Desorientación • 12

LA PREGUNTA de Trixie quedó contestada muy pronto. A la una se produjo una corriente incesante de coches que iba a la soleada colina donde estaba situado el bazar. A las dos, esa corriente había remitido bastante. A las tres, cesó por completo.

Al principio los Bob-Whites no se dieron cuenta de lo que ocurría, pues Trixie y sus amigos estuvieron atareadísimos, ayudando en las casetas en que era necesaria su presencia. Vendieron entradas para las atracciones y, con el apoyo de la señorita Trask, se preocuparon de que todo se desarrollase de la mejor manera posible.

Parecía que todos se lo estaban pasando estupendamente en el bazar, cargados con cosas que habían adquirido allí y los premios ganados en las casetas. Observaban atónitos los juegos de manos de Mart y escuchaban con más o menos atención la música de un grupo de alumnos del Conservatorio de Sleepyside.

A media tarde, todos los visitantes estaban hambrientos y sedientos, por lo que se agolparon ante la caseta de rayas blancas y rojas, la de los refrescos, donde los muchachos se afanaban en servir las mesas y las chicas tomaban nota de los pedidos.

—¡Todo va a pedir de boca! —le dijo Mart a la señorita Trask—, incluso mis juegos.

Pero fue Trixie quien descubrió la triste realidad. Había salido un rato a tomar un poco de aire fresco y apenas pudo creer lo que veía. El terreno del bazar, que suponía que estaba a tope, se encontraba casi vacío. ¡La mayoría de la gente estaba en el chiringuito de los refrescos!

Desanimada, volvió para avisar a los demás.

—¿Qué vamos a hacer? —exclamó—. ¡Sabía que iba a ocurrir esto! ¿Por qué ha tenido que venir hoy el circo a Tarrytown? ¿No tenía otro día?

—Hay que aguantar el tirón —la animó Brian—. No podemos hacer otra cosa.

—Tendremos que perseverar con pertinacia, como si fuésemos inasequibles a la desesperación originada por el incidente —añadió Mart, equilibrando sobre su hombro una bandeja repleta de bebidas.

Di lloraba.

—Bueno, me parece que no nos merecíamos esto, después de tanto trabajo —sollozó sin mirar a Trixie—. Tal vez debería ponerse alguien en la carretera…

—¿Para qué? —preguntó Brian—. ¿Para hacer señas? Sinceramente, Di, no creo que eso sirviese de mucho. No hay apenas tráfico a estas horas por Glen Road, como bien sabes.

—Y me parece —intervino Honey, observando a aquéllos que aún esperaban a que les sirvieran— que perderemos esos clientes si no volvemos pronto al trabajo.

Casi todos los Bob-Whites regresaron a sus puestos.

Jim se quedó un momento con Trixie.

—Alégrate —le dijo—. Las cosas no van tan mal. La gente que ha venido ha sido muy generosa. Hemos vendido todas las flores que nos dio la señora Elliot, y los frascos de mermelada de la señora Crandall. Los bollos de tu madre y las pastas de la señora Vanderpoel también han encontrado compradores. Y Di no se ha enfadado con nosotros por haber perdido el sombrero, ¿o acaso sí?

—Pues… no lo sé —confesó Trixie—. No he hablado mucho con ella desde que le conté el episodio.

—Da lo mismo. Creo que todo va bien —afirmó Jim—. Hasta puede que hayamos recogido para la UNICEF más dinero del que habíamos calculado. ¿Qué pasa, Trixie? ¿Qué miras?

Trixie contemplaba a un hombre que estaba sentado en una de las mesitas. Después se rió.

—Por un instante creí que era Harrison, pero ya veo que no lo es. Aunque he visto a ese hombre antes en alguna parte. ¿Dónde ha sido?

Jim siguió la dirección de su mirada.

—Lo viste esta mañana fuera del Museo de Arte. Es el señor Alfred Dunham, el actual conservador. Me parece que ocupó la plaza del señor Crandall. El que está sentado a su lado es un amigo del padre de Di, llamado Richard Parkinson y dueño del famoso jarrón Ming desaparecido —Jim se marchó.

Trixie se quedó observando a los dos hombres. Comprobó entonces que el señor Dunham se parecía poco al mayordomo de Di. En primer lugar, porque estaba sonriendo; además, no parecía que perteneciera a esa clase de personas que desprecian a las chicas detectives.

El sonrosado Parkinson también sonreía, y movía la cabeza conforme le hablaba Dunham. A Trixie le hubiese gustado saber de qué hablaban.

—¡Despierta, Trixie! —la voz de Mart la sobresaltó. Los destinatarios de tus insistentes miradas quieren otra ronda de refrescos.

—Se los llevaré ahora mismo —afirmó encantada Trixie, buscando una bandeja.

Mart sospechó al instante.

—¿Qué intentas ahora? Conozco esa mirada tuya. Escucha, si estás pensando descubrir qué le ocurrió a Harrison, te recomiendo que te olvides. A Di no le gustaría.

Trixie lo miró.

—¡Oh, Mart! ¿No le habrás contado mis sospechas de que ha pasado algo extraño de lo que no sabemos absolutamente nada?

—No creí que se tratase de ninguna clase de secreto —respondió él bruscamente—. De todos modos, sólo le dije que creías que Harrison había mentido al relatarnos el accidente.

—¿Le contaste también lo de la puerta de la bodega y lo de las chinitas?

—Le dije todo, ¿por qué?

—Porque no quería contarle nada de eso.

Mart quedó perplejo.

—¿Y por qué no? —dijo intentando bajar aún más el tono de voz—. ¿Qué es lo que te pasa? Parece como si creyeras que Di es una desconocida, y sabes que no. Es también una Bob-White, ¿lo recuerdas?

Trixie recogió la bandeja y se alejó sin contestarle. ¿Cómo podría explicarle a Mart lo que sentía, si no era capaz de entenderlo ella misma? Instintivamente había adivinado que Di no iba a aceptar de buen grado las noticias que tenía que darle. Pero tampoco quería tener secretos con ella, ni mucho menos.

Echó una mirada a su amiga, que estaba muy atareada sirviendo ponches al otro extremo de la barra. Di llevaba aquel día un vestido de lino que parecía muy fresquito, de color verde. La chaqueta de Bob-White le caía descuidadamente por los hombros. Durante breves instantes, los ojos violetas de Di tropezaron con los azules de Trixie. Entonces, sin sonreír, se atusó su larga cabellera y miró a otra parte.

Trixie se quedó de piedra. Hubiese querido que se abriese la tierra y la tragara. ¡Di la había despreciado!

Tragó saliva y se dio cuenta de que alguien estaba hablando junto a ella.

—No, Dunham —decía Parkinson—. Simplemente, no quiero enviar nada más al museo. Después de lo que ocurrió con el Ming, estaría loco de atar si cediese el Gainsborough.

—Pero la pintura se conservaría perfectamente —aseguraba Dunham—. Te lo garantizo. Piensa en la gente de la ciudad. Piensa en el museo.

—Ya he pensado en todo ello —replicó Parkinson—, y muchas veces. Y también he pensado mucho en Jonathan Crandall. Confié en él y me decepcionó. Nunca hubiese creído que fuera un ladrón. De no haber sido por los testigos que vieron llegar el jarrón aquel viernes al museo, hubiese pensado que lo habían robado los transportistas.

Dunham parecía molesto.

—Lamenté mucho todo lo ocurrido —dijo lentamente—. Incluso ahora me resisto a creer, ni por un momento, que lo robase Jonathan.

—¿Y qué otra explicación puede haber?

—Bueno —continuó Dunham—, si recuerdas, el museo había pedido una caja especial de cristal para exhibir el jarrón dentro de ella, pero no llegó a tiempo.

—Y entonces, Jonathan pudo haber guardado el jarrón en su oficina, para que estuviese a salvo. Eso ya lo dije.

—¡Ah! —agregó Dunham—, pero la policía descubrió que no pudo haber hecho eso aquel viernes precisamente. La cerradura de seguridad estaba rota. El cerrajero llegó al día siguiente para arreglarla, pero para entonces ya era muy tarde. El jarrón había desaparecido y Jonathan estaba en el hospital.

La silla de Parkinson crujió al cambiar éste de postura.

—Muy bien. Entonces, ¿qué fue lo que ocurrió?

—Creo —Dunham bajó más la voz— que el jarrón Ming está aún en el museo. Estoy convencido de que Jonathan lo escondió en cualquier otro lugar, mezclado entre otras cosas, para mantenerlo seguro.

—¡Tonterías! —exclamó Parkinson—. Me parece que estás buscando excusas para disculpar a tu amigo. Eres un hombre leal, Dunham, y me alegra, pero eso que dices está completamente fuera de lugar. Revolvimos todo el museo, de arriba abajo, y el jarrón Ming no apareció.

—Puede que no hayamos buscado en todos los lugares apropiados —dijo Dunham—. Pero lo que quería decirte es que, si nos dejas la pintura de Gainsborough, no le ocurrirá nada.

—Pensaré en ello —prometió Parkinson. Se levantó y vio a Trixie. Sonrió—. ¡Hombre! Al final nos ha llegado lo que pedimos. Sin duda alguna, estos jóvenes han trabajado de firme esta tarde. Si la policía hubiese trabajado así buscando mi jarrón, estoy seguro de que ya lo tendría en casa hace mucho tiempo. Y también habría tenido mucho gusto en recompensarlos, ¡palabra!

Más tarde, cuando ya todos habían recogido sus compras y se disponían a marcharse, Trixie seguía aún embebida en sus pensamientos. Quisiera encontrar algo que aclarase todo entre Di y yo —reflexionaba en silencio.

Llegó Honey y le apretó el brazo a Trixie.

—Ya sé que ha resultado decepcionante, pero las cosas podrían haber ido peor, ¿no crees?

—No es el bazar lo único que me preocupa —dijo Trixie con voz apesadumbrada—. Es Di —y le contó a Honey todo lo ocurrido—. Y Jim se equivocó —terminó—. No he encontrado un solo sombrero para Harrison en ninguna de las casetas. Pero, de todos modos, no creo que eso hubiese cambiado mucho las cosas.

Honey le dio ánimos.

—Di lo olvidará. Ya verás. Lo que sucede es que está muy en su papel de ama de casa, responsable de todo durante un tiempo. Es como si Harrison formase parte de su familia por el momento. Piensa que debe protegerlo.

—¡Pues me parece una bobada! —exclamó Trixie—. Harrison es ya mayorcito para cuidar de sí mismo. Y no es que lo acuse de haber robado el jarrón Ming ni de ninguna otra cosa —reflexionó—. ¿O sí?

Honey se asustó.

—¡Trixie! No será cierto que piensas eso. Sé quién robó el jarrón. He oído muchos comentarios de la gente sobre eso, y todos están convencidos de que fue el señor Crandall quien se lo llevó.

—Pero pueden estar equivocados —apuntó Trixie molesta—. Esta tarde he encontrado un par de cosas muy interesantes —y le habló a Honey de la caja de cristal y de la cerradura de seguridad estropeada.

Honey se estremeció.

—No veo que nada de eso tenga que ver con el señor Harrison.

—Tampoco yo estoy segura de ello —admitió Trixie—, pero empiezo a sospecharlo. Examinemos los hechos. Sabemos que el jarrón Ming fue entregado al señor Crandall en el museo el viernes por la noche. Y ahora, si tú fueses el honrado conservador del mismo, ¿qué habrías hecho con él?

Honey se frotó la nariz.

—No podría haberlo guardado en la caja de exposición, porque no había llegado aún. Ni en la caja fuerte, porque la cerradura estaba estropeada —suspiró—. Me rindo. ¿Tú qué harías?

—Supongamos que te lo llevas a casa —dijo Trixie pensativa—. Supongamos también que necesitas un sitio seguro e inmediato para ocultarlo hasta el lunes. ¿Dónde lo guardarías en ese caso?

Honey respiró hondo.

—¡Espera! Ya me hablaste de eso. ¡Ah! ¡Ya lo tengo! ¡El regalo de cumpleaños de su esposa! ¡Oh, Trixie! Todo esto va encajando —se puso seria—. Pero hay una cosa que has olvidado. ¿Dónde escondió el señor Crandall el regalo de cumpleaños de su esposa? Nadie lo sabe.

—Pero tenemos la clave para encontrarlo —Trixie estaba en ascuas—. Dijo que la respuesta era simple. «Es simple», decía. Y murió aquel mismo fin de semana, Honey. Por eso creo que el jarrón está aún en su casa. Y creo que Harrison lo sabe y está tras él.

—¿Para robarlo?

—Puede que sí. Vale un montón de dinero.

—Pero ¿qué puede ser simple en un escondite?

—«Mamá Gansa» —respondió Trixie—. Hay un libro de rimas para jardín de infancia, que se llama «Mamá Gansa», en la estantería de Sleepyside Hollow. Lo vi allí. Al señor Crandall le gustaban mucho los acertijos, ¿lo recuerdas? Y en «Mamá Gansa» hay una rima que dice: «Simón el Simple encontró a un pastelero…» Ahí está el simple: Simón, el Simple. Seguro que, si buscamos, encontraremos otras claves en esa página.

—¡Oh, Trix! —suspiró Honey—. ¡Creo que eres capaz de buscarle solución a todo!

Trixie no respondió. Acababa de darse cuenta de que, por desgracia, había tres personas lo bastante próximas para haber escuchado lo que decían.

Los señores Dunham y Parkinson les sonrieron y pagaron los refrescos. La otra persona se alejó a toda prisa de la caseta.

La joven que salió de forma tan precipitada vestía un traje azul marino: era la misma que había estado aquella mañana con Harrison.