Más tiburones • 10
LOYOLA estalló en lágrimas.
—¡Trixie! —exclamó Brian—. ¿Qué te pasa? ¡Eso que dices es una calumnia!
—¡Trixie, por Dios! ¿Qué es lo que estás pensando? —suplicó Honey dando un grito.
Trixie no estaba preparada para ninguna reacción, y mucho menos para aquélla. Se quedó mirando la furiosa expresión de su hermano, y se dio cuenta de que era la más colérica que había visto en su vida.
—Brian, lo siento, pero ¿no lo entiendes? —gritó—. Una de las cosas que contenía la lista de posibles fuentes de cianuro que el doctor le dio a mamá eran las pepitas de manzana. La ensalada está rebosante de esas pepitas. Y Loyola te la prepara desde… desde que empezasteis el proyecto al iniciarse este semestre. Y, además, Brian, ella no ha probado un solo bocado.
Brian y Honey, asombrados por aquellas palabras, miraron a Loyola. Ella, por su parte, dejó de llorar y miró fijamente a los ojos de Trixie.
—No tenía ni idea de que las semillas fuesen venenosas —dijo simplemente.
Había demasiadas coincidencias para que Trixie se aviniese a aceptar así, de buenas a primeras, la explicación de Loyola.
—Mamá dijo que has estado tomando el veneno en dosis muy pequeñas durante mucho tiempo, Brian. Morirías al alcanzar el nivel tóxico.
—Trixie, ¿no has oído lo que Loyola acaba de decir? —terció Honey.
—Y luego, cuando le dije a Loyola que habías ingresado en el hospital —Trixie enrojeció de cólera—, todo lo que dijo fue algo a propósito de que tú eras el único competidor serio que tenía… ¡como si ya estuvieses muerto! Siempre se ha comportado como si el proyecto fuese mucho más importante que tu salud. Ni siquiera había notado que estabas mal. Lo sé porque se lo pregunté. Cuando hasta Di y todos los demás estaban preocupados…
—¡Basta! —ordenó Brian—. Te estás pasando…
—No, espera, Brian —dijo Loyola. Se quitó las gafas, se frotó los ojos un poco y volvió a ponérselas—. De veras no sabía lo de las semillas de manzana —dijo a Trixie—. Tienes que creerme. Y no he comido la ensalada simplemente porque no me gusta, y eso también tienes que creértelo.
—¿Cómo está tu abuelo de salud? —preguntó Brian—. Nos has dicho antes que le gusta mucho esa ensalada.
—Y nosotros —añadió Honey alarmada—, también la hemos comido.
—Para mi abuelo la hago muy pocas veces al año —explicó Loyola—. Y seguramente no es suficiente para que el cianuro llegue a constituir un peligro, ya que es el ochentón más saludable que podéis conocer. Y no creo que por comerla una vez os vaya a hacer daño a los tres, ya que no la tomáis de un modo regular —sacudió la cabeza con duda—. Creo que tengo que leer más sobre los alimentos naturales… estaba convencida de que usando las manzanas enteras obtendría un alimento más natural, Brian. Y ahora… no sé qué decir…
—No tienes que decir nada —le aseguró Brian para tranquilizarla—. Por lo menos ya sabemos lo que me ha puesto enfermo.
—Bien, pero quiero decir algo más —añadió Loyola, volviéndose a Trixie, que por entonces ya se sentía bastante confundida—. Trixie, comprendo perfectamente la línea de pensamiento que has seguido para llegar a esa conclusión, pero no soy tan salvaje como para eliminar a mis competidores. De todos modos, no eres la primera que me dice que pongo mis estudios por encima de todo, que me los tomo demasiado en serio.
Trixie murmuró algo ininteligible.
—Me gusta hacer las cosas bien —siguió Loyola—. Espero realizar una buena carrera como biólogo marino; pero a veces soy tan absorbente en la consecución de mi objetivo personal, que quizá molesto a tu hermano. Trixie, puedes creerme: estaba muy preocupada. Comprendo ahora que debí estar más atenta a sus síntomas, pero entonces me figuraba que su hermana debía saber mucho más de Brian que su compañera de laboratorio.
—Ya sé que la culpa ha sido mía —reconoció Trixie.
—No del todo, si consideramos lo mucho que lo he visto últimamente. Debería haber sido más observadora entonces, y también cuando me hablaste de su desfallecimiento. Pero entonces estaba muy metida en nuestro proyecto.
Y aquella observación de que era el único competidor que tenía… fue sin duda un sinsentido inexcusable.
Trixie se aclaró la garganta.
—No. La única persona sin sentido que hay aquí soy yo. También tengo una carrera en mi mente… ser detective —normalmente, Trixie sentía cierta repugnancia a revelar sus aficiones a los que acababa de conocer, pero comprendía que Loyola necesitaba una explicación—. A veces, eso también me ciega, y saco conclusiones apresuradas. Desde ahora —rió nerviosa—, modificaré mi objetivo: me conformo con ser el peor detective del mundo —se inclinó y puso su mano sobre la de Loyola.
Ésta le sonrió amistosamente.
—Me parece que todos tenemos que aprender mucho antes de conseguir nuestros propósitos —dijo—. Pero eso no quiere decir que perdamos la esperanza, ¿verdad?
—Seguro que no —dijo Honey vacilando—. Lamento tener que seguir con el tema, pero ¿no dijiste, Trixie, que tu madre tenía la preocupación de que algo de su despensa había envenenado a Brian? ¿Por qué no regresamos y le contamos lo que acabamos de descubrir?
—¡Tienes razón! —asintió Trixie—. Sospecho que tampoco vendrá mal que os pongáis algo seco, Honey y Brian. Vamos.
Pronto estuvo todo recogido y cargado en el coche de Brian.
Como el domingo anterior, IHxie se quedó rezagada en el camino, para poder echar un último vistazo al río. Esta vez sabía bien lo que buscaba: una aleta de tiburón. Una gaviota solitaria voló sobre su cabeza, graznando… Como yo —pensó. En el agua no había nada desacostumbrado. Vislumbró al «Kruller II», libre ya del «Cuarto creciente». Naturalmente, no podía estar segura, pero le parecía que el bote estaba en la misma zona en la que había visto la aleta.
Trixie gruñó en su interior, recordando el «pequeña» de Bunker y esperando que Mart no se enterase nunca. Después siguió el camino, para unirse a los otros.
Cuando el grupo llegó a Crabapple Farm, los padres de Trixie y Brian se tranquilizaron al oír sus noticias.
—Pues ya íbamos a decirles a los médicos que analizaran todas las conservas que he hecho —dijo Helen Belden— por si acaso había algo insalubre. Y acababa de terminar las de este año. Estaba desolada, al pensar que tanto trabajo no había servido para nada.
—Bueno, pues ahora ya ves que servirá para algo —dijo Brian a su madre.
La señora Belden se volvió a Loyola.
—Debes sentirte mal —le dijo—. ¿Querrías quedarte a Cenar esta noche con nosotros?
—Me agradaría hacerlo —contestó Loyola—, pero he quedado con mi amiga Thea en un restaurante de la ciudad. Ya no nos volveremos a ver con tanta frecuencia y…
—¿Por qué no le pides a Thea que venga aquí? —sugirió Trixie.
—¡Qué idea tan estupenda! —accedió Helen Belden—. Será bien recibida.
Pronto quedó convenido que Loyola y Thea, junto con Honey, se quedarían a cenar en casa de los Belden. Trixie hizo un esfuerzo extra ayudando a su madre en los preparativos del asado. Se sentía en cierto modo culpable, pues su curiosidad —que no su amabilidad— había motivado invitación de Thea. Esperaba tener la oportunidad de contarle las diferencias entre sus afirmaciones sobre los tiburones y las de Bunker.
Hasta que todo el grupo estuvo sentado alrededor de la mesa no recordó Trixie lo que había prometido: no podía hablar de tiburones delante de Bobby. Trixie observó la carita de su hermano menor durante un instante y comprendió que tenía que mantener lo pactado.
No está bien que soliviante a Bobby a cambio de información sobre el misterio —decidió en silencio—. Sí, esta tarde he aprendido que a veces el respeto a los demás es tan importante como resolver misterios.
Conforme cenaban se fue haciendo evidente que si Trixie hubiese sacado el tema, Thea probablemente habría encontrado algún medio de zanjar la discusión. Estuvo muy agradable y educada todo el rato, pero, al mismo tiempo, extremadamente silenciosa. Se advertía que la mayoría de los Belden se encontraban un poco cohibidos ante la idea de tener sentada a su mesa a una escritora. Thea no hizo demasiado para que los demás se sintiesen a gusto, y habló únicamente cuando se dirigieron a ella.
Considerando el contraste entre esta mujer tan seria y la animada autora que había escuchado la semana anterior, Trixie empezó a enfurruñarse. Después intentó ser comprensiva. Nadie tenía tanta habilidad para entablar amistad con extraños como Trixie.
Lo que más le molestaba era que Loyola también se mostraba más silenciosa de lo normal.
Probó suerte cuando Loyola se levantó para ayudar a quitar la mesa. Se puso junto a ella y le susurró:
—¿Estás bien? Apenas has dicho una sola palabra…
Loyola bromeó, azorada.
—¡Oh, Trixie! Nunca aprenderé. He estado pensando en un trabajo que tengo que entregar en la clase de historia de mañana.
—¡Y yo que creía que estabas dolida! —dijo Trixie—. Mi cerebro detectivesco, o mejor detectivesco, ha estado trabajando también toda la tarde.
Y las dos chicas se echaron a reír en voz baja.
Después de la cena, la señora Belden sugirió una partida, en el salón, de rummy.
—Demasiada gente —dijo el señor Belden—. ¿Por qué no un póker?
Mart y Brian prepararon una mesa de juego y trajeron todo lo necesario para el póker. Pronto estuvo en marcha una emocionante partida. A pesar de que sólo se jugaba con fichas, adultos y jóvenes se enfrascaron entusiasmados en las incidencias del juego.
Bobby se puso el pijama y se sentó en un sillón cercano, divirtiéndose con sus juegos de palabras: «Gummy gum»… «Gummy bum»… No. «Rimmy gum»… ¡Ja, ja!
Después de escuchar sus carcajadas, el señor Belden le dijo:
—Hijo, creo que ya es hora de que te vayas a la cama. Bobby puso morros.
—Cuentos —pidió.
—¿Quieres un cuento antes de irte a la cama? —le preguntó Loyola—. Entonces estás de suerte esta noche, Bobby. Sé algunos realmente misteriosos.
Bobby pareció encantado, pero sacudió la cabeza.
—No. Cuentos de los normales —explicó—. Thea es escritora de cuentos. Seguro que sabe muchos.
—Muy bien. Thea, me parece que has sido nombrada narradora oficial de cuentos esta noche —dijo la señora Belden alegremente—. ¿No te importa?
Thea no parecía muy entusiasmada, pero dijo llena de amabilidad:
—No, no. En absoluto. No estoy segura de triunfar en el empeño, pero… Bobby, ¿vamos a la cama?
Bobby le tendió la mano. Thea la cogió entre las suyas y los dos se marcharon del cuarto.
—¡Pobre Thea! —dijo Brian, a la vez que Mart empezaba a repartir cartas—. Me pregunto cuántos cuentos tendrá que contar, hasta que Bobby elija uno que le guste.
—Espero que no la hayamos puesto en un compromiso —opinó la madre, un poco molesta.
—Sobrevivirá, estoy segura —la tranquilizó Loyola—. Thea me dijo una vez que los niños le hacen sentirse un poco a disgusto, pero estará feliz con Bobby en cuanto lo conozca, porque es encantador.
—Encantador como un lobo —gruñó Trixie, que se había ocupado de él lo suficiente para conocerlo bien—. ¡Eh, Mart! Me parece que estás haciendo trampas.
—Beatrix, tal vez tuvieses suerte en la última baza, pero no siempre va a ser así —repuso Mart, señalándose la frente con gesto muy expresivo—. No sabes jugar si no es con buenas cartas y fortuna. No sé qué es peor síntoma: poblar el río con serpientes de mar o acusarme de ser tramposo.
—Precisamente acabas de dar a Brian y a papá una carta más a cada uno —insistió Trixie—. ¿Es que los varones de esta familia se han aliado?
—¿Y cómo podrían hacerlo, con una hermana tan suspicaz? —repuso Mart.
—Bueno, muchachos, que estamos jugando —intervino el padre—. Mart, ¿por qué no empiezas a dar otra vez?
—Para Trixie no se trata, por lo visto, de una mera diversión: se lo toma como si fuera una Olimpiada —dijo Mart—. Si doy otra vez, mi hermanita a lo mejor me repudia.
—Creo que la palabra que debía haber empleado era expatriarte —observó su hermano.
—Humm… —dijo Trixie de repente—. Me parece recordar una regla según la cual el que se equivoca al dar pierde la mano y pasa al siguiente, que en este caso soy yo.
Mart empezó un contraataque inmediato, pero Trixie no le dejó. Ya estaba cansada de ser siempre el blanco de sus bromas.
—Y puedo demostrarlo —dijo triunfante—. Precisamente tengo la última edición de «Reglas oficiales de los juegos de cartas», de Hoyle. Y lo voy a buscar a mi cuarto.
Antes de que nadie pudiese impedírselo, retiró la silla y se marchó escaleras arriba. Encendió la luz de su cuarto y tomó el libro de la estantería. Una rápida comprobación le demostró que estaba en lo cierto. Llena de alegría, salió otra vez al pasillo.
La puerta del cuarto de Bobby, que daba justo frente a la de Trixie, estaba medio abierta y la chica pudo oír la voz de Thea, que no parecía muy divertida.
—«… y entonces el tiburón encontró la cueva en la que la gente se estaba bañando» —decía Thea.
Trixie se quedó clavada.
No sabía Thea… ¡Cómo iba a saber… que los tiburones le producían pesadillas a Bobby! Estuvo tentada de entrar, pero decidió no intervenir. Ya me han llamado hoy bastantes cosas —pensó.
—¿Y qué ocurrió después? —oyó que preguntaba Bobby.
—Pues que… el tiburón abrió la boca y se zampó a todos, con sus enormes y afilados dientes —fue la respuesta de Thea.