Confesión asombrosa • 4
AL DÍA SIGUIENTE, después de la escuela, Trixie y Honey se encontraron embutidas en el asiento delantero del cacharro de Brian, con éste al volante. Para Trixie, Brian seguía siendo voluble y desconcertante. Se quedó sorprendida cuando él aceptó que las dos amigas le acompañasen a casa de Thea.
Brian se dirigió a una tienda cercana de repuestos de coche, para comprar la pieza que necesitaba. Trixie y Honey esperaron en el coche, charlando de la entrevista que iban a mantener con la autora de libros infantiles.
—Tal vez sea una maestra retirada, o quizá una vieja solterona —especulaba Trixie.
—Y que conduce coches deportivos —añadió Honey.
—Bueno. Todos tenemos caprichos —dijo Trixie algo desorientada—. Piensa en ti misma, por ejemplo. Eres de una de las familias más ricas del contorno y, sin embargo, llevas vaqueros y una sencilla camisa casi siempre, lo mismo que yo.
—Ni somos tan ricos, ni yo voy desastrada, sino cómoda —repuso Honey—. De todos modos, me gusta el nombre: Thea van Loon. Suena a bailarina de ballet: alta, delgada, con aspecto de artista…
—Que anda recitando «Un jardín de versos para los niños» y «Alicia en el país de las maravillas» —terminó Trixie con ojos soñadores—. Honey, me parece que después de hablar con ella, Thea van Loon quedará asombrada de lo mucho que sabemos del Hudson…
—Trixie, no seas ingenua. Aunque, ahora que lo dices, tal vez se refiera a nosotras en una o dos notas a pie de página.
—¿Nota a pie de página? ¿Una de esas cosas que hay escritas con una letra tan pequeña que no hay quien las lea? Nada de eso. Quiero salir en la portada, después del título: «Dedicado amistosamente a las dos maravillosas detectives del río Hudson, Trixie y Honey…» —las dos amigas rieron a más no poder.
Estaban aún en pleno ataque de risa cuando volvió Brian con la pieza. Sin decir una palabra, arrancó el coche y se dirigió a Wentworth Avenue, una calle cercana llena de apartamentos.
Por alguna oculta razón, Trixie no quiso compartir sus bromas con Brian. Me parece que no está de humor estos días —pensó.
La mujer que abrió la puerta del viejo edificio de apartamentos no se parecía en nada a la imaginada por Trixie y Honey: Thea van Loon rondaría los treinta años, según la opinión de Trixie. Sus vaqueros descoloridos y la chaquetilla indescriptible que llevaba no constituían precisamente modelos de alta costura. Era apenas más alta que Trixie. Pero la sonrisa que cruzó su rostro al reconocer a Brian le hizo parecer agradable y abierta.
—¡Hola, Brian! —dijo—. Te dije cien veces que no te molestases en venir, pero, por lo que se ve, eres muy cabezota.
Brian empezó a disculparse otra vez por el accidente.
—El coche está bien —le interrumpió Thea—. Lo tengo ahí delante. Creo que la reparación no te ocupará más de un minuto —miró inquisitivamente a las dos chicas.
—Ah, ésta es mi hermana, Trixie, y ésta, nuestra amiga Honey Wheeler —las presentó Brian—. Querían… —se calló ante la falta, a todas luces, de palabras adecuadas.
Trixie también estaba azorada y muda, pero Honey dio un paso adelante y dijo con agilidad:
—Le dimos tanto la lata a Brian, señorita Van Loon, que al final accedió a que le acompañásemos. Nunca hemos tenido la oportunidad de estar con una escritora de libros infantiles, y no queríamos desperdiciar la oportunidad.
—Habríamos hecho cualquier cosa por verla —añadió Trixie casi sin aliento.
Thea parecía muy agradecida por aquellas palabras.
—¿Por qué no entráis? —preguntó—. Brian, avisa cuando todo esté listo —y, avanzando a través del vestíbulo, añadió—: y llamadme Thea.
Las chicas la siguieron y se acomodaron en los asientos que Thea les indicó:
—Vaya, se ve que Brian es un joven muy responsable —comentó Thea.
—Ésa es una de las razones por las que será un buen médico —aseguró Trixie con orgullo.
—Doctor, ¿eh? —Thea se arrellanó en una butaca—. Lo siento, chicas, pero no puedo ofreceros un refrigerio. Éste no es mi apartamento y no me aclaro.
—Bueno, de todos modos, no hemos venido a comer —aseguró Trixie, confusa.
—Lo que Trixie quiere decir —intervino Honey— es que nos encantaría que nos contases algo de tu trabajo. ¿Es bonito escribir libros para niños?
Thea bostezó de modo poco elegante.
—No tan maravilloso como imagináis —dijo—, porque, ante todo, es un trabajo muy mal pagado.
—¿Sí? —se extrañó Honey, sacudiendo la cabeza, decepcionada.
Trixie miró las raídas ropas de Thea y dijo:
—Vaya, es una pena que las personas responsables de animar a los niños a que lean no sean millonarias.
—Estoy completamente de acuerdo con eso —rió Thea—; pero, lógicamente, si lo que de veras me interesase fuera hacerme millonaria no me habría puesto a escribir libros para niños, ¿no creéis? No. Y has sido tú, Trixie, quien ha señalado la razón verdadera de lo que hago: infundir el placer de leer en la vida de los niños.
—Qué ideal tan hermoso —dijo Honey en voz baja.
—Es una noble ambición —asintió Thea, levantándose de la butaca para pasear por el salón—. Y los niños son los mejores de todos los lectores posibles. Como dijo una vez un escritor llamado Isaac Bashevis Singer, los niños aún creen en cosas tales como ángeles, demonios, brujas, hadas, lógica, claridad, limpieza de corazón y otras muchas que, al parecer, ya están pasadas de moda. Eso es lo que hace que resulte tan estimulante escribir para ellos: que ésas son las cosas en las que yo creo —Thea miró a las chicas y volvió a reír—. Me parece que he vuelto a dejarme llevar por mis originales ideas, ¿no?
—Nada de eso —dijo Honey—. Es realmente interesante. —Háblanos de tu próximo libro —musitó Trixie—. El que va a llevar por título: «El salvaje y maravilloso Hudson». Así, en principio, parece tan excitante…
—¿Por qué no me habláis vosotras de él? —repuso Thea un poco arisca—. Parece como si supieseis de él más que yo misma.
—Bueno, yo no…, es Loyola Kevins…
—¡Ah!, Loyola —dijo Thea—. ¿Cómo es que la conocéis?
—Por Brian —contestó Trixie, notando que Thea prefería no hablar de su último proyecto—. Bueno, el domingo vi una cosa que no había visto nunca antes, y Loyola me dijo que tal vez tú me dirías de qué se trataba.
—Lo dudo —dijo Thea—. ¿A qué te refieres?
—A un tiburón. Vi uno en el río precisamente antes de la tormenta.
—¡No puede ser! —exclamó Thea, volviendo a sentarse lentamente en la butaca. Hubo un corto silencio y después añadió—: No se ha visto un tiburón en esas aguas por lo menos desde hace un año.
—¿Lo ves? Sabía que Loyola tenía razón: eres una experta en el Hudson —exclamó alegre Trixie.
Honey se inclinó hacia delante, ansiosa.
—¿Quieres decir que hay tiburones en esta región?
Thea miró de Trixie a Honey, y viceversa.
—Hace tiempo, este río estaba infestado de tiburones —dijo.
—¡Atiza! —casi gritó Trixie. Esto es más de lo que había esperado.
Thea parecía interesada, pero algo le impedía seguir; había cambiado de parecer.
—Por eso es posible que hayas visto uno —terminó de manera un tanto brusca—. Pero, no obstante, yo en tu lugar no me tomaría la molestia de contárselo a nadie. No tiene sentido provocar un pánico generalizado. Dejadme que haga algunas averiguaciones primero por mi cuenta.
—Loyola nos dijo que pasa mucho tiempo investigando a lo largo del río —recordó Trixie—. Me pregunto si Honey y yo… —se detuvo, no muy segura del modo tan poco elegante de invitarse a las expediciones de Thea.
En ese momento sonó el timbre de la puerta, y Thea se levantó para abrir. Poco después volvió con Brian, que indicó a las chicas que se levantasen.
—Me parece que ya habéis molestado bastante a Thea —dijo.
—No, no, nada de eso —aclaró Thea con voz agradable—. Muchas gracias por la reparación.
Trixie vacilaba.
—Brian, ¿podemos quedarnos unos momentos más? Precisamente estábamos hablando de…
—Vámonos, Trixie. Le prometí a mamá que estaríamos pronto de regreso —contestó Brian muy irritado.
De muy mala gana, Trixie y Honey se despidieron de Thea y lo siguieron hasta el coche. La próxima vez vendré a visitar a Thea sin Brian —se prometió Trixie.
Honey, emparedada entre los dos Belden, mantuvo una expresión de perplejidad todo el camino. De vez en cuando miraba a Brian, hasta que al fin se decidió a hablar:
—¿Cómo estás, Brian? —preguntó—. Trixie me contó lo de tu accidente y supongo que fue muy molesto. Pero…, bueno, pareces muy deprimido por algo. ¿Podemos ayudarte?
—Lamento haber sido tan poco galante en casa de Thea —repuso Brian—. Lo que pasa es que hoy me siento de muy mal humor. Eso es todo.
—¿Estás seguro? —insistió Honey—. Nunca te he visto así antes. Siempre tienes un humor estupendo.
—Tal vez te ayude contar lo que te preocupa —intervino Trixie.
—Ya veo que no puedo ocultar nada a las dos sabuesas, ¿verdad? —preguntó Brian secamente.
—¡No! —contestaron a coro las dos chicas.
—Bueno, es que…, francamente, no hice todo lo bien que debiera el ejercicio de química de ayer.
Las luces de un coche que circulaba en sentido opuesto iluminaron la cara de Brian, pálida y preocupada.
—¿Eso es todo? —preguntó Trixie—. ¡Vaya cosa, Brian! ¡Siempre has bordado los exámenes! Si yo me preocupase cada vez que me parece que he fallado en un examen, me pasaría la vida entera lamentándome.
—No…, no es eso solo —dijo Brian, soltando Una mano del volante y frotándose los ojos—. Es que últimamente no me siento bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ansiosa Honey.
—Nada. Estoy seguro de que no es nada.
—Cuéntanoslo —pidió Trixie.
—Bien. Muchas veces me siento débil. En ocasiones me duele el estómago y otras es como si me oprimieran el pecho.
Trixie estaba en ascuas.
—Pero, Brian, eso parece serio. ¿Por qué no lo has dicho antes?
Brian se encogió de hombros.
—Pensé que no valía la pena contarlo. No se puede uno pasar la vida quejándose cada vez que tiene un dolorcillo, y no quiero que nadie se preocupe. Lo que pasa es que no me aclaro a la hora de distinguir si estoy realmente enfermo o si es producto de los nervios.
—¿Y por qué ibas a estar nervioso? —preguntó Trixie.
—Pues, para empezar, por esa prueba de química. Ya os he contado otras veces la competencia tan enorme que hay en clase, y no puedo permitirme el lujo de tener una puntuación baja en nada, y mucho menos en una de las asignaturas más importantes.
—¿Y qué más? —insistió Honey.
—Está también el proyecto ecológico en el que trabajamos Loyola y yo. Ella realiza una cantidad increíble de trabajo y me da la sensación de que yo no hago todo lo que debiera.
—¡Oh, Brian! —empezó a disentir Trixie.
Éste sacudió la cabeza.
—¡Es tan importante ese proyecto…! —siguió con la voz ligeramente temblona—. Si el Comité de Conservación lo aprueba, donará a la escuela el dinero para montar un laboratorio en el río: un laboratorio flotante con una cámara de televisión subacuática. Esto abriría muchas posibilidades para todos los alumnos, sin contar los beneficios que supondría la limpieza a fondo del Hudson.
—¿Por eso estás sometido últimamente a tanta tensión? —preguntó Honey.
—Sí. Y para colmo, lo del accidente. ¡No quiero ni acordarme de cómo tenía la cabeza la noche pasada! ¡Creía que me iba a dar algo!
Enfiló por el paseo que llevaba a casa de Honey.
—Afortunadamente, ya ha pasado todo —siguió—. Papá y mamá me han ayudado mucho dejándome conducir, y aconsejándome que tenga cuidado en lo sucesivo. Pero sigo sintiéndome culpable, como si hubiese hecho daño a alguien.
—¿A ti mismo, tal vez? —preguntó Honey.
—Puede ser —repuso él—. Me siento tan apático…
Aparcó el cacharro junto a la entrada de Manor House.
Trixie no hizo movimiento alguno para dejar salir a Honey.
—Brian, han pasado tantas cosas y es tanto lo que tienes entre manos que no puedes permitirte el lujo de caer enfermo —le dijo con gran sentido práctico—. ¿No crees que sería mejor que te viese un médico?
Brian sonrió forzadamente.
—Eso es lo peor de todo: lo del doctor.
—¿De qué hablas? —preguntó Trixie alarmada.
—Estoy muy confuso… —confesó él—. Yo…, bueno…, no tengo ganas de ser médico, de veras.
Parecía completamente abatido.
—¿Cómo?
Trixie y Honey se miraron, atónitas por lo que acababan de oír.