El caballo llevaba zapatillas • 8
TRIXIE Y HONEY se quedaron de piedra. Sentían en la mano el frío metal de las bicicletas, pero los músculos estaban insensibles, como de corcho.
Creían no haber hecho ningún ruido ni movimiento que las delatase, pero la figura fantasmal pareció olerías. Giró el cuerpo hacia ellas y vaciló un instante.
—¡Aay! —susurró Trixie—. Parece que va a venir hacia aquí.
Pero no fue así. De pronto, tan silenciosamente como habían llegado, caballo y jinete se fueron.
Trixie se frotó los ojos para intentar ver a través de la negrura. Lo sucedido parecía imposible, pero había ocurrido: el jinete sin cabeza se había desvanecido como por encanto.
Trixie dejó escapar el aliento en un largo suspiro.
—¡No lo creo! —exclamó—. ¡Sencillamente, no lo creo! ¡Vamos, Honey! No puede haber desaparecido. ¡Sigámoslo!
—¿Se… seguirlo? ¿Bro… bromeas? —Honey parecía a punto de caerse al suelo—. No se puede seguir a los fantasmas, Trix. Y al único lugar al que me voy es a casa.
—Escucha, Honey —dijo Trixie con el tono más persuasivo de que fue capaz—: no me irás a decir que crees más que yo en los fantasmas, ni que eso era uno…
—¡Lo creo, lo creo! —dijo Honey con todo el convencimiento del mundo.
—Eso es alguien que quiere aterrorizarnos; estoy segura —repuso Trixie.
—¿Y por qué tiene que haber alguien que quiera hacer eso? —vaciló Honey—. Nadie sabe que hemos venido aquí. ¿Y cómo te has vuelto de repente tan valiente? Esta tarde viste un gato y casi te mueres; ahora ves un jinete sin cabeza y quieres salir detrás de él… No lo entiendo.
—Es distinto —contestó Trixie, aunque no estaba muy segura de que lo fuese, ni de por qué lo era.
—Por lo visto has olvidado el cuento del jinete sin cabeza, Trix. Lo leí cuando estaba en cuarto grado.
—Y yo también —afirmó Trixie—. Pero aquello era lo que acabas de decir: un cuento.
Honey sacudió la cabeza vigorosamente.
—Pues no lo era. La gente dice que se trataba de veras de un jinete fantasma. Era un soldado de Hesse que había muerto en una batalla y ahora cabalga por los bosques…
—No es por estos bosques —aseguró Trixie muy convencida—. Aquello ocurrió junto a Tarrytown hace mucho tiempo.
—Puede que sea así. Y puede ser también que el fantasma haya pensando que necesita cambiar de aires y haya venido aquí. Tengo miedo. ¡Vámonos a casa, Trixie! ¡Trixie! ¿Dónde estás?
Pero su amiga ya no estaba allí. Durante un instante, que a ella le pareció una eternidad, Honey pensó que Trixie también se había esfumado como los fantasmas.
Después, sin embargo, distinguió la tenue silueta de su amiga. Bajaba en la bicicleta hacia el claro. Honey la vio pararse e inclinarse sobre el suelo.
—¡Honey! ¡Ven enseguida! Aquí hay algo que quiero que veas.
Vacilaba Honey en seguir la indicación de su amiga, cuando se abrió la puerta de la casita. Un haz de luz iluminó la bici amarilla que Harrison había dejado apoyada en el porche. Y también alumbró a Trixie, que, lentamente, se había levantado y permanecía quieta, a la espera.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó una mujer de cabellos canos que se asomó a la puerta.
—¿Señora Crandall? —dijo Trixie inmediatamente, avanzando hacia ella—. Somos nosotras. Yo, Trixie Belden, y mi amiga —señaló con una mano hacia Honey, que se acercaba como a la fuerza— Honey Wheeler. Estuvimos aquí también esta tarde.
—¡Oh, queridas! —la puerta se abrió del todo—. Entrad, entrad. Sabía que había oído algo ahí fuera. Mi hermana me dice que no hago más que imaginar cosas, pero yo sabía que no era así. Dejad las bicis en el porche. Ahí estarán seguras.
Mientras las chicas obedecían, la señora Crandall siguió hablando. Según le parecía a Trixie, era como si se sintiera muy tranquilizada al verlas. Se preguntaba Trixie si había esperado ver otra cosa, o a otra persona, allí fuera.
La señora Crandall, pulcramente vestida con blusa y falda a juego, les contó que acababa de llegar de Croton-on-Hudson. Sus ojos castaños brillaron al decirles que había traído consigo a su hermana, para que la acompañase durante unos días. En cuanto al accidente de Harrison…
—Todavía no me explico cómo pudo el pobre hombre quedar encerrado en la bodega —declaró, guiándolas hacia el confortable salón—. Ya leí la nota de tu hermano; nunca pude suponer que aquella puerta fuera a cerrarse de ese modo.
Ahora, dentro de la casa y con la seguridad que infunde la compañía, también Honey se había tranquilizado. Todavía respiraba agitadamente, como si hubiese echado una carrera, pero se sentía animosa, según observó Trixie, incluso capaz de sonreír a la otra señora, una mujer bajita y rechoncha que les sonreía.
—Es mi hermana, la señora Polly Ward —dijo la señora Crandall—. Polly, éstas son dos de los buenos samaritanos que estuvieron aquí esta tarde y a los cuales querías conocer: se llaman Trixie Belden y Honey Wheeler.
Polly Ward estrechó sus manos con afecto.
—¡Qué cosas! —exclamó—. Nos preguntábamos qué habría ocurrido aquí esta tarde. Pero, ahora que habéis venido, espero que nos lo contéis todo —señaló el sofá, a su lado—. Sentaos aquí las dos.
Mientras obedecían, la señora Crandall observó atentamente a Honey.
—¿Qué te pasa, niña? —le dijo—. Estás pálida como la cera. ¿Estás mala?
Honey captó a tiempo la señal de aviso de Trixie.
—No —repuso—. Es que, bueno… Nosotras… Cuéntaselo tú, Trixie.
—Es que nos hemos quedado casi sin aliento pedaleando para subir la colina, a través del bosque —afirmó Trixie con seguridad—. Fue una buena paliza, ¿verdad, Honey?
Ésta no contestó. Miraba algo que se le acercaba y se arrimaba acariciando sus piernas. Era el gato Enrique.
Trixie exclamó entonces:
—¡Oh, señora Crandall! Cuánto nos alegramos de verlo. Honey y yo hemos venido aquí esta noche por él; creíamos que se había quedado encerrado en la bodega, y no sabíamos cuándo iba a regresar usted a casa, como comprenderá.
—Y por eso habéis vuelto aquí, a rescatarlo —dijo la señora Crandall—. Sois muy amables al tomaros tantas molestias.
—También usted fue una vez muy amable con nosotros —le recordó Trixie—. El coche de mi hermano se había averiado y nos dejó que usáramos el teléfono para pedir ayuda.
La señora Crandall levantó la mano.
—Por Dios —dijo—, qué menos. Los vecinos tienen que ayudarse unos a otros.
Honey se sentía cohibida.
—Ha sido idea de Trixie venir aquí esta noche —dijo—. Yo en realidad no quería venir… ni siquiera por Enrique. El bosque tiene un aspecto fantasmal.
—¿Fantasmal? —la señora Crandall parecía asombrada.
—Honey —intervino rápidamente Trixie—, ¿por qué no les cuentas a la señora Crandall y a la señora Ward lo que ocurrió aquí esta tarde? Diles cómo me asustó Enrique.
Así lo hizo Honey y las cuatro rieron con la escena del monstruo de Trixie. Después les fue fácil a las dos amigas contar lo que había sucedido aquella tarde.
Según hablaban, Trixie fue relajándose. Observó el cuarto, que ya le era familiar.
En efecto, los Bob-Whites habían hecho un buen trabajo a la hora de eliminar los signos de su presencia. Incluso el olor a perfume no era tan intenso como aquella tarde.
En cambio, ahora la habitación olía a humo de leña. Alguien había encendido la chimenea, y el crepitar de los troncos le daba una agradable sensación, muy hogareña.
Encima del hueco de la chimenea, en la repisa, estaba la tarjeta de felicitación, con su código secreto tan impenetrable como antes. Trixie estuvo a punto de preguntar por ella, pero supo contenerse.
Terminó de contar a la señora Crandall todo lo que sabía acerca del estado de salud de Harrison, y pasó a hablar despreocupadamente de la puerta de la bodega.
—Y estaba cerrada con pestillo cuando llegamos Honey y yo —dijo—. Me pregunto si tiene usted idea de qué razones existen para encerrar a Harrison allí.
La señora Crandall movió la cabeza indicando que no lo sabía.
—Incluso ahora, apenas puedo creer que haya sucedido así. Porque el que la puerta estuviese con el cerrojo corrido por el exterior…, bueno, ¿estáis seguras de que lo estaba? Quiero decir, pequeña, como tú misma acabas de reconocer, acababas de llevarte un susto enorme con Enrique. Tal vez estuvieses aún, y perdóname la expresión, bajo los efectos del pánico. A lo mejor creíste que el cerrojo estaba corrido.
—No —intervino Honey con suavidad—. Estaba echado del todo. Yo también lo vi, y no sentía pánico alguno.
—También faltaba la llave de la puerta delantera —añadió Trixie—. Honey la buscó por todas partes.
Polly Ward intervino:
—¿Sabes lo que creo, Rosa? Me parece que todo esto es obra de la misma persona estúpida que te gastó ayer aquella broma pesada.
Trixie la observó inquisitiva.
—¿Qué broma pesada?
Rosa Crandall suspiró.
—Alguien, no puedo asegurar si hombre o mujer, me llamó por teléfono el viernes por la tarde —dijo—. El mensaje que recibí no fue agradable; absolutamente nada agradable.
—Lo que Rosa quiere decir —explicó Polly Ward— es que alguien la llamó, y le dijo que yo estaba gravemente enferma, y que me habían ingresado en el Hospital de Croton. ¿Qué os parece? ¿Qué habríais hecho en una situación semejante? Rosa y yo nos queremos mucho —se inclinó un poco adelante y acarició la mano de su hermana—. Por eso, lógicamente, fue a verme enseguida.
La voz de Trixie apenas se oyó:
—¿Y qué pasó después?
—No pensé en nada —continuó la señora Crandall—. Salté al coche inmediatamente y me fui a Croton-on-Hudson a toda velocidad —sus ojos se humedecieron—. Llegué al hospital y entré a toda prisa. ¡Podéis imaginaros en qué estado me encontraba!
—Como es natural —siguió Polly la narración—, allí nadie sabía nada de mí, ni nadie había telefoneado. Si me hicieras caso, Rosa, informarías a la policía.
—Desde el hospital —reanudó el hilo de la conversación la señora Crandall— me fui inmediatamente a casa de Polly.
Y allí estaba, tan buena y feliz como siempre —sonrió con amor a su hermana—. Y en cuanto a lo de hablar con la policía, no creo que hubiese resuelto nada. No sé de nadie capaz de hacer deliberadamente una acción tan cruel. Prefiero olvidarlo. Es lo que le decía la noche pasada a Polly: esto ha sido obra de algún bromista.
Mientras Rosa hablaba, Enrique había saltado al regazo de Trixie, cayendo en una especie de sopor. Trixie empezó a acariciarle la cabeza y pronto se vio recompensada con un ronroneo feliz.
—Pobre Enrique —dijo la señora Ward, mirándolo—. Debe estar asombrado con tanto jaleo. Rosa lo olvidó cuando se fue de casa precipitadamente; ni siquiera se acordó de dejarle comida.
Los dedos de Trixie dejaron de rascar al gato.
—¿Por eso llamó a Harrison desde Croton anoche?
Honey asintió, añadiendo:
—La misteriosa llamada de Harrison.
La señora Crandall se rió.
—Sí —dijo—. Lo llamé. Polly me invitó a que pasara la noche con ella. Su marido estaría fuera unos días, en viaje de negocios. Yo me encontraba muy alterada, por lo que acepté de buen grado. Pero tuve que tomar ciertas medidas por Enrique, como comprenderéis…, aunque a veces es un gato malo.
—¿Un gato malo? —dijo Honey riendo—. ¡A mí no me parece nada malo!
Enrique ronroneó más fuerte aún que antes.
—¡Ah! —dijo la señora Crandall—, pero las apariencias engañan. Fijaos que volcó un frasco de colonia en un dormitorio de arriba.
—¡Entonces era eso! —Trixie se inclinó hacia una de las orejas del gato y murmuró—: ¡So bandido!
Enrique se limitó a acomodarse un poco mejor en su regazo.
—Como no estuve aquí la noche pasada —siguió la señora Crandall—, me parece que Enrique se aprovechó y durmió en mi cama.
—Mientras Harrison tuvo que conformarse con una fría bodega —añadió Honey.
La señora Crandall se miró las manos.
—Sí —asintió—, y siento de veras haberle causado tanto perjuicio. Se ha portado muy bien durante este último año. Ha habido momentos en los que no sé qué hubiese hecho sin su ayuda.
De repente, Polly Ward se echó a reír.
—Rosa, ¿por qué no le aclaras el misterio a esta pobre chica?
Echó una mirada divertida a Trixie.
—No hace más que mirar la tarjeta de la repisa de la chimenea. No hace falta ser adivino para saber que se muere de ganas por saber lo que dice.
Azorada al verse descubierta, Trixie empezó a protestar, pero acabó riéndose.
—Lo siento —dijo—. No tuvimos más remedio que verla esta tarde. Ya sé que no deberíamos haberlo hecho, pero…
Rosa Crandall se levantó, tomó la tarjeta y se dispuso a explicarla, con gran contento por su parte, por lo que se veía.
—Es la última tarjeta que recibí de mi marido antes de morir —dijo a modo de introducción, alargándosela a Trixie—. Por eso la guardo como un tesoro. Me enviaba muchas veces tarjetas como ésta, aunque, como es natural, con significados diversos. Pero siempre tenía jeroglíficos.
Polly Ward agregó:
—Jonathan era muy aficionado a los jeroglíficos, siempre estaba con ellos.
Rosa Crandall señaló las estanterías de libros.
—También le gustaban los cuentos de misterio, como podéis ver. A veces creo que había leído todas las narraciones de misterios y detectives que se han escrito. Uno de sus autores favoritos era Sir Arthur Conan Doyle, el que escribió las obras de Sherlock Holmes, ya sabéis.
—A Jonathan le gustaba mucho hacer jeroglíficos de su cosecha —añadió Polly—. La tarjeta que tienes en la mano, Trixie, es un buen ejemplo.
—Tienes que mirar las figuras —aclaró la señora Crandall, con los ojos brillantes— y leerlas en voz alta.
Trixie arrugó el entrecejo.
—Veo a «Hoppy», la furgoneta meteorológica del Ayuntamiento —dijo lentamente—, y veo un dibujo de Sleepyside Hollow, y un perrito caliente y una flor. Pero sigo sin descifrar mensaje alguno. Para mí todo eso no significa nada.
Las dos hermanas se miraron, echándose a reír.
—¡Si ya casi lo tienes! —dijo Crandall—. Pero aún te falta algo —aclaró—. Esto es «Hoppy»; esto, un «hollow», esto, un «winnie» y esto, una rosa. Como sabes, me llamo Rosa. Léelo todo seguido.
De repente, Trixie empezó a reír también.
—¿Y recibió esta tarjeta el pasado mes de noviembre?
Rosa Crandall sonrió y afirmó con la cabeza.
—¿Qué es, Trixie? —preguntó Honey, recogiendo la tarjeta de manos de aquélla—. ¿Qué dice?
—¿No lo ves? —se admiró Trixie—. Dice: Hoppy. Hollow. Wienie. Rosa. Si lo lees todo seguido tendrás el mensaje: «Happy Halloween[*], Rosa». ¡Qué divertido!
Aún seguían riendo cuando Trixie se dio cuenta de que ya llevaban allí bastante más tiempo del que tenían previsto.
—Le prometí a Honey que regresaríamos enseguida —confesó—. Tenemos que irnos. Es tarde y nuestras familias empezarán a preocuparse por nuestra tardanza.
—¿Y por qué no telefoneáis diciéndoles que estáis aquí con nosotras? —sugirió Rosa—. Podría hacer chocolate. Después, si os parece, dejáis aquí las bicis y me sentiré muy honrada si me permitís que os lleve a casa.
Por la expresión de la cara de Honey, dedujo Trixie que estaba pensando en el largo y oscuro trayecto de vuelta por el bosque.
—¡Qué idea tan estupenda! —exclamó Honey—. ¿No te parece, Trixie? Jim podría venir mañana temprano con el coche para recoger las bicis, antes del bazar.
Trixie asintió.
—¿Cómo rehusar? —dijo—. Muchas gracias. Lo del chocolate me parece fenomenal.
Las dos niñas llamaron a sus casas, y les dieron permiso para quedarse un poco más.
—Siempre y cuando —aclaró la madre de Trixie— la señora Crandall os traiga a casa.
—No faltaba más, mamá —repuso Trixie—. Por cierto, ¿cómo siguen Mart y Reddy con las lecciones?
—No muy bien que digamos, me parece —dijo la señora Belden—. Creo que Reddy le entiende a Mart todo al revés. Por lo que he visto, el perro siempre acaba haciendo exactamente lo contrario de lo que Mart le dice.
Tras la conversación telefónica, Rosa Crandall y su hermana pasaron a la cocina, y pronto Trixie y Honey percibieron el aroma del chocolate y la vainilla.
Trixie empezó a echar un vistazo a la biblioteca, y pronto se le unió Honey.
—Me alegro de habernos quedado —musitó Honey—, pero ¿por qué no me dejaste que le hablase a la señora Crandall del jinete sin cabeza?
—Me parece —contestó Trixie en voz baja— que ya tiene bastantes preocupaciones. Además, tengo la impresión de que ella ya lo ha visto antes.
Honey pareció asombrada.
—¿Quieres decir que esta noche no es la primera vez que ha aparecido el fantasma?
Trixie quedó un rato pensativa.
—Estoy segura de que no —dijo por fin.
—¿Y cómo lo sabes? —musitó Honey, mirando con aprensión por la ventana.
Entonces Trixie le dijo:
—¿Recuerdas cuando te pedí que fueses junto a mí, para ver algo que había encontrado en el suelo? Pues era lo más raro que puedas imaginarte.
Honey casi tuvo miedo de preguntar:
—¿Qué era?
—Encontré unas huellas —contestó Trixie—. Bueno, en realidad eran huellas de caballo. Pero no adivinarías nunca cómo eran. ¡Parecía como si las hubiese hecho un caballo que llevase zapatillas!