¡Triunfo! • 18
NUNCA RECORDABAN los Bob-Whites haber visto a Trixie moverse con tanta rapidez. Cuando aún estaban junto a los caballos, ella ya había montado en Susie y se dirigía al camino del bosque.
A pesar de la prisa de su hermana, pronto Brian consiguió ponerse a la cabeza.
—Conozco el camino del bosque mejor que tú —dijo—. Seguidme todos.
Brian tenía razón. Los condujo sin equivocarse hasta el sendero y, desde allí, a la casita del claro. Inmediatamente, Trixie desmontó.
—¡Rápido! —avisó Brian—. ¡Ocultad los caballos!
Trixie corrió a la puerta de entrada.
La señora Crandall la recibió sorprendida. Parecía como si estuviese esperando a otra persona.
—¡Oh, querida! —dijo, secándose las manos en el delantal blanco que llevaba—. ¿No queréis entrar? Estábamos a punto de tomar una tapita.
La cara de Mart se entristeció cuando Trixie contestó:
—No, muchas gracias, señora Crandall. Pero ¿podríamos echar un vistazo a sus árboles frutales?
—¿Árboles frutales? —Dan estaba atónito.
—Espero que lleguemos a tiempo —dijo Trixie—. Sospecho que él ha encontrado algo que le ha puesto sobre la clave verdadera. Por eso fue esta tarde al granero a por el caballo.
La señora Crandall carraspeó.
—¿Me estás diciendo que has averiguado dónde es…?
—… el escondite —completó Trixie.
Y a toda prisa, Trixie los llevó al huerto trasero y se dirigió sin vacilar al viejo manzano. Los Bob-Whites vieron que su mano se metía en el gran hueco del tronco retorcido. Unos momentos después, se volvió hacia ellos.
—¡Ya lo tengo! —anunció, y sacó con cuidado dos paquetes: uno, pequeño, envuelto en papel de regalo; el otro…
—Pero si eso no es más que una vieja capa enrollada —se lamentó Honey.
—¡La capa perdida de Jonathan! —gritó la señora Crandall.
—Me parece que es bastante más que eso —repuso Trixie sonriendo feliz. Lenta y cuidadosamente, fue desenvolviendo la capa. Por fin, protegida de las inclemencias del tiempo y los posibles golpes, había una cajita de madera.
Mart se quedó de una pieza.
—¿Será…?
Claro que era. Ya bien acomodados en el salón, la señora Crandall levantó un cerrojillo y abrió la tapa. Miraron su interior almohadillado. Allí, perfectamente encajado en un molde de raso, estaba la verde figura del jarrón Ming.
Polly Ward exclamó:
—¡Oh, Rosa! ¡Al fin lo has encontrado! Estoy tan contenta…
Pero entonces alguien añadió suavemente:
—Lo mejor será que yo me haga cargo de eso. La señorita Trixie ha sido muy amable al descubrirlo.
—¡Harrison! —gritó Di, volviéndose para hacerle frente—. Debí haber supuesto que estaría aquí —la chica enmudeció.
Harrison iba en mangas de camisa. La cicatriz rosa de la frente le daba a su cara un aspecto ligeramente siniestro. En la mano llevaba un cuchillo.
—¡Oh, no, no lo conseguirá! —le desafió Mart dispuesto a saltar.
—¡Quieto, Mart! —avisó Trixie—. ¡Harrison no es el ladrón! Y el cuchillo que lleva es para patatas, me parece.
Harrison estaba estupefacto.
—¿Yo, un ladrón?
—Pero, si Harrison no es el bandido —intervino Di—, ¿quién…?
En la puerta se oyó un ligero chasquido, al entrar alguien. Se recortó en el umbral una alta silueta. Llevaba traje oscuro y un sombrero de hongo, además de una pequeña pistola en la mano. Pareció sorprendido al encontrar la habitación llena de gente.
—Sabía que era usted —exclamó Trixie—. Ya vino aquí a fisgar una vez. Se llevó el sombrero de Harrison para que las sospechas recayeran en él. Lo robó, lo mismo que la llave de la puerta, para cuando se le presentase una ocasión como la de ahora. Incluso ha estado observando la casa desde el granero abandonado.
El hombre no respondió.
—Ha debido pasarlo mal hoy, cuando Di descubrió que la estatua del museo era una falsificación —siguió Trixie—. Ahora tendrá que huir de la ciudad a toda prisa. ¿Qué más ha robado?
—¿Es el bromista? —preguntó la señora Ward.
—No se trata de ninguna broma —repuso Trixie—. La semana pasada hizo salir a la señora Crandall de la ciudad para poder venir él aquí, en busca del jarrón. Pero entonces fue cuando apareció Harrison en escena.
—¿Fue cuando encerró a Harrison en la bodega valiéndose de un truco? —preguntó Honey—. ¿Pero por qué no lo registró todo cuando tuvo la ocasión?
—Empezó a hacerlo —dijo Trixie—. Debí recordarlo antes. Estábamos esperando la ambulancia, Honey, y empezaste a pasear por este cuarto. Estuviste cerrando cajones y poniendo derechos unos libros. Todas esas cosas desordenadas eran indicios de que alguien había estado revolviendo la casa en busca de algo.
Enrique Octavo daba vueltas por la habitación. Trixie lo miró.
—Fue precisamente Enrique quien estropeó sus planes la otra noche —dijo al hombre alto—. Ya había buscado por aquí y se disponía a subir a la planta superior, cuando de repente oyó allí un ruido. Debió pensar que Harrison había traído consigo a sus amigos del museo; entonces tuvo miedo y se fue.
—Pero ¿quién hizo el ruido? —preguntó Mart.
—Enrique tiró un frasco de colonia —terminó Trixie.
El hombre se acercó y la observó.
—Muy inteligente al deducir dónde escondió Crandall el jarrón. También yo había llegado ya a la misma conclusión: en el viejo manzano… —apuntó con la pistola a Trixie y extendió la mano libre—. ¡No os mováis! ¡El jarrón es mío! ¡Dámelo!
Trixie miró tras él, a la puerta de entrada abierta. Reddy estaba allí, esperando pacientemente. Tuvo una idea.
Enrique, perdóname —musitó para sí misma. Después, en voz alta, llamó—: ¡Reddy! ¡Deja en paz al gato!
En menos de un segundo, Reddy entró en el cuarto como una tromba, lanzándose entre las piernas del bandido.
Éste perdió el equilibrio en el mismo momento que sus dedos casi tocaban la tan anhelada caja.
—¡A por él, muchachos! —gritó Brian, que se lanzó a por la pistola.
Jim, Mart y Dan obedecieron con el entusiasmo que es de suponer. Hubo en el suelo el alboroto de una breve lucha y, después, silencio.
Desde lo alto de un armario, Enrique se estiró y empezó a lavarse. Reddy, que no había conseguido atraparlo, lo miraba muy decepcionado.
Mart ayudó al rufián a ponerse en pie.
—Así que éste era el villano —dijo.
Y éste no era otro que el conservador del museo: Alfred Dunham.
Al día siguiente, ya con Dunham bien seguro tras las rejas, los Bob-Whites y Harrison volvieron a casa de Rosa Crandall.
—¿Pero cómo llegaste a deducir todo? —le preguntó Di a Trixie.
—Pues no lo sé —confesó ella—. Fíjate que llegué a creer que Harrison era el culpable. Sus actos, como sabes, resultaban muy sospechosos.
—¡Dios del Cielo! —dijo la señora Crandall—. Si hubiese sabido lo que estabais pensando, podía haberos sacado de vuestro error.
Sonrió a Harrison, que había insistido en servirles a todos limonada fría y pastas recién salidas del horno.
—¿Y por qué nos mintió? —le preguntó Di.
—Yo te diré por qué —le dijo Trixie—. Porque estaba intentando rehabilitar el buen nombre del señor Crandall; le ayudaban Charlie Burnside y Janet Gray, del museo.
—Así es, señorita —asintió Harrison—. Hace unos meses estuve en el museo y vi cómo entregaban a mi amigo Jonathan el jarrón Ming. Tuve que contárselo a la policía cuando me preguntaron, claro; pero desde entonces no me sentí cómodo. Por mi testimonio, mucha gente creyó que mi amigo era un ladrón. Me propuse entonces encontrar el jarrón para poder rehabilitar su memoria.
—¿Por qué no avisó a la policía cuando se dio cuenta de que habían registrado la casa aquella noche? —preguntó Jim.
—Iba a hacerlo —respondió Polly Ward. por él—. Pero temía que Rosa se aterrorizase si llegaba a saber que había venido un intruso. Por eso mintió con lo de la encerrona en la bodega. Además, se aseguró de que no faltaba nada.
Trixie asintió.
—Sí, recuerdo que volvió al día siguiente. Y que mintió en lo de la bici amarilla, porque no quería decir que era amigo de Charlie Burnside y Janet Gray.
—Correcto, señorita —asintió Harrison—. Tenía la impresión de que estábamos muy cerca de la solución. Pero creí que sería mejor trabajar de un modo subterráneo, por así decirlo.
—Además, no quería que un grupo de muchachos se inmiscuyera en el asunto, ¿verdad? —preguntó Mart de repente.
Harrison no dijo nada. Se limitó a volver a llenar el vaso de Mart y ofrecerle más pastas.
Dan seguía pensando.
—¿Le contó la señorita Gray lo de la clave del libro de jardín de infancia? —preguntó.
—Claro que sí —admitió Harrison—. Yo sabía la clave verdadera, como es natural, pero pensé que tal vez la señorita Trixie había llegado a la solución. Temo que haya sido la misma señorita Gray quien, accidentalmente, haya podido decirle al señor Dunham la clave real hoy a mediodía. Me telefoneó y me pidió que viniese aquí lo antes posible. Sabíamos que intentaría buscar otra vez antes de huir de la ciudad. Ya había intentado comprar la casa, aunque había fallado en el empeño. Sospechábamos de Dunham, como ven. Charlie, en efecto, estaba encargado de mantener una estrecha vigilancia sobre él, por ejemplo en el granero abandonado.
—Ya entiendo —dijo Trixie, recordando.
—¿Y qué va a pasar con el caballo de Alfred Dunham? —preguntó Honey—. No es culpa suya que su dueño sea un granuja.
—Ya le hablé al sargento Molinson de él —dijo Brian—. No tienes por qué preocuparte. El sargento recordó que Dunham tiene un hermano que cría caballos, y estará muy contento de llevárselo. La policía se encargará de todo.
—¡Oh! —exclamó Di—. Casi me olvido de decirlo. Vamos a recuperar el Lien-Ting original. La policía nos ha dicho que Dunham lo ha confesado todo. No había tenido tiempo de vender la estatua. Todavía estaba en su casa.
—Si el señor Parkinson llega a ceder su Gainsborough al museo —dijo Trixie—, seguro que Alfred Dunham también lo habría robado.
Honey suspiró llena de alegría.
—Bueno. Todo ha terminado felizmente. Conseguiremos la recompensa del jarrón y la entregaremos a la UNICEF.
—Y, por fin, el nombre de mi esposo quedará libre de calumnias —dijo muy satisfecha la señora Crandall.
—Por mi parte, he aprendido que los amigos son más importantes que los misterios —confesó Trixie, mirando a Di, que le sonrió.
—Y yo he recuperado el sombrero —dijo Harrison. Para asombro de todos, una de las comisuras de su boca se desplazó unos milímetros. ¡Harrison sabía sonreír!
—Trixie encontró el regalo de cumpleaños —observó Polly Ward—, pero tú, Rosa, con la emoción del momento, te has olvidado de abrirlo.
Quedaron todos expectantes, mientras la dueña abría la cajita, tras quitarle el papel que la envolvía. Dentro había un medallón precioso con una cadena de oro. Y también una diminuta tarjeta de felicitación, dibujada a mano.
Los ojos de Rosa Crandall se llenaron de lágrimas. Leyó en voz alta: «Hoppy, el saltamontes; una botita de niño; un dibujo de un ciervo y una rosa».
Trixie se rió.
—Hoppy. Bootie. Deer. Rose. «Happy birthday, dear Rose». ¡Cómo le gustaba al señor Crandall hacer juegos de palabras! Es casi tan difícil como encontrar la clave del escondite del regalo.
—¡Ah! A propósito —dijo Brian—. ¿Cómo llegaste a saber dónde estaba?
—A fuerza de darle vueltas —confesó Trixie—. Al señor Crandall le gustaban los jeroglíficos y jugar a Sherlock Holmes. Debió tener la idea al mirar al hueco del tronco del manzano. Lo marcó con las letras LMN, pero no tenía injertos, ¿lo recordáis? ¡Cómo se tuvo que divertir!
Le dijo a su esposa que la solución era elemental. Exactamente: L-M-N-tree[**], ¿entendéis?
—Te felicitamos, Trix —dijo Jim—. Ha sido un buen trabajo.
—¡Sencillamente impresionante! —añadió Di.
Y todos asintieron con entusiasmo.
—No está mal, señorita Sherlock —le dijo Mart—. No está mal del todo.
Todos se rieron cuando Trixie le contestó:
—Naturalmente: era elemental, mi querido Mart.