Más risas a costa de Trixie • 11

EN EL DESAYUNO de la mañana siguiente, lunes, Bobby no dejó de hablar de tiburones. Lejos de estar atemorizado por las fantasías de Thea, se había enterado a fondo de todos y cada uno de los detalles.

Sin embargo, la señora Belden estaba horrorizada.

—Trixie, ¿ves a lo que ha llegado tu manía? —suspiró.

—¡Yo! —exclamó Trixie indignada—. ¡Ha sido Thea!

—Es una estupenda cuentista —interrumpió Bobby—, pero no tanto como tú, Trixie.

—¡Ah! ¿Y por qué no? —preguntó ella.

Bobby se encogió de hombros.

—No me puso el brazo alrededor, como tú. Eso es lo que hace que un cuento resulte bueno, ya sabes.

Trixie le sonrió y volvió a la carga con su madre.

—No es culpa mía que Thea se haya pasado la noche contando historias de tiburones. Admito que ha sido una coincidencia…

—No del todo —intervino Brian—. Loyola me ha dicho que Thea siempre ha tenido mucho interés por los tiburones.

—Los ama —dijo Mart, engullendo un trozo de tarta.

—No exactamente —aclaró Brian—, pero colecciona libros sobre ellos.

—Trixie —pidió Bobby—, ¿por qué no me cuentas otro cuento de tiburones? ¿Es cierto que los hay en el río? —repitió, encantado.

Antes de que pudiese contestar Trixie, su madre intervino:

—Me parece que ya se ha hablado demasiado de tiburones en este desayuno, Bobby. Y no, no los hay en el Hudson, a ver si te enteras de una vez para siempre. Trixie estaba bromeando cuando lo decía, ¿verdad, Trix? —y sin dejarle a ésta tiempo para responder, siguió—: En realidad, el Hudson tiene cosas más interesantes que los tiburones, ¿no es cierto, Trixie?

—¿Eh? ¡Ah! ¡Sí, seguro! Cosas como…

—Como pesca selecta, tesoros de piratas… —completó su padre—. Y buques hundidos, antiguos y modernos, y coches sumergidos.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de coches sumergidos? —empezó Bobby—. O de «suches comergidos»…

—Bueno, bueno, que se me hace tarde. Hasta luego, familia —Peter Belden besó a su esposa, recogió el abrigo y se plantó en la puerta antes de que Bobby pudiese formular alguna otra pregunta absurda.

Trixie atusó los rizos de Bobby.

—Creo que a lo que se refería papá es a los coches que se caen al río y se van al fondo, como es natural.

—Ya —asintió Bobby—. ¡Eso es horrible! ¿Y qué pasa si va gente en esos coches?

—Puedes salir —le tranquilizó Brian.

—¿No suele tardar de cuatro a ocho minutos un coche en hundirse? —preguntó Mart.

Brian asintió.

—Hasta entonces, se puede bajar una ventanilla y salir. Si no se puede, no hay que probar a bajarla mientras está entrando agua; se debe esperar a que el coche esté hundido, de modo que la presión sea igual en el interior que en el exterior, y salir entonces, bajando la ventanilla o abriendo la puerta…

—Pero entonces los tiburones te estarán esperando —opinó Bobby—. ¡Ojalá no me ocurra nunca!

Su madre se sirvió otra taza de café y gimió.

—¿No existe otro tema de conversación?

—Lo siento, mamá —dijo Trixie humilde.

Brian apuntó con un dedo a su hermana.

—Esto me recuerda que necesitas unas lecciones de socorrismo.

—¿Qué he hecho ahora? —gimió Trixie.

—Es lo que no has hecho. Ayer no pudiste acudir en nuestra ayuda cuando Honey y yo rescatamos a Ken y Carl. Tendrías que asistir a un curso de salvamento, Trix. Eso te daría la confianza que ahora no tienes, y que necesitas.

Trixie tragó el último bocado de pan con mermelada.

—¿Y de dónde voy a sacar tiempo para eso? —se quejó—. Apenas me llega para preparar las asignaturas del curso.

—He oído rumores —repuso Mart confidencialmente— de que el profesor de matemáticas va a empezar a admitir gente, para que puedan ver tus ejercicios.

—¿Dónde has oído eso? —saltó Trixie.

La familia prorrumpió en carcajadas.

Mart rió más fuerte que los demás.

—Como dice la Tortuga en «Alicia en el país de las maravillas», las cuatro partes de la aritmética son: ambición, distracción, repugnancia y broma. Pero tú sólo conoces una distracción.

—Bueno, eso que has dicho de la repugnancia es perfectamente aplicable a ti —repuso Trixie, crispada.

—Has perdido la partida —intervino su madre—. Mart y tú parecéis gemelos, no lo olvidéis.

—No me lo recuerdes —gruñó Mart.

—Sea como sea —se apresuró a aclarar Trixie— lo que va a pasar es que perderemos el autobús, si no nos damos prisa. ¡Vámonos!

Aquella tarde, después de clase, Trixie se bajó del autobús con Jim y Honey en Manor House. Había mejores días para cabalgar que aquél, nebuloso y frío. Pero hacía tanto que no veía a Susie que Trixie se sentía capaz de cabalgar aunque fuese lloviendo.

La pequeña jaca negra pareció tan contenta al verla como ella. Relinchó antes incluso de que Trixie le diese unos terrones de azúcar.

—¡Hola, Susie! —dijo Trixie—. ¡Apuesto a que ya creías que había desertado! Pues no, lo que pasa es que he estado muy ocupada con conservas, hermanos enfermos y exámenes de historia, sin contar con que hago el loco por lo menos una vez al día.

Trixie ensilló la yegua y salió del establo de los Wheeler.

—¿Cómo va eso, Trixie? —dijo Jim, cabalgando tras ella con Júpiter—. Estos días has estado muy ocupada, ¿no es así?

Honey montó a Lady y se unió a los otros, diciendo:

—¿Cómo puede alguien ser vencido por un vegetal? ¿No es divertido?

—Esto es mucho más divertido, créeme —repuso Trixie, que lanzó a Susie al galope, seguida pronto por los demás.

Los jinetes se tomaron un descanso en una loma, no muy lejos de Killifish Road. A pesar de la leve niebla que se cernía sobre el coto de caza, se sentían alegres y felices de estar en el campo. Una bandada de estorninos desapareció entre la niebla con un batir de alas.

Jim los miró y dijo:

—Tu hermano me contó una historia de estorninos el otro día, Trix. Algo acerca de cómo llegaron a esta zona.

—¿Te refieres a mi hermano el que todo lo sabe?

—Exacto, a Mart. Me dijo que durante el siglo diecinueve había en Nueva York un aficionado a Shakespeare que decidió que América debería tener algunas de las especies de pájaros que se mencionan en sus obras. Parece ser que aquí no había estorninos, por lo que aquel hombre soltó unos cuantos en Central Park, y desde allí se extendieron por toda la región.

—El señor Maypenny dice que son una plaga —observó Honey.

—Así es, y también lo dice Mart —repuso inmediatamente Trixie.

Los ojos grises de Jim brillaron al mirarla.

—Debes reconocer que tiene en su cabeza la más completa colección de conocimientos extraños.

—Preferiría que se ocupase más de sí mismo —dijo Trixie—. ¡Oh, no me hagáis caso! Es que aún estoy enfadada con él; dijo que lo que vi en el río era una serpiente de mar y no un tiburón.

Jim y Honey quedaron extrañamente silenciosos.

—Y apuesto a que vosotros también estáis de acuerdo con él —siguió Trixie. Acarició distraídamente a Susie y dejó escapar un profundo suspiro—. Me parece que va a ser cierto lo que le decía a Loyola: Definitivamente, me voy a convertir en el detective de cerebro más vacío.

—Trix, deja de hundirte a ti misma —dijo Jim.

—Eres un detective perfecto —añadió Honey—. Si no, mira qué pronto te diste cuenta del problema de Brian, quiero decir, del problema que le estaba causando los demás problemas…, bueno, ya sabes lo que quiero decir. Incluso lo supiste antes que los propios médicos.

—Fue un magnífico trabajo —asintió Jim.

Trixie se puso colorada.

—No estaba buscando felicitaciones —dijo—. Sólo pensaba que tal vez fuese mejor que me olvidase de esa ambición y me concentrase en algo en lo que sobresalga más. En recolectar hortalizas, por ejemplo.

—A lo mejor necesitas que te gradúen la vista —se le ocurrió decir a Jim.

—¡Son mis oídos los que fallan! —dijo Trixie—. ¿Por qué nadie puede admitir que he visto un tiburón?

Honey y Jim se miraron.

—No es que dudásemos de tu palabra en aquella ocasión —dijo Honey, y después pareció vacilar—. Lo que pasa es que… bueno, es difícil tomarse en serio lo que dices cuando hablas de algo que resulta imposible.

—Quieres decir que os reís de mí —acusó Trixie.

—Sí —saltó Jim bruscamente—. Considéralo así, Trixie. Te reirías de mí tú también si afirmase, por ejemplo, que he visto un unicornio en la reserva de gamos, o si Honey te contase que ha encontrado a Drácula en el local del club.

—No es lo mismo —empezó a defenderse Trixie. Se mordió los labios. Su primer y más fuerte impulso fue espolear a Susie y galopar hacia el bosque. Pero, por otro lado, una salida de tono no resolvería nada. Aquéllos eran sus mejores amigos y seguramente lo decían de todo corazón.

Jim vino en su ayuda.

—Tal vez pudieses informar de lo que has visto a las autoridades —dijo en tono un tanto dudoso—. El sargento Molinson podría decir algo al respecto.

—El sargento se reiría de mí si le dijese: «el sol está hoy brillante» —gruñó Trixie—. Pero imagino lo que diría si le contase que he visto un tiburón en el río.

—Pero el sol no brilla hoy —dijo Honey, incapaz de disimular la sonrisa que se extendía por su cara.

Trixie la miró.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero, Honey Wheeler. Y, de todos modos, ya he pensado en informar a las autoridades de lo que he visto. Sólo espero a verlo otra vez…

De repente se movió inquieta.

—Killifish Road está aquí cerca. Podemos tomar ese camino hacia el río y ver si aparece algo misterioso. ¡Vamos!

Jim la detuvo con un movimiento de la mano, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza.

—También tus oídos necesitan una revisión. ¿No has escuchado, Trixie? Honey acaba de decir que el sol no brilla. No podrás ver nada. Tal como desciende la niebla…

—Tienes razón —admitió Trixie—. Como diría mi brillante hermano, pronto se hará tan espesa como un puré.

Y a propósito de autoridades —y no me refiero a Mart—, quisiera hablar con Thea. Parece ser que es una verdadera experta en el Hudson. Esperaba poder hablar con ella anoche, pero no surgió la oportunidad.

—Es una persona muy interesante, ¿no? —observó Honey—. ¡No es ciertamente como nos la imaginábamos! Pero me gusta, aunque parece que está un poco alejada de todo.

—Misteriosa —asintió Trixie.

Jim y Honey hicieron un gesto.

—¿Qué quieres decir con eso de misteriosa? —preguntaron a coro.

Trixie volvió a ponerse colorada.

—Bueno, me refiero a que tiene un coche caro y afirma que no gana un dólar —y ante la mirada de advertencia de Honey se apresuró a añadir—: Ya lo sé, ya lo sé…, eso es algo que escapa a nuestro control. Pero queda lo que Brian me ha dicho esta mañana: que Thea siente una gran pasión por los tiburones. Además, he podido comprobar que no le gustan los niños. ¿Cómo se explica, pues, que sea escritora de libros para niños?

Jim pensó un momento.

—Tal vez sea por eso por lo que es escritora.

—¿Cómo?

—Sí, en lugar de ser maestra o librera o madre —explicó—. De ese modo, no tiene que estar con ellos, pero puede trabajar por ellos, por así decirlo.

—Y Loyola dijo que estaba muy interesada por los peces del Hudson —añadió Honey—. Y los tiburones son peces, ¿no?

—Bueno, pero no los hay en el Hudson, al menos en apariencia —gruñó Trixie—. De todos modos, me gustaría conocer más a fondo a Thea. Sigue pareciéndome un poco mis…

—Por favor, no vuelvas a usar esa palabra —pidió Jim.

—Por favor —repitió Honey—, pronto empezarás a aplicárnosla a Jim y a mí.

—Acabarás siendo un detective maravilloso —dijo Jim, inclinándose para dar una palmada amistosa en la mano de Trixie—, así que no te preocupes por eso. Lo único que tienes que hacer es recordar que no todo es misterio, como a veces parece que piensas.

Azorada por el cumplido de Jim, Trixie buscó afanosa un medio de quitarse de encima la atención de los demás.

—¿No os parece que hace un poco de frío? —preguntó bruscamente—. Seguro que los caballos están helados. ¡Pobre Susie! ¡Debe opinar que lo mejor habría sido que me quedara envasando conservas!

—Es mejor que volvamos —sugirió Jim—, antes de que se espese más esta niebla.

Y los tres emprendieron el camino de regreso hacia los establos de los Wheeler. Trixie iba silenciosa, no sólo porque procuraba no perderse en la niebla, sino porque pensaba en la franqueza de Jim al decirle que sería de veras motivo de risa, de seguir así.

Bueno, pueden reírse lo que quieran —rumiaba en silencio—. Y he de admitir que tal vez aquí no haya ningún misterio. Pero si lo hay, llegaré al fondo del asunto… como sea.