sorpresa del sombrero • 10

NO PASÓ MUCHO TIEMPO sin que el amplio coche se convirtiese en el más flamante vehículo de la región.

En casa de la señora Elliot fueron obsequiados con varios ramos enormes y olorosos de guisantes en flor.

—Muchas gracias a todos por haberme ayudado a encontrar mi «tesoro escondido» —les había dicho la señora Elliot. Sus ojos brillaban al mirarlos.

—¡Oh, qué bonitas! —exclamó Trixie—. Se venderán inmediatamente, lo sé. Ha sido muy amable.

—Será porque tú también eres una persona muy grata —repuso la señora Elliot.

El cumplido le hizo sentirse a Trixie un poco mejor.

En casa de la señora Vanderpoel cargaron cajas de pastas recién hechas, dentro del espacioso maletero del coche.

—La gente os olerá, antes de que lleguéis, desde muchos kilómetros —dijo la señora Vanderpoel limpiándose las manos en el mandil azul que llevaba—. Pero ¿qué mejor carga que flores y pastas? ¡Delicioso!

Al salir, Trixie le dijo a Jim:

—La próxima parada, Sleepyside Hollow.

—Honey me contó lo que os pasó anoche —le dijo éste—. Ya está más tranquila, me parece —echó una mirada a Trixie—. ¿Qué te parece a ti todo eso?

Seguían hablando aún de los acontecimientos de la noche anterior cuando alcanzaron la entrada de Sleepyside Hollow Lane. Siguieron las curvas del camino y finalmente llegaron al exterior de la casa de la señora Crandall.

Fue Polly Ward quien acudió presurosa a recibirlos.

—Rosa no está —dijo—. Ha tenido que ir a comprar algunas cosas a la tienda del señor Lytell. Después me parece que iba a pasar por el hospital, a ver al señor Harrison. Pero todo está preparado. Las conservas os esperan en la cocina.

Jim fue enseguida al interior de la casa, mientras los ojos de Trixie buscaban por el suelo las extrañas huellas que había visto la noche anterior. Pero no pudo encontrar nada. Ni siquiera recordaba exactamente dónde las había visto. A la luz del día todo parecía completamente diferente.

—¡Vamos, lentorra! —llamó Jim desde el porche—. ¿Te vas a quedar ahí todo el día?

—¡Jim, he encontrado algo! —exclamó Trixie.

Pero Jim no la oyó. Se había vuelto y había entrado en la casa.

Trixie fue deprisa hacia uno de los lilos que crecían en el espacio anterior a la casa, que hacía de jardín. No pudo encontrar las huellas del caballo, pero su penetrante mirada descubrió otra cosa: un jirón negro que pendía de una rama.

Trixie lo observó despacio. Parecía como si lo hubiesen arrancado de alguna prenda de vestir. ¿Sería un trozo de la capa del fantasma?

Con rapidez, Trixie lo recogió, desenganchándolo del arbusto.

Tal vez sea de una capa —se dijo a sí misma—, pero de la capa de un fantasma, nunca.

Se guardó el retal en un bolsillo de los vaqueros y siguió a Jim, que ya estaba en la cocina con la señora Ward, colocando el último tarro de mermelada en una gran caja de cartón.

Jim le reprochó:

—Creía que te habías perdido. ¿Has ido a ver los árboles del alfabeto?

La señora Ward pareció extrañada.

—¿Los árboles del «alfabeto»? —miró asombrada por la ventana de la cocina—. ¡Ah, bueno! Ya sé a qué os referís. Esos árboles frutales tienen un aspecto muy particular, ¿no? Podéis ir a verlos de cerca.

Abrió la puerta de la cocina y salió al exterior.

Trixie estuvo a punto de contarle a Jim su último descubrimiento, pero al ver el jardincillo lo olvidó todo, incluso la capa del fantasma.

En la hierba crecían alegres flores de colores diversos. Más allá estaban los árboles frutales; cada uno de ellos tenía una serie de letras pintadas en su tronco.

—¡Vaya! —se asombró Trixie—. Esos árboles parece que tienen distintas clases de hojas en las ramas. ¡Mira ése de ahí! ¿Cómo es posible?

La señora Ward sonrió.

—Lo hizo Jonathan. Entendía mucho de jardinería y plantas. Era una de sus aficiones. Él fue quien cuidó de todo esto —dijo señalando alrededor.

—Pero… ¿y esos árboles? —preguntó Trixie.

—Jonathan estaba experimentando con ellos. Pensaba tener tres clases de frutos diferentes en cada árbol, como podéis ver.

—No lo entiendo —dijo Trixie.

—¡Ya sé lo que es! —dijo de pronto Jim—. Ya lo recuerdo. Leí un artículo a propósito de esto una vez, Trix. Si cortas la yema de un árbol, como puede ser un cerezo, por ejemplo, puedes llevarla a otro y hacer en él lo que se llama un injerto.

Trixie arrugó el entrecejo.

—¿Y tienes que injertarlo en otro cerezo?

—No. Y ésa es la cuestión. Puedes injertarlo en un melocotonero, o un manzano, u otro que sea afín con él. Algunos injertos prosperan mejor que otros, como es lógico.

—Entonces, una vez terminado el injerto, ¿tienes un árbol que es a la vez manzano y cerezo?

La señora Ward asintió.

—Eso es, Trixie. Algunos lo hacen para ahorrar espacio. Pero me parece que Jonathan lo hacía sólo para ver si lo conseguía, por el simple placer de intentarlo.

—¿Y qué pintan esas vendas verdes? —volvió a preguntar Trixie.

La señora Ward se rió.

—No me parece que sean vendas, Trixie.

—Es una especie de bramante encerado que Jonathan utilizaba cada vez que hacía un injerto, para sujetar la yema en su sitio. Según creo, hasta que la yema agarraba.

—Y apuesto a que adivino qué significan las letras que los árboles tienen en el tronco —exclamó Jim—. Se han pintado para ayudar a la señora Crandall a que sepa cuáles son las especies de frutos que se tienen en cada uno de ellos. ¿Es así?

—Exactamente —afirmó la señora Ward.

—Pues aquí tienes otro misterio esclarecido —le dijo en broma Jim a Trixie.

Trixie recorrió los árboles y tocó los troncos ligeramente con la punta de los dedos.

—¿Sabes? —dijo un poco ausente, por encima del hombro—. Apuesto a que mamá sabe lo que son esta clase de experimentos. Debí habérselo preguntado —tocó un tronco retorcido—. ¡Mira! Este viejo manzano está marcado con las letras LMN, aunque no tiene ninguna yema injertada. ¿Por qué será?

—Supongo que Jonathan decidiría dejarlo solo —explicó la señora Ward, ya de regreso a la cocina, seguida de Jim—. Es muy viejo y a lo mejor no resistía el choque que supone el injerto. De todos modos, no hay modo de saberlo con seguridad. Me temo que Rosa ha tirado ya hace tiempo todos los apuntes referentes a estos árboles.

Trixie se paró a mirar la parte de atrás de la casita. Desde donde estaba podía ver dos ventanucas de la bodega, provistas de barrotes. Estaban al nivel del suelo, y había algo en el limpio espacio que quedaba delante de ellas. Trixie se acercó rápidamente, para investigar.

No era nada asombroso, pero de repente Trixie tuvo la impresión de que había encontrado la respuesta a una de las preguntas que más la obsesionaban.

—¡Chinitas! —murmuró—. Un puñado de chinitas arrojadas a la ventana fue lo que hizo que Harrison bajara a la bodega. Después, el autor del ruido no tuvo más que entrar y echar el cerrojo, dejándolo encerrado.

Se dirigió lentamente a la cocina, sumida en sus pensamientos. Llegó a tiempo de oír a Jim protestar mientras levantaba la pesada caja llena de tarros.

—¡Sujétala, Jim! —le dijo—. ¡Ahora te ayudo! —y corrió a su lado.

Entre los dos llevaron la caja al coche y volvieron para cargar las bicis. La señora Ward estuvo ayudándolos.

Para hacer sitio a las bicis tuvieron que abatir el asiento trasero, y colocar el sombrero en otro sitio, encima de la caja de cartón. Eso le recordó algo a Trixie.

—Tal vez podríamos llevarnos la bici del señor Harrison —dijo Trixie, pensando en lo que Di iba a decir si no lo hacían.

—No —contestó Jim—. La dejaremos aquí si no le importa a la señora Crandall. En realidad no cabe y, además, Harrison dijo que quería recogerla él mismo.

Trixie se colocó en el asiento delantero del coche.

—Me alegra mucho que me haya resuelto el misterio de los árboles del alfabeto —dijo a la señora Ward.

—Y el de la tarjeta —agregó Jim, que sabía todo lo referente a ella—. No olvides la tarjeta de Halloween.

—Hay por ahí otra tarjeta —dijo la señora Ward—. Estoy segura. Una tarjeta de cumpleaños y un regalo. Porque el cumpleaños de Rosa es un poco después de Todos los Santos. Y ella sabía que Jonathan le había comprado un regalo, porque se lo había dicho. Pero lo escondió, como hacía siempre.

Trixie mostró interés en ese mismo instante.

—¿Y dónde lo escondió?

—Ése es el problema. Rosa no ha podido encontrarlo, a pesar de que Jonathan le dio la clave. A él le gustaba mucho sembrar un poco de intriga y misterio, ya sabéis.

Y siempre decía: «Es muy simple».

—«Es muy simple» —repitió Jim—. ¿Qué significa?

—No lo sé —confesó Polly—, pero me gustaría saberlo.

—Pero ¿por qué la señora Crandall no se dio por vencida al no poder encontrar el regalo? —preguntó Trixie—. Seguro que él se lo habría dado de todos modos.

El rostro habitualmente jovial de la señora Ward se ensombreció.

—Demasiado tarde, querida: Jonathan murió de repente la semana antes del cumpleaños de ella. Rosa ha buscado el regalo por todas partes. Era una pareja que se llevaba muy bien y habría sido para Rosa algo muy entrañable encontrar su último regalo —suspiró—. ¡Pobre Rosa! Han ocurrido tantas cosas extrañas desde que murió Jonathan… Hasta su capote desapareció hace unos meses. Rosa cree que alguien debió robarlo, aunque no puede imaginar por qué.

—¿No vendrán al bazar ustedes dos a mediodía? —preguntó Jim.

—¡Oh, sí; vayan, por favor! —suplicó Trixie.

Pero la señora Ward movió la cabeza con gesto negativo.

—No. Es mejor que no vayamos. Hay muchos ciudadanos malpensados, a causa de aquel jarrón que desapareció. Al ver a Rosa en el bazar, tal vez se despierten otra vez sentimientos de animadversión hacia ella. Aquí está tranquila y me tiene a mí, que soy buena conversadora.

Trixie permaneció silenciosa todo el camino hasta llegar al hospital. Estaban aparcando cuando dijo de repente:

—¿Verdad que fue un asunto feo, Jim? Me gustaría poder hacer algo por ayudarla.

Miraba la ventana del Museo de Bellas Artes de Sleepyside, al otro lado de la calle. Construido aproximadamente en la misma época que el Ayuntamiento, el museo tenía su sede en uno de los más antiguos edificios de la zona.

Trixie pensó otra vez en Jonathan Crandall, el conservador del museo, ahora considerado ladrón por muchos. Suspiró y se preguntó cómo sería. ¿Alto y delgado como aquel hombre bien vestido que ahora estaba en la puerta del museo? ¿O bajo y musculoso como el policía que entraba deprisa en el hospital?

—Quisiera descubrir dónde escondió el señor Crandall el regalo de cumpleaños de su esposa —murmuró.

Jim gruñó y paró el motor.

—En cuanto creemos que hemos resuelto un misterio, ya estás metiéndote en otro. Pero esta vez estoy de acuerdo contigo; sí —afirmó balanceando su pelirroja cabellera—; sería muy agradable, por supuesto, poder ayudarla. ¿Crees que podremos?

Recordando su corta conversación del principio de la mañana, Trixie exclamó:

—¿Y por qué me lo preguntas? Si te lo dijese, acabarías asegurando que soy una mandona.

—¿Quién es una mandona? —preguntó alguien.

La voz le resultó familiar a Trixie. Al mirar vio que se trataba del doctor Ferris, que le sonreía a través de la ventanilla del coche.

—No importa quién de vosotros sea un mandón; sois precisamente las personas que estoy buscando —dijo el doctor—. ¿Podéis concederme un minuto? Me gustaría hablar con vosotros. Es a propósito de vuestro amigo, el señor Harrison. Si alguien necesita que le manden, es ese hombre.

Trixie y Jim siguieron al doctor hasta un banco bajo los arces.

Una vez sentados, Trixie preguntó ansiosa:

—¿Cómo está Harrison? ¿Está herido de gravedad? Ya sé que Brian ha estado en contacto con usted…

—Y también Diana Lynch —suspiró el doctor—. En realidad he estado tan ocupado contestando al teléfono, respondiendo a solicitudes ansiosas, que me maravilla el haber tenido tiempo para atender a mis pacientes.

—Pero ¿cómo está él, doctor? —preguntó Jim.

—Está muy bien… o lo estará si puedo conseguir que no vaya a vuestro bazar a mediodía.

Trixie se quedó mirándolo.

—¿Que no vaya al…? ¿Pero por qué tiene que ir? Ya hemos encontrado quien va a sustituirlo.

El doctor Ferris los miró muy serio.

—Supongo que os alegrará saber que, según radiografías, el señor Harrison no tiene fractura alguna; pero, de todos modos, sería prudente que permaneciese en reposo absoluto un par de días más.

Jim asintió.

—Muy bien. Creo que eso es lo mejor.

—Pero el señor Harrison no parece entenderlo así —intervino el doctor—. Parece como si estuviese convencido de que si no está él al frente, el bazar se va a hundir. Quiere ocupar su puesto allí esta tarde. Habéis dicho que ya teníais sustituto, pero él no lo sabe, y por eso insiste en que tenemos que dejarle salir del hospital enseguida. Quiero que vayáis los dos a hablar con él.

Estaba tan seguro de que harían lo que les pedía, que antes incluso de terminar de hablar ya estaba subiendo las escaleras de la entrada principal del hospital.

Trixie apenas tuvo tiempo de saludar con la mano a una amiga antes de que el doctor la cogiese firmemente para pasar el control principal.

—Todo está en regla —dijo a la enfermera de guardia—: estos dos jóvenes tienen permiso mío para visitar al señor Harrison, el de la habitación ciento dieciséis —se volvió a Jim y a Trixie—. Sé que puedo contar con vosotros —dijo. Estrechó sus manos y se fue.

—¡Uf! —dijo Jim—. Me siento como si me hubiese atropellado un camión —miró a Trixie—. ¿Y tú, qué tal? El doctor Ferris nos ha asaltado tan de repente, que nos ha hecho olvidar el motivo de nuestra visita.

—¡El sombrero! —exclamó de pronto Trixie—. Debías bajar a buscarlo —lo pensó otra vez—. Será mejor que vayamos los dos, o volverás a decir que soy una mandona.

Jim se limitó a sonreír y la cogió de la mano. Salieron del edificio y corrieron al coche.

—¡Atiza! —gritó Trixie sin aliento—. Cerré la puerta, pero me olvidé subir el cristal. Espero que esté todo tal como lo dejamos.

Introdujo la cabeza por la ventanilla abierta y echó una mirada. Inmediatamente se dio cuenta de que faltaba algo.

Vio las bicis, las flores, las pastas y la caja de los tarros, pero encima de ella no había nada.

¡Alguien había robado el sombrero de Harrison!