Cada vez más curioso • 5

EN BREVES MOMENTOS, la ambulancia partió hacia el hospital. Los Bob-Whites siguieron oyendo su sirena bastante después de que desapareciera de su vista, al tomar la primera curva.

—Bueno, eso es todo —dijo Jim—. Supongo que ahora lo mejor será que volvamos a la casa, pongamos todo en orden y regresemos a nuestro punto de partida.

Brian metió las manos en los bolsillos de los vaqueros, casi hasta el fondo.

—También debéis saber —aclaró— que no hay ninguna posibilidad de que Harrison esté mañana suficientemente recuperado para ocuparse del bazar. Ya lo había supuesto yo por mi cuenta, y el doctor Ferris me lo ha confirmado.

—¿Lo tendrán mucho tiempo en el hospital? —preguntó Honey.

—No creo —repuso Brian con prudencia—, pero no estoy seguro. Le harán radiografías, es probable que tenga alguna fractura. En ese caso, es difícil saber cuándo le dejarán salir. Lo siento mucho, amigos, pero eso es lo que hay.

Como es natural, los Bob-Whites ya esperaban esas noticias, que eran obvias desde el momento en que Trixie y Honey lo encontraron herido.

Di parecía a punto de echarse a llorar.

—Lo… lo siento —murmuró—. Estoy como si todo hubiese ocurrido por mi culpa. ¡Ay! ¡Por qué vendría aquí Harrison anoche!

Trixie se apresuró a colocar su brazo por encima de los hombros de Di, olvidada ya por completo de su malestar por la intervención anterior de su amiga.

—Pues claro que no es culpa tuya, Di. No tienes que tomarte todo tan en serio. No te apures —recurrió a los demás—. Buscaremos el modo de salir adelante con nuestro proyecto del bazar, ¿no es así?

—Seguro que lo conseguiremos —murmuró Jim, pero no parecía muy convencido.

—¡Absolutamente! —intentó bromear Mart.

Brian no dijo nada. Estaba muy ocupado en remover la tierra con el tacón de la bota.

Di no quedó nada consolada.

—Pensaba que todo iba a salir tan estupendamente mañana —musitó—. Con mi padre fuera de casa, me siento como si tuviese que estar al cuidado de todo. Quería que mis padres viesen que podía asumir esa responsabilidad.

Y ahora ha ocurrido esto…

—¡La señorita Trask! —gritó de pronto Honey.

Trixie la miró asombrada.

—¿Qué tiene que ver ella con esto?

—¿No lo entiendes? —los ojos avellana de Honey brillaban excitados—. Podríamos pedirle que ocupase el puesto del señor Harrison en el bazar.

—¡Eso! —exclamó Mart—. Es sin duda una idea soberbia, espléndida.

—¡Oh, Di! —suspiró Trixie—. ¿Crees que tu padre aceptará?

Di estaba tan entusiasmada como los demás.

—Me parece que sí —contestó—. Casi estoy segura de eso. Tendría que llamarle y decírselo, aunque papá ya sabe lo eficiente que es la señorita Trask. ¡Estupendo! Ya ha estado otras veces al frente de montajes…

—Y de bodas —añadió Trixie—. No te olvides de las bodas. ¿Recuerdas cuando Celia, la criada de los Wheeler, se casó con Tom Delanoy?

—¿Y quién puede olvidarlo? —preguntó Jim riendo.

También se acordaba de cuando su prima Juliana se casó con su novio, un holandés.

En las dos ocasiones, la señorita Trask había efectuado todos los preparativos, y de modo muy eficaz, por cierto. No era culpa suya que, por aquel entonces, Trixie y el resto de los Bob-Whites hubiesen estado tan atareados resolviendo misterios.

—Pero lo importante es que quiera hacerlo —dijo Brian.

—Se lo preguntaré en cuanto llegue a casa —prometió Honey—. Aunque lo mejor será que se lo pidamos todos juntos. Si nos ve preocupados, no se negará.

Y, muy esperanzados, los Bob-Whites entraron en la casa.

—Tenemos que dejarlo todo tal como lo encontramos —ordenó Brian—. Honey, ¿quieres doblar esa manta? Estaba en aquel armario. Mart, si puedes vaciar este cuenco de agua y poner esta toalla en alguna parte… Trixie, Harrison estaba muy preocupado por su sombrero. Creo que debe estar aún en la bodega. Le prometí no olvidarlo.

Trixie le dejó organizar el trabajo de los otros. En realidad se sentía contenta por la oportunidad de echar un vistazo a la bodega.

Mart entraba en la cocina con el cuenco de agua justo cuando ella empezaba a descender la escalera.

—Ten cuidado, muchacha —le dijo bromeando—. No tengamos otra tragedia. Observa tus pies según vayas bajando las escaleras.

—Ya tendré cuidado de los escalones. Ahora procura tenerlo tú, para que tus torpes dedos no dejen caer el cuenco —repuso Trixie molesta.

La bodega estaba oscura y fría, y Trixie se estremeció al mirar a su alrededor. A juzgar por sus espesas paredes de piedra y sus dos ventanillas con barrotes, supuso que en otros tiempos debió ser una bodega de vino.

En el techo había una bombilla solitaria sin pantalla. Al encenderla, Trixie pudo ver estanterías con jaleas, mermeladas y frutas en conserva.

Un gran tonel de madera olía agradablemente a manzanas, y el sombrero de Harrison estaba colocado cuidadosamente sobre él.

Lo recogió y saltó de repente, al sentir algo que frotaba sus piernas. Miró y, para su tranquilidad, era Enrique Octavo.

—No me sorprende que no pudiésemos oír a Harrison cuando gritaba pidiendo socorro —le dijo al gato—. No podríamos haberle oído nunca, de no haber aporreado la puerta.

Enrique pareció no concederle ninguna importancia al asunto. Saltó encima del tonel y empezó a lavarse la cara.

Cuando Trixie volvió a la cocina, Mart estaba aún en el fregadero.

—Mart —dijo Trixie, poniendo el sombrero en un mostrador—, voy a intentar encerrarme en la bodega.

—Bueno —contestó él sin volverse—. Espero que tengas éxito, Sherlock. Entonces te tendré en mi poder, ¡je, je!

Pero Trixie no lo consiguió, tal como ya lo suponía. Por más portazos que dio, la puerta no se quedó cerrada ni una sola vez.

Cuando terminó, Mart le dijo:

—¿Qué pretendías?

Trixie se quedó un rato pensativa.

—Harrison nos contó que bajó al sótano y accidentalmente se quedó encerrado.

—¿Y qué?

—Que eso es imposible. Sabía que no nos estaba diciendo la verdad. Honey y yo tuvimos que hacer fuerza para descorrer el cerrojo.

Mart la miró.

—¿Tenía el cerrojo echado?

—Por la parte de la cocina —aclaró Trixie—. Es imposible que se cerrase solo.

—Entonces, ¿qué significa todo esto?

—Significa —dijo Trixie— que alguien más ha estado aquí anoche y que ese alguien encerró a Harrison en la bodega y lo dejó allí. Él tiene que conocerlo, pero por la razón que sea no nos lo quiere decir.

Se quedó mirando el sombrero de Harrison, como deseando que hablase.

—Pero ¿por qué no ha querido decírnoslo?

—No lo sé —confesó Trixie, dirigiéndose al salón—, pero estoy segura de que lo sabré.

—¿Qué es lo que sabrás? —preguntó Di.

—Es elemental, mi querida Di —repuso Mart divertido—. Trixie acaba de descubrir otro de los pequeños misterios de la vida. Nunca he visto a una mujer con tal propensión a los rompecabezas.

—Y hablando de rompecabezas —intervino Honey—, ¿habéis visto esto? Sé que no debería haberlo leído, pero… bueno… es una especie de atracción.

Fue a la mesa y recogió la tarjeta de felicitación que Trixie había observado antes. Tenía una serie de dibujos.

Los Bob-Whites se acercaron a verla.

—¡Mirad! —exclamó Mart—. Hay un dibujo de Hoppy, la furgoneta meteorológica del Ayuntamiento.

—Y lo que está a su lado parece un dibujo de Sleepyside Hollow —afirmó Di.

Trixie miraba por encima del hombro de Di.

—¡Ya! Y el dibujo siguiente es un perro caliente, y el que le sigue, una flor. ¿No será eso una especie de código secreto?

Brian gruñó.

—Puede que lo sea. Vamos a verlo. Hoppy, la furgoneta del tiempo, Sleepyside Hollow, un perrito caliente y una flor. No, no me dice nada.

—Hay más —dijo Honey abriendo la tarjeta.

Dentro, escrito a mano con letras muy rústicas, hay un solo nombre: Jonathan.

—Creo que deberíamos dejarla donde la hemos encontrado —dijo Jim—. Ya no pintamos nada aquí, ésta es la casa de alguien.

—Y creo que deberíamos dejar una nota a la señora Crandall —agregó Honey, colocando la tarjeta sobre el mantel—. Habrá que decirle lo que ha pasado.

Mientras Brian escribía la nota, Trixie se quedó pensando en su prueba con la puerta de la bodega. Le habría gustado hablarlo con los demás Bob-Whites; pero, de algún modo, tenía la sensación de que Di no querría oír que Harrison mentía.

Al final no dijo nada. Ya lo comentaré más tarde con Honey —pensó.

Casi en ese mismo instante, Honey le dio un golpecito en el hombro.

—Tengo que contarte algo —dijo—. Es lo más divertido que puedes imaginar.

—¿Divertido de ja-já o divertido de peculiar?

Honey sonrió.

—Pareces Bobby. Quiero decir que es peculiar. ¿Recuerdas cuando fuiste al porche a llamar a los demás?

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno —susurró Honey—, pues me di cuenta de que Harrison estaba realmente preocupado. Le pregunté si sucedía algo y me dijo que había entrado en la casa con una llave de la puerta principal, que la señora Crandall deja debajo de un tiesto, en el porche.

—Bueno, pues volveremos a dejarla allí —contestó Trixie.

—Eso es precisamente lo que te quería contar. Harrison me pidió que la pusiese allí por él. Estaba seguro de que la había dejado en la mesa de la cocina.

—Pues yo no he visto ninguna llave en esa mesa, ni al llegar ni después —aseguró Trixie.

—Eso es lo extraño —siguió Honey—: que no estaba. Harrison me hizo buscar por todas partes, pero no fui capaz de encontrarla. Había desaparecido.

—¿Has preguntado a los demás si la han visto?

—No —contestó Honey despacio—. Harrison me pidió que no lo hiciese. Primero me dijo que estaba seguro de que cualquiera de vosotros, si la veíais, lo diríais. Después dijo que a lo mejor no la había dejado en la mesa. Pero estoy segura de que sí la dejó.

Antes de seguir a los demás, Trixie se quedó pensativa, con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta.

¿Qué era lo que había sucedido en realidad la noche anterior? ¿Por qué Harrison no había querido contarles la verdad? ¿Quién había encerrado a Harrison en la bodega? ¿Y dónde estaba aquella llave? ¿Había desaparecido?

Cuanto más pensaba Trixie en todo aquello, más confusa se sentía.

—Pasa lo mismo que con todos los misterios —dijo en voz baja—. Te hace sentir cada vez más curiosidad.