, ¿eh? Y tú, ¿qué tienes?
—Bueno, bueno —se defendió su hermano—. Antes me has llamado infantil… y me gustaría saber si el hecho de ver tiburones en el Hudson es lo más indicativo del buen funcionamiento mental y la cumbre del razonamiento.
—¡Oh! —exclamó Honey.
Todos la miraron. Ella se puso más roja que un tomate.
—Es que… Es que… yo también lo he visto…
—¡Mira lo que he conseguido! —gruñó Mart.
—Es cierto que lo ha visto —añadió Trixie—. Y ahora tenéis que creerme todos.
—¡De ninguna manera! ¡Yo, no! —empezó Mart alterado.
Brian se adelantó.
—¿Por qué no dejáis para después las consabidas discusiones fraternas y pasamos directamente al punto principal de esta fiesta?
—¡Comer! —alborotó Mart. Ante la hilaridad de todos, se inclinó y extrajo una bolsa con siete mandarinas de un compartimiento secreto del disfraz—. ¡He aquí mi aportación al condumio! —dijo—. Unos cítricos del tiempo.
—Yo también he combinado los mismos colores —aclaró Jim señalando una bandeja de aceitunas negras y trocitos de zanahoria.
—Yo, no —dijo Dan—, pero creí que nadie se fijaría en eso —y desenvolvió una bolsa de papel, llena de palomitas de maíz.
—¡Yam, yam! —exclamó Trixie, sirviéndose el primer puñado. Por las prisas, chocó contra el tiburón de Mart y tuvo que agarrarlo por la aleta para impedir que se cayese al suelo—. ¡Aleta! —exclamó—. Me pregunto…
—¿Cómo la he construido? —adivinó Mart—. Tendré mucho gusto en explicar el asunto. Primero…
—¡No, no! Estaba pensando en la aleta que vi, que vimos Honey y yo. También podría pertenecer a algo que no fuese un tiburón. Tal vez fuera un truco, como esto…
—Esto no es ningún truco —aclaró Di—. Es genuino «paperma…», bueno, lo que dijo Mart.
—Muchas gracias, Diana —se inclinó Mart haciendo una reverencia—. Y, en cuanto a lo que dices, Beatrix, lógicamente tu aleta tiene que pertenecer a algo que no es un tiburón de verdad. Tal vez sea una serpiente de mar…
—Estoy hablando en serio, Mart…
Brian, cuya aportación a la fiesta consistía en naranjada y cubiertos, los miró desde su sitio y atajó:
—No creo que tenga que repetirlo: ¡A comer!
—¡Apoyo la moción! —dijo Trixie, masticando palomitas mientras le echaba el ojo a una ensalada de verduras.
Los Bob-Whites atacaron los sandwiches de Honey como si no hubiesen probado bocado en tres semanas. En un santiamén la mesa quedó arrasada. Entonces Di sacó su postre: cucuruchos de chocolate recubiertos de naranja helada.
Terminada la cena, Mart echó hacia atrás la silla y dijo:
—Muchas felicidades al chef… a los siete.
—Éste es uno de los pocos casos en que la mucha comida no estropea el caldo —añadió Jim.
—Nunca he entendido ese dicho —confesó Di.
—Prueba este otro: Lo poco agrada, y lo mucho enfada.
En medio del alboroto de las múltiples conversaciones cruzadas, Trixie se inclinó hacia Honey y murmuró:
—Voy a dar una vuelta, ¿vienes conmigo?
—¿Qué? ¿Estás loca?
—Sí —contestó Trixie, cogiendo la linterna y el capacho de la merienda—. ¿Vienes o no?
Precisamente en ese momento, Trixie oyó que Mart decía algo parecido a que «Trixie tenía la cabeza llena de serpientes de mar».
Se dirigió a la puerta y anunció:
—Ya he oído bastantes tonterías. Me voy a dar una vuelta —y salió.
Honey miró a los asombrados Bob-Whites. Disculpándose, dijo:
—Bueno, creo que estaremos de vuelta enseguida.
Recogió la otra linterna y corrió a reunirse con su amiga, que ya iba por la mitad de Glen Road.
—¿Qué pasa? —preguntó Honey.
—Necesitaba una excusa para salir —repuso Trixie—, y fue lo primero que se me ocurrió. No te preocupes, regresaremos sanas y salvas, muy pronto.
—¿De dónde?
Trixie no quiso mirar a su amiga.
—Vamos a Killifish Point —dijo sin más—. Loyola dijo que Thea iba a volver al río y que después se marcharía de la ciudad esta misma noche. No querrás que me acuse de haber robado su libro, ¿verdad?
—¿Qué libro?
—Aquel ejemplar de «Alicia en el país de las maravillas». Lo llevo en el capacho.
—¡Oh, Trixie! —Honey la miró por encima del hombro; no era capaz de volver sola al club. Después observó Glen Road, lúgubre a la luz de la luna—. ¿Qué dijiste antes de los hombres-lobo? —gimió.
Trixie la cogió del brazo.
—Vamos a ver si acabamos con esto de una vez —le dijo, acelerando el paso antes de que Honey pudiese protestar.
En realidad, Trixie pensaba que aquélla no sólo era la última oportunidad de devolverle el libro a Thea, sino también de ver qué hacía, si es que hacía algo. Si su corazonada era cierta y había algo extraño, Trixie estaba decidida a descubrirlo de una vez.
Empuñando las linternas, las dos amigas medio andaban, medio corrían por Glen Road hacia Killifish Road; cuando llegaron, bajaron al río. No vieron ni un coche. Toda la zona estaba envuelta en un silencio que apenas rompía de vez en cuando la caída de una hoja o el canto de un pájaro. A medida que se acercaban al rio, oían más claramente el rumor del agua.
—¿Dónde vamos a buscar? —murmuró Honey.
Asombrada, Trixie repuso:
—¡Claro! Me parece que estoy más nerviosa de lo que creía. Empezaremos por su sitio favorito.
Bajaron con cuidado la empinada cuesta hasta llegar a la peña donde habían encontrado a la escritora las dos veces anteriores. Pero esta vez no estaba allí. Trixie observó unas luces que parpadearon en la orilla opuesta durante un instante, preguntándose dónde podrían seguir buscando.
Honey se inclinó un poco para ver la orilla de su lado.
—Me… me parece que he visto unas luces —dijo no muy convencida.
Trixie también las había visto.
—Muy bien, Honey. Vamos allá.
Con un suspiro, siguió ésta a su amiga, subiendo primero y bajando después hacia la rocosa orilla, en dirección a las luces, que desde allí quedaban ocultas. Incluso con las linternas y la luz de la luna, las chicas tropezaban tan a menudo con las piedras, que su avance era muy lento. Finalmente llegaron a un promontorio desde el cual se veían otra vez las luces. Frente a ellas había una larga pendiente y un llano, seguido de otra pendiente. En ésta se veía cierta actividad; en esa zona, el acantilado que sobresalía del agua era muy bajo. Junto a varias luces, Trixie distinguió una figura que se movía.
—Debe ser ella —murmuró, y dio un paso adelante.
Honey agarró a su amiga por un brazo, al acercarse al borde de la plataforma. Estaban lo bastante cerca; comprobaron que la figura era realmente Thea. De repente, ésta las vio. Al principio pareció enfadada, en opinión de Trixie, pero casi instantáneamente sonrió y se acercó a ellas.
Metiendo la manó en el capacho, Trixie dijo:
—¡Hemos venido a traerte el libro!
—¿Cómo?
Trixie le tendió el volumen:
—Tu «Alicia en el país de las maravillas».
Trixie creyó oír una risa seca y unas palabras ininteligibles por parte de Thea.
—¡Anda! Me pregunto si hay alguien con ella —dijo a Honey según se acercaban al final de las rocas.
Trixie se dio cuenta demasiado tarde de que aquellas rocas ocultaban todo un mundo de actividad. Allí estaba el coche plateado de Thea, frente al río… y dos hombres-rana con sus trajes de goma negra, chorreando…
Antes de que pudiese averiguar nada más, alguien se acercó. Las dos chicas se sintieron atrapadas de repente en una red de pesca grande y fuerte. El libro de Thea se le cayó a Trixie de la mano. Honey gritó, pero su amiga estaba demasiado confusa para emitir sonido alguno. La red, a todo esto, se iba apretando cada vez más.
—Ya me habéis molestado bastante, mocosas —gruñó Thea con gesto venenoso.
Trixie apenas podía dar crédito a aquello. ¿Qué pasaba? Luchó por mirar a su alrededor, pero la red le obligaba a estarse quieta. Los dos buceadores tiraban de los extremos. El de bigote quedó justo frente a Trixie. Del empapado traje salpicaron algunas gotas a la chica.
—Muy bien, muchachos —dijo Thea—; podéis llevar al coche la última pesca.
Los dos hombres levantaron la carga y la colocaron en el asiento trasero del coche plateado. Trixie y Honey se retorcieron y forcejearon, sin éxito. Cuando iba a cerrarse la puerta, Trixie observó otra figura de pie, allí cerca. Era Pat Bunker, y miraba con expresión de asombro.
Uno de los hombres-rana dijo algo que Trixie no consiguió entender. Se abrió la puerta delantera del coche. Trixie giró hasta que reconoció la espalda de Thea en el asiento del conductor. El motor se puso en marcha.
—No os preocupéis —dijo Thea con otra sonrisa maligna—. Este coche me ha prestado buenos servicios pero ya no resulta de utilidad. Encontraremos otro esta noche. Ahora, alcánzame aquella piedra grande, para que pueda colocarla sobre el acelerador.
El motor empezó a rugir. Thea salió del coche. Trixie oyó cómo metían una marcha; a continuación se cerró la puerta delantera. El coche se puso en movimiento… ¡sin conductor! Lo siguiente que oyó fue un gigantesco chapuzón y un grito de Honey, el más fuerte que Trixie había oído en su vida.